El sonido de las telas rozando el suelo llenaba la habitación. Adeline se mantenía de pie frente al gran espejo de cuerpo entero, mientras dos criadas abrochaban los últimos botones del vestido. El corsé ceñía su cintura con firmeza, y la falda celeste con bordes salmón caía en múltiples capas de seda, pesando sobre sus caderas como una armadura silenciosa. Aquel vestido, cuidadosamente elegido por su padre, era una joya digna de una princesa. Pero Adeline no se sentía una princesa; se sentía una niña disfrazada, envuelta en responsabilidades que aún no terminaba de comprender.
Una de las criadas le alzó el cabello con delicadeza, recogiendo los mechones blancos en un moño elegante, dejando algunos rizos sueltos que enmarcaban su rostro. Otra le aplicó una pizca de rubor en las mejillas y un tono suave en los labios. Cuando abrieron las cortinas, la luz matinal entró sin piedad, iluminando su rostro como si revelara un secreto.
-Estás lista, señorita O'Conel -dijo la doncella mayor, dando un paso atrás para observarla.
Adeline asintió, aunque su mirada se mantuvo fija en el reflejo. Su rostro pálido, sus ojos azul profundo con la pequeña media luna en el iris... Nadie más en el reino tenía aquella mirada. Había crecido escuchando murmullos: "La hija de la luna", la llamaban. Una rareza. Una joya helada.
Caminó por el pasillo del ala este con pasos medidos, acompañada por las criadas y un silencio expectante. Su padre la esperaba al final del corredor. El señor O'Conel, alto y de porte noble, la miró con orgullo y ternura, como si en ese momento viera a su difunta esposa y a su hija entrelazadas en un mismo suspiro.
-Estás hermosa, Ada -le dijo con una sonrisa suave-. Tu madre estaría tan orgullosa de ti como yo lo estoy ahora.
Ella le ofreció una mirada agradecida, sin palabras, y él le ofreció su brazo.
-La reina te espera.
Los salones del palacio estaban adornados con flores frescas, candelabros de cristal y una multitud de rostros bien vestidos. La corte entera había sido convocada. Y allí, en lo alto del trono, la reina observaba con una expresión impenetrable.
Cuando Adeline se acercó, la multitud pareció contener el aliento. El murmullo cesó. La reina, de ojos grises como tormentas antiguas, la contempló de arriba abajo. Y entonces, con una voz clara que resonó como campanas en un templo, dijo:
-Una joya como tu no se ha visto en generaciones... El diamante de la época.
Adeline bajó la mirada con una leve reverencia. Pero en su interior, algo tembló. No por la emoción, ni por el reconocimiento. Sino porque, por primera vez, sintió el peso de un destino que tal vez no quería. Y mientras los aplausos comenzaban a llenar la sala, su mirada se alzó... solo para encontrar, entre la multitud, a una joven con una corona sencilla y una expresión de interés. La primera princesa del reino.
Y así, sin que nadie lo notara, comenzó la historia.
Las campanas resonaban en la torre norte del castillo mientras los invitados comenzaban a dispersarse entre los salones y jardines. Adeline, aún bajo la mirada de decenas de ojos curiosos, se desplazaba con elegancia, aunque por dentro deseaba ser invisible. El título de diamante de la época parecía más una etiqueta que un halago, y su brillo empezaba a pesarle.
Mientras fingía interés en un grupo de damas hablando sobre moda parisina, un joven de cabello rubio dorado se le acercó con paso firme y sonrisa entrenada.
-Señorita O'Conel -dijo, inclinando la cabeza-. Soy Miller de Valfort, hijo del duque de Braventon. ¿Me permitiría el honor de acompañarla a tomar el té en los jardines?
Adeline, extenuada de los saludos, los cumplidos forzados y las miradas insistentes, pensó que quizás un cambio de aire no estaría mal. Asintió con cortesía.
-Será un gusto.
Los jardines del castillo estaban bañados por una luz dorada de tarde. Pájaros cantaban entre los rosales, y las fuentes susurraban agua fresca. Un sirviente ya había dispuesto una mesita con té y pasteles, todo perfectamente delicado. Miller le ofreció asiento, y ella se acomodó con gracia, aunque mantuvo la espalda recta como una dama educada debía hacerlo.
Durante los primeros minutos, Miller hablaba sin pausa: de política, de sus viajes, de los caballos que poseía su familia. Adeline asentía en silencio, con la mirada puesta en las flores. La conversación apenas tocaba algo real, hasta que él decidió girar el rumbo.
-Y dime, Lady O'Conel... ¿Cuántos hijos te gustaría tener?
Ella levantó la vista, sorprendida por lo directo de la pregunta. Se tomó un segundo antes de responder, con voz suave pero firme:
-No quiero hijos.
Miller soltó una risa breve, como si no hubiera entendido bien.
-¿No quieres...? No, claro, supongo que es normal tener miedo al parto o a la responsabilidad. Pero con el tiempo, ya verás. Los hijos son la herencia de una mujer. Tu sangre, tu nombre... es un deber.
Adeline no respondió de inmediato. Observó cómo el vapor se elevaba desde su taza de té, formando espirales que se deshacían en el aire. Sintió un vacío familiar en el pecho. El mismo que había sentido al mirar su reflejo esa mañana.
-No es miedo -dijo finalmente-. Es decisión.
Miller, incómodo por la firmeza de su tono, se irguió en la silla.
-Pero las mujeres están hechas para dar vida. Para cuidar, para formar hogares. ¿De qué serviría un linaje sin descendencia?
Adeline lo miró entonces, con esos ojos azules tan claros que casi dolían. Una media luna destelló en ellos bajo la luz del atardecer.
-Tal vez no quiero un linaje. Tal vez quiero algo más.
Él la observó, desconcertado. Por un instante, pareció no saber qué decir, y optó por reírse suavemente, como si ella hablara en broma. Pero Adeline no sonreía.
En ese momento, una figura se acercó por uno de los senderos del jardín. Vestía con sencillez, pero con una elegancia natural que no necesitaba adornos. Era la primera princesa. Sus ojos se cruzaron con los de Adeline solo por un segundo... pero fue suficiente para que el aire se volviera más liviano, y la conversación con Miller comenzara a desvanecerse en el olvido.
Adeline dejó la taza sobre el platillo con una suavidad calculada. Miller seguía hablando, ahora sobre el apellido que podrían combinar sus futuros hijos, pero sus palabras eran apenas un murmullo lejano para ella.
-Disculpa, Lord Valfort -interrumpió con amabilidad-. Creo que necesito un momento a solas. El calor me ha dejado algo mareada.
Él se levantó con rapidez, preocupado por las apariencias más que por su bienestar real.
-¿Te acompaño? Puedo pedir que traigan agua con limón...
-No hace falta -dijo ella con una leve sonrisa-. Solo un paseo entre las flores.
Y sin esperar respuesta, se giró con la ligereza de una bailarina y caminó por los senderos de grava blanca, siguiendo los pasos de la princesa.
