Capítulo 1: El cuento que no te contaron.
Morí... ¿Cómo? Pues... aún no me entero... solo sé que desperté en una especie de habitación blanca y una mujer con mirada fría me dijo...
— Solo preguntaré... ¿Quieres vivir? Puedo devolverte al mundo de los vivos...
Por supuesto que acepte sin pensarlo, pero en cuanto llegue aquí... me arrepentí.
Resulta que no me envió de regreso a mi mundo... ni siquiera a mi misma época... me envió a un mundo de cuentos de hadas... príncipes y princesas... un mundo el cual conocía bien...
"Esta no es la historia de una joven pobre con un zapato de cristal. Esta es mi historia. Y comienza justo antes de que todo se fuera al demonio."
—Mi nombre en este mundo es Griselda. Sí, esa Griselda, la "hermanastra gorda" de Suertucienta.
Así la llamo yo. Porque “Cenicienta” le queda grande a alguien que jamás limpió una chimenea con las manos desnudas. Su piel era tan suave que hasta los ratones se burlaban de ella. Y la ceniza… nunca la tocó. No realmente. Pero ese no es el punto. No quiero sonar resentida.
Bueno, tal vez un poco.
Mi historia comienza un día antes del gran baile. Un día antes de que el hada madrina apareciera y Suertucienta se convirtiera en princesa. Un día antes de que la desgracia de Griselda y su familia se escribiera con tinta dorada y mentiras.
Estaba en el desván, doblando manteles junto a mi hermana menor, Anastasia, que chillaba por una astilla en el dedo como si le hubieran cortado la mano. Yo, como siempre, me limitaba a escuchar.
—¡Ay, Griselda, me duele! ¿Qué tal si me gangreno? ¡Voy a perder el dedo! ¿Y si es el del anillo? ¡Nunca me voy a casar!
—Cállate, Anastasia —le dije, sin levantar la vista—. A ti ni los ciegos te darían un anillo.
—¡Eres cruel!
—Y tú escandalosa. Sécate las lágrimas y ayuda.
Cenicienta bajó las escaleras justo en ese momento, con su vestido remendado y ese rostro que fingía humildad, pero tenía los ojos de una gata callejera lista para atacar. Me miró, luego miró a Anastasia con su habitual expresión de mártir.
—¿Les preparo algo de té? —preguntó con esa voz melosa que usaba cada vez que quería espiar nuestras conversaciones.
—No hace falta —respondí—. No estamos acostumbradas a que las serpientes sirvan bebidas calientes.
Ella fingió una sonrisa. De esas que no llegan a los ojos.
La verdad es que nunca confié en ella. Ni en esta ni en mi otra vida... pero cuando llegue aqui y los rdcuerdos de la verdad Griselda llegaron a mi, supe que mi desconfianza hacia ella eran justificadas.
Desde que llegó a la familia de Griselda, trajo consigo un aura extraña. Al principio, mi madre, la duquesa Evelyne de Montclair, intentó tratarla bien. Era la hija del general Armand, su nuevo esposo. Un matrimonio por conveniencia. Todos sabían que el general estaba en ruina y necesitaba la fortuna de mamá. Y ella, ciega por la idea de restaurar un apellido caído, accedió.
Pero lo que nadie vio venir fue que ese “gran hombre” dejaría tras su muerte solo deudas, joyas falsas y un testamento que la obligaba a cuidar de esa... criatura.
Mamá vendió casi todo. Los muebles tallados, los cuadros, hasta los caballos. Solo para evitar que las deudas nos devoraran. Y aún así, la gente susurraba que mamá había esclavizado a la dulce hija del general. ¡Por favor! ¡Nosotras comíamos pan duro y caldo rancio mientras ella lloraba porque no tenía encaje en su camisón!
Un día, descubrí que había cortado los lazos de mis zapatos nuevos. Otro, encontré cucarachas en mi sopa. Mamá pensaba que eran casualidades. Anastasia decía que eran accidentes. Pero yo... yo vi el rencor en su mirada.
Y luego vino la invitación del baile.
