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Mi Sexy Tutor

Sipnosis

...╞═════𖠁ೋღ"En una ciudad que nunca calla, su sonrisa era el único silencio que Lucía quería escuchar."ღೋ𖠁═════╡...

El verano en la ciudad huele a asfalto caliente y a café de las terrazas abarrotadas. Desde mi ventana en el quinto piso, veo el balcón de Adrián, donde una planta de albahaca lucha por sobrevivir entre latas de cerveza vacías y un trípode olvidado. Está ahí ahora, apoyado en la barandilla, hablando por teléfono. Su risa corta el ruido de los cláxones como si nada, y yo, como siempre, me quedo atrapada mirándolo.

Tengo 19 años, casi 20, pero eso no cambia nada. Adrián tiene 29, o eso escuché en el ascensor cuando la vecina del tercero hablaba de él como si fuera una celebridad. Es fotógrafo, de esos que viajan con una cámara colgada al cuello y vuelven con historias que yo solo puedo imaginar. Entre nosotros hay un abismo: diez años, un mundo de experiencias, y la certeza de que él ni siquiera sabe cómo me llamo. Pero su sonrisa… Dios, su sonrisa. Es como un faro en esta ciudad que nunca duerme, un destello que hace que todo —los exámenes, el trabajo en la cafetería, el caos— se desvanezca por un segundo.

Mi cuaderno está abierto sobre el escritorio, rodeado de apuntes de la universidad y facturas que no quiero mirar. Empecé a escribir hace un año, cuando entendí que las palabras eran lo único que podía contener todo lo que siento. Poemas, cartas, frases que nunca leerá nadie. Como ahora, mientras lo observo desde mi ventana, con el bolígrafo temblando en la mano.

<>, escribo, y luego lo tacho porque suena a cliché. Pero no sé cómo explicarlo mejor. Cada vez que Adrián sonríe, parece que está contando un secreto que no entiendo, y yo quiero aprenderlo todo. Intento de nuevo: <> Eso está mejor. No es perfecto, pero es verdad.

Cierro el cuaderno cuando escucho la voz de mi compañera de piso, Sofía, desde el salón.

—¡Lucía, el microondas otra vez hace cosas raras!

 No quiero que vea lo que escribo. No es que Sofía sea cotilla, pero tiene esa manía de hacer preguntas que me hacen sentir desnuda. Meto el cuaderno bajo un montón de libros y me quedo mirando el techo, pensando en la tarea que me dieron en la clase de escritura creativa: un proyecto sobre alguien que nos inspire. “Escriban desde el alma,” dijo la profesora, como si fuera tan fácil. Pero yo ya sé de quién voy a escribir. No se lo diré a nadie, ni siquiera a Sofía, que siempre quiere que le lea mis poemas.

Vuelvo a la ventana. Adrián ya no está. El balcón está vacío, salvo por la albahaca que se tambalea con el viento. Saco el cuaderno otra vez y escribo, rápido, antes de que las palabras se me escapen:

<>

Cierro el cuaderno y lo aprieto contra mi pecho. Afuera, las luces de la ciudad parpadean, y el ruido de los coches sigue su ritmo incansable. Y yo sigo aquí, atrapada en este verano, enamorada de un hombre que vive a diez metros y a mil mundos de distancia.

Una invitación fuera de lugar

...╞═════𖠁ೋღ****La ciudad despierta con un rugido, pero yo ya llevaba horas escuchando el silencio de mis propios pensamientos. ღೋ𖠁═════╡...

...◦•●◉✿◥𝑳𝒖𝒄𝒊𝒂, 𝒍𝒂 𝒄𝒊𝒖𝒅𝒂𝒅 𝒚 𝒖𝒏 𝒃𝒐𝒍𝒊 𝒔𝒊𝒏 𝒕𝒊𝒏𝒕𝒂◤ ✿◉●•◦...