No sabía por qué lo hacía. Tal vez por esa mirada que la atravesó sin esfuerzo, como si la conociera desde antes. O tal vez por el deseo de escapar, aunque fuera por un instante, del mundo que la rodeaba.
La figura de la princesa desapareció entre los altos muros de un laberinto de rosas rojas, y Adeline, guiada por su instinto, entró tras ella. El aroma de las flores era denso, casi embriagador. El aire estaba quieto, y el silencio hacía crujir las hojas bajo sus pies como si cada paso fuera un secreto.
Giró una esquina.
Y allí estaba.
La princesa.
Sola.
Sostenía una daga de hoja fina y pulida, tan elegante como peligrosa. En un solo movimiento, la colocó contra el cuello de Adeline. La albina se quedó sin aliento. No por miedo... sino por sorpresa. Por la cercanía. Por la intensidad de los ojos oscuros que ahora la miraban.
-¿Por qué me sigues? -preguntó la princesa, con voz baja, pero firme como el acero de la daga.
Adeline tragó saliva, sin apartar la mirada.
-Porque me causaste curiosidad.
Hubo un silencio. El filo seguía junto a su piel, pero los ojos de la princesa dudaron, bajaron ligeramente. Como si la sinceridad de Adeline hubiera desarmado algo en su interior. Finalmente, la daga se apartó con lentitud.
-Curiosidad -repitió la princesa, ahora casi en un susurro.
-No todos los días alguien me mira como si pudiera ver más allá de mi vestido y mi apellido -añadió Adeline, sin perder la compostura.
La princesa dio un paso atrás, guardó la daga en el cinturón oculto de su falda y la observó con intensidad renovada.
-Tú no eres como los demás.
-Tampoco tú -respondió Adeline.
Y por primera vez, ambas sonrieron. Apenas un gesto, apenas un roce de expresión. Pero bastó.
Bajo el cielo que comenzaba a teñirse de anaranjado, en un jardín escondido tras muros de flores, algo -pequeño, frágil y secreto- acababa de nacer.
Las sombras comenzaban a alargarse en el jardín, dibujando siluetas suaves sobre los senderos de grava. El silencio entre ellas no era incómodo, sino casi sagrado. La princesa caminó unos pasos más por el laberinto hasta llegar a una pequeña fuente de mármol blanco, oculta entre los muros de rosas. El agua brotaba con un murmullo constante, rompiendo la quietud sin perturbarla.
Se sentó en el borde, cruzando una pierna sobre la otra con elegancia instintiva. Adeline la siguió y tomó asiento a su lado, con la espalda recta, sus dedos apenas tocando la superficie del mármol. Por un momento, no se dijeron nada. Solo escucharon el agua y los pájaros que aún no huían de la luz.
-¿Cuál es tu color favorito? -preguntó Adeline de pronto, rompiendo el silencio con una dulzura inesperada.
La princesa alzó una ceja, divertida.
-Adivina.
Adeline se giró ligeramente hacia ella, observándola con detenimiento. No se detuvo en su vestido, ni en su postura, sino en la expresión de sus ojos, en la forma en que apretaba los labios cuando pensaba, en el modo en que no necesitaba adornos para ser imponente.
-El morado -dijo con firmeza.
La princesa la miró, sorprendida.
-¿Cómo sabes?
Adeline esbozó una pequeña sonrisa, no de burla, sino de certeza.
-Porque eres elegante. Hermosa, a pesar de tu vestido sencillo. Tienes una sonrisa muy bonita, pero también difícil de obtener. Todo eso me dice que eres como el color morado... elegante, fuerte, tal como el color.
La princesa desvió la mirada hacia el agua. Por un instante, su expresión fue casi vulnerable.
-¿Y por qué la pregunta? -preguntó entonces-. Eso suena como algo que preguntaría una niña. No una joven a punto de ser casada.
Adeline bajó la vista, observando cómo sus dedos jugaban con una hebra suelta del dobladillo de su falda.
-Porque en la sencillez de la pregunta... se puede encontrar lo esencial de la persona.
La princesa guardó silencio. El aire se volvió más denso, como si la temperatura hubiera bajado levemente. Luego, habló con voz más baja, casi como si no quisiera que las rosas la escucharan.
-Nadie me hace preguntas sencillas. Solo las correctas. Solo las importantes.
-Tal vez por eso nunca te han hecho las que de verdad importan -respondió Adeline, con una mirada que no temía encontrarse con la suya.
Los ojos de la princesa vacilaron, como si aquella frase hubiera tocado una cuerda olvidada. Su rostro, que siempre parecía en control, dejó entrever un atisbo de ternura. Luego, en un gesto inesperado, se quitó una pequeña flor que llevaba prendida al hombro. Era una violeta oscura, casi negra bajo la luz tenue del atardecer. La sostuvo entre los dedos por un instante, y luego la extendió hacia Adeline.
-Entonces dime tú... si sabes tanto de colores... ¿qué color eres tú?
Adeline no respondió de inmediato. Tomó la flor con delicadeza y la sostuvo sobre su regazo.
-Soy como la luna. No tengo color propio... solo brillo cuando todo lo demás se apaga.
La princesa la observó. Su rostro ya no era el de la heredera al trono, ni el de la joven con una daga escondida. Era simplemente ella. Una muchacha de diecisiete años sentada junto a otra, en un rincón secreto del mundo donde podían hablar sin máscaras.
-¿Y no te asusta eso? -preguntó en voz baja-. Brillar solo cuando nadie más te mira.
Adeline miró al cielo, ya teñido de lavanda y azul profundo.
-No. Porque a veces lo más verdadero solo se revela cuando el mundo duerme.
Hubo un silencio suave entre ambas. El tipo de silencio que no incomoda, sino que une. La princesa bajó la mirada, pensativa, mientras Adeline giraba la flor entre sus dedos.
-Adeline... -dijo ella entonces.
La albina se volvió hacia ella.
-¿Sí?
-Te seguirán haciendo preguntas importantes -dijo la princesa, con una sonrisa leve-. Pero espero que no dejes de hacer las tuyas. Las sencillas.
Adeline sonrió también. Por primera vez desde que llegó al castillo, sintió que podía respirar.
El sol comenzaba a ocultarse del todo, y en lo alto del cielo, la luna asomaba su silueta fina, como una sonrisa oculta.
Adeline regresó al salón principal cuando el cielo ya se había teñido de azul marino, con la luna fina como daga asomándose sobre los ventanales altos del castillo. Sus pasos eran suaves, pero su interior aún vibraba. No por miedo. Ni siquiera por confusión. Era otra cosa. Algo nuevo que no sabía nombrar.
Las luces de los candelabros caían en cascadas doradas sobre los rostros de los invitados. Risas, copas de cristal tintineando, y el murmullo constante de una aristocracia que nunca dormía. Todo era como antes. Y sin embargo, para ella, ya no era igual.
Su padre la encontró cerca de la mesa de dulces, preocupado, pero sin intención de mostrarlo demasiado. El señor O'Conel era un hombre sereno, pero sus ojos siempre hablaban antes que sus labios.
