Eirian
Este día estaba más agitado de lo normal. El Festival del Sol se celebraría por primera vez en doce años, desde que el emperador asumió el trono. Todos estaban ansiosos por verlo, pues durante todo ese tiempo se había mantenido en el anonimato. Nadie del pueblo conocía su rostro, ni siquiera durante la ceremonia de coronación. Solo los nobles sabían cómo era, aunque corrían rumores de que siempre portaba un antifaz.
—Eso es todo por hoy —anunció mi jefe, echando a los últimos clientes de la librería. Parecía tan emocionado como el resto por ver al emperador por primera vez.
—Tú también, Eirian —dijo, cruzado de brazos mientras me dirigía con una mirada significativa.
—Está bien, jefe —murmuré mientras guardaba mis cosas.
—Nos vemos mañana —me despedí, saliendo de la librería.
El ruido en la calle principal era ensordecedor. Las personas ya se habían alineado a ambos lados, ansiosas por presenciar la entrada triunfal del emperador. A decir verdad, yo no compartía su emoción. La idea de ver su rostro no me despertaba ninguna curiosidad. Prefería aprovechar el resto del día para mí.
Tomé el camino de regreso a casa, tratando de evitar el bullicio, cuando el sonido de las trompetas resonó por toda la ciudad. Antes de darme cuenta, la multitud me había envuelto, atrapándome entre cuerpos expectantes.
El sonido de cascos sobre piedra se acercaba. La multitud estalló en vítores mientras las trompetas anunciaban la llegada del cortejo imperial. Hice una mueca de fastidio. El sol me daba de lleno en la cara y el sudor comenzaba a escurrirme por la nuca. Estaba atrapado y, para colmo, aburrido. Me crucé de brazos, soltando un suspiro impaciente mientras intentaba hacerme espacio para salir.
Entonces lo vi.
El carruaje principal se detuvo justo frente a mí. Era majestuoso, de madera oscura y detalles dorados, tirado por caballos negros como la noche. La puerta se abrió con suavidad, y de su interior descendió una figura alta, envuelta en ropajes blancos y dorados. Llevaba un antifaz dorado que brillaba bajo el sol, ocultando la mitad superior de su rostro. Pero incluso desde la distancia, sus ojos parecían... clavados en mí.
No entendí lo que pasaba hasta que dos soldados se me acercaron.
—¿Qué? ¿Qué están haciendo? —protesté, retrocediendo instintivamente.
—Su Majestad ha solicitado tu presencia —dijo uno de ellos, sin emoción.
—¿Qué? ¿Por qué?
Antes de poder resistirme, los guardias me escoltaron hasta el carruaje. El emperador seguía ahí, mirándome con una sonrisa apenas visible bajo la sombra del antifaz. Se inclinó ligeramente hacia mí.
—¿Cómo te llamas?
—Eirian Valt —respondió, con la voz afilada.
—No —corrigió el emperador—. Desde hoy, eres la flor del imperio. Mi flor.
Un silencio sagrado cayó sobre la plaza. Nadie se atrevió a respirar.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Flor del Imperio? —repetí con incredulidad—. Debe haber un error. Yo no soy nadie.
Di un paso atrás, pero los soldados no me lo permitieron. Sentí sus manos firmes sujetarme por los brazos.
—Suéltame —espeté, forcejeando—. ¡No he hecho nada!
El emperador no pareció inmutarse ante mi reacción. Su expresión seguía tranquila, casi entretenida, como si mi resistencia fuera parte de un juego que solo él conocía.
—Tu rostro habla más que tus palabras —dijo con suavidad, observando con detenimiento
—. ¿No sientes cómo el sol gira hacia ti? ¿Cómo la multitud guarda silencio para escucharte?
—¡Estás loco! —solté, entre dientes. Miré alrededor en busca de una salida, pero las personas observaban enmudecidas, demasiado asombradas para intervenir.
Intenté zafarme de nuevo, pero era inútil. Uno de los guardias me empujó hacia el carruaje.
—¡No pienso ir contigo! —grité, clavando los talones en el suelo—. ¡No soy tu flor, ni de este imperio ni de ningún otro!
El emperador dio un paso hacia mí, tan cerca que pude ver la sombra de una cicatriz bajo el borde de su antifaz. Inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos dorados brillaban con intensidad.
—Aún no lo eres —susurró—. Pero lo serás.
