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MI ESPOSO ES UN CEO

CAPITULO 1

—¡Eres inútil! —gritó Camilo, lanzando el café sin pensar en su asistente, el vaso de cartón giró en el aire como si el destino quisiera salpicar la humillación sobre la blusa blanca de la joven asistente.

—Señor, lamento que no le guste el café, pero recuerde que es mi primer día de trabajo aquí —respondió ella con la voz temblorosa, tratando de no romper en llanto frente a todo el personal que observaba en silencio desde sus escritorios.

—¡No me importa! ¡Largo de mi empresa! ¡No quiero imbéciles trabajando conmigo! —exclamó Camilo con furia, señalando con el dedo el ascensor, como si echara a un delincuente y no a una joven temblorosa.

—¡Camilo! —gritó una voz potente detrás de él.

Camilo se giró y sus ojos se toparon con la figura imponente de su abuelo, don Bernardo, cruzado de brazos y tan rojo como un tomate hervido por la rabia. Sus ojos parecían a punto de lanzar fuego sobre su nieto.

—Abuelo... no lo esperaba hoy en la empresa —dijo Camilo con una sonrisa tensa y una calma fingida que contrastaba con el nerviosismo que ahora crecía en su pecho.

—Vamos a la oficina —dijo Bernardo caminando hacia la oficina de su nieto despiadado. Tengo que hablar contigo —ordenó Bernardo con una voz tan firme que incluso el ascensor pareció detenerse por respeto.

Camilo caminó detrás de él , las miradas curiosas de los empleados seguían cada uno de sus pasos. Una asistente murmuró:

—Va a llover fuego, con don Bernardo aquí en la empresa... —y otra asistente le respondió:

—Más le vale que tenga pararrayos.

En la oficina, Bernardo se sentó con todo el descaro en la silla del escritorio de Camilo. Apoyó los brazos como si fuera el dueño de todo, cosa que, en efecto, era.

Camilo se sentó enfrente de él, cruzando una pierna sobre la otra con arrogancia. Su expresión era fría, dura, como de costumbre. Parecía que ni un meteorito podría alterarlo ni estabilizarlo.

—¿Qué quieres hablar conmigo, abuelo? —preguntó con desdén.

Don Bernardo lo miró por un largo rato. Y una sonrisa se le dibujó en el rostro. Sabía que estaba a punto de soltar una bomba y no podía esperar para ver la explosión.

—Ya no eres el CEO de la empresa. Estás despedido.

Hubo un silencio incómodo por un rato. Camilo parpadeó sin creer lo que escuchó.

—¿Qué? ¿Estás loco, abuelo? —preguntó, soltando una carcajada tan fuerte que hizo vibrar el cristal del ventanal. Se reclinó en la silla, se palmeó el muslo y rió como si hubiera escuchado el mejor chiste del mundo.

—Camilo, no te estoy contando ningún chiste. Te estoy diciendo que estás despedido. Ya no eres el CEO de la empresa —contesto serio Bernardo. Dame todas las tarjetas de crédito que tienes, las llaves de los autos, las del apartamento y de la mansión —dijo el abuelo, estirando la mano con la firmeza de un juez dictando sentencia.

La risa de Camilo se apagó de golpe. Su sonrisa se desinfló como un globo pinchado.

—¿Abuelo, estás hablando en serio? ¡Soy tu nieto! ¡El heredero de la empresa! ¡De todo!

—Y justamente por eso lo hago. Has demostrado que no sabes tratar a las personas y mucho menos a tus empleados . ¡Así que vas muy bien Camilo! —exclamo el abuelo , —he tomado la decisión de que tienes un año para conseguir un trabajo digno por tu cuenta , casarte con una buena mujer, y cambiar ese carácter arrogante y de mierda que tienes. No vas a usar mi apellido. Usarás el de tu madre , Restrepo. Y a nadie le dirás que eres millonario.

