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Tú Mi Luna, Yo Tu Tierra

Entre lápiz y papel

Aveces la vida da giros inesperados. Y para mi ocurrió un miércoles cualquiera.

El cielo se encuentra gris, con un pronostico de lluvia del cien por ciento pero aun no llueve, mi cabello rojizo con rulos cae por mis hombros como una cascada, erizado por la humedad. Llegue al salón unos cinco minutos antes que comience la clase, me senté en mi asiento, apago la musica de mis auriculares y los meto bajo mi mesa, y es ahí cuando siento algo, un papel, no cualquiera, uno grueso y color ambar, como si fuera de épocas antiguas. Un olor a lavanda se levanta cuando lo tomo entre mis manos, como si hubiera sido guardada entre sábanas recién lavadas. tiene un sello con una media luna y lo que parece un planeta tierra. Me tiemblan un poco los dedos mientras rompo la sera y abro la carta. En letras con tinta negra esta escrito elegantemente

"Hola, tierra.

No sé si te pareces al planeta o si simplemente brillaste hoy más de lo normal. Pero te vi. Y no supe cómo no verte.

Quizá estoy loca. Quizá tú creas que esto es una broma.

Pero si no lo es para ti...

Déjame quedarme orbitando a tu alrededor un rato más."

No había firma. Solo un dibujo a lápiz de una luna redonda, con mejillas sonrojadas y una sonrisa torpe.

Me quedé mirando la carta como si fuera un espejo que me devolvía algo que no entendía. ¿Quién era "tu luna"? ¿Cómo sabía de mi? ¿Por qué yo? Si me preguntarán qué me diferencia de las demás chicas de mi edad, creo que no sabría que responder. Tal vez que soy callada. Que me gustan los días nublados — Como hoy — Que suelo leer la última página de los libros antes de empezar el primero. Pero fuera de eso, soy tan ordinaria como cualquiera. ¿Por qué alguien se tomaría el tiempo de escribirme sin conocerme? Y principalmente ¿por qué me pondría un apodo como "tierra"? Es bonito, pero tal vez la carta no sea para mi, de todos modos la guardo en mi carpeta de lengua y literatura y sigo con la clase.

Al día siguiente, "Luna" como se hace llamar el remitente desconocido. Me manda otra carta pero esta vez dentro de mi mochila, dejandome en claro que aquella carta es para mi, esa persona es tan sigilosa.

"A veces imagino que estás hecha de tierra firme, de raíces y de hogar. Que mientras yo floto entre dudas y cielos oscuros, tú me sostienes sin darte cuenta."

Y al día siguiente llego otra.

"Hoy te vi leer. Tenías el ceño levemente fruncido y los labios apretados como si la historia que sostenías entre tus manos te doliera un poco. Me quede mirándote desde lejos, deseando ser la historia que te roba ese gesto.

A veces pienso que no me verías ni aunque me parara frente a ti con un letrero en la frente. Pero otras, como hoy, juro que tus ojos se detuvieron un segundo justo donde yo estaba.

Tal vez, soy solo una sombra en el borde de tu visión.

Tal vez no.

tal vez, un día, decidas buscarme con la misma intensidad con la que yo te observo.

Y si ese día llega, Tierra mía, quiero que sepas que no quiero que me ames rápido, ni siquiera pronto. Solo quiero que lo hagas de verdad.

Siempre orbitando cerca,

tu luna.

Es jodidamente poético, desde ese viernes que recibí esa ultima carta, comencé a crear una lista de chicos que podrían escribir aquellas palabras tan bonitas y poéticas.

1: Willian: Es un musico de mi clase de matemáticas, crea ritmos, y compone canciones románticas.

2: Sergio: Es un escritor típico de wattpad, aunque le gusta escribir romance gay, y al parecer el tambien lo es.

3: Nicolás: Le gusta ser un típico romántico con su novia Celeste, es popular y muy cariñoso, no creo que logre mirarme a mi. Y aunque así lo fuera, no me gustaría salir con el, no me gusta ser el centro de atención, además tiene novia y no es mi tipo de chico.

Esos son todos los chicos que conozco que podrían ser aquel remitente que se hace llamar "Mi luna". Los demás son unos monos que no podrían agarrar un lápiz de tinta tan elegante como lo hace aquella persona.

Llego el esperado lunes que tanto deseaba que llegara. Para recibir otra carta de aquella persona, esta vez llegue lista para encontrar a Mi luna con las manos en la masa. Llegue media hora antes, y cuando me senté en mi mesa y toque en abajo de mi banco, allí estaba otra carta, suspire decepcionada, no iba a encontrar a "Mi luna" hoy.

"Querida tierra,

hoy llovió. Y pensé en ti y en tu cabello esponjado.