El despertador grita a las siete, pero yo ya me encontraba despierta, observando el techo de mi habitación como si tuviese las respuestas a todos mis problemas. La ciudad jamás duerme, y el ruido de los coches empezaba a colarse por la ventana. Mientras me recordaba que el día ya había comenzado sin siquiera pedirme permiso. Tengo una montaña de libros y apuntes desparramados encima del escritorio, y mi mochila parecía un rompecabezas imposible. Hoy tengo clases de escritura creativa, y no planeo volver a llegar tarde otra vez.

Me levanté, me puse una camiseta y unos vaqueros, para luego empezar a introducir mis cosas en la mochila: el cuaderno donde suelo escribir mis poemas, un boli que siempre se queda sin tinta, el portátil que pesa de una manera que parece que estuviera hecho de plomo. Observó el cuaderno por unos segundos de más. Últimamente, he estado escribiendo sobre cosas que no comprendo, como el vacío que comienzo a sentir en el momento en el cuál la ciudad decide callarse por un instante. Pero no había tiempo para esto ahora.

—¡Lucía, vámonos, que se nos está haciendo tarde! —La voz de Sofía atravesó la puerta, seguido de un golpe impaciente. Ella es mi compañera de piso y tiene la energía de un huracán, y hay veces que me agoto de solo mirarla.

—¡Estoy llendo, aguanta! —le grito, mientras intentaba cerrar la cremallera de la mochila. Pero algo se atacó, quizás solo fue un cuaderno rebelde. Así que solo me limité a supirar y lo dejé como estaba.

Salí al salón, en donde se encontraba Sofía apoyada en la encimera, mientras se comía un plátano y a la vez revisaba su móvil. Llevaba puesta una chaqueta de cuero que parecía sacada de una película y el pelo recogido en una coleta desordenada que, no sé cómo, pero le queda perfecta.

—¿Lista o qué? —agregó, sin alzar su vista.

—Más o menos. —Dije, mientras me ajustaba la mochila en el hombro—. ¿Porque siempre estás tan despierta a esta hora?

—Es un don. —Exclamó, sonriendo mientras tiraba la cáscara del plátano a la basura—. Venga, que el metro no nos va a esperar.

Caminamos las tres calles hasta la estación, esquivando a los oficinistas con cara de lunes eterno y a los repartidores en bicicleta que parecían estar jugando a las carreras. La ciudad estaba viva, con su caos de cláxones y luces parpadeantes. Y Sofía no paraba de hablar: de que si el examen de literatura, que si el café de la uni es un asco y que si deberíamos pintar el piso de un color que fuera menos deprimente. Yo solo asentí, pero mi cabeza se encontraba en otra parte, pensando en el proyecto de escritura creativa. “Escriban sobre alguien que los inspire,” dijo la profesora. Pero no tengo ni puta idea de quién elegir. ¿Sofía, quizás? No, demasiado caótica. ¿Mi madre? Demasiado lejos.

En la uni, el aula de escritura creativa se encontraba medio vacía cuando llegamos. Sofía y yo, nos sentamos al fondo, como siempre, así que opté por sacar mi cuaderno, y fingir que estaba releyendo mis apuntes. La profesora llegó tarde, así que la clase era un murmullo de charlas y móviles. Me encontraba garabateando en una esquina del cuaderno —nada importante, solo eran líneas que no llevaban a ningún lado— cuando de repente, alguien tomó asiento en la silla de al lado.

—Ey, Lucía, ¿cómo estás? —Era Marcos, uno de esos chicos que siempre parece estar organizando algo. Tiene el pelo rizado y una sonrisa qué parecía ensayada.

—Bien, supongo. —Levanté la vista, un poco sorprendida. Ya que no suelo hablar mucho con él fuera de clase.

—Oye, este finde haremos una fiesta en el piso de Dani. Va a estar brutal. —dijo, inclinándose hacia mí, como si me estuviese contando un secreto de estado—. ¿Te apuntas?

—No lo sé... —Digo, encogiendome de hombros, mientras miraba mi cuaderno—. No soy mucho de fiestas.

—Venga, no me digas algo así. —se empieza a reír, y su voz llenó el espacio que existía entre nosotros—. ¿Qué vas a hacer si no? ¿Te quedarás en casa viendo series? Aburrido.

