En el paraíso, Lilith, Amenadiel y Miguel jugaban a las cartas mientras observaban a los humanos vivir su vida sin preocupaciones. De pronto, Lilith sonrió al ganar nuevamente la partida y dijo:
—Voy con todo.
—Yo no voy...
—Ya muestra tus cartas. Es obvio que volviste a hacer trampa.
—¿Me estás llamando mentirosa?
Amenadiel, al ver el rostro fruncido de la joven, sonrió nervioso y negó rápidamente.
—Yo no dije eso. Lo dijiste tú.
—Pero es lo que quisiste dar a entender. No es mi culpa que seas tan mal perdedor —dijo Lilith, tomando sus apuestas. Mientras barajaba las cartas nuevamente, agregó—: Aun así, venir aquí y ganarles es lo más divertido que he hecho en años.
Miguel, al notar lo aburrida que parecía estar la favorita de su padre en el infierno, comentó:
—Vaya, creí que el purgatorio te tendría entretenida por un tiempo.
—Sí, bueno, al principio fue divertido... pero ahora extraño un poco la vida mundana.
—Pues déjame decirte que desde que te fuiste, las reencarnadas ya no son lo que eran —intervino Amenadiel—. Últimamente, todas quieren seguir la trama de la historia original y vivir en un castillo felices por siempre...
—Hmm... hablando de eso, tengo una candidata para reencarnar.
—Lilith, ya hablamos de eso —intervino Miguel—. Tú no puedes proponer a nadie. Eso debemos decidirlo nosotros... y padre.
—Zeus me dijo que si ustedes aceptaban, podíamos revivirla.
—¿Cuándo hablaste con él? Lleva meses dormido... —dijo Amenadiel, frunciendo el ceño.
—Ese no es el punto. Lo importante es que podemos tener entretenimiento para todos. Ustedes la reviven... y yo dejo de ganarles en las cartas.
—No me parece un trato justo... —Miguel la miraba molesto al ver que seguía tomando la vida humana como un juego. Pero antes de que pudiera replicar, Amenadiel preguntó:
—¿De quién se trata? No digo que aceptaremos, solo quiero saber si merece una segunda oportunidad...
—Muy bien. Se llama Alexandra. Tenía veinticinco años y era la princesa de una organización. Como yo lo fui cuando era Luciana...
—¿Una asesina? ¿Quieres que revivamos a una asesina? ¿Estás loca? —exclamó Miguel—. ¿No se supone que tú deberías torturar almas como las suyas en el infierno?
—Sí, pero aquí va el dato interesante: la chica nunca mató directamente a nadie.
—O sea que, indirectamente, sí...
—Miguel, deja de leer entre líneas. Escucha: la chica es ruda, pero de buen corazón. Además, ya tengo la historia perfecta para ella. Estoy segura de que todos estaremos de acuerdo en que es la indicada para el papel.
—¿Cuál?
—La princesa dragón. ¿No les parece perfecta?
—Lilith, ¿quieres que padre nos destierre? Nadie sobrevive a esa trama...
—Ella lo hará. Estoy segura. Y si no, la regreso al infierno y listo. Aquí no ha pasado nada.
—Ahora entiendo tu amabilidad... ya me parecía extraño que vinieras aquí por voluntad propia —dijo Miguel.
—Ay, ya, Miguel. Deja tu paranoia. Solo quería divertirme un rato con ustedes. Pero si no quieren, bien... sigamos jugando. Aunque les advierto que no los dejaré en paz hasta que me ganen una partida.
Lilith comenzó a repartir las cartas de nuevo. Amenadiel, murmurando, dijo:
—Creo que no se irá hasta que aceptemos.
—En algún momento tiene que irse. Lucifer y su hijo la esperan...
—¿Tú los has visto? Lleva tres días aquí y aún no aparecen.
Lilith fingía no oírlos, pero por dentro sonreía. Su plan estaba a punto de ser aprobado, y nada la haría cambiar de opinión.
Miguel suspiró, miró a Lilith y dijo:
—Está bien. Lleva su alma al limbo. Nosotros nos encargaremos.
—¿Aceptan? ¡Perfecto! Iré con ustedes. Quiero estar ahí cuando despierte.
Sin más, Lilith chasqueó los dedos, y en menos de un parpadeo, ya se encontraba en el limbo junto al alma de Alexandra.
Minutos después, llegaron Amenadiel y Miguel. Tras despertar a la chica, fue Amenadiel quien habló primero:
—Despierta...
—Mmm... ¿quién habla? ¿Dónde estoy?
—Estás en el limbo —respondió Miguel.
—¡Ashh! Pasemos a lo divertido —interrumpió Lilith—. ¡Oye, tú! Niña, despierta ya. No tenemos todo el día.