-Te perdí de vista un momento, hija -dijo con voz baja, mientras le ofrecía una copa de agua con limón-. Pensé que habías salido a respirar, pero han pasado casi dos horas.
Adeline tomó la copa y bebió un sorbo antes de responder.
-Tuve una conversación importante.
Él arqueó una ceja, pero no insistió. Su hija era reservada por naturaleza, y si algo había aprendido en quince años, era a respetar su silencio.
-¿Fue con algún joven? -preguntó, aunque su voz no tenía presión ni juicio.
Ella negó con una sonrisa pequeña.
-No exactamente.
Su padre no respondió. Solo la observó con ternura. Luego, suavemente, le acomodó un mechón suelto del recogido.
-Estás hermosa esta noche, Adeline.
-Gracias, papá.
Ambos se quedaron así unos segundos. En silencio. Como si compartieran una complicidad invisible.
Pero no todos habían olvidado su ausencia. Entre los invitados, Miller Valfort la observaba con una mezcla de despecho y curiosidad. Se acercó, copa en mano, con la sonrisa de quien intenta mantener la elegancia incluso cuando su orgullo ha sido herido.
-Señorita O'Conel -dijo con un tono excesivamente correcto-. Me alegra ver que ha regresado sana y salva. ¿Puedo preguntar dónde se encontraba?
Adeline giró hacia él, manteniendo el porte sereno. Su padre, discreto, se retiró unos pasos.
-Tomando un paseo. El jardín es... interesante.
-¿Tanto como para preferirlo a mi compañía? -replicó él, con una risa ligera que no alcanzó sus ojos.
Adeline inclinó la cabeza.
-Más interesante que hablar de nombres para hijos que no existen, sí.
El joven frunció el ceño, pero no dijo nada más. Dio media vuelta y se marchó, molesto, con la dignidad herida de quien no soporta el rechazo.
Adeline suspiró. La música cambió, y una nueva danza comenzó en el centro del salón. Los vestidos giraban como pétalos, las capas de los hombres se agitaban al ritmo del vals. Pero ella no se movió. En lugar de eso, sus ojos buscaron.
Y entonces la vio.
La princesa.
Al otro lado del salón.
Ya no llevaba la daga, ni el aire misterioso que la envolvía en el laberinto. Ahora era simplemente la heredera, con el mentón en alto y la espalda recta. Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Adeline, algo invisible volvió a vibrar.
La princesa no sonrió.
Pero tampoco apartó la mirada.
Adeline sintió que su pecho se llenaba de algo parecido a un secreto. Uno que no necesitaba palabras.
La música continuaba. La fiesta seguía. Pero para Adeline, el mundo se había reducido a un par de ojos oscuros, a una luna delgada en el cielo, y a una sensación que apenas comenzaba a despertar.
Y esa noche, al cerrar los ojos en su habitación, no pensó en ninguno de los caballeros que le habían hablado. Ni en el vestido, ni en los cumplidos. Pensó en el borde frío de una fuente, en una pregunta sencilla, y en una flor violeta que aún guardaba en su bolsillo.
La noche había pasado lenta, como si cada minuto se hubiera estirado con intención. Adeline se despertó con la primera luz del amanecer, pero permaneció en la cama, observando el dosel sobre su cabeza. No podía dejar de pensar en la fuente, en la conversación bajo la luna, en los ojos oscuros de la princesa y en su forma de hablar, como si cada palabra estuviera cargada de una historia que nunca había contado.
Se levantó con calma, el vestido de dormir de lino apenas rozando sus tobillos, y caminó descalza hasta la ventana. Afuera, los jardines del castillo aún estaban cubiertos por un velo de rocío. El laberinto de rosas se extendía como una promesa muda entre los setos altos.
Un golpe suave en la puerta la hizo volver al presente.
-¿Sí? -preguntó, con voz aún adormilada.
Una sirvienta entró con una bandeja de plata, dejando el desayuno sobre la mesita junto a la chimenea.
-Buen día, señorita O'Conel. Esto llegó para usted esta mañana.
Adeline frunció el ceño. La muchacha extendió un sobre sellado con cera color violeta. El sello no tenía escudo ni iniciales, solo una media luna grabada en relieve.
-¿Quién lo dejó?
-No lo sabemos, mi lady. Lo encontraron en la bandeja de flores frescas que llega del ala norte del castillo.
Adeline asintió con lentitud, tomó la carta y esperó a que la joven saliera antes de romper el sello con los dedos. La caligrafía era firme, elegante, escrita con tinta azul oscuro:
"Si la curiosidad que dices sentir aún te acompaña, te espero esta noche en la torre del ala norte. Ven sola. No hagas ruido. El castillo duerme más profundamente de lo que parece."
No había firma. No había más.
Su corazón dio un pequeño salto, no de miedo, sino de emoción. Esa letra... ese tono en las palabras... era ella. Estaba segura.
Guardó la carta en su cofre de viaje, entre los pliegues de su diario. Durante el día, asistió a las actividades habituales: desayuno con nobles de otras casas, paseo en carruaje por los alrededores, té con las damas jóvenes que el castillo reunía como un jardín de apariencias. Sonreía cuando debía hacerlo, asentía cuando se esperaba de ella. Pero su mente no estaba ahí. Volvía, una y otra vez, a la torre del ala norte. A la luna. A la posibilidad de volver a estar a solas con la princesa.
Cuando la noche llegó, fingió dolor de cabeza y no asistió al banquete. Su padre no insistió; comprendía que su hija no era como las demás. Adeline esperó a que el castillo se silenciara. Escuchó las últimas pisadas alejarse por los corredores, los ecos apagarse entre los muros de piedra, y entonces se vistió con un abrigo de terciopelo oscuro sobre su camisón. Tomó una vela pequeña, encendida con cuidado, y salió descalza de su habitación.
El ala norte era la más antigua del castillo. Los corredores eran más angostos, las paredes cubiertas de retratos con marcos oscuros y cortinas que parecían suspirar al menor movimiento del aire. Caminó con pasos suaves, el corazón latiendo con fuerza. Cada rincón era un secreto, cada sombra, una historia no contada.
Llegó a una puerta de madera gastada al final del pasillo. La abrió sin esfuerzo. Una escalera de caracol se elevaba ante ella, envuelta en la penumbra. Subió, contando los peldaños. Cincuenta y tres. Cincuenta y cuatro. Cincuenta y cinco...
Y allí estaba.
La princesa.
De espaldas a ella, observando el cielo a través de un ventanal circular. Llevaba una capa sobre los hombros, pero debajo, Adeline reconoció el mismo vestido sencillo del día anterior. A su lado, una lámpara de aceite proyectaba su silueta contra la piedra.
—Pensé que no vendrías — dijo sin volverse.
—Lo pensé también -respondió Adeline, cerrando la puerta tras de sí.
La princesa giró lentamente, sus ojos brillando bajo la luz tenue. Caminó hacia ella, sin prisas, con la seguridad de quien no teme ser vista.