—Todas las señoritas del reino están invitadas —leyó mamá, sentada en el salón. Temblaba un poco al sostener el papel. Era nuestra última esperanza.
—¿Todas? —preguntó Cenicienta con ojos brillantes.
—Todas las nobles —corregí—. ¿Desde cuándo las criadas reciben invitaciones?
Ella no respondió. Solo bajó la cabeza. Pero lo vi. Ese destello en su mirada. Una promesa silenciosa.
Esa noche, la escuché murmurar en la cocina. Creí que hablaba sola, pero no. Una figura luminosa apareció entre las sombras. La reconocí por los cuentos: el hada madrina. Pensé que eran tonterías. Hasta que vi cómo tocaba una calabaza y la convertía en carruaje. Cómo los ratones se volvían caballos. Cómo la mugrosa criada se transformaba en una diosa de seda azul y cristales.
—No puede ser —susurré, y corrí a mi habitación.
—¿Qué sucede? —preguntó Anastasia.
—Nos ha robado el destino. Ella va al baile.
—¿Cómo? Pero... ¡si mamá le dijo que no podía!
—¿Acaso no entiendes? ¡Tiene magia de su lado!
La noche siguió su curso, y la magia hizo lo suyo. El príncipe, idiota como era, cayó rendido a sus pies. Todo por un vestido bonito y un par de frases ensayadas.
Y luego vino el zapato.
Ese maldito zapato.
Buscaban a la joven que lo perdió. “Solo una doncella pura y perfecta puede tener un pie tan delicado”, decían. ¡Hipócritas! ¿Qué clase de gobierno elige a la futura reina por el tamaño del calzado?
Y claro, cuando llegaron a casa, ella se hizo la sorprendida. Mamá intentó negarlo. Intentó protegernos. Pero nada sirvió.
Días después, la boda fue anunciada.
Y a la semana siguiente... fuimos vendidas como esclavas.
Mi madre, la duquesa de Montclair, terminó fregando suelos en el castillo. Anastasia fue enviada a un burdel de la frontera. Y yo...
Yo fui vendida a un circo de monstruos por “mi tamaño y expresión grotesca”.
Todo porque una niña mimada supo esperar su momento.
Pero esta historia no termina ahí.
Porque ayer... ocurrió algo.
Desperté y todo era diferente.
Volví a ser joven. Mi cuerpo era más liviano, mis manos no estaban marcadas por el látigo. Estaba en mi cuarto, la noche antes del baile.
Y lo supe.
Tenía una segunda oportunidad.¿O tercera? no lo sé... ya había perdido la cuenta... pedo tenía otra oportunidad.
Una oportunidad para cambiarlo todo.
Para desenmascarar a Suertucienta, para salvar a mi madre y a mi hermana. Para evitar que el reino cayera en manos de una mujer que escondía puñales tras sonrisas dulces.
Esta vez, yo tomaría el vestido.
Yo encontraría al hada madrina.
Y si ese idiota del príncipe se enamora por un zapato… entonces que pruebe el mío. Veremos si también está hecho para gobernar.
Porque esta no es la historia de una sirvienta maltratada que encuentra el amor.
Esta es la historia de una mujer que se negó a ser la villana de un cuento mal contado.
Mi nombre es Griselda de Montclair.
Y esta vez...
Yo escribiré el final.
En la tarde, luego de una siesta profunda.
Griselda se despertó agitada. El aire era distinto. Su respiración pesaba, pero no como en las carpas húmedas del circo, sino por el eco de los años vividos como esclava. Cada costilla, cada dedo torcido, le recordaba las noches en jaulas, los aplausos burlones, los gritos de los niños que lanzaban pan duro como si fueran monedas.
Sus ojos, aún empañados por el recuerdo, vieron imágenes que deseaba borrar: su madre fregando pisos en el castillo, su hermana llorando en una esquina de un burdel, y ella, vendida como “atracción exótica”.
Y entonces lo comprendió. Estaba de vuelta.