La joven miró en todas direcciones hasta que su visión enfocó a las tres figuras angelicales frente a ella.
—¿Quiénes son ustedes?
—Somos... —empezó Miguel.
—Somos ángeles... bueno, ellos lo son —interrumpió Lilith—. Yo soy la reina del Inframundo. Pero dejando eso de lado, te traje aquí para darte una segunda oportunidad...
—¿Qué? ¿Cómo?
—Niña, despierta y presta atención...
—Creo que la estás confundiendo más. Déjanos esto a nosotros —dijo Amenadiel. Dio un paso al frente y explicó sin rodeos—: En pocas palabras, moriste. Y por eso estás aquí.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que morí? ¡Eso es imposible! Yo estaba en un tiroteo y...
—Y te mataron, sí, ya lo sabemos —intervino Lilith—. Lo importante aquí es que vamos a darte una segunda oportunidad.
—¡No! ¡Debo volver y acabar con esos piiip...! ¿Mmm? ¿Qué es esto?
—Lo sé, es molesto, pero con el tiempo te acostumbras —dijo Lilith—. Volviendo al punto, te daremos la oportunidad de volver a la vida... solo con el fin de divertirnos.
Miguel intervino, viendo que entre ambos no hacían uno:
—Lo que quiso decir es que tu alma tiene las mismas posibilidades de ir al infierno o al paraíso. Por eso, te daremos esta oportunidad: para que puedas hacer buenas acciones y equilibres la balanza.
—Palabras más, palabras menos —añadió Lilith—. Pero entiendes el punto, ¿verdad?
—Sí... eso creo. ¿Voy a volver en mi cuerpo?
—No —respondió Amenadiel—. La vida como la conocías ya no existirá. Ahora prepárate... y espero que esta vez tomes buenas decisiones.
—¿Cómo que ya no existirá? ¿A qué se refieren?
—Buena suerte. Y cuidado con el dragón —dijo Lilith—. Es muy temperamental. Ni se te ocurra correr.
Miguel, al ver que Lilith se sobrepasaba, chasqueó los dedos y la chica desapareció. Luego miró a la hija favorita de su padre con reproche. Ella solo dijo:
—¿Qué? No dije nada malo. Solo quiero que dure... al menos unos días.
Miguel se masajeó las sienes y murmuró:
—Muy bien. Ya hicimos lo que querías. Ahora puedes volver al infierno...
—¿Y perderme el despertar? Ni loca —Lilith buscó con la mirada una pantalla, y al encontrarla, chasqueó los dedos, creando un sillón frente a ella y un tazón de palomitas—. ¿Qué esperan? Vengan o se perderán lo más interesante.
Amenadiel sonrió, se acercó a ella y tomó asiento. Miguel no tuvo más opción que seguirlos, pues ya no había nada más que hacer.
POV Alexandra
Luego de ese sueño tan extraño que tuve, desperté en medio de la noche y me levanté de la cama, aún sin abrir bien los ojos. No alcancé a dar dos pasos cuando choqué contra un mueble de madera. El dolor en mi pie me obligó a retroceder y volver a sentarme en la cama.
—Carajo... —murmuré, mientras comenzaba a masajearme el pie. Al abrir un poco más los ojos, noté que la habitación en la que me encontraba no se parecía en nada a la mía—. ¿Dónde diablos estoy?
Por instinto, me acerqué a la ventana más próxima y salí al balcón. Fue entonces cuando lo vi: estaba en una especie de castillo.
—¿Qué carajos es esto? ¿Dónde diablos estoy?
Una explosión repentina hizo que mi cuerpo se pusiera en alerta. Al dirigir la mirada hacia lo que parecía ser la entrada, vi cómo varios hombres vestidos de negro derribaban las grandes rejas del castillo.
No pasó mucho tiempo antes de que las puertas de la habitación se abrieran de golpe. Un hombre algo mayor ingresó junto a varios soldados… y un niño.
—¡Neftalí! —exclamó, buscando a alguien con la mirada. Al verme en el balcón, se acercó de inmediato—. ¿Qué haces ahí? ¡Ven, debemos irnos!
No me dio tiempo a contestar. Tomó mi brazo y comenzó a arrastrarme por los pasillos, junto al niño, que parecía muy asustado.
—¿Padre, qué sucede? ¿Qué está pasando? —preguntó el pequeño.
—No hay tiempo para explicar. Primero debo ponerlos a salvo.
Los ruidos de la batalla se escuchaban cada vez más cerca. Al mirar hacia atrás, vi cómo varios de los soldados que nos acompañaban se quedaban luchando para darnos tiempo. El hombre que nos guiaba se detuvo, nos miró y dijo con gravedad:
—Deben irse. Intentaré darles el mayor tiempo posible.
