Hace un tiempo, yo era de esas chicas que esperaba una rosa. Una flor, un girasol, cualquier detalle. Veía cómo otras recibían ramos con sonrisas radiantes, y yo también quería ser, aunque sea una vez, el motivo por el que alguien regalara flores.
Con el tiempo entendí que no tenía por qué gustarme lo mismo que a todas. ¿Por qué tenía que ser igual? ¿Por qué tenía que fingir que me gustaban las flores de colores? Entonces me hice una pregunta que nunca antes me había formulado: ¿realmente me gustan las flores?
La respuesta me sorprendió: no, no me gustan. Me gustan las negras. Aquellas que nadie nota, que no se regalan, que son raras, diferentes… únicas. Y fue entonces cuando todo comenzó.
Estaba sentada en la noche más oscura, acompañada solo por la luna de octubre y mis pensamientos. Pensaba en todo lo que me había pasado desde que tengo uso de razón. De pronto, algo —o alguien— pasó frente a mí tan rápido como un destello.
—Tal vez lo imaginé —me dije, sacudiendo la cabeza.
Volví a mi habitación, invadida por mil preguntas. Pensaba cómo haría para sobrevivir al día siguiente, con una vida que se me hacía cada vez más pesada. Tal vez te preguntes cómo llegué a esto… quién soy y cuál es mi historia.
Me llamo Madeleine Salvatore, tengo 26 años y una hija de 8. Vivo en un pequeño pueblo olvidado por casi todos, pero donde el trabajo, al menos, nunca falta.
Hace ya ocho meses me separé del padre de mi hija. Básicamente me dijo que ya no me amaba, que era libre. Luego de diez años de convivencia, me dejó con el amor en las manos… y con una niña que adoraba a su papá. Desde entonces, nuestras vidas cambiaron.Esa noche, lo recuerdo bien, tomé una botella para calmar los nervios. Aun así, los sentía correr por mi piel. Regresé del trabajo sabiendo que esa noche… todo se acabaría.
Intenté demorarme lo más posible, pero lo inevitable llegó. Le pedí que saliéramos a hablar afuera. No quería que nuestra hija escuchara. No quería que me viera derrumbarme. Afuera, puse la canción “Nada” de Dread Mar I y me preparé para lo peor.
Lloré. Como nunca antes. Pero sus palabras fueron secas, frías, directas:
—Ya no te quiero. Es mejor que terminemos. Así no pierdes el tiempo. Eres libre de enamorarte de quien quieras…
¿Libre? ¡Qué absurdo! ¿Diez años para esto? ¿Para que me dejara con las manos vacías? Solo podía pensar en el dolor que vendría… en lo que sentiría mi niña al saberlo.
Después de esa noche, todo cambió.
Me mudé. No quería verlo, aunque dolía no tenerlo más a mi lado. Dolía dormir sin sus abrazos. Mi hija y yo nos sosteníamos una a la otra. Llorábamos muchas noches, pero con el tiempo… dolía un poco menos.
Han pasado siete meses. Esta noche, una vez más, estaba sentada bajo la luna pensando en todo. Volví a ver aquella figura fugaz, pero no le di importancia.
Volví a casa. Vi a mi niña dormir en su camita. Su respiración pausada era lo único que me daba fuerza para seguir.
El amanecer llegó con el mismo cansancio de siempre. Madeleine se levantó temprano, como todos los días desde que estaba sola. Esa mañana, no tenía con quién dejar a su hija, así que tendría que llevarla al trabajo.
—Mami, quiero seguir durmiendo… —murmuró Valentina, enredada entre las cobijas.
—Buenos días, mi vida. Hoy vienes conmigo al trabajo. Anda, levántate, que se nos hace tarde. ¿Qué quieres desayunar?
—Huevo cocinado con patacones… y quesito.
—Eso será entonces. ¡A vestirse rápido!
Minutos después, salieron rumbo al pequeño restaurante donde trabajaba Madeleine. Apenas llegaron, ella se puso a preparar el desayuno y alistar todo para abrir el local. Valentina comía tranquila en una mesa pequeña, su carita aún medio dormida.