Y sin darme opción, el mundo que conocía se deshizo entre los aplausos sordos del pueblo y las puertas del carruaje cerrándose a mis espaldas.
El sonido de las ruedas del carruaje continuaba, constante y monótono, pero ya no había festejos afuera. El pueblo había enmudecido, conmocionado por lo que acababa de presenciar. Nadie entendía por qué el emperador había elegido a un desconocido entre la multitud.
Dentro del carruaje, el silencio era aún más denso. El emperador me observaba con atención, como si estuviera admirando una obra de arte. Sus ojos, dorados como el sol que lo coronaba, no se apartaban de mí ni un segundo.
En cambio, yo solo sentía rabia.
—¿Por qué me hace esto a mí? —pregunté con voz quebrada, sintiendo las lágrimas arder en mis ojos.
—Soy un simple súbdito —continué, bajando la mirada—. Trabajo en una librería. No soy un noble ni un mercader importante... No soy nadie.
El emperador se inclinó levemente hacia mí. Su voz fue un susurro envolvente, casi dulce, pero cargado de una autoridad que no admitía réplica.
—Shhh… Mi hermosa flor, no llores. Le harás daño a tu rostro.
Ignoró por completo mis palabras. Como si mis lágrimas fueran detalles insignificantes, y no un grito desesperado por respuestas.
El carruaje se detuvo tras un largo trayecto envuelto en silencio. Afuera, el aire se sentía más denso, más frío. No sabía si era por el cambio de altitud o por los nervios que me revolvían el estómago.
La puerta se abrió y la luz del atardecer inundó el interior. Frente a mí, se alzaba el palacio imperial.
Era descomunal. Las torres de mármol blanco se perdían entre las nubes y las cúpulas doradas reflejaban el sol como si el mismísimo astro viviera allí. Estatuas de antiguos emperadores flanqueaban las escaleras, y columnas talladas con símbolos antiguos sostenían pasillos infinitos. Nunca en mi vida había visto algo tan imponente… ni tan intimidante.
Los guardias me hicieron un gesto para bajar. Dudé. Mi cuerpo quería correr en dirección contraria, pero mis piernas no respondían. Bajé lentamente, sintiéndome como una pieza ajena en un tablero de oro.
El emperador descendió tras de mí, sereno, como si el mundo entero le perteneciera. Sus pasos eran firmes, su porte impecable. El silencio lo seguía como una sombra.
—¿Qué esperan de mí aquí? —pregunté, apenas audible.
Él me miró de reojo, su antifaz reluciendo bajo la luz del sol poniente.
—Solo que florezcas.
Un par de puertas colosales se abrieron frente a nosotros, revelando un salón tan vasto que podría haber contenido toda mi ciudad. Decenas de sirvientes aguardaban con la cabeza gacha. Al fondo, un trono solitario brillaba bajo una vidriera con forma de sol y luna entrelazados.
Tragué saliva. No tenía idea de lo que me esperaba, pero una cosa era clara: ya no había vuelta atrás.
Eirian
—Llévalo a la Torre Lirio Negro y prepárenlo para la fiesta de esta noche —ordenó el emperador, sin siquiera volverse a mirarme.
Su voz fue clara, autoritaria, y en cuanto terminó de hablar, siguió caminando entre las columnas del palacio, perdiéndose entre la penumbra dorada como si se desvaneciera en el aire.
Me quedé inmóvil por un instante, paralizado. ¿La Torre Lirio Negro? ¿Una fiesta? ¿Qué demonios significaba todo eso?
No tuve tiempo para preguntar.
Dos sirvientes se acercaron a mí, sin alzar la vista, y me hicieron una reverencia breve y mecánica antes de indicarme que los siguiera. Sus túnicas eran del color de la tinta seca, y caminaban con pasos silenciosos como sombras entrenadas.
Recorrimos un sinfín de pasillos, todos más adornados que el anterior. Alfombras bordadas con hilos de plata, paredes cubiertas de frescos que narraban antiguas batallas, y candelabros de cristal colgando del techo como estrellas detenidas en el tiempo.
Finalmente, llegamos a una torre alejada del cuerpo principal del palacio. Alta, esbelta, rodeada de jardines oscuros donde crecían lirios de pétalos casi negros, tan bellos como inquietantes. Las escaleras de caracol parecían infinitas. El aire aquí era más frío, y el silencio más pesado.