Camilo se paró de la silla tan rápido que esta cayó hacia atrás con un estruendo seco. Empezó a caminar de un lado a otro como un león enjaulado dentro de la oficina.

—¡Abuelo! ¡Esto es una locura! ¿Cómo me vas a quitar todo? ¡Hasta el apellido! ¿Qué sigue? ¿Me vas a quitar el oxígeno?

—Camilo, cálmate. Es solo por un tiempo exactamente por un año sin privilegios, sin lujos, sin chofer, sin tarjetas, sin nada. Quiero ver si puedes ser un hombre de verdad —dijo Bernardo, mientras se estiraba como si estuviera en una playa y no a punto de desheredar a su nieto.

—¿Y qué se supone que voy a hacer? ¿Trabajar como mesero? ¿Vivir en un cuchitril? ¡No sé ni cómo se prende una estufa! ¡El otro día casi incendio el departamento calentando sopa instantánea! —gritó Camilo llevándose las manos al pelo.

—Pues ve aprendiendo , mi querido nieto . Porque esta es tu nueva vida —dijo Bernardo mientras sacaba de su bolsillo un sobre—. Aquí tienes un cheque con lo justo para sobrevivir tres meses si eres sensato. Nada de lujos. Ah, y te conseguí un cuarto en una pensión del centro. Nada de penthouse, ni mansiones .

—¿Una pensión? ¡¿Con gente?! ¡¿Que respira y habla conmigo?!

—Camilo, ¡basta! —dijo Bernardo, y se puso de pie—. Tienes una oportunidad de cambiar.de demostrar que puedes ser mejor ser humano.

—¿Y si no lo logro?

—Entonces no heredas nada. Ni un peso, ni un auto. Ni una acción de la empresa. Serás el único Restrepo en una familia de Bernardos.

Camilo se desplomó sobre la silla, con los ojos en blanco.

—¿Puedo al menos llevarme al chofer? Aunque sea para que me consuele.

—El chofer ya pidió vacaciones anticipadas cuando supo lo que iba a pasar —respondió el abuelo con una risa traviesa.

—Esto tiene que ser una pesadilla —susurró Camilo.

—Es la realidad, querido. Bienvenido a la vida real.

El abuelo se levantó lentamente de la silla, con una firmeza imponente en cada movimiento. No miró a su nieto, que seguía allí de pie, con el rostro tenso y los ojos suplicantes, haciendo caritas como si aún fuera un niño buscando compasión.

— Parece un crío, pidiendo clemencia —dijo Bernardo con voz grave, sin un atisbo de dulzura—. Tienes tres días. Tres días para dejar todo en orden en la empresa Camilo. Y ni se te ocurra ir a llorar a tu abuela buscando refugio.

Hizo una pausa breve, como si saboreara cada palabra, luego lo miró de reojo, con una sonrisa helada curvando los labios.

—Esta vez no tengo piedad, mi querido nieto —sentenció Bernardo antes de girarse con elegancia calculada y salir de la oficina de Camilo, dejando tras de sí un silencio denso, casi cruel, y una estela de satisfacción en su corazón y en su andar firme...

Personajes

Camilo

Lucia

Continuara ...

CAPITULO 2

Tres días después, Camilo se encontraba frente a una puerta con pintura descascarada, un letrero oxidado que decía "Pensión Doña Lucrecia" y un olor a sopa de cebolla que amenazaba con quedarse impregnado en sus pulmones para siempre.

Tocó el timbre y una voz chillona respondió desde adentro:

—¡Ya vaaaa! ¡No grite! Por favor

La puerta se abrió y una señora con muchos años en vida, con rulos en el cabello, bata de flores y una mirada que podía partir nueces, lo miró de arriba abajo.

—¿Y quién es éste? ¿El nuevo modelo de Ken que está deprimido?

—Soy... Camilo Restrepo. Tengo una habitación reservada —dijo con la voz baja, como si a cada palabra que salía de su boca le costara su dignidad.