—Buenos días, Madeleine. ¿Lista para otro día de guerra? —saludó su jefe al entrar.
—Sí, jefe. Aquí estamos.
La jornada transcurrió como tantas otras: pedidos, desayunos, almuerzos, limpieza. Madeleine no paró ni un segundo. Cuando por fin cerraron, la tarde les regaló un pequeño respiro.
—Mami, ¿ya podemos irnos a casa? —preguntó Valentina, abrazando su mochila.
—Sí, mi vida. Al fin.
De camino a casa, pasaron por la panadería y compraron pan y café, una costumbre que madre e hija habían transformado en ritual. Mientras caminaban por una calle solitaria, Valentina se detuvo en seco.
—Mira, mami… hay alguien tirado allá. Parece herido.
—No te acerques, mi amor. Puede ser peligroso. Vámonos.
—Pero hay sangre, mami… ¡tenemos que ayudarlo! Tú siempre dices que hay que ayudar.
Madeleine suspiró con resignación. Sabía que su hija tenía un corazón enorme, tan grande que a veces metía en problemas.
—Ash… está bien, pero me vas a meter en líos por ser tan buena. Tú coge los panes. Yo lo intentaré levantar.
Cuando se hacercó, Madeleine se estremeció. El hombre estaba inconsciente, su camisa estaba cubierta de sangre, cubierto de golpes. Era alto, de complexión fuerte, con facciones hermosas incluso entre la sangre. No parecía un vagabundo.
—¿Hola? ¿Puede oírme? —preguntó en voz baja. No obtuvo respuesta.
Con esfuerzo, lo levantó. Valentina abrió la puerta de casa y corrió por el botiquín.
—Mami, ponlo en tu cama. No lo dejes en el piso.
—¡Ay, Dios mío, este hombre pesa como cinco sacos de arroz!
Logró acostarlo, mientras Valentina ya traía tijeras, agua y gasas.
—Corta la camisa, mami. Así no lo lastimas más.
—Bien pensado, enfermerita.
Los golpes eran profundos, pero no letales. Madeleine lo limpió con cuidado, desinfectó las heridas y le vendó el torso.
—¿Puedo limpiarle la cara, mami? —preguntó Valentina, con ternura.
—Está bien, pero con cuidado. Voy a revisar si tiene alguna identificación.
Revisó sus bolsillos. No había nada. Solo un número anotado en un papel arrugado.
—Ni nombre, ni billetera. Qué raro…
—Pues yo le voy a poner uno —dijo Valentina, decidida—. Se llamará Alan.
—Tú lo llamas, no yo. Ojalá se despierte pronto para que se vaya. No sabemos si es peligroso.
—No lo creo. Tiene cara de ángel dormido.
Madeleine le dio pan y café a su hija, mientras preparaba una sopa sencilla. Después de un rato ya estaban comiendo cuando alguien golpeó la puerta. Se miraron con sorpresa: nunca recibían visitas.
Capítulo: La visita
—Mi niña —susurré con urgencia—, ve a mirar si ese hombre en la cama sigue dormido. Si es así, escóndelo y luego vienes donde mí. No digas nada, ¿sí?
—Está bien, mami, ya regreso —respondió ella con obediencia y pasos ligeros.
Unos golpes resonaron en la puerta.
—¿Sí? ¿Quién es? —pregunté, tratando de sonar tranquila.
—Hola, buenas noches. ¿Podría abrir? Es urgente…
—Sí, dígame, ¿qué necesita?
—Estamos buscando a esta persona —dijo, mostrando una foto—. ¿De casualidad se encuentra aquí?
—La verdad, no, señores.
Uno de ellos levantó el brazo, apuntándome con un arma.
—¿Podemos revisar?
—Claro, no veo por qué no. Pero podrían guardar eso, mi niña se asustará.
Se miraron entre ellos, dudando. Finalmente, bajaron el arma y asintieron.
—Pasen…
—Mami, ¿quiénes son? —preguntó mi hija desde el pasillo.