Una vez en la cima, los sirvientes abrieron una puerta doble de madera oscura. Dentro, la habitación era extrañamente lujosa: el suelo de mármol, las cortinas de terciopelo granate, y en el centro, un ropero abierto con ropa fina… demasiada fina para alguien como yo.
Uno de los sirvientes habló por fin, con tono neutro:
—El agua para el baño ya está lista. Le recomendamos que se vista con lo dispuesto sobre la cama. El emperador desea que luzca... adecuado.
Tragué saliva.
No entendía nada. Y lo peor era que, en el fondo, empezaba a sospechar que no se trataba de un error.
—Lo dejamos para que pueda bañarse —murmuraron los sirvientes al unísono antes de inclinarse levemente y salir de la habitación.
Apenas la puerta se cerró tras ellos, me lancé hacia ella con desesperación. Mis manos temblorosas buscaron la manija, la empujé, la tiré, incluso la golpeé con el hombro. Nada. Era una puerta pesada, sólida, hecha para cerrarse desde fuera. Estaba encerrado.
—¡No puede ser! —murmuré, con el corazón latiendo en mi garganta.
Golpeé la puerta una vez más, más por frustración que por esperanza.
No hubo respuesta.
Me giré, respirando agitadamente. La habitación, con toda su belleza, ahora me parecía una jaula revestida de terciopelo. El vapor del baño ya comenzaba a filtrarse desde una puerta lateral entreabierta, perfumando el aire con esencias florales que no lograban tranquilizarme.
Caminé hasta la ventana. Estaba en lo alto. Muy en lo alto. Desde allí, las torres del palacio parecían aún más vastas y frías, y el jardín de lirios negros parecía una pintura distante. No había forma de bajar sin romperme el cuello.
Me dejé caer sobre una silla junto a la cama, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿Qué quiere de mí...? —susurré al vacío.
El emperador me había encerrado. Me había llamado Flor del Imperio, como si fuera suyo. Y ahora... esperaba que me alistara para una fiesta.
Una parte de mí quería gritar. Otra, tenía miedo de lo que pasaría si lo hacía.
Me acerqué a la cama con el ceño fruncido. Encima de las sábanas, perfectamente dobladas, había varias prendas. Tardé unos segundos en procesar lo que estaba viendo.
Vestidos.
No túnicas unisex. No ropa de ceremonia masculina.
Vestidos.
De seda, de encaje, con perlas diminutas cosidas a mano y bordados tan delicados que parecía que respiraban. Unos eran largos y fluidos, otros ceñidos a la cintura, todos con escotes diseñados para resaltar algo que no tenía intención de mostrar. Algunos incluso llevaban transparencias. El más sencillo era de color marfil, con mangas acampanadas y una cinta de terciopelo negro para amarrar en la espalda.
Me quedé ahí, de pie, mirándolos como si fueran una amenaza.
—Esto tiene que ser una broma —dije, sin voz.
Pero no lo era. Nada en este lugar lo era.
Me dirigí al ropero, con la esperanza de que fuera solo una parte del guardarropa. Lo abrí de golpe.
Más vestidos. Cajas con zapatos de tacón bajo. Guantes de encaje. Diademas. Ninguna prenda que pudiera considerar neutral. Todo había sido escogido con intención.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —murmuré, sintiendo un ardor en la garganta.
¿Pretendía ridiculizarme frente a la corte? ¿Mostrarme como un trofeo exótico? ¿O era simplemente otra forma de afirmar su poder sobre mí, de recordarme que no tenía voz ni decisión?
El vapor del baño seguía saliendo, cálido y acogedor. Me sentía sucio, confuso, atrapado.
Caminé hacia el baño con pasos lentos. Me miré en el espejo empañado.
Tenía que decidir: ¿obedecer y enfrentar la humillación en silencio, o resistirme y arriesgar quién sabe qué castigo?
Pero una cosa era segura: el emperador me quería vestido... como su flor.
Entré a la tina. El agua caliente me envolvió como un suspiro antiguo, y por un momento, sentí que el mundo se deshacía a mi alrededor. Mis músculos se aflojaron lentamente, y mi respiración, por fin, se volvió profunda y tranquila.
Allí, en medio del vapor y el silencio, pude pensar.
¿Qué quería de mí el emperador? ¿Qué buscaba al encerrar a un desconocido, al vestirlo como si fuera una muñeca de porcelana?
No encontré respuestas. Solo más preguntas.