—Ah, sí—contesto Lucrecia con una sonrisa cálida. El de las maletas de diseñador. Ya le dije al gato que tenga cuidado con usted. No quiero que me lo patee si lo confunde con un ratón de ciudad.

Camilo tragó saliva. El gato negro y gordo que estaba en la escalera lo miró fijamente, como si entendiera cada palabra.

Subió las escaleras con sus maletas de diseñador, tropezó con una de ellas y casi cae de cara. Una señora mayor en la segunda planta soltó una carcajada.

—¡Uy, mi hijito! ¡Eso le pasa por creerse el modelo de novela turca!

La habitación era del tamaño de su antiguo vestidor. Tenía una cama rechinante, un ventilador que sonaba como si fuera a despegar y una ventana con vista al muro del edificio de al lado. Y, como si fuera poco, el interruptor de la luz chispeaba cada vez que lo tocaba.

Esa noche, al intentar hacerse unos huevos, rompió tres. Uno cayó al suelo, otro en su zapato y el tercero desapareció misteriosamente, posiblemente robado por el gato.

—Esto es el infierno —murmuró mientras comía cereal con cuchara de sopa, sentado en una silla que cojeaba.

Al día siguiente se enfrentó a su primera entrevista de trabajo en una cafetería:

—¿Experiencia como barista?

—Sé distinguir un capuchino de un expreso —contesto Camilo. A veces eso creo.

—¿Ha lavado baños?

—¿Eso es legal?

—Gracias, lo llamaremos...

Y no lo llamaron. Lo siguiente fue un supermercado. Su tarea: organizar estantes.

—¿Por qué acomodó las latas por precio y no por la marca de los artículos?

—Se veía más... elegante. ¿No?

—Es un supermercado, no una galería de arte, señor Restrepo.

Después intentó trabajar de repartidor, pero su primera entrega terminó en el edificio equivocado y una anciana lo persiguió con una escoba gritando que era un espía del gobierno.

A los tres días, Camilo ya tenía ojeras, el pelo revuelto y un ligero tic en el ojo izquierdo. Sin embargo, algo empezó a cambiar: saludaba a los vecinos, ayudaba a cargar bolsas del mercado y hasta aprendió a cocinar arroz sin incendiar nada.

Una tarde, al salir de una entrevista fallida en una panadería, una mujer tropezó frente a él. Sus papeles volaron por los aires y tenía una maleta de viaje. Camilo corrió a ayudarla.

—¿Estás bien?

—Sí, gracias. Soy Lucia —dijo ella con una sonrisa brillante.

Camilo la miró. Por primera vez en semanas, sintió que el mundo se detenía por un segundo.

—Yo... soy Camilo. Camilo Restrepo.

Camilo arrastraba los pies por la calle oscura, como si el asfalto le pesara. El eco de sus pasos, mezclado con la llovizna fina que comenzaba a caer, le recordaba que no solo estaba derrotado, sino también empapado y sin trabajo.

—Buenas noches —saludó Camilo, intentando parecer seguro, aunque su voz tembló al ver a Lucía la chica con la que se había estrellado por la tarde , sentada en la sala, leyendo un libro.

—Buenas noches —respondió Lucrecia, la mamá de Lucía, que no levantó la vista del tejido. Tenía esa voz cansada, pero todavía firme, de quien ha vivido tanto que ya nada la sorprende.

En cambio, la abuela Angie lo miró como si lo estuviera escaneando con rayos X y de inmediato, soltó una risita burlona que hizo eco por todo el pasillo.

—¿Mijito, consiguió algo de trabajo o sigue paseando su inutilidad por la ciudad? —preguntó con burla, cruzando los brazos sobre su bata de flores, con un moño rosado encima de la cabeza y unas pantuflas de conejo que la hacían parecer tierna, aunque su lengua fuera de cuchilla afilada.