—No es aburrido —repliqué, poniéndome un poco a la defensiva—. Además no bebo.

—¿Y quién te va a obligar a beber? —inquirió Marcos levantando las manos, como si se estuviera rindiendo—. Habrá refrescos, música, buena vibra. Solo tienes que estar ahí, Lucía. Con eso ya vale.

—No lo sé... —volví a repetir, porque no se me ocurría nada mejor. Las fiestas siempre me hacían sentir fuera de lugar, como si todos supieran un chiste que yo no entiendo.

—Sofía también irá —añadió, mientras señalaba con la cabeza hacia donde se encontraba Sofía escribiendo algo en su móvil, ajena a todo—. Pregúntale si no me crees. Va a ser épico, te lo prometo.

Miré a Sofía, que ahora sólo se estaba riendo de algo en su pantalla. No me sorprendía en lo absoluto que vaya. Porque Sofía es de las que se meten en cualquier plan sin siquiera pensárselo dos veces. Yo, sin embargo, siempre suelo pensar demasiado.

—Vale, lo pensaré —contesto, solo para que Marcos pueda dejarme en paz.

—¡Esa es mi chica! —dijo mientras se limitaba a levantarse, para luego darme una palmada en el hombro que hizo que me encogiera—. Te enviaré los detalles por WhatsApp. No te vas a arrepentir.

Después de decir aquello, se fue justo cuando la profesora entró en el aula, y yo me hundía un poco en la silla, con la cabeza llena de ruido. Una fiesta. Genial. Como si necesitara más cosas en las que sentirme perdida. Opté por abrir mi cuaderno y comencé a escribir, casi sin darme cuenta: : "A veces, la ciudad me invita a lugares donde no quiero estar". Al terminar, tacho la frase. No es buena, pero es verdad.

La clase había comenzado, y yo solo seguía garabateando, mientras me preguntaba si alguna vez encontraría algo —o a alguien— que valiera la pena escribir.

Sándwiches de pollo y clichés universitarios

La clase de escritura creativa había culminado con la profesora soltando una de sus frases inspiradoras que sonaban como un póster de autoayuda. “Encuentren su voz, chicos, es lo único que nadie les puede quitar.” Fácil de decir cuando no tienes que lidiar con apuntes desordenados, un trabajo en la cafetería y un cuaderno lleno de palabras que no sabes si valen algo. Guardé mi portátil en la mochila, mientras ignoraba el peso que me hundía los hombros, y miré a Sofía, que ya se encontraba de pie, tamborileando los dedos en la mesa.

—¿Iremos a comer algo o qué? — dijo, ajustándose la chaqueta de cuero como si fuese una estrella de rock—. Me estoy muriendo de hambre.

—Siempre te estás muriendo de hambre —contesto, levantándome con un suspiro—. ¿Qué se te ofrece hoy? ¿El sándwich de siempre o algo nuevo?

—Sándwich. No me hagas experimentar, Lucía. —Dijo, lanzándome una sonrisa torcida y luego salió del aula como si el mundo la estuviese esperando.

El campus estaba en plena efervescencia, con estudiantes corriendo entre edificios, algunos con café en la mano, y otros con la mirada perdida en sus móviles. La ciudad respiraba a nuestro alrededor, con el eco de los cláxones y el zumbido de las motos colándose por las rejas de la universidad. Caminábamos hacia el área de comida, un patio rodeado de food trucks y mesas metálicas qué siempren se encuentran llenas. El sol está pegando fuerte, pero la brisa fresca hacia que el receso se sintiera como un respiro en medio del caos.

—¿Food truck de sándwiches o el de tacos? —inquirí, mientras esquivaba a un chico que pasaba en patineta.

 —Sándwiches. Los tacos de ayer me dejaron el estómago en rebelión. —Sofía se detuvo frente al food truck, ojeando el menú pintado en una pizarra—. Quiero el de pollo con aguacate. Y pídele que no le añadan tanta mayonesa, qué la última vez parecía sopa.