—Me dijeron que las jóvenes como tú venían al castillo a buscar esposo —comentó la princesa, cruzando los brazos—. Pero tú no pareces buscar nada... salvo respuestas.
—Y tú pareces tener muchas -respondió Adeline, con una media sonrisa.
Se miraron unos segundos más.
—¿Sabes por qué me gustas, Adeline? -preguntó la princesa, acercándose un poco más.
—¿Por qué?
—Porque eres una pregunta que nadie se ha atrevido a hacerme.
Adeline no respondió. Solo sintió cómo se deshacía algo dentro de ella. Una muralla, tal vez. O una costumbre.
Ambas se sentaron junto a la ventana circular. Desde allí, se veía el mundo dormir bajo la luna fina, esa que parecía una promesa afilada en el cielo.
No hablaron de amor. Ni de futuro. Hablaron de libros, de noches sin sueño, de lo que sentían cuando se quedaban solas en medio de un salón lleno. Hablaron como dos almas desnudas de títulos, por fin sin público.
El silencio entre ellas no era incómodo. Era un silencio suave, de esos que solo se comparten con alguien que no necesita llenar el espacio con palabras. Las miradas hablaban por sí solas, y el aire entre ambas se sentía tibio, como si la noche se hubiera detenido solo para observarlas.
Adeline, sentada en el alféizar de la ventana, ladeó la cabeza con una sonrisa juguetona. Sus ojos azules brillaban con una luz curiosa, como si cada parpadeo contuviera una pregunta no formulada.
—Y su majestad -dijo en tono burlón, imitando el tono elegante de los sirvientes—. ¿Cuál es su preciado nombre?
La princesa la observó con cierta sorpresa primero, luego sonrió con picardía. Se acercó un poco más, apoyando un codo sobre la piedra y dejando que la luz de la luna acariciara su rostro.
-Es extraño que no sepas mi nombre -dijo, con ese tono sereno que parecía envolverlo todo-. Pero te lo diré.
Adeline alzó una ceja, divertida.
—Juliette -continuó la princesa—. Juliette del Corazón de Fuego.
Adeline parpadeó, desconcertada por lo poético del apellido.
Juliette, al notarlo, explicó con delicadeza:
-Es el apellido de mi madre. Cuando se casó con mi padre, su alteza real, fue él quien tomó su apellido. Un acto poco común, lo sé... pero él decía que el fuego que ella llevaba por dentro era más noble que cualquier linaje que él pudiera ofrecerle. Y yo, como su única hija, también heredé su nombre.
Adeline se quedó en silencio unos segundos, procesando cada palabra, y luego sus labios se curvaron en una expresión suave, casi reverente.
-Juliette del Corazón de Fuego... -repitió como si saboreara el nombre en su boca-. Nunca había escuchado un nombre tan hermoso. Parece sacado de un poema.
Juliette bajó la mirada por un instante, casi tímida.
-A veces, desearía que solo me llamaran Juliette.
-Entonces así lo haré -dijo Adeline con decisión-. Solo Juliette, cuando estemos solas. Y tú puedes llamarme solo Adeline.
La princesa asintió. Había algo en ese pacto silencioso, en esa manera de despojarse de los títulos, que las acercaba más que cualquier palabra de amor.
Las velas se habían consumido casi por completo. En la torre, la noche se volvió más oscura, pero la luna seguía allí, delgada y brillante, vigilándolas desde lo alto como una promesa de que algo nuevo estaba comenzando.
Las palabras flotaron en el aire como un lazo invisible, sellando algo que ambas sabían, aunque ninguna lo decía en voz alta. Juliette. Adeline. Sin títulos, sin deberes, solo dos jóvenes compartiendo un instante robado al mundo.
La brisa de la noche se colaba por las ventanas, y la vela ya se había rendido ante la oscuridad. Solo la luna seguía encendida, más brillante que nunca, colgando del cielo como una daga blanca.
Juliette se levantó con lentitud, su capa oscura cayendo suavemente sobre sus hombros.
-Deberías irte, Adeline. Si alguien descubre que estuviste aquí...
-Lo sé -interrumpió ella, también poniéndose de pie-. Pero valió la pena.
Se quedaron mirándose un segundo más, como si la despedida se resistiera a llegar. Entonces, Juliette se inclinó con una exagerada reverencia, llevando una mano invisible al corazón y bajando la cabeza como si estuviera en medio de un baile real.
-Mi lady O'Conel -dijo en tono burlón y solemne-, esta noche ha sido... peligrosamente encantadora.
Adeline soltó una risita suave y respondió con otra reverencia, igual de teatral, sujetando con elegancia los pliegues imaginarios de su falda.
-Su alteza Juliette del Corazón de Fuego... espero con ansias nuestra próxima conversación sobre colores infantiles y secretos no dichos.
Ambas rieron, en voz baja, como niñas que compartían una travesura. Entonces Juliette se acercó, y sin tocarla, susurró:
-Mañana. Misma hora. En este lugar.
-Prometido -respondió Adeline, con un brillo en los ojos que no había mostrado durante ningún otro momento en el castillo.
Y así, sin necesidad de más palabras, cada una tomó un camino distinto. Juliette desapareció por la escalera más estrecha del torreón, mientras Adeline regresó sobre sus pasos, con el corazón latiendo fuerte en el pecho y una sonrisa indomable en los labios.
Afuera, la luna menguante se ocultaba lentamente entre las nubes, como si también ella guardara el secreto.
Esa noche, Adeline durmió plácidamente en su recámara de invitada real, una estancia decorada con cortinas de terciopelo azul oscuro, muebles finamente tallados y una cama de columnas con dosel que parecía sacada de una pintura. La joven O'Conel, aún con los ecos de la conversación con Juliette enredados en su mente, dejó que el sueño la envolviera con una dulzura inusual. Su respiración se volvió pausada, y por primera vez desde su llegada al castillo, no soñó con bailes ni con compromisos... soñó con ojos que ardían como el crepúsculo y con un nombre que sabía a secreto.
Al amanecer, el castillo despertó con la elegancia de un mecanismo bien afinado. Doncellas y criadas corrían de un ala a otra, perfumando pasillos, colgando cortinas nuevas, preparando bandejas de frutas frescas. El rumor era claro: esa tarde habría un baile en los jardines, organizado por la reina misma. Un evento exclusivo para las jóvenes nobles que se hospedaban en el castillo durante la temporada de cortejo. Sería el primero de muchos.
Adeline se preparó con paciencia. Su doncella le colocó un vestido de gasa celeste con pequeños bordados en hilo de plata, tan ligeros que parecían flotar con cada movimiento. El corpiño ceñido, los guantes blancos y un lazo de raso color salmón sobre la cintura le daban un aire de inocencia sofisticada. Su cabello, sujeto en un recogido trenzado, dejaba libres unos pocos mechones que enmarcaban su rostro pálido.
Cuando salió hacia los jardines, el sol comenzaba a inclinarse suavemente hacia el oeste. La música flotaba en el aire, junto con el aroma de flores y vino. Las mesas estaban dispuestas con frutas, pastelillos y copas de cristal que reflejaban la luz como pequeñas lunas.