—Abuelita, déjalo en paz —gruñó Lucía, con una mezcla de vergüenza y fastidio. Se levantó, fue a la cocina y regresó con una taza de café que parecía haber salido de la Segunda Guerra Mundial: el esmalte descascarado, sin oreja, manchado de marrón por los años de uso.

Se la entregó a Camilo sin decir nada, pero con una leve sonrisa en los labios. Él la recibió como si fuera oro, aunque al mirar el estado del pasillo y de la taza, se preguntó si ese café venía con tétanos incluido.

—Gracias… —murmuró.

—Ya creo que eres un inútil —disparó Angie, sin anestesia, mientras lo observaba como si fuera un sapo aplastado.

Camilo sintió cómo le hervía la sangre, pero se obligó a sonreír. Sin embargo, no esperaba el siguiente comentario.

—Ni lo sueñes, jovencito no me la mires mucho es mi princesa . Deje de mirar a mi nieta con esa cara de querer meterla en su cama y comérsela entera. No, señorito, usted es un bueno para nada, sin oficio ni beneficio. Y con esa cara de perro regañado, menos.

—¡Abuelita! —Lucía se sonrojó de pies a cabeza, mientras Lucrecia se tapaba la boca con la mano fingiendo toser, pero en realidad estaba aguantando la risa.

—¡No, yo no soy inútil! —respondió Camilo con indignación, levantando la barbilla—. Y sí, me atrae su nieta. ¿Y qué?

—¡Ay, Dios bendito! —gritó Angie, llevándose las manos al pecho—. ¡Este cree que tiene derecho a sentir cosas! ¡Y encima lo dice en voz alta! ¡Descarado!

—Ya, mamá, deja de molestar al pobre muchacho —intervino Lucrecia, saliendo de la cocina con un plato humeante—. Algo le va a salir, no seas tan dura.

Colocó frente a Camilo un plato con huevos revueltos, una arepa mal dorada, pan duro y un pedazo de queso que parecía llevar semanas en la nevera.

—Gracias, señora —dijo él, con la panza rugiendo por el hambre.

Todos comenzaron a comer en silencio. Solo se escuchaban los ruidos del tenedor golpeando el plato y el crujido del pan que parecía una piedra. Camilo pensaba en su vida, en lo lejos que había caído. Comía al lado de tres mujeres que se burlaban de él, una lo trataba como basura, otra reía a escondidas y la última lo miraba con compasión… o eso quería creer.

Terminó su comida en silencio. Con educación, se levantó y tomó su plato y la taza mutilada.

—Voy a lavarlos, gracias por la comida.

—¡Ay, sí! ¡El príncipe lava los platos ahora! —soltó Angie con ironía—. A ver si por lo menos sirve pa’ algo.

Camilo intentó ignorarla, pero justo cuando iba por el pasillo, Angie puso discretamente su bastón atravesado en el suelo. Camilo no lo vio, tropezó, y en cámara lenta cayó de frente, con plato, taza y todo.

¡Crash!

El sonido fue épico. El plato se hizo trizas, la taza quedó irreconocible y el pan que no se había comido salió rodando hasta los pies de Lucía, como una pelota.

Camilo se quedó boca abajo, en el suelo, cubierto de restos de loza y café. Podía jurar que el queso lo había golpeado en la frente.

—Definitivamente eres un inútil —gruñó Angie, esta vez sin ocultar la sonrisa perversa—. Me paga el plato... y la taza.

—¡Eso no era una taza, era una reliquia arqueológica! —reclamó Camilo, recogiendo los pedazos con rabia contenida.

—Igual se paga —dijo Angie mientras se limpiaba las uñas con una horquilla—. Aquí no es un hotel donde se rompa y no se paga.

—No se preocupe, se lo pago —dijo él, con la mandíbula apretada, mientras pensaba: Vieja desgraciada....