—Eres un drama —digo, pero me límite a ponerme en la fila, que avanzaba lento porque el chico del food truck estaba conversando con cada cliente como si fuesen amigos de toda la vida.

Mientras esperábamos, Sofía sacó su móvil y empezó a deslizar la pantalla, mientras murmuraba algo sobre un meme que no entiendo. Y yo solo miraba alrededor, tratando de no pensar en el proyecto de escritura creativa. Porque todavía no tenía idea de quién escribir. Alguien que me Inspire, dijo la profesora. Pero, ¿Quién, en esta ciudad de prisas y desconocidos, podría ser eso?

—¡Lucía, mueve el culo! —exclamó Sofia mientras me daba un codazo, y me dí cuenta de que ya era mi turno.

Pedí dos sándwiches —el de pollo para ella, uno de jamón y queso para mí— y pagué con el poco efectivo que llevaba en el bolsillo. El chico del food truck, con una gorra ladeada, me guiño un ojo al darme el cambio. No sé si es coqueto o solo aburrido, pero me limité a sonreír y apartarme rápido.

Encontramos una mesa vacía justo al lado de la cancha de baloncesto, en donde un grupo de chicos estaba jugando un partido improvisado. El sonido de la pelota rebotando y las risas llenaban el aire, combinándose con el susurro de las conversaciones a nuestro alrededor. Tomamos asiento, y Sofía empezó a desenvolver su sándwich como si fuese un regalo de Navidad.

—Esto huele increíble —dijo, mientras le daba un mordisco exagerado—. ¿Por qué no venimos aquí todos los días?

—Porque no tenemos dinero para comer fuera todos los días —contesto, limitándome a abrir mi sándwich con menos entusiasmo—. Además, tú dijiste que querías cocinar más.

—Ja, eso fue un momento de debilidad. —Dijo Sofía, mientras se limpiaba una mancha de aguacate de la barbilla—. Cocinar es para gente con paciencia, y yo no soy esa gente.

Me reí, aunque no estaba del todo aquí. Mis ojos se desviaron a la cancha, donde los chicos estaban en plena acción. Uno de ellos destaca como si tuviera un reflector encima. Es alto, con pelo rubio que brillaba bajo el sol y ojos azules que parecían sacados de una película. Nicolás, el chico del que todo el mundo habla. Tiene 24 años, está en el último año de alguna carrera que nunca recuerdo, y es básicamente el rey no oficial de la universidad. Lo he visto en fiestas —de lejos, claro— y en los pasillos, siempre rodeado de su pandilla de amigos que parecen modelos de Instagram.

—Ugh, mira a Nicolás y su séquito de idiotas —dice Sofía, siguiendo mi mirada—. ¿No te cansas de verlos pavonearse como si fuesen dueños del campus?

—No los estoy viendo —miento, regresando a mi sándwich—. Solo... observo.

—Claro, observar. —Dice Sofía poniendo los ojos en blanco—. Ese tipo es puro ego. Observa cómo lanza la pelota, como si estuviera en la NBA. Y sus amigos, Dios, son peores. Todos con esas camisetas ajustadas y esa actitud de “somos lo mejor que te ha pasado”.

Me río, porque tiene razón. Los amigos de Nicolás —tres o cuatro chicos que siempre están con él— son atractivos, sí, pero tienen esa vibra arrogante que te hace querer darles un codazo. Uno de ellos, con el pelo negro y un tatuaje en el brazo, grita algo sobre una falta y se ríe como si fuera el chiste del año. Nicolás, en cambio, parecía más tranquilo, pero igual lanza la pelota con una confianza que roza lo ridículo.

—Igual no son tan malos —digo, solo para pincharla.

—¿No tan malos? —Exclama Sofía y casi se atragantaba con su sándwich—. Lucía, por favor. Son el cliché de los populares. Apuesto a que pasan las noches mirándose al espejo y diciéndose lo geniales que son.

—Eres exagerada —contesto, aunque no puedo evitar sonreír.

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