Y mientras veo en el monitor aparecer un puntito que palpita con rapidez, el pánico invade mi cuerpo, y sin poder evitarlo, pierdo la conciencia...
Ser madre era algo para lo que aún no estaba preparada, así que intenten no juzgarme al escuchar cómo fue que llegué a este punto.
Empecemos por el principio… Cuando tenía ocho años, mis padres tuvieron un accidente en el que ambos resultaron gravemente heridos. Desafortunadamente, mi papá no logró superar la crisis y murió. El hombre que iba en el otro auto también resultó hospitalizado. Aunque el informe policial decía que el desperfecto estaba en el coche de mi padre, el empresario Richard Moretti —el otro accidentado— decidió hacerse cargo de todos los gastos médicos. Cuando mi madre por fin se recuperó, ambos siguieron manteniendo contacto.
Mi hermana Laura y yo, aunque tristes por la pérdida de nuestro padre, no podíamos estar enojadas con mamá. Ella aún era joven y muy hermosa; cualquier hombre se fijaría en ella en cualquier momento. Solo que no esperábamos que se fijara justo en el conductor del auto que causó la muerte de nuestro padre. Laura, que tenía apenas seis años, no entendía mucho y solo le interesaba que Richard le trajera chocolates cuando venía a visitarnos. Pero yo, por otro lado, nunca pude aceptar estar bien con toda esa situación.
Al año de la muerte de mi papá, Richard y mi madre, Sarah, se casaron y tuvimos que mudarnos a su mansión. Sí, ya sé que tal vez pensarán que fue una mejora, pero no… se equivocan. Cambiar de escuela, de amigos, de clase social… no es fácil. Mucho menos para una niña de nueve años. Y aún peor si, además de tener un nuevo padre, también te agregan dos hermanos.
El nuevo esposo de mi mamá tenía dos hijos: Leonardo y Sebastián, de apenas diez y doce años. Su madre los había abandonado y, al igual que yo, ninguno estaba contento con esta nueva familia. Pero tratábamos de disimularlo. Algunos más que otros. La única contenta con todo esto era mi pequeña hermana, que, por ser una niña tierna y alegre, se había robado toda la atención de los adultos. Nadie notaba el descontento de los demás.
Durante los años siguientes intenté integrarme a la familia, pero el recuerdo de lo felices que habíamos sido antes del accidente no me dejaba aceptar del todo esta nueva realidad. Y no era la única. Leonardo era un niño que se comportaba como adulto, no hablaba mucho y casi nunca lo veíamos porque se mantenía estudiando y formándose para encargarse de los negocios familiares. Sebastián, por otra parte, era mucho más sensible. Por las noches aún lloraba la ausencia de su madre. Creo que fue por eso que comenzamos a llevarnos mejor. Él, al igual que yo, sentía ese vacío, esa pérdida, y aunque todos fingían que todo estaba bien, sabíamos la verdad: no se puede dejar atrás el pasado sin haber hecho un duelo.
Podría resumir los años siguientes con estudios, obligaciones, talleres y amistad. Con Sebastián tenía una relación muy buena. Compartíamos muchas cosas en común. Incluso cuando le confesé a mi madre que quería seguir los pasos de mi padre y convertirme en doctora, él me apoyó y me ayudó a convencerla. Debo admitir que Richard también me apoyó. Para entonces tenía dieciséis años y entendí que el accidente no fue su culpa, pero aun así, no sabía cómo establecer otro tipo de relación con él.
Leonardo y Laura seguían igual que siempre. Laura se había convertido en la hija adorada de Richard y mamá, mientras que Leonardo seguía siendo el mismo chico frío y solitario. En cuanto pudo irse a estudiar afuera, lo hizo, y solo enviaba cartas con informes de desempeño y felicitaciones de sus tutores. Eso a mamá le encantaba, porque presumía con sus amigas de la alta sociedad.
La adolescencia llegó y, con ella, la pubertad, el acné, los cambios en mi cuerpo y las hormonas… malditas hormonas. No solo a mí me habían afectado, también a Sebastián. Se había convertido en el chico más popular de la escuela, y eso me tenía muy celosa. Tanto, que intenté cambiar para seguir siendo su centro de atención. Pero, en mi intento, terminé siendo el hazmerreír de la escuela. Por vergüenza decidí dejar de asistir unos días. Cuando regresé, noté que nadie me miraba; incluso parecían tener miedo de hacerlo. Entonces lo supe: Sebastián había intercedido por mí. Había amenazado a los que se habían burlado de mí. Si volvían a hacerlo, lo pagarían.