Se levantó, se sacudió y fue directo a la cocina, sintiendo la carcajada mal contenida de Lucrecia detrás de él. Era obvio que se estaba riendo. ¡Hasta el perro de la pensión se estaba riendo! Bueno, si hubiera perro, también se reía de él...

Continuara...

CAPITULO 3

Lucía entró a la cocina unos minutos después. Lo encontró lavando los pedazos como si pudiera unirlos de nuevo con esperanza.

—Perdóname… mi abuela es… bueno, es algo especial.

—¿Especial? —preguntó él, volteando la cabeza—. Esa señora fue entrenada por el ejército para destruir la autoestima de la gente.

Lucía rió, por primera vez desde que lo conocía. Y esa risa hizo que todo valiera la pena.

—No es tan mala… en el fondo.

—¿Y a qué profundidad queda ese fondo? Porque estoy considerando bucear con un tanque de oxígeno para encontrarlo.

—Créeme, yo llevo años viviendo con ella, y aún no lo encuentro —respondió Lucía, apoyándose en la pared y cruzando los brazos.

Camilo la miró. Era hermosa Lucia estaba haciendo que su corazón volviera a latir por una mujer. A pesar de vivir en esa pensión vieja, sus ojos brillaban con vida. No era una princesa, pero para él era más que suficiente. De pronto, sintió que, por muy rotas que estuvieran sus circunstancias, tal vez aún tenía algo por lo cual luchar.

—Si algún día consigo trabajo… te invito a un café. Uno en taza de verdad.

—¿Con oreja? —preguntó Lucía, levantando una ceja.

—Con oreja, sin óxido y hasta con plato. ¡Lujazo!

Lucía rió de nuevo. Pero justo entonces, Angie apareció por la puerta con su bastón en la mano y un ojo entrecerrado.

—¿Y ustedes qué tanto cuchichean? ¿Planeando la boda o qué? Porque si este muchacho piensa que va a vivir aquí gratis y además va a embarazar a mi nieta, que se vaya olvidando. No crío a los mantenidos e inútiles.

—¡Abuelita! —gritó Lucía, con la cara como un tomate bien rojizo.

Camilo, por su parte, solo pudo sonreír. Aunque estuviera en la ruina, aunque no tuviera ni cinco pesos en el bolsillo, aunque lo trataran de inútil… ese lugar empezaba a parecerle hogar. Uno raro, caótico, lleno de pantuflas de conejo y sarcasmo venenoso… pero hogar al fin y al cabo.

Angie se fue resoplando, hablando sola mientras arrastraba las pantuflas. En la sala, Lucrecia escondía otra carcajada detrás de su tejido.

—Te acostumbrarás —dijo Lucía, dándole un golpecito en el hombro—. O morirás en el intento.

Camilo suspiró.

—Preferiría conseguir trabajo antes de morir, pero bueno, uno se adapta a lo que sea.

—Eso es lo que quiero ver —dijo Angie desde el fondo, sin que nadie le hablara—. ¡Adaptarte fregando el baño, que también es parte del alquiler!

Camilo levantó la mirada al cielo.

—Señor… si tienes algún trabajo allá arriba, mándamelo antes de que esta señora me entierre con escoba y todo.

Y esa noche, entre quejas, risas contenidas, y un pedazo de queso que seguía en el suelo, Camilo sintió que, tal vez, su vida apenas estaba empezando.

Un nuevo día comenzaba, aunque para Camilo eso no significaba nada especial. Se revolvió entre las cobijas como un gusano atrapado, estirándose por completo hasta dejarlas hechas un desastre. Se quedó mirando la cama con resignación.

—No sé ni por dónde empezar —murmuró rascándose la cabeza—. Esto de tender la cama se parece a la ingeniería espacial.

Con un bostezo, se arrastró hasta la puerta del baño. Al llegar, la manija no cedió, no abrió . Cerrado por completo y golpeó dos veces.

—¡Oye! ¿Quién está ahí adentro? ¡Me estoy meando!

