Mariá
Al abrir los ojos, me enfrento al techo blanco. El tic-tac del reloj antiguo en la mesita al lado de la cama parece más alto hoy. Respiro hondo. Por la rendija de la ventana, haces dorados de sol cortan la habitación, danzando polvo en el aire.
Por un segundo, todo parece calmo. Pero solo por un segundo.
—¡Mariá! —La voz de mi madre resuena desde abajo como un trueno—. ¡Levántate! ¡Vas con Nena al mercado, niña!
Suspiro. Sin más rodeos, echo las piernas fuera de la cama y camino hasta el baño. El azulejo frío me da la bienvenida, y cuando me miro en el espejo encima del lavabo, allí está ella. Esa sensación.
Como si la muerte estuviera cerca, girando a mi alrededor como una bailarina silenciosa, esperando la señal para tomarme entre sus brazos. Tal vez, cuando ella venga, yo solo diga: "¿Por qué tardaste tanto?".
Parece mórbido, lo sé. Diecisiete años y pensamientos como este. Pero, ¿qué es más mórbido: querer morir o vivir una vida donde eres un fantasma de ti misma?
Me quito el camisón despacio, enciendo la ducha... y, claro, el agua se calienta por dos segundos antes de congelarse.
—¡Ahhh! Óptimo. Genial, Dios. Genial —resoplo, encogiéndome bajo el chorro helado.
La ducha termina como un castigo. Salgo sintiéndome más despierta, pero no menos vacía. Elijo un vestido negro cualquiera —entre tantos otros negros que ocupan mi armario—. Combinan conmigo. Son discretos. Invisibles.
Empiezo a vestirme, tranquila demasiado, cuando escucho nuevamente el grito viniendo de abajo:
—¡Mariá! ¡Por el amor de Dios! ¡Tenemos la inauguración del taller esta noche! Sabes que tu padre odia los retrasos. No quieres irritarlo, ¿verdad?
Pongo los ojos en blanco. Claro. No queremos irritar a papá. Ya he sido golpeada lo suficiente para saber exactamente el tono de voz que antecede al castigo. ¿Otra paliza? Sería solo otra marca. Solo otro recuerdo de que vivir, por aquí, tiene un precio.
¿Vivir para qué? Esa pregunta no me deja en paz.
Un golpe suave en la puerta me paraliza. Trago saliva. El miedo es un viejo conocido, y él ni siquiera necesita golpear; él entra sin pedir.
Pero, esta vez, es solo Nena.
Ella abre la puerta despacio, con esa mirada de madre cansada del mundo.
—Ay, hija mía... no irrites a tu madre con tu padre, niña. Ya sabes... las consecuencias.
Yo solo asiento, los ojos ardiendo, ya amenazando con desbordar.
—Lo sé, Nena. Yo solo... necesito ser perfecta. Siempre perfecta. Aunque, para eso, necesite desaparecer de mí.
Ella suspira, se acerca, sujeta mis manos con firmeza y cariño. Como si, por un momento, mi corazón tuviera donde posarse.
—Vamos, mi niña. Vamos a tomar un aire. Te hará bien.
Asiento una vez más y la sigo.
Esta soy yo: Mariá. La niña que camina, pero no vive. Que existe, pero no está. Que nadie notaría si desapareciera... o muriera.
¿Esperanza? Eso es solo un nombre bonito para la mentira que nos cuentan para continuar. Pero yo lo sé. Yo lo veo. La muerte no me parece un fin malo.
No para mí.
Entonces llego con Nena hasta la sala. Mi madre ya está allí, dispuesta, andando de un lado para otro como siempre, como si estuviera a punto de organizar el mundo entero sola. Nunca se detiene. Nunca respira. Porque, en esta casa, nadie tiene tiempo para sentarse y conversar de verdad. Aquí, todo el mundo usa máscaras que brillan en público y sofocan en silencio.
Hablan tanto de Dios… pero ¿el amor de Él? Ese nunca lo sentí viviendo aquí.
—Estoy yendo, madre —digo, sin ningún esfuerzo en fingir ánimo.
Ella se gira hacia mí con esa mirada afilada que mide cada detalle de mi postura, de mi ropa, de mi tono de voz. La perfección es lo mínimo.
—¡De ojo en ella, Nena! —dice en un tono más alto de lo necesario—. Y tú, Mariá, ni se te ocurra hacer tonterías. No hables con ningún hombre, ¿entendido? Ningún extraño. ¡No quiero saber de escándalos!