Pensé en tus zapatos manchados de barro, en tu bufanda tejida, en tus mejillas rojas por el frío. Pensé en lo cálida que debes de ser por dentro, si incluso el cielo parece llorar por no poder abrazarte.

Si te preguntas al menos una vez por qué te escribo.

La verdad es simple:

te escribo porque no puedo dejar de hacerlo.

Porque cada palabra que guardo dentro se convierte en una semilla que solo tú puedes hacer crecer.

Porque sin darte cuenta, te has vuelto mi hogar en este universo hecho de silencio.

Y si algún día todo esto deja de tener sentido, prométeme que guardarás al menos una de mis cartas bajo tu almohada, como prueba de que existí,

aunque fuera sólo para amarte en voz baja.

Tu Luna.

No se porque, pero estar sola leyendo esa carta hizo que se me nublaran los ojos, y una lágrima solitaria resbalara por mi mejilla derecha. Arranque una hoja de mi cuaderno decidida a responderle por primera vez, en pedirle mas información de el, quería saber mas de el, de su historia, de quien es, del por que me escribe, por que yo.

Así que con mi lapicero de color azul comencé a escribir.

"Hola... luna,

No sé cómo empezar esto. He borrado las primeras líneas al menos cuatro veces. Pero supongo que es justo, ya que tú llevas tanto tiempo escribiéndome sin esperar respuesta... o quizá sí la esperabas, y yo solo tardé demasiado.

Leí cada palabra tuya como quien encuentra una flor entre el asfalto. No sabía que alguien podía verme así, desde tan lejos y tan cerca a la vez. Me hiciste sentir como si tuviera luz, como si valiera la pena ser mirada. Gracias por eso.

Me cuesta creer que todo esto no sea un sueño, un juego de mi imaginación... pero tus letras tienen algo real, algo que late. Y yo quiero saber más. De ti. De lo que ves. De lo que sientes cuando piensas en mí. Yo también quiero pensarte.

No soy buena escribiendo cartas, y seguramente no seré tan poética como tú, pero tengo algo que decirte: me encontraste.

Y ahora que me encontraste, ¿puedo encontrarte yo tambien?

¿Me darías tu número de teléfono?

No para dejar de escribirnos — me gustan tus cartas, las guardo como si fueran un tesoro —, pero me gustaría escucharte. Saber si tu voz suena como imagino. O si también tiemblas un poco cuando te emocionas.

Si no quieres, lo entenderé.

Pero si te animas... mándamelo como quien lanza una botella al mar.

Yo prometo recogerla.

Con cariño (y un poco de nervios),

Anne.

Estuve inquieta toda la mañana. Cada vez que el profesor se giraba hacia el pizarrón sacaba la carta apenas un centímetro del cuaderno, como si solo verla me diera valor. Pero no era suficiente, no hasta la última clase del día.

La campana sonó como una promesa. La mayoría de los alumnos salieron disparados ansiosos por escapar del aula helada. Yo, en cambio, esperé a que todos salieran. Mis manos estaban frías como decididas. Me agaché junto a mi pupitre, el viejo de siempre, con esa pequeña astilla en la pata derecha que chirriaba cuando alguien se movía. Y entonces, sin pensarlo más, deslicé la carta bajo el escritorio.

No sabía si alguien me miraba. No me importó.

Cuando me levanté, fue como respirar después de estar bajo el agua. Una especie de alivio dulce y mareante.

— ¡Anne! — gritó Zadkiel desde el pasillo — ¡Vamos, que se enfría el mundo y tus cachetes se van a congelar!

Reí. Zadkiel siempre decía cosas así. Era alto, con un abrigo negro que le quedaba enorme y un gorro ridículo con orejas de gato que se negaba a dejar en casa. Junto a él estaba Iven era de los que lo observan todo sin decirlo.

— Ya voy. — dije, echándome el bolso al hombro — . ¿Dónde vamos?

— A donde nos lleve el invierno — respondió Zadkiel, abriendo los brazos como si abrazara el viento —. Pero primero, chocolate caliente. Iven invita.

— No es cierto — dijo Iven con una sonrisa — pero acepto si Anne me hace compañía mientras él se queja del frío.

— Trato hecho.

Salimos del colegio caminando entre charcos congelados y hojas secas que el viento arrastraba como si fuera secretos.

Las calles estaban cubiertas de una capa ligera de nieve, esa que aún no se decide si quedarse o huir. Había algo mágico en los inviernos: los sonidos se volvían suaves, el aire tenía un olor limpio, y los árboles parecían murmurar canciones viejas.

Caminamos hasta la cafetería de la esquina, la de siempre. Esa que tenía luces naranjas y ventas empeñadas. Zadkiel empujó la puerta con dramatismo exagerado, como si entrara a una taberna de película. Iven rodó los ojos y yo reí.