Su cuerpo no era el de una mujer vencida. No más. Era el suyo de antes, cuando aún tenía mejillas redondas y un trasero que no había conocido látigos. Estaba en su habitación, en su antigua casa, la noche antes del baile real.
Y esa noche, pensó, todo cambiará.
***
Horas más tarde, escondida entre calabazas, escuchaba pasos suaves acercarse. El aire se volvió brillante. Un suave campanilleo flotaba en el ambiente. Y allí, descendiendo como si no pisara el suelo, apareció ella: el hada madrina.
Con su vestido de tul azulado, su cabello recogido en rizos plateados y una varita que parecía más decorativa que útil, caminó directo hacia la cocina… buscando a la “elegida”.
Pero Griselda salió antes.
—¡Ayer tú! —gritó, emergiendo entre las hojas de calabaza como un jabalí enojado.
El hada dio un salto.
—¡Por las barbas del rey! ¿Quién eres tú?
—Soy Griselda de Montclair. Quizás me recuerdes por mi papel como "la hermanastra gorda" en el cuento de la cenicienta perfecta. Pero esta noche, madame purpurina… esta noche, yo soy la elegida.
El hada la observó, ladeando la cabeza.
—Pero... tú no eres...
—¿Delgada? ¿Rubia? ¿Trágicamente huérfana y manipuladora? ¡Lo sé! Pero escúchame. Esa rubia oxigenada va a usar tu magia para destruirnos. Lo he visto. He vivido su reinado. Y déjame decirte, tu alumna estrella tiene más sombras que alas.
—Hmm…
—Te ofrezco una alternativa —insistió Griselda, respirando agitada—. Ayúdame a competir en igualdad de condiciones. Y si no gano, al menos perderé con estilo.
El hada la miró largo rato.
—Solo hasta la medianoche.
—Acepto.
—Y no más deseos cuando sepas lo bien que te ves.
—Lo juro por el pan de ajo.
Con un suspiro resignado, el hada madrina alzó su varita. Un destello la envolvió, cálido y chispeante. El aire se volvió dulce, como a canela.
No fue necesario hacer demasiado. Solo unos kilitos menos, ajustar una cintura aquí, suavizar un muslo allá. Porque, la verdad sea dicha, Griselda era bella. Siempre lo fue. Su piel era de porcelana natural, con pecas suaves en la nariz; sus rulos rojizos, domesticados ahora por magia, caían como una cascada brillante sobre sus hombros. Tenía labios carnosos, ojos color miel con destellos de fuego y una sonrisa que podía desarmar a cualquiera... si no estuviera normalmente escondida detrás de una galleta.
—¡Santo cinturón real! —exclamó Griselda al verse—. ¡Estoy… impresionante! ¡Irreconocible! ¡Incluso para mí!
—Ve. Y recuerda: a medianoche...
—¡Sí, sí! Me convierto otra vez en calabaza. ¡Lo tengo!
***
En el baile real...
El castillo brillaba. Candelabros colgaban del techo como soles atrapados, la orquesta tocaba una melodía suave, y el suelo estaba tan encerado que Griselda se resbaló dos veces antes de llegar a la entrada principal.
La gente la miraba.
—¿Quién será esa dama? —susurraban.
—¿De qué casa noble viene?
—¡Miren ese cabello! ¡Esa piel!
Incluso su madre y su hermana, de pie cerca del vino espumoso, no la reconocieron.
—¿No es esa…? —musitó Anastasia.
—Imposible —replicó la Duquesa Evelyne, sin apartar la vista—. Ninguna mujer con esa silueta puede haber salido de mi útero.
Griselda sonrió, conteniendo la carcajada. ¡Qué divertido era verlos confundidos!
Entonces la vio. Suertucienta. En un rincón, con su vestido azul robado de alguna producción teatral y cara de ángel caído. Observaba todo con atención. Buscaba su momento.
Pero esta vez, ese momento sería de Griselda.
El príncipe apareció, caminando con la gracia de una rama tiesa. Miró a su alrededor buscando a una doncella para abrir el baile, pero antes de que pudiera siquiera pestañear…
—My Lady —dijo una voz profunda a su lado—. ¿Me concede el honor de este primer baile?