Asiento, apretando los labios, pero las palabras escapan antes de que pueda sujetarlas:
—Claro, madre. Seré invisible como siempre. Tal vez ni siquiera debería existir, ¿no es así?
El silencio después de eso pesa.
Nena, siempre rápida en evitar que lo peor suceda, sujeta mi mano con firmeza, casi como una petición silenciosa: no ahora, mi niña, no ahora.
—Ella estará bien, señora. No tardamos en regresar —dice Nena, tirándome gentilmente hacia la puerta antes de que algo más explote.
Al cruzar el umbral, el sol golpea mi rostro con fuerza, como si el mundo allá afuera intentara probar que él aún existe, aunque dentro de mí todo esté nublado.
MonteSereno despierta despacio. Las casas coloridas esconden más secretos que sonrisas. El mercado queda a algunas cuadras, y el camino hasta allá pasa por plazas floridas, murales religiosos y por las mismas personas que me saludan sin nunca mirarme de verdad.
Mientras camino, siento el apretón de la mano de Nena, y él es la única ancla que tengo en ese mar de silencio que grita dentro de mí.
Las calles comienzan a llenarse con los sonidos de la mañana. Risas adolescentes. Pasos apresurados. Mochilas en la espalda, uniformes coloridos, ojos brillando de quien aún cree en la libertad.
Observo todo a mi alrededor como quien asiste a una película que nunca podrá vivir. Mis ojos siguen a aquellos jóvenes. Amistades. Sueños. Conversaciones bobas. Amor quizás. Y, de repente, algo en mí se parte por dentro con un estallido sordo. Un dolor tan silencioso que casi nadie percibiría, pero que me devora.
Yo nunca voy a saber lo que es eso.
Nunca sabré lo que es sentarse en el banco de una escuela y contarle un secreto a alguien. Reír a carcajadas sin pensar en las consecuencias. Ser... simplemente ser.
¿Pero quién soy yo?
¿La verdad? Ya ni siquiera lo sé.
—No aguanto más, Nena... —susurro, con la voz temblorosa, sin conseguir más esconder las lágrimas que ahora caen, calientes y desesperadas.
Siento mi mano resbalar de la de ella, despacio, como si mi voluntad de permanecer aquí estuviera resbalando junto.
Nena me mira con los ojos aguados, intentando sujetar la fuerza que aún me resta.
—Tú aguantas. Aguantas sí, hija. Tú eres fuerte. Siempre lo fuiste…
Trago saliva. Pero no... No lo soy.
—No lo soy, Nena... —digo entre sollozos—. Estoy cansada. Cansada de fingir. De intentar ser perfecta. De vivir solo para agradar. De no poder equivocarme. Perfecta, Nena... siempre perfecta... No aguanto más. No aguanto...
Doy un paso adelante, ciega por las lágrimas, por la desesperación, y entonces oigo.
¡FRENAAAAA!
Un coche. Un grito. El golpe de mi cuerpo en el suelo. El dolor punzante en la pierna. El susto que me paraliza. La adrenalina toma cuenta. Mis ojos parpadean rápido intentando entender lo que ha sucedido.
Oigo voces apagadas, como si vinieran de debajo del agua.
—¿¡Eh!? ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Te has lastimado? ¡¿Eh, chica?! ¿Nos estás escuchando?
Dos rostros surgen delante de mí. Uno enmarcado por cabellos castaños desordenados, con una chaqueta de cuero oscura, mirada intensa. El otro de traje, sobrio, con ojos grises y fríos como el amanecer.
Parecen preocupados... pero es difícil oír. Mi respiración está descompasada.
Es entonces que mi mirada cruza la calle… y me congelo.
Allí está él.
Mi padre.
Inmóvil. Brazos cruzados. Pequeño sombrero alineado. La mirada clavada en mí como láminas. Un juicio silencioso que ya conozco demasiado bien.
El frío recorre mi espina dorsal. Yo sé lo que esa mirada significa. Yo lo sé.
Me giro de nuevo hacia los dos muchachos frente a mí. Me levanto de golpe, incluso con el dolor, intentando recuperar el control.
Nena ya está a mi lado, su presencia como un escudo. Ella se adelanta:
—Ella está bien, mis jóvenes. No se preocupen, fue solo un susto.