Nos sentamos en nuestra mesa habitual junto al ventanal. El calor de la calefacción me hizo olvidar por un momento el frío que traía en los huesos.

— ¿y bien? — preguntó Zadkiel, con una sonrisa ladina — ¿Qué te tiene tan distraída últimamente?

Casi se me cae el vaso de chocolatada

— ¿distraída yo?

— sí — intervino Iven, tranquilo — Hace semanas que escribes algo en tus recesos. Y lo haces con cara de poeta enamorada.

Me ruboricé, claro. Ellos siempre lo notaban todo.

— solo... cartas. Me gusta escribir. — dije tratando de sonar casual.

— ¿A quien le escribes? — preguntó Kadkiel curioso.

Miré mis manos, que jugaban con la servilleta.

— A alguien que no conozco. Pero que me escribe primero.

Ellos se miraron, sorprendidos. Pero no se burlaron. Solo se quedaron en silencio unos segundos, como si intentaran entender qué clase de historia se tejía detrás de eso.

— Eso suena... romántico — dijo Iven al fin.

— O peligroso. — añadió Zadkiel — ¿y si es un psicópata?

— No lo es — dije, sin pensar — Lo se. Y lo sabía. Cada carta tenía algo tan honesto, tan vulnerable, que no podía ser fingido. Me hacían sentir menos sola. Más vista.

— bueno — dijo Kadkiel encogiéndose de hombros — mientras no le des tu dirección o algo así.

Me reí en silencio. Era un poco tarde para eso.

Pasamos la tarde hablando de nada y de todo. De películas viejas, de si la nieve caería fuerte este año, de lo que cada uno pediría. Kadkiel quería calor. Iven, tiempo. Yo... aún no sabía qué pedir, pero sentía que ya lo estaba recibiendo.

Cuando salimos, el cielo comenzaba a oscurecer. Las luces navideñas de los negocios parpadeaban tímidas entre los copos que comenzaban a caer.

Caminamos en silencio por un rato. Yo iba en el medio. A mi izquierda, Kadkiel contaba una historia inventada sobre dragones de hielo. A mi derecha, Iven tarareaba algo bajito, una canción que no reconocí. Y en medio de ellos, yo. Con las mejilla frías y el corazón tibio.

Miré el cielo, a esa luna lejana, blanca y paciente, y pensé en el.

En la carta que dejé bajo mi mesa.

En si la encontraría.

En si respondería.

Y por primera vez, sentí que algo nuevo estaba a punto de comenzar.

Algo distinto.

Algo luminoso, aunque fuera en mitad del invierno.

A la mañana siguiente, entré al aula más temprano que nunca. Mis pasos resonaban solos en los pasillos mientras el cielo afuera aún tenía ese tono azul apagado del amanecer. No esperaba encontrar nada, no tan pronto. Pero algo empujaba a mirar.

Cuando me acerque a mi pupitre, lo vi.

Una carta.

Doblada con precisión.

Envuelta en un listón morado y con una pequeña flor violeta atada en el nudo, aun fresca, como si hubiera sido recogida hace instantes. Mi corazón latió con fuerza. Esa flor... ¿cómo podía estar tan viva en invierno?

Tomé la carta con cuidado, como si pudiera romperse. El papel era ligeramente perfumado, suave. Mis dedos temblaron al desatar el lazo. Deslicé la hoja hacia afuera y leí.

Querida tierra:

nunca creí que dejar una carta pudiera cambiar algo. Pero tú... tú me hiciste querer seguir escribiendo.

Eres tan real, tan honesta, que puedo sentir tus palabras como si caminaras entre mis pensamientos. Nunca imaginé que una desconocida pudiera tocar mi corazón sin siquiera verme. Y sin embargo, aquí estoy, buscando papel a medianoche para responderte como una niña que no quiere dormir porque sueña despierta.

Gracias por querer conocerme.

Gracias por no tener miedo.

Te dejo mi número, como pediste, esperando que el hilo que ya nos une se vuelva más fuerte con cada palabra escrita, hablada o pensaba.

Tu luna.

+34 *** *** ***

P.D.: La flor se llama "pensamiento". La escogí porque eso eres tú: un pensamiento constante que no quiero olvidar.

Me quedé sentada, leyendo una y otra vez.

Pasando mis dedos por el tallo delicado de flor, con los ojos húmedos y el corazón lleno.

El me había respondido.

El quería seguir este hilo invisible.

Y ahora, tenía su número.

La magia no solo estaba en los cuentos. A veces, tambien llegaba en sobres atados con listones morados.

Primer mensaje

El número bailaba en mi cabeza durante todo el día. Lo había guardado en mi celular bajo el nombre "luna", con un emoji de estrella al lado, aunque me sentí un poco tonta haciéndolo. Pero en el fondo... me gustaba sentirme así. Nerviosa. Ilusionada.