—Son policías encubiertos —dije, mirándolos con frialdad—. Andan revisando que todo esté bien, ¿verdad, señores?
—Eh… sí, claro. Somos policías. Estamos en una misión importante —balbuceó uno de ellos.
Esa mujer da miedo… parece tan inofensiva, pensó el otro, sin decir una palabra.
—Vamos, no hay nada —dijeron tras mirar por encima.
—Adiós, policías —solté sin emoción mientras los acompañaba hasta la puerta.
Cuando se fueron y cerré, mis piernas flaquearon. Me dejé caer al suelo, jadeando.
—Eso estuvo cerca… Ash, ¿por qué no le pregunté el nombre a ese tipo? Así sabría cómo se llama…
—¿Dónde lo escondiste? —le pregunté a mi hija cuando regresó.
—Donde siempre, mami. En el escondite secreto. ¿Lo hice bien?
—Más que bien, mi niña. Nos hemos salvado de morir.
—¿Porque ellos eran malos?
—Sí, mi niña. Eran muy malos. Ves en qué problema me metiste… cerremos bien la puerta. Vamos a sacarlo.
Entramos en la habitación. Las dos camas estaban tendidas, como si nadie las hubiese usado.
—Ya, mami. Sácalo. Debe haberse lastimado. Yo traigo el botiquín.
Me acerqué, busqué el botón oculto y lo presioné. El colchón se deslizó hacia un lado con un sonido sordo. Desde abajo emergió un hombre, pero el movimiento brusco lo hizo sangrar.
—Aquí está, mami.
—Ve a bañarte. Es hora de dormir.
—¿Vas a dormir con él?
—No, dormiré contigo. No preguntes cosas. Ve rápido.
—Está bien, mami —respondió, desapareciendo en el pasillo.
Mientras curaba al desconocido, no pude evitar pensar en el papá de mi hija. En esa persona que tanto había amado. Sorprendentemente, ella no me lo mencionó hoy. ¿Será por ti?
Me estremecí cuando me tomó de la mano con rapidez y fuerza. Lo miré sorprendida.
—¿¡Pero qué carajos!?
—¿Quién eres? —pregunto, con voz tensa y fría .
—Eso debería preguntarlo yo… Si ya estas bien, ¿puedes irte de mi casa?
—Ay, por Dios… tiene unos ojos hermosos —murmuré, sin poder evitarlo. Sus párpados caídos no ocultaban del todo el azul profundo que se asomaba como si el cielo se hubiese escondido en su mirada. Tragué saliva—. No, no, Made, tú no puedes fijarte en eso ahora. ¡Bótalo! O vendrán esas personas otra vez —me dije, dándome una palmada en la frente.
Pero no lo hice.
No podía.
Lo miré de nuevo, tendido en la cama, con la respiración agitada como si ya se hubiera rendido.
—No sé… te encontramos y te trajimos para curarte —le susurré con cuidado—. Mi hija te llamó Alan.
Él me miró un segundo, como si el mundo entero pendiera de ese instante.
—Por favor… ayúdame —susurró con voz quebrada.
Y como si su cuerpo ya no resistiera más, se desmayó. Así, sin más. ¡Plop!
Suspiré largo. Crucé los brazos. Miré el techo.
—Y sí, señores… otra vez. Se volvió a desmayar.
Ahora tengo a un hombre guapo, medio muerto, tirado en mi cama. Con heridas por todos lados, sin documentos, sin nombre, sin nada. Solo esa mirada... y esa voz que me pidió ayuda como si yo pudiera salvarlo del infierno.
—¡Mami! —la vocecita de mi hija llegó desde el pasillo—. ¿Está bien el señor Alan?
—Sí, mi amor… está descansando —respondí, tratando de sonar tranquila.
No sé por qué, pero sentí la necesidad de protegerlo. Como si algo en él me hablara sin decir una sola palabra. Como si su presencia significara más de lo que aparentaba.
Y aunque todo en mi interior me gritaba que lo echara, que no me metiera en más líos, ya era tarde. Él estaba aquí. En mi casa. En mi cama.
Y ahora era mi problema.
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