Pero nada. Nadie contestó. Camilo sintió un retorcijón en el estómago. Su vejiga estaba al borde del colapso. Instintivamente, se agarró sus partes con una mano, casi como si eso ayudara a mantener todo bajo control.

En ese momento, una voz áspera como lija le heló la sangre.

—Aparte de inútil, sos un pervertido a punto de masturbarse. ¡Cochino mantenido!

Camilo se volteó de golpe, y justo entonces sintió el impacto seco de un bastón golpeándole la cabeza. Era Angie, la abuela la dueña de la pensión, de unos sesenta y cinco años pero con alma de sargento.

—¡Ay! —exclamó sobándose la coronilla—. Buenos días, señora grosera. Y no estoy haciendo nada raro, ¡me estoy aguantando las ganas de orinar!

—Ajá, claro —resopló Angie con una ceja arqueada—. Como si no te hubiera visto. ¡Degenerado! Ya ni respeto hay. Mejor te ponés a ver si conseguís trabajo, que aquí no vas a vivir de aire, mantenido.

Camilo tragó saliva con dificultad, como si fuera vidrio molido. Bajó la cabeza, vencido, y se fue arrastrando sus pies de regreso a su habitación, con la vejiga a punto de reventar.

—Un día más en el paraíso —masculló.

Al entrar, sus ojos recorrieron desesperados el cuarto hasta que vieron una botella de agua vacía junto a la cama. Dudó unos segundos, pero la necesidad era más fuerte que la dignidad.

—Dios me perdone por lo que estoy apunto de hacer—susurró, y se puso en posición.

Justo cuando estaba en plena faena, la puerta se abrió de golpe como si la abuela supiera todo.

—¡El baño ya está libre! —anunció con voz fuerte.

Pero se quedó congelada al ver a Camilo orinando en la botella. Hubo un silencio incómodo... y luego una carcajada contenida.

—Definitivamente, sos un cochino, un pervertido y un inútil —dijo la señora con una sonrisa burlona antes de cerrar la puerta y marcharse.

Camilo se quedó paralizado, deseando que la tierra lo tragara.

—Esto no me puede estar pasando —dijo, mirando al techo buscando respuestas.

Pero eso no fue todo. Cuando finalmente salió al pasillo, camino al baño con la esperanza de darse una ducha que lo hiciera olvidar el ridículo, notó que todos lo miraban. Algunos se tapaban la boca para no reírse, otros cuchicheaban descaradamente.

—¿Ya escuchaste lo de la botella? —murmuró una señora mayor a su vecina.

—¡Y en su propio cuarto! ¿Qué clase de animal hace eso?

Camilo apretó los dientes.

—Vieja chismosa... —susurró entre dientes.

Entró al baño tratando de ignorar las risas a su alrededor. Se desvistió con torpeza, encendió la ducha esperando consuelo en el agua caliente, pero lo que recibió fue una lluvia helada directamente salida del polo norte. Pegó un grito desgarrador que hizo eco por toda la pensión.

Desde el otro lado de la puerta, la risa aguda de Angie se dejó oír como una puñalada de burla.

—¡Para que se le baje lo cochino que eres! ¡Eso te pasa por andar orinando botellas!

Camilo tiritaba de frío, con los dientes chirriando,mientras se enjabona todo su cuerpo a la velocidad de la luz.

—Extraño a mis abuelos... —susurró con nostalgia—. Al menos mi abuelita Anastasia me preparaba chocolate caliente, no estas duchas de tortura.

Salió del baño envuelto en una toalla vieja y medio mojada, solo para encontrarse con una nota pegada en la puerta de la cocina. La letra era inconfundible:

“Aquí no se aceptan cochinos. Hasta que no laves la botella, no hay desayuno.”

—¡Maldita sea, Angie! —gritó, mientras las carcajadas de los inquilinos lo acompañaban como una orquesta de ridículo...

Continuara...

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