Salí del baño cuando el agua ya comenzaba a enfriarse. Me puse una bata de lino suave, demasiado elegante para mi gusto, y regresé a la habitación. El vestido seguía ahí, como una amenaza vestida de seda. Lo tomé con brusquedad y lo arrojé al suelo.
—No voy a ponerme eso —murmuré entre dientes.
Me dejé caer en la cama. Las sábanas olían a lavanda y algo más... algo dulce, como una flor desconocida. Cerré los ojos.
No iba a ir a la fiesta. No con un vestido. No como su adorno.
Si el emperador pensaba que podía jugar conmigo como una pieza más en su corte, tendría que aprender que incluso las flores pueden tener espinas.
Con ese pensamiento en mente, me dejé arrastrar por el cansancio. Me envolvió como un manto pesado, y sin darme cuenta, caí en un sueño profundo.
Cuando desperté, la luz de la lámpara junto a la cama era tenue, y el aire olía a flores cálidas y a algo más... a presencia.
Lo vi.
El emperador estaba sentado a un lado de la cama, con una mano apoyada en mi muslo, acariciándolo con una tranquilidad que me heló la sangre.
—¡Aléjate de mí! —grité, incorporándome de golpe, con el corazón latiendo con furia.
Él sonrió. Una sonrisa tranquila, casi divertida.
—Mi flor, ¿por qué aún no estás listo? La fiesta está por empezar.
—No iré a tu estúpida fiesta —espeté—. No vestido así.
Sus ojos dorados brillaron con algo que no supe descifrar. Se subió a la cama con un movimiento ágil, y antes de que pudiera reaccionar, tomó mi tobillo y me jaló hacia él. Quedé atrapado debajo de su cuerpo, respirando rápido, como un animal acorralado.
—Eres mi hermosa flor —susurró, acariciando mi mejilla con una suavidad cruel—. Y mi flor solo puede vestirse con cosas bonitas.
Sus dedos se cerraron alrededor de mi rostro, apretando mi mejilla con fuerza. No dolía solo por fuera.
—Te espero en la fiesta —dijo, su tono teñido de una amenaza que no necesitaba más palabras—. Las sirvientas vendrán a arreglarte.
Se bajó de la cama con la misma gracia con la que había entrado, y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se volvió a mirarme una vez más. Sus ojos ardían como el sol... y dejaban cenizas.
La puerta se cerró tras él.
Y yo... no sabía si temblaba de rabia o de miedo.
Eirian
Ahora estaba siendo preparado para asistir a la fiesta. Las sirvientas trabajaban con precisión y silencio, como si esto fuera algo cotidiano. Me vistieron con un atuendo de seda ligera, de un tono marfil casi etéreo. El corte era sencillo, pero no por eso menos elegante. Me colocaron un fino collar de perlas, pendientes pequeños y una pulsera que tintineaba apenas con mis movimientos. Todo encajaba perfectamente. Todo menos yo.
Me sentía... distinto.
No solo la ropa.
Era como si, con cada nudo en el corsé, con cada hebra de cabello acomodada, me estuvieran despojando de algo que no sabía cómo recuperar. Mi reflejo me miraba desde el espejo dorado frente a mí, pero no me reconocía.
—Se ve hermoso, señor —dijo una de las sirvientas con una sonrisa amplia.
—Como una flor de invierno —agregó otra, mientras alisaba las mangas del vestido.
Pero yo... yo solo veía un payaso. Una burla. Una abominación.
Un hombre disfrazado de algo que no era.
Aparté la mirada del espejo. No podía seguir viéndolo. No podía soportar ver cómo mi identidad se disolvía con cada elogio falso, con cada tela cuidadosamente elegida por manos que no eran las mías.
El emperador quería moldearme. Convertirme en algo bello. En algo suyo.
Y yo no sabía cuánto más de mí podía perder antes de romperme por completo.
Tocaron la puerta con firmeza. No hubo pausa para que respondiera.
La hoja se abrió de inmediato, y dos guardias imperiales entraron. Sus armaduras relucían bajo la luz de los candelabros, y sus rostros eran tan inexpresivos como las máscaras de mármol que decoraban los pasillos.
—Estamos listos para escoltarlo al Gran Salón —anunció uno de ellos, sin titubeos, como si esto fuera lo más natural del mundo.