Griselda giró. Allí, de pie, estaba el primo del príncipe. El heredero del imperio vecino. Príncipe Filip. Alto, elegante, con un aire de fastidio divertido. Un tipo que parecía más interesado en reírse de la corte que en gobernarla.
—¿Me estás hablando a mí? —preguntó ella, fingiendo sorpresa mientras intentaba no desmayarse por la hermosura.
—Sí. Y si me rechazas, estaré obligado a bailar con mi tía abuela. Tiene juanetes y pisa fuerte.
Ella rió. El tipo era encantador.
—Bueno, no puedo permitir eso. La pobre señora no se merece tus juanetes.
Tomó su mano y se dejó llevar al centro del salón. La orquesta comenzó una pieza suave. Giraron. Bailaron. Griselda flotaba. No solo por la magia. Por primera vez, sentía que su cuerpo tenía lugar. Que no molestaba. Que no debía esconderse.
—Tienes nombre, mi dama misteriosa —dijo Filip mientras la hacía girar con elegancia.
—Gris… —tosió— Gisela. Dama Gisela de… Lechón… Letchonshire. Una tierra lejana y llena de vacas. Y pan. Mucho pan.
Filip arqueó una ceja. Luego sonrió.
—Debes contarme más sobre esa tierra. Suena deliciosa.
Y mientras bailaban, Griselda sintió que algo dentro de ella se abría. Un espacio nuevo, fresco. No era la oportunidad de vengarse. Era la oportunidad de vivir.
Y al fondo del salón, Suertucienta apretaba los puños, preguntándose quién demonios era esa mujer que le había robado la atención del príncipe… y algo peor: el protagonismo.
Griselda estaba tan entretenida con las frases ocurrentes de Filip, el atractivo príncipe del imperio vecino, que por un momento había olvidado por completo que su belleza prestada tenía fecha de vencimiento.
Entre risas y pasos de baile, el tiempo se deslizaba tan rápido como el vino real entre las copas.
—Entonces le dije: “Majestad, si su barba es un símbolo de sabiduría, mejor me callo antes de insultarla” —comentó Filip, alzando una ceja mientras la hacía girar elegantemente.
Griselda soltó una carcajada poco regia.
—¡Oh, por los calzones del Rey! ¡Esa fue excelente! Me duele el abdomen, no por el corset, sino de tanto reír.
—Admito que eres distinta a todas las señoritas que he conocido en esta corte... —dijo él con una sonrisa ladeada—. Te burlas de todo, incluso de ti misma. Es refrescante. Y absolutamente... encantador.
Griselda sintió cómo sus mejillas ardían. ¿Estaba coqueteando? ¿Con ella?
Justo cuando estaba a punto de soltar otra broma sobre nobles con juanetes y coronas con caspa… el reloj del castillo retumbó con la primera campanada de la medianoche.
¡DONG!
El corazón de Griselda se detuvo.
¡DONG!
—Oh por todos los panes del reino... —susurró, mirando hacia el reloj—. Esto no es bueno... Esto no es bueno.
¡DONG!
—¿Qué sucede? —preguntó Filip, inclinándose hacia ella.
Griselda tragó saliva. —Debo... debo correr —dijo en voz alta, luego murmuró para sí—. Aunque con lo mucho que me gusta... ¡Qué ironía!
¡DONG!
Giró sobre sus talones y echó a correr.
—¡Espera! —gritó Filip detrás de ella—. ¡Yo puedo llevarte! ¡Tengo caballos! ¡Y piernas muy funcionales!
Pero Griselda se detuvo en seco. Se giró con una mezcla de desesperación y dramatismo teatral.
—¡NO! ¡Ni se te ocurra! —le espetó mientras se quitaba con torpeza los zapatos de cristal.
Filip se frenó, confundido.
—¿Qué estás haciendo?
Ella le lanzó ambos zapatos como si fueran una entrega exprés.