Juliette ya estaba allí. Lucía un vestido color marfil, sencillo pero de una elegancia rotunda. Llevaba el cabello suelto, solo recogido ligeramente hacia atrás con una peineta dorada, y como siempre, no necesitaba más adornos que su porte para llamar la atención. Estaba rodeada de cortesanos, caballeros jóvenes que se inclinaban ante ella con sonrisas ensayadas.
Adeline la observó por un instante desde la distancia, sabiendo que no podía acercarse. No hoy. No frente a todos.
Juliette, como si lo supiera, no alzó la vista, pero en su sonrisa había algo distinto, un brillo leve, casi imperceptible, como un guiño secreto.
Adeline sonrió también, y giró sobre sus talones con una gracia ensayada... justo a tiempo para encontrarse con Miller.
-Adeline -dijo él con su tono encantador, el que usaba cada vez que se acercaba-. Estás deslumbrante esta tarde. El cielo debería estar celoso de ti.
Ella reprimió un suspiro, curvó los labios apenas y asintió con cortesía.
-Miller.
-¿Te molestaría si bailamos? Al menos una pieza, antes de que la noche nos robe el día.
Adeline vaciló, pero sabía que negarse sería sospechoso. La corte entera tenía ojos y oídos, y ya había escuchado los susurros sobre su frialdad con los pretendientes.
-Una pieza está bien.
Mientras bailaban, él volvió a hablarle con la familiaridad que tanto la agotaba.
-¿Ya has pensado en lo que hablamos ayer? Lo de formar una familia... estoy seguro de que cambiarás de opinión con el tiempo. Todas lo hacen.
Adeline lo miró, conteniendo la mueca de fastidio.
-¿Y si no lo hago?
-No seas terca. El propósito de una dama noble no es negarse a lo natural, sino abrazarlo con gracia -dijo él, sonriendo, como si le hiciera un favor enseñándole su lugar.
Adeline detuvo la danza por un segundo, suficiente para clavar sus ojos fríos en los de él.
-¿Y no es natural elegir lo que una desea, si tiene la libertad de hacerlo?
Miller parpadeó, incómodo, pero antes de poder responder, la música cambió y la pareja se disolvió en los aplausos.
Ella se alejó sin disculparse, tomando una copa de agua con limón mientras recorría el jardín. Juliette estaba en la fuente, rodeada de tres jóvenes, pero por un segundo, sus ojos se cruzaron. Solo un segundo.
Y fue suficiente.
El pacto aún seguía en pie.
Mientras caminaba por el sendero de piedra bordeado de peonías, sintiendo aún en su piel la mirada insistente de Miller, Adeline deseó por un momento volver a la tranquilidad de su recámara. Pero los jardines eran un hervidero de conversaciones y sonrisas fingidas. No había rincón donde uno pudiera ocultarse realmente en el castillo.
-Lady O'Conel -dijo una voz aguda a su derecha.
Adeline se volvió y vio a tres jóvenes de edades similares a la suya. Todas llevaban vestidos caros, rebosantes de encajes, y sonrisas que no alcanzaban los ojos. La que hablaba, una pelirroja pecosa con una diadema de perlas, alzó el mentón con falsa cortesía.
-Lady Rosamund -respondió Adeline con una reverencia mínima.
-Solo queríamos... conversar contigo un instante -agregó la segunda, una rubia de expresión inquisidora-. Hemos notado que has acaparado bastante la atención de ciertos caballeros. Especialmente de Lord Miller.
-Sí, sobre todo de él -intervino la tercera, morena, con un tono envenenado de azúcar-. Y bueno... entre amigas, queríamos advertirte que él no es precisamente un joven libre. Nosotras lo conocemos de temporadas pasadas. Está... cómo decirlo... comprometido en ciertas expectativas.
Adeline las observó, impasible. Había crecido entre sonrisas falsas y cuchillos en bandejas de plata. Aquello no era nada nuevo.
-¿Y qué desean de mí exactamente?
-Solo que te alejes de él -dijo Rosamund, ahora sin rodeos-. No querríamos malentendidos, ni habladurías desagradables sobre una recién llegada.
Adeline sonrió. No por cortesía, sino porque la escena le resultaba casi cómica. Ladeó la cabeza con gracia y bajó la voz lo justo para que solo ellas pudieran oírla.
-¿Miller? -repitió-. Es todo suyo, chicas.
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta, con la misma elegancia con la que habría salido de un salón de baile. No miró atrás, no aceleró el paso, no permitió que el veneno disfrazado de preocupación tocara su ánimo.
Las tres nobles se quedaron calladas, desconcertadas. Una de ellas apretó los labios con molestia, mientras las otras dos intentaban procesar si acababan de ganar o perder.
Adeline, por su parte, se dirigió hacia una glorieta alejada, donde se sentó por un instante para contemplar el cielo que empezaba a tornarse naranja. Pensó en Juliette. En la promesa no dicha que las unía. En cómo, incluso en medio de toda aquella mascarada, su sonrisa seguía siendo el único recuerdo verdadero del día.
Y así, cuando los primeros criados comenzaron a anunciar el final del baile y la preparación de las cenas, Adeline ya se sentía en paz, como si todo lo que debía ser dicho... ya estuviera dicho.
Porque algunas batallas no necesitan gritos.
Solo una sonrisa.
Aún sentada en la glorieta, Adeline entrelazó sus manos sobre el regazo mientras el murmullo del baile comenzaba a disiparse. La música, que hasta hacía poco llenaba el aire con júbilo y ritmo, ahora se tornaba más lenta, más íntima. Los músicos se preparaban para tocar la última pieza de la tarde, esa que muchos nobles esperaban con ansias por ser el cierre simbólico del evento.
-Disculpa, ¿puedo sentarme?
Adeline levantó la vista y encontró ante sí a un joven de porte distinguido. Su cabello rojizo, casi cobrizo a la luz del crepúsculo, estaba peinado con esmero. Tenía la piel tan blanca como la porcelana, y unos ojos verdes claros que contrastaban con su sonrisa apacible.
-Claro -respondió ella con una pequeña inclinación de cabeza.
El caballero se sentó a una distancia apropiada, sin invadir su espacio.
-Soy Elliot de Glynwater -se presentó con suavidad-. Mi familia viene de las tierras del norte, cerca del lago de los sauces. Esta es nuestra primera temporada en la corte real.
-Adeline O'Conel -respondió ella-. De las tierras del sur, junto al río Tenebris.
-He escuchado de tu familia -dijo él, con sinceridad, sin la altanería que había sentido en otros pretendientes-. Y de ti. Dicen que la reina te llamó "el diamante de la época".
Adeline sonrió, esta vez con un dejo de timidez.
-Las palabras de la reina son siempre generosas.
-Lo son, pero también muy sabias -añadió él con una media sonrisa-. ¿Te gustaría bailar la última pieza conmigo?