Había releído su carta como veinte veces. La flor seguía entre las paginas de mi cuaderno, como un pequeño secreto.

Me encerré en mi habitación, ya anocheciendo. Fuera, la nieve caía suave tiñiendo la calle de blanco. Me senté en la cama, respire hondo y abrí el chat. No tenía nada escrito aún. Solo el número y el cursor parpadeante.

Mis dedos dudaron.

¿Qué se dice en un primer mensaje cuando ya has dicho tanto en papel?

¿Qué palabra no suena tonta?

¿Qué palabra no suena demasiado?

Y entonces, sin pensarlo más, escribí:

"Anne (tierra)

hola...

no se si esto es muy pronto o muy torpe...

pero soy yo. La chica de la carta bajo el pupitre. Supongo que ya sabes eso. No tengo idea cómo empezar esto en "modo teléfono"... pero quería decirte que tu flor fue lo más bonito que alguien me ha dado en mucho tiempo. Y que ya te pienso más de lo que debería.

Así que... ¿Hola, luna? ¿Todavía estás despierta en el cielo esta noche? "

Leí y releí cada línea. Dudé. Quise borrarlo. Pero al final, cerré los ojos y presioné "enviar".

Un solo clic.

Un solo universo nuevo.

Una historia apenas comenzaba a escribirse, ahora, en la palma de mi mano.

Luna.

"Mi tierra esta despierta,

la luna siempre esta de noche, en lo mas alto del oscuro cielo, estaba esperando con ansias tu mensaje, y no te preocupes nada cambia en este "modo teléfono" lo único que cambia es que me lees en este instante y me respondes con la misma emoción. Y sobre la flor, la traje de mi lugar favorito, del invernadero de mamá. "

Anne (Tierra)

"Mi luna esta despierta, quisiera saber mas de ti, en quien piensas antes de cerrar tus ojos, en que música envuelven tus dulces oídos, cuál es tu color favorito..."

Luna.

"Estoy despierta, aunque voy al instituto por la mañana temprano soy un ser que se duerme inevitablemente tarde. Mayor mente pienso en ti... La música que envuelven mis oídos son solo instrumentales de la era antigua, y mi color favorito es el de tu cabello... o el de tus ojos. Y cuéntame tierra a la que orbito, ¿quien ocupa tus pensamientos cada noche?"

Sus mensajes me sacan una sonrisa, estoy sonriendo al celular, a un chico que esta detras de la pantalla, que es real que no es parte de mi increíble imaginación. Tomo un sorbo de agua que hay en mi mesita de noche y respondo entusiasmada.

"últimamente la Luna se a colado en mis pensamientos, a pesar que sea de día, espero todo el día una carta de parte suya."

En ese momento, Mi luna deja de responder por un largo rato. Pensé que se abra quedado dormido, así que guardo mi celular bajo la almohada y me acomodo para dormir. Pero mi pensamiento recurre a sus bellas palabras y que ahora tengo su número de celular, lo cual es increíble, lo cual me tiene sonriendo todo el tiempo. No se quien es, pero siento que ser simplemente vista me hace feliz. Cuando estoy a punto de cerrar los ojos y caer en un sueño pesado me llega una notificación, es Luna. Con un nuevo mensaje.

"Disculpa, fui a lavar mis cráteres, tambien a tomar un poco de agua, a veces la sed llega de noche. Tierra ¿estás dormida?"

inmediatamente abro los ojos, me siento en la cama lista para seguir la conversación.

" Claro, estoy despierta, casi sueño contigo, pero tu dulce melodía me trajo en esta realidad donde puedo hablar contigo."

Tierra.

Luna:

"Perdón por interrumpir tu dulce sueño, querida Tierra."

Tierra:

"No te preocupes, me gusta hablar contigo...

Ya casi es media noche, y me cuesta mantener los ojos abiertos... pero no podía irme a dormir sin escribirte primero.

No sé por qué, pero tus palabras me acompañan incluso cuando cierro los ojos. Es como si tus letras se volvieron estrellas que cuelgan en el cielo de mi mente, guiándome suavemente hacia el sueño.

Hoy pensé mucho en ti. Me pregunto cómo habrá sido tu día. ¿Te reíste? ¿te dolió algo? ¿sentiste frío? Yo me abrigué con un suéter que huele a lavanda, y no puedo evitar imaginar cómo sería prestártelo si tuvieras frío tambien.

Me gustaría que el mundo fuera mas pequeño, que las distancias se acortaran y que pudiera susurrante un "buenas noches" sin tinta de por medio. Pero por ahora, esta carta será mi abrazo más sincero.

Tú, mi Luna, eres mi ancla.

Eres la razón por la que, incluso en las noches más largas, la luna no se esconde.

Gracias por existir.

Gracias por escribirme.

