Annabelle
Nunca había visto tantos árboles perder el alma al mismo tiempo.
El coche se deslizaba por el sendero sinuoso, flanqueado por arces, robles y hayas que derramaban sus hojas como si supieran que el final se acercaba. Era un otoño dorado, espeso, como cubierto por una capa de nostalgia. Cada curva de la carretera parecía arrastrarme más lejos del mundo que conocía, y más cerca de algo antiguo… y profundamente dormido.
La conductora —una mujer de rostro serio enviada por la escuela— no hablaba. Solo escuchaba una estación de música clásica que crepitaba en la radio, como si incluso el sonido tuviera que pedir permiso para entrar en ese bosque.
—¿Cuánto falta para llegar? —pregunté en voz baja.
Ella no contestó de inmediato. Mantuvo los ojos en el camino, como si temiera apartarlos.
—Ya casi. —Fue todo lo que dijo.
Suspiré y miré por la ventana empañada. Mis dedos trazaron un círculo sobre el vidrio, inconscientemente. Lo hacía desde niña, cada vez que sentía ansiedad. Pero esta vez dibujé un símbolo sin pensar: una espiral dentro de un círculo. No sabía de dónde lo había sacado. Quizá de un sueño. Quizá… de antes.
Fue entonces cuando lo vi.
El castillo.
Emergía del corazón del valle como un secreto largamente enterrado. Oscuro, alto, con torres como dedos de piedra rasgando el cielo gris. Tenía vitrales sin luz y una fachada tapizada de hiedra. El tiempo no lo había tocado: lo había adoptado. Un reloj antiguo coronaba la entrada principal, detenido a las 11:47, como si el tiempo allí hubiera dejado de importar.
El coche frenó con suavidad. La conductora bajó sin mirarme, abrió el maletero, sacó mi maleta y la dejó frente a los escalones de mármol. Luego volvió al vehículo y se marchó, dejando tras de sí una nube de hojas arrastradas por el viento.
Yo no me moví.
Durante unos segundos, sentí que cruzar ese umbral era más que entrar a un internado. Era... renunciar a algo. O tal vez recuperar algo que había perdido sin saberlo.
Respiré hondo. Subí los escalones. Y crucé.
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El vestíbulo me recibió con silencio. No el silencio común, sino uno más denso, como si las paredes respiraran en espera. El suelo de piedra estaba pulido hasta brillar, y sobre él, se extendía una alfombra color borgoña con bordes deshilachados. Una gran lámpara de hierro forjado colgaba del techo, cubierta de polvo, pero aún imponente.
Y en el centro, como la custodia de aquel mundo suspendido, estaba ella.
Una estatua.
Mármol blanco. Una figura femenina recostada sobre un lecho de hojas talladas. Ojos cerrados, rostro sereno, manos entrelazadas sobre el pecho. A sus pies, una inscripción apenas visible:
>Serelinne. Guardiana del Umbral.
Mi corazón dio un vuelco.
Ese nombre.
Lo había oído antes. No en libros ni en clase. En sueños. Desde niña. Susurros nocturnos, una voz que me decía que no tocara el agua, que no cruzara los espejos, que no creyera en las luces del bosque. Nunca entendí su significado. Hasta ahora.
—Tienes algo en la mirada.
Me giré bruscamente. Un chico estaba apoyado contra una columna cercana. Alto, delgado, con el cabello oscuro peinado hacia atrás. Su piel era pálida, casi traslúcida bajo la luz gris que entraba por los vitrales. Sus ojos, sin embargo, eran de un azul apagado, como el de una tormenta contenida.
—¿Perdón?
Él sonrió, sin disculpa.
—Te vi mirar a la estatua. Te conozco esa expresión. No eres la única que sueña con ella.
No supe qué contestar. Sentí un estremecimiento en la columna vertebral.
—¿Eres de primer año? —me preguntó.
Asentí.
—Annabelle —dije, sin ofrecer la mano.
Él no pareció necesitar más.
—Theodore. Segundo año. No te preocupes, casi nadie se queda más de un curso aquí. O se van… o desaparecen.
Parpadeé. ¿Una broma?
Antes de que pudiera responder, un sonido seco resonó por el vestíbulo. Era una campana antigua, profunda, como si brotara del centro mismo del castillo. Theodore ladeó la cabeza, escuchando.
—Es la hora del nombramiento. Tienes que ir al ala este, aula 3. Te asignarán habitación y mentora. Ah, y no llegues tarde. Aquí, llegar tarde tiene… consecuencias.
Y sin más, desapareció por un pasillo lateral.
Me quedé sola con la estatua.
Una corriente helada recorrió el aire. La lámpara crujió sobre mí. Y en ese instante, lo juraría, los labios de mármol de Serelinne se curvaron… apenas un milímetro. Como si sonriera. O advirtiera.
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Mi habitación era pequeña, de techo alto, con una ventana circular que daba al bosque. Las paredes estaban cubiertas de libros antiguos, y sobre la cama me esperaba una caja con mi nombre grabado. Dentro, había un uniforme oscuro —casi monástico—, una vela negra sin cerilla y un libro: Crónicas de Elric: Primer Umbral.