Intento respirar, pero el aire no entra bien. Nena me tira con cuidado por la mano, y seguimos. Pero antes de dar otro paso, miro hacia el otro lado de la calle.
Mi padre continúa allí. Estatua. Mirada fija. Sentencia marcada.
Entonces, me giro discretamente hacia atrás. Los dos muchachos aún me observan. Y en este segundo en que nuestros ojos se encuentran, yo grito internamente:
"Ayúdenme".
El de chaqueta siente. Yo sé que siente.
Él mira a mi padre, como si pudiera oler el peligro. Después, sus ojos vuelven hacia mí; atentos, oscuros, casi salvajes.
Mis cabellos se mueven con la brisa fría. Y en ese instante, algo dentro de mí susurra:
Ellos no son comunes.
Pero no hay más tiempo para pensar. El dolor en la pierna late. El corazón se dispara. Y la certeza viene cruel:
Lo que me espera en casa... es peor que cualquier accidente.
Kael
Mi corazón late como un tambor de guerra. La respiración es pesada, los músculos tensos. El instinto, ese maldito instinto... ruge dentro de mí. Pero no estoy solo en esto.
Miro hacia un lado. Dylan también está inmóvil, con los ojos fijos en la misma dirección que los míos. Su mandíbula tensa, los puños cerrados. Él también lo siente.
—Una compañera... —susurramos al mismo tiempo. La palabra sale cruda, ancestral. Es un reconocimiento más fuerte que la razón. Casi sagrado.
La chica de ojos rotos y alma agrietada dobla una esquina con la señora de pasos lentos. El calor que emanaba de ella todavía vibra en mí.
En este instante, un chico cualquiera pasa por nosotros. Delgado, gafas torcidas, mochila colgada de un hombro. Y yo actúo.
Antes de que la lógica hable más alto, agarro al mocoso por el cuello. Él abre los ojos y suelta un sonido ahogado de pavor. Su olor es puro miedo.
—Kael —gruñe Dylan a mi lado, con la voz baja, firme. —¿Qué crees que estás haciendo?
Ignoro.
Mi cabeza gira hacia la esquina donde la chica casi está desapareciendo. Apunto con la barbilla.
—Aquella. ¿Quién es? Habla.
El chico parpadea, traga saliva. Sus gafas casi se caen.
—A-aquella... es Mariá, señor. Pero no la conozco bien... solo de vista.
Dylan se mueve levemente, un paso adelante. Suave, elegante, pero la tensión es visible en su expresión, mientras pregunta:
—¿Cómo que no la conoces? Parecen tener la misma edad. ¿No estudia contigo?
El chico sacude la cabeza, con el cuello todavía preso en mi mano.
—Sí, pero... ella nunca ha estudiado en la escuela con nosotros. Casi nadie sabe nada sobre ella. Solo que es hija del alcalde. Y...
Él duda. Está sudando. Los ojos piden que lo suelte.
—¿Y...? —incentivo, con un leve apretón de dedos.
—Y... hay gente que dice que ni siquiera es humana. Que sus padres la esconden porque es... diferente. Algunos dicen que han oído gritos en su casa. Pero nadie sabe si es verdad. Solo rumores... solo rumores.
Lo suelto despacio. El chico tambalea un poco, se arregla la camiseta, sin mirar nuestros ojos.
—Necesito irme —dice rápido, casi tropezando con sus propios pies al alejarse. —Si pierdo la primera clase, mi padre me mata...
Y ahí va él. Corriendo, mirando hacia atrás, como si hubiera cruzado el camino de dos depredadores. Y de hecho lo cruzó.
Pero ya no lo veo. Todo lo que resta es un nombre quemándose en el fondo de mi mente, grabado con sangre e instinto:
Mariá.
Entonces, después de este momento extraño y poderoso —como si el mundo se hubiera detenido por un segundo—, los dos volvemos a entrar en el coche. El silencio entre Dylan y yo es denso, casi eléctrico.
Todavía puedo sentir su rastro en el aire… como si su presencia hubiera marcado el suelo por donde pasó.
Cierro la puerta con un golpe seco, e incluso antes de que el motor ronronee, mi hermano, con los ojos fijos en el horizonte, deja escapar las palabras:
—Ella es mía, Kael.
No es una duda. Es una afirmación. Un aviso.