—Casi lo olvido. Si no te los dejo... ¿cómo podrás encontrarme?
—¿Qué?
—¡Lo del zapato! ¡Así funciona esto! —le gritó mientras empezaba a levantar la falda del vestido como si fuera una campesina huyendo de la inquisición—. ¡Guárdalos bien, príncipe bonito!
Filip la miró, sosteniendo los dos zapatos sin entender nada.
—¿Por qué me das los dos...?
—¡La economía no está para andar perdiendo zapatos de cristal! —gritó ella ya en carrera—. ¡Y me duelen los juanetes!
Filip, boquiabierto, se quedó en medio del salón mientras las damas lo miraban con horror y los nobles cuchicheaban.
—¿Qué acaba de pasar?
***
Afuera, la última campanada retumbó en el cielo.
¡DONG!
Y justo entonces, el vestido glamoroso de Griselda comenzó a deshacerse.
Las costuras chillaron, el corset se desinfló como pan viejo, y los volantes se evaporaron en jirones. Su cabello volvió a enroscarse en nudos rebeldes.
—¡Dios! —jadeó, tropezando con sus propios pies descalzos—. Casi me pillan. Qué humillación habría sido si todo se caía en pleno vals… Imagináte yo en calzones delante del príncipe. ¡La nobleza habría colapsado!
Corrió entre arbustos, esquivando carrosas, sin dejar de jalar lo que quedaba de su falda como si aún tuviera dignidad. Tenía que volver a casa antes de que su madre regresara.
Mientras corría, a lo lejos, vio una figura femenina con un vestido azul desgastado también huyendo por otro sendero del castillo. La silueta se tambaleaba, el cabello suelto ondeaba como una bandera de caos, y una zapatilla quedó atorada en las escaleras tras ella.
Griselda sonrió con malicia.
—Ah... ahí estás, Suertucienta. Así que también se te acabó el show, ¿eh?
Se agachó detrás de un arbusto para ver mejor. La reconocería en cualquier lugar por esa forma dramática de huir, como si el universo entero la persiguiera. Y sí, allí iba Cenicienta, en retirada. El hechizo también se deshacía en ella.
—¿Y ahora qué, querida hermanastra? —susurró Griselda para sí—. ¿Te vas a quedar con el príncipe o con tu ego?
***
Minutos después, ya en casa, Griselda se dejó caer sobre su cama, jadeando, el corazón galopando aún en su pecho.
—Sobreviví... —susurró, mirando al techo—. Sobreviví sin desmayarme, sin tropezar con las escaleras y sin que mi trasero hiciera eco cuando me fui.
Se incorporó con esfuerzo, sacó un trozo de pan de debajo de la almohada (porque siempre tenía uno) y le dio un mordisco.
—Y me quedé con algo más... —murmuró, recordando la expresión de Filip cuando la vio.
Había algo en sus ojos. No era solo lujuria. Era curiosidad real. Como si quisiera conocerla más allá de su vestido bonito. Como si... algo en ella lo hubiese tocado.
—¿Y si lo hace? —dijo en voz baja, con un poco de miedo—. ¿Y si me busca?
Luego rió para sí misma.
—Bueno, cuando lo haga... que no se sorprenda si me encuentra con pan en la boca y la faja enrollada en la pierna.
****
Mientras tanto, en el castillo, Filip aún sostenía los zapatos.
—¿Qué hago con esto? —le preguntó al mayordomo.
—Supongo que buscarla... señor.
—¿Buscarla cómo? ¿Mediante un concurso de pies? ¡Ni siquiera sé su nombre! Dijo que venía de "Letchonshire"... ¿eso existe?
—No, señor. Pero suena apetitoso.
Filip bajó la mirada a los zapatos brillantes y suspiró.
—Sea como sea... quiero volver a verla.
Y así, mientras Cenicienta tramaba su versión del cuento y preparaba su estrategia para dar con el príncipe oficial, el primo —más observador, más encantador y mucho más divertido— ya estaba pensando en encontrar a la mujer que se atrevió a reírse del reino entero... y le devolvió la risa a él.
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