Gracias por ser tú.

Duerme bien, precioso.

Y si sueñas, ojalá sueñes conmigo.

Con toda mi tierra y agua,

Tu tierra. "

Un martes cualquiera, o casi.

Hoy fue uno de esos días en los que el cielo no se decide. Amaneció nublado, con esa luz blanca que parece salida de un cuento en blanco y negro. el viento olía a lápiz recién afilado y a tierra mojada, como si el mundo también tuviera tareas por entregar.

Llegué al colegio con los audífonos puestos, escuchando esa canción que siempre me hace imaginar que voy caminando en cámara lenta. En la entrada me encontré con Zadkiel, recargado contra una columna como si fuera el protagonista de su propia novela adolescente.

— ¿Otra vez llegas tarde, Anne? — me dijo, sin mirar su reloj, porque ni siquiera usa uno.

— No llego tarde, llego con estilo. — le respondí, empujándole el hombro con una sonrisa.

A los pocos minutos apareció Iven, con una dona de chocolate en la mano y migas en la camiseta . Siempre tiene algo dulce, y siempre me ofrece la mitad aunque sabe que se la voy a rechazar (la mayoría de las veces).

—Hoy soñé con dragones que jugaban ajedrez —dijo, como si fuera lo más normal del mundo.

Así somos. Cada uno en su órbita, pero girando juntos.

~~~~☆~~~~

En clase de Historia, Zadkiel fingía prestar atención mientras dibujaba en el borde de su cuaderno. Estaba haciendo caricaturas de la profesora como una faraona egipcia, con una corona de lápices y un cetro de gises. Me pasó el dibujo por debajo del pupitre y tuve que ahogar una risa.

Iven, en cambio, anotaba todo. Todo. Incluso las pausas dramáticas de la profe. “Aquí suspiró. Posible dato importante.” Es un genio raro, y lo adoramos por eso.

Yo… bueno, a veces sí presto atención, a veces no. Hoy me costaba. Tal vez porque mi mente andaba colgada entre papeles, cartas, y una luna misteriosa que ahora ocupaba buena parte de mi pecho.

Durante el receso, nos fuimos al patio. Nos sentamos en el mismo rincón de siempre, cerca del árbol de hojas anaranjadas que Iven insiste en bautizar como “Arbóreo El Grande”.

—¿Creen que los extraterrestres hacen tarea? —preguntó Zadkiel, con una papa frita colgando de la boca.

—Claro que sí —respondió Iven—. Probablemente tienen que escribir ensayos sobre la evolución del pensamiento humano, y están decepcionados.

Yo solo reí. Era bonito estar con ellos. Era fácil. Me hacían olvidar el peso invisible que a veces siento en el pecho. Ellos no lo sabían, pero eran parte del hilo rojo también.

~~~~☆~~~~

Al final del día, caminamos juntos hasta la salida. Zadkiel empezó a contar chistes malos y Iven fingía no reírse (pero sí lo hacía). Yo solo los observaba, pensando en lo mucho que los quería. A mi manera, claro. Esa manera torpe de no decirlo nunca en voz alta.

Nos despedimos en la esquina de siempre. Iven se fue en su bicicleta azul, y Zadkiel tomó otro camino, lanzándome un saludo con dos dedos y esa sonrisa pícara de quien guarda secretos.

Yo volví a casa con una sonrisa tranquila. Un día normal. Uno de esos que parecen no significar nada… hasta que los recuerdas y te das cuenta de que lo eran todo.

Abrí la puerta de casa y el olor me abrazó antes de que pudiera quitarme los zapatos. Pan tostado, sopa caliente y un toque de canela, como si mi madre hubiera cocinado recuerdos en lugar de comida. Me solté la bufanda y colgué el abrigo en el perchero de madera con forma de árbol que papá construyó para mí cuando tenía ocho años. Todavía tiene mi nombre tallado torpemente en la base: Anne, con una "e" muy torcida.

—¡Ya llegué! —grité, como siempre.

—¡En la cocina, cariño! —me respondió mamá con su voz de melodía suave.

Entré y ahí estaba ella, removiendo una olla humeante con su delantal de flores. Me sonrío apenas me vio, como si yo fuera su pequeño milagro de todos los días. Y a veces siento que sí lo soy.

—¿Cómo te fue hoy? —preguntó mientras me daba un beso en la frente.

—Normal. Zadkiel hizo dibujos tontos de la profe y Iven sigue convencido de que el árbol del patio puede hablar.

—¡Qué bueno que tienes amigos así! —rió—. Los excéntricos hacen la vida más sabrosa.

Me senté en la mesa y vi a papá llegar con las manos llenas de polvo de madera. Siempre está haciendo algo en su taller. Hoy, por el olor, creo que lijaba una repisa.