Ella dudó un instante. La noche estaba por cerrarse, y la promesa con Juliette seguía flotando en su memoria como una luna invisible. Pero Elliot era distinto. No le rogaba, no la perseguía, no parecía querer más que un gesto amable.
-Me encantaría -dijo por fin.
Ambos se levantaron y caminaron hacia el centro del jardín donde las parejas comenzaban a acomodarse. La música dio inicio: un vals suave y delicado como una hoja flotando en el agua. Elliot colocó su mano con respeto en la espalda de Adeline, y ella apoyó la suya sobre su hombro con gesto elegante.
-¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo él mientras giraban con calma.
-Por supuesto.
-¿Cuál es tu flor favorita?
Adeline lo miró con sorpresa. La pregunta era inesperada... y encantadora en su simplicidad. Sus labios se curvaron suavemente mientras respondía sin pensarlo demasiado:
-Las violetas.
Elliot asintió, sin cuestionar, sin pedir explicación.
Pero Adeline sí tenía una razón. En su mente, al pronunciar "violetas", vio los ojos de Juliette, la tela de su vestido marfil bajo las sombras, su voz firme con la daga en la mano, su sonrisa en la fuente. Juliette, la princesa que ardía como un fuego elegante. Juliette, quien la miraba sin verla durante el baile. Juliette, que esta noche, si el destino lo permitía, volvería a encontrarla.
Cuando la música terminó, Elliot hizo una leve reverencia.
-Gracias por este momento.
-Gracias a ti -respondió ella, y se alejó con paso grácil hacia el ala este del castillo, donde su habitación la esperaba... y tal vez, con un poco de suerte, también lo haría la luna.
La noche se cerró sobre el castillo como un manto de terciopelo oscuro. Desde su ventana, Adeline observó cómo las últimas luces se apagaban en el ala norte. Las estrellas titilaban en el cielo despejado, y la luna -una fina curva como una daga blanca- colgaba sobre el jardín como si esperara algo. O a alguien.
Ella no necesitó más señales.
Se puso una capa liviana sobre los hombros y se deslizó por los pasillos en silencio, reconociendo los rincones que ya comenzaban a resultarle familiares. Nadie la detuvo. El castillo dormía, o fingía hacerlo.
La encontró donde se habían prometido: en la glorieta escondida entre las enredaderas de jazmín. Juliette ya estaba allí, sentada en el borde de una ventana redonda de piedra que daba al bosque lejano. La luna recortaba su figura en un resplandor tenue, haciendo que su cabello oscuro pareciera aún más profundo.
Adeline se acercó con pasos lentos, pero no demasiado. No deseaba romper el encanto.
-Buenas noches -susurró.
Juliette volteó la cabeza y sonrió con una calidez inesperada.
-Llegaste.
-Siempre cumplo mis promesas -respondió Adeline.
Sin más palabras, se sentó junto a ella. Sus hombros apenas se rozaban, pero la cercanía bastaba para encenderle el pecho. Juliette la miró de reojo, como si estuviera evaluando la belleza con los ojos de alguien que nunca se dejaba impresionar.
-Te veías hermosa esta noche -dijo, con tono firme, casi solemne.
Adeline giró el rostro, sorprendida, y la encontró mirándola sin vacilar. Su corazón dio un vuelco, y sintió que la sangre le subía al rostro.
-Tú igual -murmuró, apenas audible, pero sincera.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino espeso, cargado de pensamientos que no se decían en voz alta. El murmullo del viento entre las ramas llenaba los huecos como un testigo discreto.
-Te vi bailando con Miller -dijo Juliette de pronto, con una nota de juicio camuflada en indiferencia-. Deberías tener cuidado con él.
Adeline arqueó una ceja, divertida.
-¿Por qué lo dices?
-Tiene reputación de ser un mujeriego -respondió Juliette-. No lo digo por celos, si eso estás pensando. Solo... me parece justo advertirte.
-Igual no me caía muy bien -replicó Adeline, cruzando los brazos-. ¡Quiere obligarme a tener hijos con él!
Juliette soltó una risa discreta, casi una exhalación burlona.
-Eso es de muy mal gusto -dijo.
-Lo sé -respondió Adeline, y sus ojos se encontraron por un segundo más largo de lo esperado-. Es por eso que me fui. Algunas cosas no se imponen.
-Exactamente -asintió Juliette.
La conversación fluyó como un arroyo. Hablaron de banalidades, de libros, de lo absurdo de las sonrisas falsas. Compartieron risas suaves, pensamientos breves y silencios cómodos. El tipo de noche que no deja pruebas, pero se queda en la piel como un perfume.
Cuando el reloj del castillo marcó la medianoche, Juliette se incorporó.
-Debo volver -dijo con un suspiro-. Si mi doncella despierta antes que yo, lo sabrá todo solo con mirarme.
-Yo también -murmuró Adeline, aunque no quería moverse.
Ambas se quedaron un segundo más, de pie, frente a frente. Juliette alzó la mano y con el dorso le acomodó un mechón rebelde del cabello a Adeline.
-Hasta mañana, dama de las violetas.
-Hasta mañana, princesa del corazón de fuego.
Y con una reverencia en tono burlón, idéntica a la que compartieron en la tarde, se despidieron bajo la luna, con la promesa tácita de que volverían a encontrarse. Aunque el mundo estuviera lleno de pretendientes, bailes y normas sin alma... ellas dos ya habían encontrado su propio rincón de verdad.
La luz matinal se colaba a través de las cortinas de lino, dorando con suavidad las paredes de piedra clara de la recámara. Adeline entreabrió los ojos, sintiendo aún en su cuerpo el eco de la noche anterior. La luna fina seguía dibujándose en su memoria, y la imagen de Juliette, con su sonrisa discreta y su voz firme, le hizo esbozar una sonrisa somnolienta.
Se sentó con lentitud en la cama, estirando los brazos y recogiendo con delicadeza su largo cabello blanco hacia un lado. Su doncella aún no había entrado a despertarla, así que gozaba de unos minutos de silencio. Fue entonces cuando alguien golpeó suavemente la puerta.
—¿Señorita O’Conel? —la voz de una criada del castillo.
—¿Sí?
—Le han dejado esto.
Adeline se acercó envuelta en su bata de dormir. Al abrir, la doncella le tendió un ramo envuelto en papel fino, con un lazo de terciopelo azul. Violetas. Pequeñas, perfumadas, con ese tono entre lila y añil que tanto le agradaba.
Entre las flores, una nota cuidadosamente doblada sobresalía. Adeline la tomó con dedos temblorosos y la desplegó. Reconoció de inmediato la caligrafía recta, masculina, sin adornos:
> “No me podía sacar de la cabeza el momento íntimo que tuvimos durante el baile, como tampoco pude sacarme de la cabeza tus flores favoritas. Por eso decidí comprarlas para ti. —E.”
Adeline frunció el ceño, y luego sonrió con resignación.
—Elliot… —susurró.