La tapa era de cuero. El título, grabado a mano. En el interior, un símbolo: el mismo que yo había dibujado horas antes, en el cristal del coche. Una espiral dentro de un círculo.
Lo cerré con fuerza.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada junto a la ventana, viendo cómo las hojas caían una por una, como si el bosque respirara al ritmo de algo invisible. Algo enterrado. Algo... que me conocía.
Y cuando, por fin, cerré los ojos, la voz regresó.
“No te acerques al vidrio, niña de otoño…
porque si me liberas… tomarás mi lugar.”
Annabelle
La luz de la mañana apenas lograba filtrarse por los vitrales de colores. No era un amanecer común: tenía el peso de una promesa que no quería cumplirse.
Había dormido apenas dos horas, y lo poco que descansé fue perturbado por voces sin rostro. Voces femeninas, antiguas, como rezos apagados bajo el agua. Algunas susurraban mi nombre. Otras... me llamaban por uno que no conocía.
Me vestí con el uniforme oscuro que encontré la noche anterior. Al mirarme en el espejo, no me reconocí. Parecía parte de otro siglo: cuello alto, mangas abotonadas, tela rígida. Como si me preparara no para clases, sino para un funeral.
El aula 3 estaba al final del ala este. El pasillo que la conducía tenía candelabros encendidos a plena luz del día, y los retratos colgados a lo largo del corredor tenían todos un detalle en común: los personajes no tenían ojos. Solo vacíos oscuros.
Tragué saliva.
Cuando empujé la pesada puerta de madera, una veintena de estudiantes ya estaban sentados, todos vestidos igual. La mayoría hablaba en voz baja, con miradas calculadas. Pero un grupo en particular, en la última fila, parecía más ajeno al ambiente que todos los demás: tres chicos y dos chicas, pálidos como porcelana antigua, de movimientos suaves y miradas intensas. No hablaban. Observaban.
Entre ellos, estaba Théodore.
Sentado con los brazos cruzados, con el mismo gesto indiferente que usó la noche anterior. Esta vez, cuando nuestros ojos se cruzaron, no sonrió. Solo me sostuvo la mirada... demasiado tiempo.
—Annabelle Hartwell —llamó una voz femenina al frente del aula.
Me giré.
Una mujer alta, delgada, con un cabello rojizo recogido en un moño severo y un abrigo de terciopelo negro, sostenía una carpeta.
—Soy Madame Claret. Tu mentora. Y también la responsable de que no pierdas el alma en este lugar. —Sonrió levemente, como si estuviera bromeando, pero nadie se rió. Solo se produjo un leve crujido… como de ramas secas.
Me indicó con un gesto que me acercara. Caminé hasta el escritorio, incómoda por todas las miradas.
—Hoy será la ceremonia del umbral —anunció. Su voz se proyectaba sin esfuerzo—. Los de primer año pasarán por el rito de iniciación. No es peligroso. —Hizo una pausa—. A menos que lo olviden.
—¿Lo olviden? —pregunté antes de pensarlo.
Claret se acercó y, muy cerca de mi oído, susurró:
—El nombre con el que entras… no siempre es el mismo con el que sales.
Me ericé de pies a cabeza.
Más tarde, nos llevaron en fila al salón del Altar de Piedra, un espacio subterráneo bajo el castillo. Estaba iluminado únicamente por cirios negros. El suelo era de mármol frío, y en el centro, una piedra circular con grabados antiguos. Era el Sello del Primer Pacto, según explicó Claret.
Un hombre de túnica gris, de ojos hundidos y voz áspera, presidía la ceremonia.
Uno por uno, los estudiantes de primer año eran llamados al centro, donde colocaban sus manos sobre la piedra. El guía susurraba una frase en un idioma antiguo. Luego, cada estudiante debía pronunciar un juramento.
Cuando llegó mi turno, un escalofrío recorrió mi espalda. Pisé el centro del círculo. La piedra estaba tibia. Demasiado tibia. Como si palpitara.
El guía me miró fijamente.
—Di tu nombre completo.
—Annabelle Hartwell.
El guía ladeó la cabeza.
—¿Ese es tu verdadero nombre?
No supe qué decir.
Algo dentro de mí quería responder que no.
Quería decir otro nombre. Uno que se escondía en los márgenes de mi memoria.
S... Serel…
—Annabelle Hartwell —repetí, al borde del temblor.
Él asintió.
—Entonces entra. Pero recuerda: los que cruzan no siempre regresan iguales.
Pronunció las palabras en esa lengua extraña. Un sonido sordo retumbó bajo mis pies. El mármol se calentó más. Por un instante, juraría que vi una sombra moverse bajo la piedra.
Como si alguien me observara desde abajo.
Al alejarme, noté que Théodore me miraba otra vez. Esta vez, no con curiosidad, sino con una mezcla de lástima… y temor.
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Esa noche, Madame Claret me llamó a su despacho.
Era una habitación redonda, con una chimenea encendida, y un aroma a incienso y pergamino quemado.