—¡Padre! —chilló el niño con lágrimas en los ojos. El hombre nos abrazó con fuerza y dijo:
—Huyan lo más lejos que puedan. Y no regresen. Neftalí, cuida bien de tu hermano. Ahora él es tu responsabilidad.
Sin decir más, sacó una daga de entre sus ropas y me la entregó. Luego, dio media vuelta y corrió hacia la batalla.
Vi cómo el niño intentaba seguirlo. Lo tomé del cuello de sus ropas y lo detuve.
—Debemos irnos...
—¡No! ¡Espera! ¡No podemos dejarlo!
Intentó zafarse de mi agarre, pero no lo dejé.
**Narrador omnisciente**
—¿Quieres morir? Porque eso es lo que sucederá si lo sigues...
Mientras avanzaban por los pasillos, Alexandra empezó a tener recuerdos. No eran suyos, sino de la huésped original de ese cuerpo: Neftalí, la princesa del reino de Bórico. Una joven odiada por la reina desde su nacimiento, pues era hija de la concubina favorita del rey. Su madre murió al darla a luz, dejándola indefensa ante los abusos de la reina.
El rey, ajeno a todo, no supo del sufrimiento de su hija hasta muchos años después, cuando la reina, tras finalmente darle un heredero, vio que el monarca seguía queriendo más a Neftalí que a su propio hijo. Celosa, trató de deshacerse de ella pactando un matrimonio con el archiduque Leguen, hermano del emperador del Imperio de Jade. Un hombre ruin, cruel y mucho mayor que ella.
Al enterarse, el rey enfrentó a la reina. Al descubrir su verdadero rostro, la desterró y la condenó a vivir lejos de él y del príncipe heredero. Pero era tarde. El archiduque, ofendido por la ruptura del compromiso, declaró la guerra al reino. El emperador, sin conocer del todo la verdad, apoyó a su hermano.
Tras días de conflicto, las tropas enemigas traspasaron las murallas y llegaron al palacio. El rey, desesperado, corrió hacia las habitaciones de sus hijos para salvarlos, pero fue interceptado por los soldados. Murió intentando protegerlos.
Alexandra, cada vez más convencida de que nada de esto era casualidad, recordaba todo como si ya lo hubiera vivido… o leído.
Vio cómo el niño intentaba ir tras su padre y lo detuvo. Él insistió, pero ella se mantuvo firme. Cuando le hizo esa pregunta, él respondió con voz temblorosa:
—Pero...
—Vive hoy para pelear luego. Si vas, estoy segura de que ambos moriremos.
Ella no mentía. Si su memoria no fallaba, ese niño era la clave de su supervivencia. Debían mantenerse juntos. Al ver que él no se movía, bajó su mano hasta su brazo y comenzó a arrastrarlo por los pasillos hasta dar con una salida. Sin saber a dónde ir, lo miró.
—¿Dónde están los caballos?
El príncipe, aún receloso, señaló una dirección. Alexandra le indicó:
—Sígueme. En silencio. No hagas ruido y haz lo que yo haga.
Ambos se escabulleron entre los pasillos hasta llegar a los establos. Allí, varios soldados alistaban sus caballos para ir a la batalla. Esperaron escondidos hasta que no quedó nadie.
—Ven, debemos irnos...
—No, no iré a ningún lado. Debemos esperar a padre.
—Escúchame, niño. No tengo tiempo para esto. Tienes dos opciones: vienes conmigo y vives para vengarte de lo que estos bastardos hicieron, o te quedas y mueres con todos los demás. Tú decides, pero rápido, porque no te esperaré.
Montó un caballo y se acercó a él. El niño, al ver que su hermana estaba dispuesta a dejarlo, tomó su mano y se subió detrás de ella. Alexandra no dijo nada más. Comenzó a cabalgar y, cuidando de no ser vistos, salieron del reino rumbo al bosque.
Alexandra cabalgaba a toda velocidad por el bosque. Había notado que los hombres del archiduque los seguían de cerca, y no sabía si tenía la fuerza para luchar contra ellos, mucho menos con el niño a su cargo. Entonces recordó el sueño en el que una mujer le decía: "Cuidado con el dragón". Al levantar la vista, divisó la montaña donde, según las leyendas, vivía el último dragón. Cambió de dirección con rapidez, justo cuando el príncipe habló.
— ¿Qué haces? Estás yendo a la montaña prohibida...
— Lo sé, pero vienen tras nosotros y no creo poder pelear contra todos.
— Pero está prohibida por algo… Padre dijo que ahí vive el último dragón.
— Lo sé. Pero cuento con que ellos también lo sepan.
Al tomar el sendero hacia la montaña, los soldados de Jade se detuvieron. Su líder habló.
— Alto… —El capitán de la guardia miró hacia la cima, y con una sonrisa dijo—: Volvamos… ellos ya están muertos.