Agradeció el gesto, aunque no era el remitente que su corazón había esperado. Por un instante, casi creyó que habría sido Juliette. Pero la princesa no se expresaría de esa manera, ni con palabras tan evidentes. No. Ella era más fuego contenido, más mirada que palabra.
Se sentó junto a la ventana con el ramo en brazos. Aspiró su aroma y pensó en la contradicción que la envolvía. Elliot era encantador, caballeroso, discreto. Cualquier otra muchacha lo encontraría ideal. Pero su corazón no latía por gestos calculados, sino por las grietas inesperadas, las confesiones silenciosas. Por alguien como Juliette, que con una sola mirada decía más que cien cartas.
A lo lejos, el reloj del castillo marcó la hora. Pronto comenzarían los preparativos para la lección de bordado y la caminata del mediodía en los jardines. Los días en la corte estaban siempre medidos, dirigidos, envueltos en rutinas que parecían pensadas para distraer a las jóvenes nobles de sus propios deseos.
Pero Adeline, con su ramo de violetas sobre el regazo y el recuerdo de una princesa grabado en la piel, sabía que ningún protocolo sería suficiente para distraerla.
La mañana avanzaba entre susurros y el tintinear de tazas de porcelana. Adeline, con su vestido Verde claro adornado con encaje Rosado, caminaba por uno de los pasillos de mármol cuando lo vio: Elliot, de pie junto a una gran columna, conversando con un sirviente. Al verla, se despidió con una leve inclinación y se acercó con paso decidido.
—Buenos días, señorita O’Conel —saludó con una sonrisa tranquila—. Me alegra verla de tan buen humor esta mañana.
—Lo mismo digo, caballero.
—¿Le gustaría pasear conmigo? Pero no por los jardines —dijo, bajando un poco la voz con tono cómplice—. Hoy quiero mostrarle el castillo desde otra perspectiva. Rincones ocultos, escaleras que no llevan a ninguna parte… y quizá alguna historia interesante.
La idea despertó la curiosidad de Adeline. Le ofreció una sonrisa y tomó su brazo.
—Me encantaría.
Durante casi una hora caminaron por salones altos con frescos antiguos, pasillos silenciosos bordeados por estatuas de mármol, y pequeñas escaleras que llevaban a balcones secretos con vistas al bosque. Elliot le contaba anécdotas sobre el castillo que había escuchado durante su estancia, mientras ella lo escuchaba con atención y soltaba alguna risa discreta cuando él exageraba los relatos.
Finalmente llegaron a una galería olvidada, con ventanas de arco que daban a un patio amplio, rodeado de glicinas y jazmines en flor. La brisa era suave y el canto de los pájaros creaba una atmósfera apacible.
Ambos se sentaron en un banco de piedra, bajo la sombra de una columna antigua. Elliot contempló el paisaje por un momento y luego habló, casi como si pensara en voz alta.
—Me encantaría tener una casa con un gran patio como ese… —dijo, señalando el jardín que se extendía más allá—. Y compartirlo con mi futura esposa e hijos. Tener tardes como esta, caminar entre flores, enseñar a mis hijos a plantar su primer árbol.
Adeline lo miró, sorprendida por la sinceridad con la que hablaba. No era el típico comentario cortés que uno escuchaba en los salones, era un deseo verdadero, transparente.
—Pues de seguro lo tendrás —dijo, con una leve sonrisa.
Elliot la miró entonces, con interés genuino.
—¿Y tú, Adeline? ¿Cuál es tu sueño?
Ella desvió la mirada por un instante, como si pesara cada palabra antes de pronunciarla.
—Trabajar de escritora —dijo con claridad—. Tener una pequeña casa con un jardín lleno de flores silvestres, vivir tranquila… sin esposo ni hijos. Solo escribir historias y cuidar de mis pensamientos.
Elliot no se rió ni alzó las cejas como lo hacían otros. Al contrario, sonrió.
—Qué peculiar —dijo con suavidad—. Me agrada.
Adeline sintió algo cálido en el pecho. Aquella afirmación, tan sencilla, tenía el peso de un respeto que pocos le ofrecían. Salvo su padre, nadie había escuchado sus sueños sin intentar corregirlos.
—Es extraño, ¿no? —añadió—. Que para algunas personas, soñar con la tranquilidad sea casi escandaloso.
—Tal vez por eso tu sueño es más valioso —respondió Elliot—. No busca complacer a nadie más que a ti.
Por primera vez en mucho tiempo, Adeline se sintió libre de hablar. Le habló de sus ideas para una novela, de los personajes que imaginaba por las noches, de cómo encontraba inspiración en los rostros anónimos que cruzaba en los salones. Elliot escuchaba con interés sincero, sin interrumpirla ni juzgarla.
Cuando regresaron al ala de los invitados, el sol ya estaba alto en el cielo. La vida en el castillo seguía su curso, pero Adeline sentía que ese paseo había marcado un pequeño punto de inflexión. Quizá no todos los hombres eran como Miller. Quizá, incluso entre los pretendientes, podía encontrarse algo de humanidad.
Y sin embargo, mientras Elliot se despedía con una leve inclinación, la imagen de Juliette volvió a ocupar su mente. Su voz, su mirada intensa, y ese momento en que le había dicho “Te veías hermosa esta noche”… Todo ello seguía brillando en ella como la luna que solo se deja ver al caer la noche.
Poco después del paseo por el castillo con Elliot, los rumores de la corte volvieron a girar en torno a Adeline O’Conel. Su presencia no pasaba desapercibida, y ya no solo se hablaba de su cabello níveo y sus ojos azules con aquella peculiar media luna en cada pupila, sino también de su actitud. Reservada, cortés, pero dueña de un carácter sereno que comenzaba a inquietar a muchas familias nobles.
Esa misma tarde, en el salón de las magnolias, la princesa Juliette apareció como un rayo de autoridad y belleza. Su vestido lila ondeaba suavemente a cada paso mientras todos los presentes se ponían de pie. Con voz clara, se dirigió a la sala:
—¿Se encuentra aquí la señorita Adeline O’Conel?
Adeline, sorprendida, se levantó lentamente. Un murmullo se expandió como una ola en el salón.
—Estoy aquí, su alteza —respondió, haciendo una reverencia respetuosa.
—Me gustaría invitarla a tomar el té conmigo mañana por la tarde. He oído tantas cosas sobre el diamante de la época, que siento gran curiosidad por conversar con usted en persona.
Aquella frase fue como una máscara elegante que ocultaba un anhelo más profundo. Adeline captó la intención detrás de la sonrisa de Juliette y, con la cabeza erguida y el corazón palpitante, aceptó:
—Será un honor, su alteza.
Al día siguiente, Adeline eligió con cuidado su atuendo. Pidió que le prepararan el vestido de terciopelo rojo, uno que rara vez usaba por lo atrevido de su tono. Al ponérselo, su reflejo en el espejo le recordó a una rosa abierta al anochecer: apasionada, fuerte, pero aún reservada. Su cabello recogido en un moño bajo dejaba ver claramente su rostro pálido y sus ojos enigmáticos.