—¿Sabes por qué estás aquí, Annabelle?
—Porque mi madre estudió aquí. Y... porque recibí una beca.
—¿Y crees que eso fue casual?
No respondí.
Ella se levantó, tomó un libro antiguo y lo abrió frente a mí.
—Este es el Libro de Nacimientos. Solo aquellos marcados por el primer linaje tienen derecho a pisar este suelo. Tú estás aquí porque perteneces a una línea que fue cortada… y nunca debió continuar.
Me quedé inmóvil.
—¿Mi madre?
—Ella huyó. Rompió el ciclo. Pensó que podía vivir fuera del alcance del pacto. Y por un tiempo, lo logró. Pero el pacto no olvida. Y tú, Annabelle… eres la herencia maldita de esa fuga.
Me puse de pie, la voz atrapada en la garganta.
—¿Qué soy?
Ella sonrió por primera vez, con una mezcla de compasión y peligro.
—Una pieza clave.
O un sacrificio.
Todo dependerá… de lo que decidas recordar.
Esa noche, los susurros volvieron.
Ya no eran voces vagas.
Eran claras. Femeninas. Urgentes.
“Tú me trajiste de vuelta.”
“Tú abriste el umbral.”
“Ahora… debes pagar el precio.”
Y en el reflejo del espejo, por un instante… vi a otra mujer.
Dormida. En mármol.
Con mi rostro.
Annabelle
Decir que la escuela tenía reglas era una subestimación.
El castillo no funcionaba como una institución académica normal. Había clases, sí, y horarios, y bibliotecas silenciosas llenas de polvo. Pero las verdaderas reglas… no estaban escritas. Se llevaban en la piel, en los ojos, en la forma en que caminaban los estudiantes por los corredores.
Ese era el verdadero lenguaje del poder.
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Durante la clase de Historia Arcaica, el profesor Marnell —un hombre encorvado, con uñas largas y voz como de hueso seco— habló por primera vez de lo que todos sabían, pero nadie explicaba: la Jerarquía de los Eternos.
—Desde el Pacto Original —comenzó—, tres linajes mantienen el equilibrio entre nuestro mundo y el de los velados. Son los herederos de sangre directa, de la Primera Noche. Las casas fundadoras.
Los nombres aparecieron en el pizarrón como si se grabaran solos, con una tiza que no tocaba la superficie.
🩸 Casa Velharrow
El linaje más antiguo. De los Eternos puros. Piel casi blanca, mirada fría, y autoridad indiscutible. Se dice que conservan la sangre del Primer Pactante, y que pueden caminar entre los sueños. Nunca se les ve correr. Nunca se les contradice.
Théodore pertenece a esta casa. Lo supe sin necesidad de que lo dijera.
🦋 Casa Lysvael
Los encantadores. Belleza sobrenatural, persuasión innata. Pueden hacer que recuerdes cosas que nunca viviste. Sus miembros suelen presidir los rituales públicos, pero entre ellos se dice que su poder no está en la magia… sino en la sugestión.
Una de las chicas de la ceremonia, la de cabello plateado y ojos verdes, era Lysvael. Su sola presencia bastaba para que los demás bajaran la voz.
🌑 Casa Nocteris
Los veladores del umbral. Oscuros, discretos, guardianes de secretos prohibidos. Son los encargados de custodiar las puertas que nunca deben abrirse. Casi nunca hablan. Pero cuando lo hacen, sus palabras se quedan contigo como una maldición.
Una marca en forma de media luna invertida identifica a los Nocteris. Algunos dicen que nacen sin reflejo.
Los humanos como yo —becados, rescatados, “aceptados”— no pertenecíamos a ninguna casa. Nos llamaban Sombras Ajenas.
No en voz alta. Pero lo susurraban al pasar.
—
⚖️ El Sistema del Velo
Cada casa tiene su propio dormitorio, biblioteca privada y salón ritual. Hay zonas prohibidas para los que no llevan la marca del linaje. Algunos estudiantes humanos se obsesionan por ser aceptados, como si con suficiente obediencia o entrega pudieran ascender.
Otros simplemente desaparecen.
Y luego están los Elegidos del Ocaso: humanos que, cada generación, son designados para participar en un antiguo rito que puede otorgarles acceso parcial al poder Eterno… o arrebatarles la memoria y la voz para siempre.
—
—¿Sabes por qué no llevas una marca? —me preguntó Théodore esa noche, mientras caminábamos por el corredor oeste.
—Porque no pertenezco.
—No. Porque aún no has sido reclamada.
—¿Reclamada por quién?
Él se detuvo. El vitral proyectaba su sombra alargada sobre el suelo de piedra.
—Por tu naturaleza.
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Esa misma noche, al mirarme en el espejo de mi habitación, noté algo que no había estado allí antes: una línea delgada y oscura sobre mi clavícula, con forma de espiral. Apenas visible. Como una tinta subcutánea despertando.
Recordé las palabras del guía durante la ceremonia.
“Los que cruzan no siempre regresan iguales.”
Y me pregunté si el cambio ya había comenzado.
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