Giro lentamente el rostro hacia él. El peso de sus palabras me arranca una sonrisa torcida, lenta. Inclino un poco el cuerpo en su dirección y dejo que mi voz salga ronca, cargada de certeza:
—¿Tuya? Ah, querido hermano… Ella es mía.
Mis ojos se pierden un segundo en la acera por la que ella desapareció. El eco de su nombre todavía martillea en mi mente.
—La conexión ocurrió en el instante en que mis ojos encontraron los suyos. Fue como... fuego antiguo reavivándose. Y puedes apostar, Dylan —no voy a rendirme.
Él se carcajea. Una risa seca, afilada, llena de aquella arrogancia típica de él, como si supiera exactamente el juego que está comenzando. Arranca con el coche con firmeza y lanza:
—Sé que no vas a rendirte. Pero yo tampoco lo haré. Entonces... compartimos la misma compañera, hermano.
Las palabras flotan en el aire entre nosotros. Son peligrosas. Cargan presagios.
Suelto un largo suspiro, pasando la mano por el cabello, intentando calmar el torbellino dentro de mí. El deseo. El llamado del instinto. Pero también... la alerta.
—Tú no eres un problema, Dylan —digo, serio. —El problema… El problema real lo sentí cuando miré a aquel hombre parado al otro lado de la calle. La forma en que la miraba... Fría, sofocante, como si fuera un carcelero. ¿Será él el tal alcalde? ¿Su padre?
Dylan mantiene los ojos en la carretera, pero su mandíbula se contrae. La luz del sol invade el coche por las ventanas, dorando el panel y pintando sombras en los bordes de su rostro.
—No sé —responde él, con la voz baja. —Pero si lo es, lo vamos a descubrir pronto. El alcalde de este pueblito ha confirmado su presencia en la inauguración de nuestro taller esta noche.
Asiento en silencio. El motor ronronea, y la carretera delante de nosotros parece abrirse. Esta noche... los ojos de la ciudad estarán sobre nosotros. Pero mis ojos... estarán sobre ella.
El silencio que surge dentro del coche es casi meditativo, como si ambos estuviéramos digiriendo el impacto de Mariá. Su olor todavía parece impregnado en el aire. Pero entonces, como siempre, Dylan es el primero en romper el clima:
—Solo no te precipites, Kael.
Su voz viene firme, baja, pero cargada de preocupación. Me giro hacia él con una ceja arqueada, pero dejo que continúe:
—Eres impulsivo. Siempre lo has sido. Y sabes que necesitamos mantener nuestra verdadera identidad oculta. Nuestro padre nos dio carta blanca para explorar este territorio, pero sin causar alarde. Y otra... —hace una breve pausa, como si ponderara el peso de lo que va a decir. —No me importa compartir la misma compañera contigo. Claro... eso si ella nos acepta.
Él suelta un leve suspiro y continúa, ahora con los ojos fijos en el camino adelante:
—Pero mantén la cabeza en su lugar. Necesitamos entender mejor esta ciudad antes de cualquier movimiento. Mariá puede haber sido un choque para nosotros, pero... este lugar entero exhala algo extraño. Hay tensión en el aire. Y tú lo sentiste también. Sé que lo sentiste.
Sonrío despacio, casi saboreando su preocupación. Estiro las piernas en el espacio del coche, relajándome, y me pongo las gafas de sol antes de responder con un dejo ligero en la voz:
—Relaja, Dylan. ¿Crees que soy tonto? Y... hablando de padre, estás empezando a hablar igualito a él. Será la edad.
Él pone los ojos en blanco con una media sonrisa y frena suavemente en el semáforo en rojo, el sol pintando reflejos anaranjados en su traje impecable.
—Bien... —dice, brevemente. —La forma en que agarraste a aquel chico flacucho en medio de la calle no pareció muy “inteligente”.
Llevo una de las manos a la nuca, rascando levemente como si estuviera pensando, y doy una leve sonrisa de lado, maliciosa:
—Ah, por favor... ahí solo estaba recolectando información sobre el territorio. Tú mismo dijiste: necesitamos conocer el lugar. Estaba haciendo lo que cualquier buen lobo explorador haría. Y, convengamos, funcionó. Ahora sabemos quién es la chica, y que nadie sabe casi nada sobre ella.
Dylan sacude la cabeza, luchando contra una sonrisa. Pero no me detengo:
—Y sobre que ella nos acepte... Bien, ahí estoy de acuerdo en parte contigo.