Cuando entró al salón privado donde la princesa la esperaba, los guardias abrieron las puertas en silencio. Juliette estaba de pie junto a una ventana, pero al ver entrar a Adeline, giró sobre sus talones y su rostro se suavizó.
Durante un instante, la princesa no dijo nada. Sus ojos recorrieron a Adeline de arriba abajo con una mezcla de asombro y algo más profundo, casi vulnerable.
—El rojo es tu color, señorita Adeline —dijo Juliette con voz suave, pero firme.
Adeline sonrió, sintiendo cómo algo en su interior se estremecía. No por el cumplido, sino por la forma en que había sido dicho: como una confesión disfrazada de frase inocente.
—Gracias, su alteza. Quería estar a la altura de la invitación.
Juliette señaló una pequeña mesa servida con porcelana fina, pasteles, y una tetera humeante.
—Ven. Que el ojo público tenga su espectáculo, y que nosotras… disfrutemos del té.
Adeline tomó asiento con gracia, cruzando las manos sobre el regazo. El terciopelo rojo de su vestido contrastaba con la delicada porcelana blanca y azul de la mesa. Juliette se acomodó frente a ella, sirviendo el té con una destreza que delataba su crianza real.
—¿Azúcar? —preguntó la princesa, sin apartar la vista de Adeline.
—No, gracias. Me gusta el té tal como es. —respondió ella.
—¿Fuerte y honesto? —inquirió Juliette, con una media sonrisa.
—Exactamente —dijo Adeline, sosteniéndole la mirada.
Un leve silencio se asentó entre ambas mientras el murmullo de los sirvientes y cortesanos se mantenía a distancia prudente. Ninguna quería ser la primera en romper esa barrera invisible, pero fue Juliette quien se atrevió.
—¿Te gusta el castillo? —preguntó, moviendo distraídamente su cucharita.
—Mucho. Es frío y cálido a la vez… como ciertas personas que viven en él.
Juliette alzó una ceja, divertida.
—¿Y yo en qué categoría entro?
Adeline la miró con serenidad, pero con la chispa danzando en sus ojos.
—En ninguna que se pueda nombrar sin correr riesgos —dijo.
La princesa rió suavemente, cubriéndose los labios con la mano como mandaba la etiqueta.
—Eso fue una respuesta peligrosa, señorita O’Conel.
—Y sin embargo, se la esperaba de mí, ¿no es cierto?
Juliette no contestó de inmediato. En cambio, tomó un pequeño pastel y le dio una mordida delicada, sin dejar de observarla.
—Dime… —dijo finalmente—. ¿Qué fue lo que pensaste cuando te invité delante de todos?
—Que querías probarme —respondió Adeline sin dudar—. O protegernos, a tu manera.
—¿Y cuál crees que fue?
—Ambas.
Un breve estremecimiento recorrió el aire. La conversación, ligera a los ojos de los demás, estaba llena de palabras que decían más de lo que ocultaban.
Juliette se inclinó apenas hacia adelante.
—He escuchado rumores sobre ti.
—¿Buenos o malos?
—Peligrosos.
Adeline bajó la vista por un instante, dejando que la sombra de sus pestañas hiciera el trabajo de ocultar el temblor en su pecho.
—¿Y te asustan?
—Me intrigan. No hay mayor placer que descubrir un secreto a plena luz del día.
—Pero yo brillo de noche —respondió Adeline, casi en un susurro.
Juliette quedó inmóvil. Durante un largo momento, solo se oyó el golpeteo suave de una cucharilla en una taza lejana.
—Entonces tendré que observarte cuando nadie mire —dijo Juliette finalmente.
Ambas sabían que cada palabra tenía filo, como los cuchillos ocultos en los bailes cortesanos. Pero entre ellas no había guerra, sino una danza: delicada, peligrosa, hermosa.
Cuando el té terminó, Juliette se levantó con la misma elegancia con la que había llegado.
—Gracias por aceptar mi invitación. El ojo público estará satisfecho.
—Y nosotras también —añadió Adeline, poniéndose de pie.
Ambas se inclinaron en una reverencia perfecta, como dictaban las normas. Pero mientras bajaban la cabeza, sus ojos se encontraron por un segundo que parecía suspendido fuera del tiempo.
No hacía falta tocarse. Lo que sentían ya ardía en el aire que compartían.
La noche era joven aún, y el castillo dormía en una quietud aparente. Las sombras se deslizaban como seda por los pasillos de piedra, y los candelabros encendidos parecían titilar como estrellas enclaustradas. Adeline se escabulló con el corazón palpitando, los pies apenas tocando el suelo. Juliette la esperaba en la vieja torre sur, donde los ventanales redondos dejaban entrar la luna como un huésped silencioso.
Cuando llegó, la princesa ya estaba sentada sobre uno de los bancos de piedra, mirando hacia el cielo con una expresión que oscilaba entre la nostalgia y el anhelo.
—Pensé que no vendrías —dijo Juliette, sin girarse.
—Y fallar a una cita contigo... sería un pecado —replicó Adeline con una sonrisa suave, acercándose.
Se sentó a su lado, y durante un rato ninguna dijo nada. Solo las hojas de los árboles afuera susurraban con la brisa.
—¿Por qué me haces sentir así? —murmuró Juliette, al fin, sin mirar a Adeline.
—¿Así cómo?
—Como si tuviera que olvidar todo lo que he aprendido. Como si desear algo… o a alguien… no fuera un error.
Adeline bajó la mirada, sintiendo la calidez de esa confesión como un fuego dulce en el pecho.
—Porque no es un error —susurró—. Aunque el mundo diga lo contrario.
Juliette se giró hacia ella. Sus ojos eran un lago profundo donde el deseo y la duda nadaban juntos. Se inclinó, muy despacio, como si temiera romper algo invisible entre ambas. Adeline contuvo el aliento. La distancia entre sus rostros era apenas un suspiro.
Y entonces, un golpe seco.
Un pájaro, desorientado por la luz, chocó contra el ventanal con un aletazo sordo. Ambas se sobresaltaron. Juliette se incorporó rápidamente, y Adeline se llevó una mano al pecho.
—¡Por los cielos! —exclamó la princesa, mirando al ave que yacía aturdida en el alféizar.
Durante unos segundos, solo el sonido agitado de sus respiraciones llenó la torre.
—Quizá… el destino aún no quiere —dijo Juliette en voz baja, sin atreverse a mirar a Adeline de nuevo.
—O quiere que lo deseemos un poco más —respondió ella, con una sonrisa melancólica.
Ambas quedaron en silencio otra vez. La tensión no había desaparecido. Solo había sido aplazada.
Finalmente, Juliette recogió el ave con suavidad, asegurándose de que no estuviera herida. La colocó sobre el alféizar y la observó volar, torpe pero libre, hacia la noche.
—Deberíamos volver —dijo.
—Sí. Antes de que alguien más se estrelle contra una ventana —bromeó Adeline con suavidad, provocando una sonrisa en la princesa.
Mientras se alejaban por pasillos distintos, el aire aún temblaba con lo que casi fue.
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