—¿Y cómo está mi chica favorita? —preguntó, dándome una palmada suave en la cabeza.

—Soy tu única chica.

—¡Y aún así, mi favorita!

Mis padres adoptivos no pueden tener hijos. Lo supe desde que era pequeña, y no sé explicarlo, pero eso nunca me hizo sentir menos hija. De hecho, creo que me hace sentir más amada. Soy su única estrella, su universo chiquito. Y aunque a veces me pesa esa adoración constante, la verdad… me gusta. Me hace sentir especial, incluso cuando no hago nada extraordinario.

Comimos juntos, los tres, hablando de cosas simples: la nueva planta que mamá quería adoptar (como si fueran niños verdes), el proyecto de papá para construir una estantería curva, y mi día en la escuela. O al menos la parte que puedo contar. No hablé de las cartas. Aún no. Es mi secreto, uno bonito, uno que quiero cuidar un poco más.

Después de lavar los platos, mamá me abrazó sin razón. Lo hace a veces. Solo se acerca, me envuelve con sus brazos y se queda en silencio. Su manera de recordarme que estoy aquí, que me eligieron, que me aman.

Antes de subir a mi cuarto, papá me preguntó si quería ver una película después.

—Si no me quedo dormida escribiendo —le dije con una sonrisa.

Y él solo asintió, como si supiera que mi mente andaba lejos… en la luna.

*Querida Tierra*:

*Hoy pensé en ti más veces de las que el cielo guarda estrellas*.

*Pensé en tu risa, en tu forma de mirar el mundo como si todo aún pudiera salvarse. Pensé en el hilo invisible que nos une, en cómo cada palabra que escribimos es una puntada más en esta historia que solo nosotras entendemos*.

*Quisiera estar allí, contigo, cuando cierras los ojos. Acariciar tu frente con un murmullo, como hace el viento entre los árboles. Susurrarte que no estás sola, que aunque el mundo a veces se sienta grande y frío, yo siempre te estoy buscando. Y te encuentro, Tierra … en cada letra que dejas para mí, en cada pausa entre tus palabras, en tu forma de querer sin miedo aunque aún no me veas del todo*.

*Prometo que cuando te duermas esta noche, la luna brillará un poco más. No porque yo esté allí, sino porque tú estás pensando en mí*.

*Duerme bien, mi tierra*.

*Yo te cuidaré desde el cielo*.

*Siempre tuya*,

*Tu luna*

La vida de Diana

Mensaje de Anne – 7:14 a.m.

dormida, despeinada, con una sonrisa tímida en los labios

Anne:

Dormí plácidamente…

Estaba tan cansada anoche que no pude responder.

Pero leí tu mensaje esta mañana y fue como un abrazo.

Gracias por eso.

Espero que hayas tenido una linda noche,

Mi Luna.

Amanecí con ese lindo mensaje de parte de Anne. Sentí que Mi corazón iba a estallar de emoción, Anne me hablaba. Me respondía a mis cartas e hice latir su corazón e lo más importante la hice sentir especial.

Apreté el celular contra mi pecho, como si pudiera absorber su calor, como si las palabras de Anne pudieran quedarse grabadas en mi piel. Leí su Mensaje tantas veces que ya lo sabía de memoria, pero igual volvía a leerlo, por si en algún momento encontraba algo nuevo entre sus líneas, algo que no hubiera notado antes.

Ese día el sol me pareció más brillante, y el viento acariciaba mi rostro con una dulzura inusual. Caminé por los pasillos del internado con una sonrisa que no podía ocultar, y cada persona que cruzaba me miraba con sorpresa, tal vez preguntándose qué milagro me había hecho florecer de repente.

Pero no era un milagro. Era Anne.

Me respondía. Me leía. Me pensaba.

Por primera vez en mucho tiempo, Sentí que existía de verdad. Que alguien me veía sin el filtro de la apariencia o de los rumores. Que alguien me nombraba no por obligación, sino por deseo. Y eso... eso era tan inmenso que dolía.

Quería escribirle de nuevo. Decirle cuánto significaba su mensaje. Contarle cómo sus palabras se habían convertido en mi refugio. Pero también tenía miedo. Miedo de decir demasiado. Miedo de que esta conexión tan frágil y hermosa se rompiera por mi torpeza.

Me senté junto al árbol de siempre, el del patio trasero, con el celular entre las manos. El teclado parecía más brillante de lo normal, como si supiera lo importante que era lo que estaba a punto de decir. Y escribí:

"Anne, si supieras lo que hiciste en mí con solo un puñado de palabras... si supieras cómo encendiste esta pequeña luna que soy... tal vez entenderías por qué no puedo dejar de pensar en ti."

Suspiré. Cerré los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí valiente.