Me giro levemente en su dirección, bajando las gafas de sol hasta la punta de la nariz, dejando que vea mi mirada directa, confiada.
—Es más fácil que te rechace a ti que a mí. Al fin y al cabo, seamos honestos... yo soy más guapo. Más estiloso también. Tenemos que reconocer los hechos, hermano.
Dylan suelta una risa seca, hundiendo el pie en el acelerador cuando el semáforo se abre. La ciudad pasa por nosotros como un borrón, pero algo cambia. Algo vibra en el aire.
Él entonces me mira de reojo, con aquella sonrisa de desafío en el rostro:
—Vamos a ver entonces, Kael. Vamos a ver qué lobo va a elegir primero.
Y yo solo pienso: Mariá... todavía ni siquiera imaginas lo que te espera.
Mariá
Ya han pasado algunos minutos desde que Nena y yo volvimos del mercado. Las bolsas aún reposan sobre la mesa de la cocina, olvidadas, mientras yo estoy aquí, en mi habitación, caminando de un lado a otro como una prisionera esperando su sentencia.
Mi padre aún no ha llegado.
Pero la espera... la espera es siempre peor. Porque cuando sabes lo que está por venir, cada segundo se convierte en un tormento. Es como caminar hacia el abismo, consciente de que vas a caer.
Y entonces, el sonido. La puerta de la sala se abre de golpe con un estruendo que resuena por la casa como un trueno. El corazón se dispara. Los gritos vienen luego — la voz de él cortando el silencio como una lámina.
Sus pasos... pesados, firmes, determinados. Él está viniendo.
Mis pies retroceden instintivamente, tropiezan, y caigo de espaldas al suelo.
La puerta de mi habitación se abre con violencia. Y ahí está él. Emiliano. Mi padre.
Pero lo que más me asusta no es la mirada inyectada de rabia o los dientes apretados. Es lo que sostiene en las manos: un pedazo de cuerda doblado, grueso, manchado. Ya usado antes.
— ¿Quiénes eran esos hombres, Mariá?! — ruge, como una fiera.
— Yo... yo no sé, padre. ¡Juro que no sé! — respondo, ya en llanto, la voz embargada por el dolor y el pánico.
Él avanza.
— ¡Entonces vamos a ver si esto te ayuda a recordar! — gruñe, levantando el brazo.
Detrás de él, Nena surge apresurada, junto con mi madre, ambas desesperadas.
— ¡No, señor! ¡Por favor! ¡Fue solo un accidente, un malentendido! ¡La niña no ha hecho nada! — suplica Nena, con la voz embargada.
Pero él ya no oye. Él nunca oye.
El brazo desciende.
El primer golpe es seco, como un corte en el tiempo. El dolor viene rápido, ardiente, la cuerda estallando contra mi piel como hierro en brasa.
Grito. Coloco los brazos delante del rostro, me encojo como puedo.
— ¡SOCORRO! ¡Padre, por favor! ¡No he hecho nada! ¡Lo juro!
— ¿Ahora pides socorro?! — grita él, con los ojos en llamas. — ¡Pide! ¡Pide a gusto! ¡Nadie te va a oír! ¡Yo soy la ley en esta casa! ¡Yo soy la autoridad aquí!
— Emiliano, los vecinos... por Dios, ¡para! — mi madre intenta, en vano.
Él no para. Solo para cuando el cansancio o la furia se disipan por un breve instante.
Por fin, él tira la cuerda al suelo con desdén, el pecho jadeando. Me mira como si yo fuera un pedazo roto del mobiliario.
— Nadie la ayuda. Salgan. Ahora.
Mi madre duda. Nena me lanza una última mirada — ojos llorosos, impotentes — y ambas dejan la habitación.
Él se acerca, baja la mirada hacia mí, caída en el suelo, y escupe:
— Estate lista a las siete. Nuestra familia tiene reputación. No quiero vejaciones en la inauguración del taller.
Y entonces él se va, con la misma furia con que entró.
El silencio vuelve, pero ahora pesa aún más. Me quedo aquí, inmóvil, mirando al techo de mi habitación como hice esta mañana.
Pero ahora todo arde. Cada centímetro de mi cuerpo quema. Cada latido de mi corazón parece un recordatorio de que aún estoy viva.
Y a veces, eso duele más que cualquier golpe.
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