Yo no respondí. Me limité a ponerme de pie con lentitud, sintiendo cómo el vestido caía con suavidad sobre mis piernas, como una cadena de seda. Cada paso hacia la puerta pesaba más que el anterior. El zumbido de la música a lo lejos, los ecos de risas y copas, ya comenzaban a filtrarse por los pasillos como un presagio.
Los guardias se posicionaron a cada lado, como si temieran que huyera. O quizás sabían que lo intentaría, si pudiera.
Caminamos en silencio por los pasillos iluminados con faroles dorados. Las paredes estaban cubiertas con tapices de héroes y leyendas antiguas. Ninguno de ellos llevaba vestido.
Con cada paso, el suelo parecía más frío.
Me estaban llevando hacia la fiesta.
Pero yo... no era un invitado.
Era una exhibición.
Una flor marchita, disfrazada de belleza.
—¡Es un gran placer para mí presentarles a la flor del Imperio! —la voz del emperador retumbó desde el interior del Gran Salón, fuerte y clara—. Mi flor.
Las palabras se clavaron en mi pecho como un puñal lento. “Mi flor.” No una flor. No la flor. Suya.
Mi estómago se revolvió con furia. Quería correr, desaparecer, arrancarme aquel vestido como si pudiera borrar con ello el bochorno. Pero no podía.
Las puertas se abrieron de par en par.
Una ráfaga de luz, calor y perfume me golpearon al instante. Cientos de rostros se giraron hacia mí, cubiertos de máscaras elegantes o descubiertos con desdén contenido. Había un silencio absoluto, como si todos contuvieran la respiración al mismo tiempo.
Y entonces lo vi, de pie en lo alto de la escalinata central: el emperador. Vestido de negro y oro, irradiando poder. Sonreía como si acabara de ganar una guerra.
Mi cuerpo avanzó sin que yo se lo ordenara, guiado por los pasos de los guardias a mis lados. Cada tacón que golpeaba el suelo era un disparo que perforaba mi orgullo. Sentía todas las miradas posadas sobre mí: algunas curiosas, otras morbosas, la mayoría llenas de juicio.
Yo era el espectáculo.
Una marioneta con los hilos bien atados.
—Miren qué belleza —dijo el emperador cuando estuve a la mitad del salón—. ¿No es digno de un trono de cristal?
Algunas personas aplaudieron. Otras murmuraban entre sí. Yo solo quería desaparecer dentro de mí mismo.
Pero no lloré. No esta vez.
Sostuve la mirada al frente, con la espalda recta, aunque por dentro todo se estuviera derrumbando.
Dicho eso, el emperador descendió lentamente los escalones hasta llegar a mi lado. Su presencia se sentía como una sombra envolvente, cálida por fuera, pero helada por dentro.
—Estás hermoso, mi flor —murmuró, satisfecho, como si contemplara la culminación de su obra maestra. Su mirada recorría cada detalle de mi atuendo, cada joya que no había elegido, cada parte de mí que ya no sentía como propia.
Al fondo del salón, sobre una plataforma elevada, se alzaban dos tronos de oro: el suyo y el de una emperatriz inexistente.
Pero más abajo, justo al pie de aquellos símbolos de poder, había algo más.
Un trono de cristal.
Puro, reluciente... y frío.
Debajo de él, grabado en el suelo de mármol blanco, se extendía un círculo mágico que brillaba con símbolos arcanos. El resplandor azul palpitaba suavemente, como un corazón dormido esperando despertar.
—Fue preparado exclusivamente para mi bella flor —dijo el emperador, su sonrisa teñida de un orgullo que me heló la sangre.
No podía negarme. Todos esperaban. Las miradas me empujaban hacia adelante más que los guardias. Avancé con pasos lentos, temblorosos, y me senté.
En cuanto mi cuerpo tocó el trono, una oleada de energía invisible me envolvió. Un zumbido agudo me cruzó los oídos. Algo se activó.
Un muro transparente, brillante como el aire congelado, se alzó a mi alrededor. Apenas visible, pero absolutamente real. Extendí una mano, instintivamente. Me topé con una barrera invisible. No podía moverme. No podía levantarme.
Estaba encerrado. El trono me había reclamado.
Y mientras las copas chocaban, las risas volvían y la música llenaba el aire, yo permanecía allí, inmóvil, atrapado en ese trono que no elegí.
Una flor encerrada en el cristal.
Una jaula sin barrotes.
Me pregunté cuánto tardaría en marchitarme.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play