Las habitaciones del colegio siempre me parecieron demasiado ruidosas, incluso en silencio. Hay un zumbido constante en las paredes, como si el lugar respirara por sí mismo. Las otras chicas dicen que no escuchan nada, pero yo sí. A veces son voces apagadas, otras veces son los pasos lejanos, o el crujir del edificio, como si Todo estuviera vivo y yo fuera la única que puede sentirlo.

Mi rincón es el lado derecho de la litera de abajo. Siempre el mismo. Colgué unas pequeñas luces que simulan estrellas y pegué en la pared un mapa del cielo nocturno. Cuando me encierro ahí con mis auriculares y las luces apagadas, me siento segura. Es el único lugar donde puedo ser completamente yo sin sentir que estoy haciendo algo mal.

Ser autista no es fácil en un lugar como este. A veces me quedo en blanco cuando alguien me habla. Quiero responder, pero las palabras no me salen. Mi mente se llena de ideas, de frases completas, pero mi boca no coopera. Y cuando lo intento, a veces me miran raro, como si fuera un enigma que no vale la pena descifrar.

Otras veces me dicen que soy fría, que no entiendo los chistes o que parezco distante. No saben que estoy luchando todo el tiempo por entender cómo funciona su mundo. Que cada interacción es como caminar por un campo minado: una palabra mal dicha, un gesto mal interpretado, y todo explota.

Me cuesta mirar a los ojos, así que miro las manos. Me fijo en cómo se mueven, en si tiemblan, en si se esconden. Aprendí a leer emociones en los dedos, en los hombros, en los silencios. No es que no sienta. Siento todo… demasiado. Solo que no sé cómo mostrarlo sin asustar a los demás.

Por eso me refugio en el cosmos. En las estrellas, los planetas, las galaxias. Hay algo en el orden del universo que me calma. Nadie espera que una estrella responda rápido. Nadie le exige a una nebulosa que sonría. El universo simplemente es. Gigante, misterioso, perfecto a su manera.

A veces me acuesto en mi cama y enciendo el proyector de constelaciones que escondo bajo la almohada. Lo compré con mis ahorros, en secreto. Las luces bailan en el techo, y por un rato puedo fingir que estoy flotando lejos, muy lejos.

Allá, entre los anillos de Saturno o en el polvo cósmico de Orión, no hay etiquetas. No soy “la rara”, ni “la callada”, ni “la que no encaja”. Allá soy Luna. Y ser Luna es suficiente.

Se preguntarán como conocí a Anne, como es que le escribo cartas, y ahora, mensajes. Todo empezó con un pequeño accidente.

Recuerdo perfectamente el día que la noté por primera vez. Era lunes, creo. O tal vez jueves. Nunca he sido buena con los días, pero sí con los momentos. Y ese... ese momento lo guardé como se guarda una estrella fugaz: rápido, brillante, inolvidable.

Iba tarde a mi clase de Historia. Muy tarde. Mis pasos eran torpes, apurados, y las voces en el pasillo me sonaban como un enjambre desordenado. Tenía los brazos llenos de cuadernos, el estuche a punto de caerse, y mi mente ocupada en repetir el número del aula como un mantra.

Hasta que choqué con alguien.

Fue un impacto suave, pero suficiente para que todo se desparramara en el suelo. Cuadernos, papeles, el estuche abierto con los lápices rodando como pequeños planetas sin órbita.

Me agaché de inmediato, con la cara ardiendo, murmurando un “perdón” apenas audible, deseando desaparecer. Entonces la vi.

Anne.

Se arrodilló frente a mí sin decir una palabra. Recogió mis cosas con delicadeza, como si tuviera miedo de romperlas. Cuando me tendió un cuaderno, sus dedos rozaron los míos y sentí un cosquilleo que me recorrió los brazos hasta el pecho.

Y luego, sin pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo, apartó un mechón de cabello que me caía sobre los ojos. Sus dedos fueron suaves, casi etéreos, y sus ojos —marrones, creo— me miraron con una ternura que no supe cómo sostener.

En ese instante, mi corazón latió con tanta fuerza que creí que se me notaría en el cuello. Me quedé quieta, como si el tiempo se hubiera detenido, como si el universo hubiera querido regalarme unos segundos de magia pura.

—Estás bien —me dijo, con una voz tan suave que parecía música.

Asentí. No pude decir nada. Pero por dentro, todo se iluminó. Porque en ese momento, supe que no era invisible. Supe que alguien me había visto de verdad.

Anne me vio. Y ese fue el principio de todo.

Desde aquel día, algo en mí cambió. No fue una transformación ruidosa ni repentina, pero sí profunda. Como si una pequeña grieta en mi universo personal se hubiera abierto para dejar entrar la luz.

Anne me había mirado. Me había tocado. Me había hablado con amabilidad. Y eso, para alguien como yo, era suficiente para reconstruir el mapa entero de lo que pensaba que era el mundo.