Feliz, fui a buscarlo. Pero cuando lo encontré, vi cómo una chica intentaba besarlo. Enfurecida, caminé hacia ellos, tomé a la chica del cabello y la aparté. Al darme cuenta de lo que había hecho, quedé muda. Lo miré con lágrimas en los ojos y salí corriendo. Corrí lejos de allí. No sabía qué me estaba pasando, pero sí sabía que me dolía el pecho solo de pensar que Sebastián pudiera compartir su tiempo con alguien más que no fuera yo.
No sé cuánto corrí, pero cuando me detuve, una mano tomó mi brazo, me giró y me abrazó con fuerza. Con la voz entrecortada, me dijo:
—¿Por qué corres?
—Porque no quería que me vieras así...
—¿Así cómo? ¿Celosa?
Al no responder, una risa burlona se escapó de sus labios y agregó:
—Me gusta que estés celosa. Eso significa que yo te gusto... al igual que tú me gustas a mí, Aldana. Tú me gustas...
Cuando terminó de hablar, levanté lentamente el rostro. Al ver que aún mantenía una sonrisa en los labios, lo golpeé en el pecho porque sabía que se estaba burlando de mí, pero pronto tomó mis manos y con una sonrisa más radiante agregó:
—¿Qué? ¿No me crees?... Mmm... veamos qué dices después de esto.
Y sin más, me besó.
Ese fue mi primer beso, y para mí fue muy especial. No solo fue la confirmación de que mis sentimientos eran correspondidos, sino que también era algo que, aunque había imaginado, jamás creí que sucedería de verdad.
Fue así como empezamos a salir. Nadie sabía lo nuestro. Lo manteníamos en secreto por miedo a que nos separaran. Habíamos crecido como hermanos, y aunque no lo éramos realmente, para los demás no era una situación común. Nos veíamos a escondidas, teníamos citas como cualquier pareja joven: íbamos al cine, al teatro, a comer, a parques de diversiones… a cualquier lugar donde pudiéramos alejarnos de las miradas y besarnos sin temor a ser descubiertos.
Una noche, en una de las tantas veces que se coló en mi habitación, Sebastián se mostró más eufórico de lo habitual. Mientras nos besábamos, comenzó a deslizar su mano por debajo de mi blusa. Aunque mi cuerpo quería seguir, mi mente reaccionó primero. Me separé lentamente y le dije:
—Sebastián... aún no estoy lista.
Vi cómo su rostro se endureció. Se apartó bruscamente y respondió:
—Entiendo... entonces es mejor que ya me vaya.
Sentí una punzada de culpa y lo abracé por la espalda.
—Lo siento… es solo que no quiero que mi primera vez sea así...
Escuché cómo suspiraba. Luego se volteó, me rodeó con los brazos y dijo:
—Tienes razón. Lamento haberme comportado así, pero... siento que ya no me basta solo con besarte. Te deseo, Aldy...
—Yo también. No imagino esto con nadie más. Pero no aquí… quiero que sea especial.
—Está bien, te lo prometo. Organizaré todo para que ese día sea inolvidable. Pero ahora debo irme... necesito una ducha.
No entendí del todo esa última parte, pero lo dejé ir. Le di un último beso antes de que saliera de mi habitación. Apenas cruzó la puerta, mi madre entró. Sin decir palabra, se acercó y me abofeteó.
No entendía nada. No sabía por qué me trataba así, pero enseguida gritó:
—Te irás mañana. No puedo creer lo que acabas de hacer.
—Madre…
—¡Te callas! Te vas con tu tía hasta que ingreses a la universidad. No voy a permitir que arruines esta familia. Siempre pasé por alto tu descontento, pero comenzar una relación con tu hermano...
—¡Él no es mi hermano!
—¡Cállate!
Una segunda bofetada me hizo tambalear. Mientras las lágrimas corrían por mis mejillas, vi entrar a Richard. Se acercó a mi madre, la sostuvo con firmeza y se la llevó.
Pasaron unos veinte minutos hasta que volvió. Se sentó al borde de mi cama y, con voz tranquila, dijo:
—No te preocupes, hablaré con ella. Esperaba que lo tomara mejor. Sabía lo que ustedes dos tenían, pero confiaba en que Sarah lo entendería con el tiempo. Sé que lo que sienten no es un capricho, y espero que cuando crezcan sigan sintiéndolo. Por ahora, lo mejor es que te vayas, estudies. Si al volver siguen amándose, yo los apoyaré… sin importar lo que ella piense. Lo único que quiero es que sean felices.