— Pero, capitán, ¿no deberíamos asegurarnos de que los príncipes no regresen?
— Quédate si quieres, pero estoy seguro de que no lo harán. Nunca he visto a nadie salir con vida de esa montaña. No creo que esos niños lo logren.
El capitán dio la orden de retirada, y aunque el soldado dudó, terminó por unirse al grupo. Si su líder lo aseguraba, debía ser cierto.
Al llegar al pie de la montaña, Alexandra desmontó del caballo y ayudó al príncipe a bajar.
— Creo que los perdimos.
— Neftalí, debemos irnos. Este lugar no es seguro.
— Lo sé. Pero, por ahora, es el único sitio donde no nos buscarán —dijo mientras escudriñaba el entorno con atención.
La montaña era fría, cubierta por una niebla espesa que parecía guardar secretos milenarios. Sin embargo, había una extraña paz en el ambiente, como si el bosque mismo les concediera tregua tras la huida.
— Debemos encontrar un lugar donde pasar la noche —añadió, sujetando las riendas y guiando al príncipe hacia una formación rocosa que ofrecía algo de refugio.
— ¿Y si el dragón nos encuentra? —preguntó el niño en voz baja, tembloroso.
Alexandra se agachó frente a él. No sabía qué ocurriría, pero sí tenía algo claro:
— Si el dragón es real… espero que prefiera conversar antes que devorarnos.
El príncipe frunció el ceño, sin saber si hablaba en serio o solo intentaba tranquilizarlo.
— ¿Siempre has sido así de rara? —preguntó finalmente.
Alexandra soltó una risa suave.
— No lo sé… creo que hoy más que nunca.
Se acomodaron dentro de la grieta rocosa, compartiendo la manta que Alexandra había tomado del caballo. El silencio los envolvió, interrumpido solo por el crujido de las ramas, el viento y sus corazones aún agitados por la huida.
Entonces, justo cuando el príncipe cerraba los ojos, una luz tenue comenzó a brillar desde lo profundo de la montaña.
— ¿Viste eso? —preguntó, incorporándose.
Alexandra se levantó de inmediato, daga en mano.
— Quédate aquí.
Pero el niño no obedeció.
— No voy a dejarte sola…
Ambos salieron del refugio, y lo que vieron los dejó sin palabras: una criatura majestuosa, envuelta en escamas que brillaban como cristales al sol, los observaba desde una saliente más arriba, inmóvil.
El dragón.
No emitía rugido alguno. Solo su presencia erizaba la piel. Sus ojos dorados, grandes y sabios, no mostraban hostilidad, pero tampoco compasión. Parecía ver a través de ellos, hasta lo más profundo de sus almas.
Alexandra sujetó con fuerza la daga, aunque sabía que era inútil. Si el dragón decidía atacarlos, nada podría detenerlo. Pero ocurrió lo impensado: la criatura descendió con solemnidad, alas plegadas, el suelo temblando con cada paso.
— No tengas miedo —susurró el príncipe, con una mezcla de asombro y temor—. Tal vez… no quiere hacernos daño.
Neftalí no respondió. Su instinto le decía que huyera, pero algo más fuerte la obligaba a quedarse. El dragón se detuvo a pocos metros y bajó la cabeza, como si los saludara. Entonces, habló.
— Han invadido tierra prohibida… ¿por qué?
Su voz era grave, como un trueno lejano que no anuncia tormenta. Neftalí tragó saliva y, con valor, dio un paso al frente.
— Huimos de hombres que buscan matarnos. No vinimos a desafiarte.
El dragón inclinó la cabeza, observando al niño.
— ¿Y el niño? ¿Es tu hijo?
— Es el príncipe heredero de Bórico —murmuró Alexandra—. Lo juro por mi vida: no busco hacerte daño ni perturbar tu descanso.
El dragón alzó la vista hacia el cielo encapotado y suspiró. Su aliento tibio agitó la niebla como un velo de seda.
— Entonces no han venido por elección, sino por destino.
— ¿Destino?
— Solo quienes han sido llamados pueden ver la luz de esta montaña —explicó el dragón—. Y tú, hija del fuego, has sido llamada.
Alexandra retrocedió un paso.
— ¿Hija del fuego?
El dragón asintió.
— La sangre de las antiguas guardianas corre por tus venas. Y ese niño… lleva el futuro del reino en su pecho.
El príncipe, aún impresionado, susurró:
— ¿Nos vas a ayudar?
El dragón no respondió de inmediato. Giró lentamente y se adentró en la oscuridad de la cueva. Antes de desaparecer, dejó una última frase:
— Si están dispuestos a enfrentar la verdad… entonces síganme.
Alexandra miró al príncipe y, sin decir una palabra, lo tomó de la mano. Ambos cruzaron el umbral hacia lo desconocido.
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