Durante días no dejé de pensar en ese encuentro. Lo repasaba una y otra vez, como se repite una canción que no se quiere olvidar. El roce de sus dedos, la forma en que acomodó mi cabello, su voz pronunciando una pregunta sencilla: “¿Estás bien?”. Nunca nadie me había hecho esa pregunta con tanta sinceridad.

No me atreví a buscarla con la mirada. Tenía miedo de encontrarme con otra versión de ella, una que no me recordara, una que ya no viera en mí a la chica de los cuadernos caídos. Pero necesitaba decirle algo. Necesitaba agradecerle. Necesitaba... compartir lo que sentía, aunque no supiera cómo hacerlo en voz alta.

Así empecé a escribirle.

No eran cartas normales. No llevaban su nombre, ni las firmaba. Solo palabras que salían como agua cuando por fin encuentras la grieta en la roca. Le contaba cómo había sentido que el tiempo se detenía, cómo desde entonces las estrellas parecían brillar distinto. Le hablaba de mis días, de mis pensamientos, de mis miedos. Y sobre todo, le hablaba de ella.

De cómo su gesto había cambiado mi forma de caminar por los pasillos.

De cómo me preguntaba si ella también pensaba en ese momento, aunque fuera un poco.

De cómo me ayudó a sentirme real.

Escribía en hojas de mi cuaderno de Astronomía, con tinta azul, cuidando cada palabra como si fuera un secreto sagrado. Las doblaba con delicadeza y las guardaba en una caja de metal que antes usaba para guardar mis colecciones de piedras volcánicas. Ahora esa caja tenía otro tipo de tesoro.

Nunca supe si algún día se las daría. Tal vez no. Tal vez eran solo para mí, una forma de conservar su presencia en mi órbita sin romper la distancia. Pero cada vez que escribía, era como si estuviera un poco más cerca de ella.

Y eso me bastaba.

Porque por primera vez, yo —Diana, Luna, la chica que mira más el cielo que los ojos ajenos— había sentido lo que era brillar para alguien, aunque fuera solo por un instante.

Entonces en ese momento me hacerque a su banco —En el que se sentaba todos los días— y deslice una carta bajo su pupitre. Me aleje con rapidez. después pensé en lo imperfecto del plan ¿Qué pasaba si decidía sentarse en otro lugar? ¿Qué pasaba si no encontraba la carta? comenze a estresarme demasiado, entonces caminé devuelta al salón de ella, en ese momento vi como ella leía la carta, y sentí un alivio enorme. En ese momento, comenzó nuestra historia...

~~~~☆~~~~

Esas cartas también eran mi refugio, más allá de Anne, más allá del colegio. Porque no tenía otro lugar al que llamar hogar.

Mi familia… bueno, decir que me rechazaron suena suave comparado con la verdad. No fue solo rechazo, fue incomodidad, vergüenza.

Desde pequeña, siempre fui diferente. No entendía las bromas, no soportaba las multitudes, me asustaban los sonidos fuertes y necesitaba rutinas para no perder el control. Mis padres decían que era “demasiado sensible” o “difícil de tratar”. Me miraban como si fuera un rompecabezas con piezas que no encajaban.

Nunca gritaron. Pero su silencio pesaba más.

Nunca me pegaron. Pero su distancia dolía igual.

Y con el tiempo, empecé a desaparecer dentro de la casa sin que nadie lo notara.

Mi madre solía cerrar la puerta de su cuarto cada vez que tenía un episodio de ansiedad. Mi padre hablaba de mí como si no estuviera en la sala: “No sé qué vamos a hacer con ella”. Mi hermano me evitaba, como si pudiera contagiarle mi forma de ser.

Así que cuando el colegio ofreció habitaciones internas para alumnas con “necesidades especiales”, no dudaron en inscribirme. Lo dijeron como si fuera una oportunidad, pero yo entendí el verdadero mensaje: “Mejor allá que aquí”.

Y aquí estoy.

Las habitaciones del colegio no son acogedoras, pero son mías. No hay juicios, no hay miradas de desaprobación cuando repito frases sin querer, o cuando me encierro en mi mundo. Puedo pegar constelaciones en la pared sin que nadie las arranque. Puedo leer sobre galaxias durante horas sin que nadie me diga “basta”.

Vivir aquí duele, pero es un dolor que entiendo. Un silencio distinto al de mi casa. Uno que me permite escribir, pensar, respirar. Y de a poco, gracias a Anne, también sentir.

Porque aunque mi familia no pudo verme, ella lo hizo. Aunque me empujaron lejos, sus dedos —al apartar ese mechón de cabello— me acercaron al mundo. Y ahora, entre las cartas que nunca entrego y las estrellas que me cuidan por la noche, empiezo a imaginar que tal vez no estoy tan sola como creí.

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