Seguí llorando en silencio. Aunque sus palabras eran más comprensivas, en el fondo seguían significando lo mismo: me estaba alejando de Sebastián.
Cuando se levantó para irse, apenas susurré:
—¿Y si esto nos aleja? ¿Y si, cuando vuelva, ya no es igual?
Él se detuvo y respondió:
—Entonces agradecerás haberte ido a tiempo. A veces, nos damos cuenta demasiado tarde de que alguien no nos quería tanto como creíamos.
Y sin más, se marchó.
Esa noche lloré sin parar. No solo por Sebastián. Lloré porque fue la primera vez que mi madre me golpeó… y ni siquiera me dejó explicarle nada.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones y despedidas no dichas. Mi madre, junto con Richard, se dedicó por completo a organizar mi partida. No me dejaron despedirme de nadie. El único que me acompañó al aeropuerto fue Richard. A punto de abordar el avión, mi corazón latía con fuerza por todo lo que dejaba atrás… hasta que lo vi.
Sebastián llegó corriendo, agitado, con los ojos enrojecidos. Y sin importar que su padre nos estuviera observando a lo lejos, me abrazó con fuerza, como si quisiera evitar que me marchara.
—Lo siento… yo no quería que esto pasara —susurró, con la voz quebrada.
—Ya no importa… —le respondí, aferrándome a él—. Solo dime que me vas a esperar. Cuando me gradúe, volveré para terminar lo que iniciamos.
Ambos llorábamos. El dolor de la despedida se sentía como una grieta abierta en el pecho. Sebastián me abrazó aún más fuerte, como si quisiera memorizar mi cuerpo, mis latidos, mi aroma.
—Te voy a estar esperando —dijo finalmente—. Te llamaré todos los días, te lo prometo. No vas a notar la distancia.
Quise creerle. Quise aferrarme a esa promesa como quien se aferra a un salvavidas en medio del océano. Pero el anuncio del vuelo interrumpió nuestro momento. Me separé de él con el alma hecha trizas y abordé el avión con destino a Estados Unidos, sin mirar atrás.
Tal como dijo, al principio hablamos todos los días. Nos escribíamos, nos llamábamos, compartíamos fotos. Pero con los años, las responsabilidades aumentaron y la distancia empezó a notarse. Las llamadas se hicieron menos frecuentes, los mensajes más breves. Aun así, yo jamás olvidé mi promesa: iba a volver por él.
Diez años pasaron. Me gradué en la facultad de medicina, hice mi residencia y estaba por iniciar mi especialización en trauma cuando una carta cambió mi rutina. Era de mi hermana Laura. En ella, me contaba que estaba feliz, que había encontrado al amor de su vida y que quería presentármelo en una fiesta que se celebraría ese fin de semana. Iban a anunciar su compromiso ante la familia y la alta sociedad.
La noticia me llenó de alegría. A pesar de los años separadas, siempre recordaba a Laura con mucho cariño. Quise regresar tras terminar la carrera, pero me ofrecieron una residencia en uno de los mejores hospitales del país, y no podía rechazarla. Tal vez, esta era la oportunidad que estaba esperando para volver a casa… y ver a Sebastián.
Confirmé mi asistencia y pedí permiso en el hospital para ausentarme tres semanas. Era mi primera solicitud de vacaciones desde que había empezado a trabajar, así que no hubo inconvenientes. Apenas recibí la aprobación, compré el pasaje y comencé a preparar mi regreso. Estaba emocionada, no solo por Laura, sino por reencontrarme con Sebastián. Pensé en él durante todo el vuelo, en cómo estaría, en si aún recordaría nuestra promesa.
Con mi madre no volví a hablar desde aquella noche. Richard, en cambio, se mantenía presente con mensajes ocasionales y felicitaciones en fechas importantes. Nuestra relación era distante, pero cordial. De Leonardo solo sabía lo que salía en las revistas: se había convertido en uno de los empresarios más exitosos de su generación. Siempre supe que triunfaría; desde pequeño fue meticuloso y ambicioso. De su vida privada apenas se hablaba, pero algo me decía que ese aire de hombre frío y reservado no era más que una máscara. Un hombre como él no pasaba desapercibido… aunque quisiera.
Estaba a punto de volver a casa. A mis recuerdos. A todo lo que dejé atrás por un sueño. Ahora, después de diez años, era momento de enfrentar lo que el destino había decidido guardar para mí.
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