NovelToon NovelToon

Amor Bajo Las Escamas Del Dragón De Hielo

Un ser divino.

—No te vayas tan lejos, canela.

La gacela descendió como costumbre y se adentró al bosque.

El bosque nevado de Noruega dormía bajo un manto blanco y pesado. Los árboles, inmóviles como centinelas congelados, susurraban antiguos secretos cada vez que el viento helado se colaba entre sus ramas.

—No me lamas, sky o no te daré carne, déjame concentrarme.

Sylarok Vemithor Frankford caminaba junto a una de sus mascotas, un lobo plateado, ( el primero en rescatar) entre los pinos está canela, un ciervo que rescató hace años del frio.

Sylarok, con el rifle descansando en su espalda, el aliento gélido escapando de sus labios como bruma. La nieve no crujía bajo sus botas, como si el bosque reconociera su andar. A él le encantaba cazar animales salvajes, pero luego de tener tantos como mascotas rara vez le hacía daño a alguno a menos que no sea para alimentarse.

Su cuerpo, tan frío como el hielo que colgaba de las cornisas del castillo, era una bendición y una maldición. Ninguna llama lo calentaba, y ningún invierno le resultaba ajeno ni tan frio. A sus ojos, todo era quietud. Inmortal. Perfecto.

Hasta que la vio.

Una mancha pequeña, delgada, temblorosa, caminando a través de la ventisca con pasos erráticos. Su abrigo raído apenas le cubría los hombros, y su cabello plateado, empapado de nieve, pegaba a su rostro pálido.

—¡Hey! ¿a donde vas?—el lobo empezó a dar unos pasos hasta bajar.

Sky descendió, corrió hacia ella y la miró a unos metros de distancia. La vieron tropezar una vez, tambalearse... y luego caer, rendida, cara contra la nieve.

Sylarok frunció el ceño. Bajó el rifle lentamente.

—Otra humana... —susurra con voz baja, como si se hablara a sí mismo.

No debía acercarse. No debía intervenir. Ryujin se lo diría de inmediato si lo viera: "No te involucres, Sylarok. No otra vez."

Pero lo hizo.

"El pueblo no está tan lejos. Tal vez esta pérdida" —Piensa él.

Cuando llegó hasta ella, la notó pequeña, delgada, con las pestañas cubiertas de cristales de hielo. El corazón humano latía débil, casi ausente. Sylarok se inclinó y la giró con suavidad. Fue entonces cuando vio sus ojos... o lo que quedaba de su brillo.

Azul profundo, como cielos estrellados. No ojos comunes. No humanos del todo.

Un escalofrío —raro para un dragón de sangre congelada— le recorrió la espalda.

Ella lo miró con esos ojos un instante.

—¿Eres... un ángel...? —susurra antes de desmayarse por completo.

Sylarok la alzó entre sus brazos. Su calor no la tocaba. Pero podía protegerla. Podía llevarla al castillo, solo por un tiempo. Solo hasta que despertara.

Mientras caminaba de regreso por el sendero oculto que solo los Vemithor conocían, una parte de él —una que creía dormida desde hacía más de cien años— comenzó a inquietarse. ¿Quién era esa chica? ¿Por qué sus ojos... lo atravesaban de esa forma? ¿de quien huía a tal punto?

Ryujin, su mayordomo y dragón guardián, lo espera en la entrada del castillo blanco, con el ceño fruncido, la mirada vieja y sabia clavada en la figura en brazos de su amo.

El corazón de hielo de Sylarok... daría su primer latido tibio en más de dos siglos, pero aún no lo sabe.

El castillo blanco se alzaba entre las montañas noruegas como un sueño olvidado por los dioses. Las torres reflejaban la luz de la aurora boreal, y sus muros, tallados por generaciones de dragones, parecían cantar con el viento del norte.

Sylarok empujó la enorme puerta de cristal con el hombro, cargando a la muchacha entre sus brazos. Su respiración seguía tenue, pero viva.

—¿Otra vez, señor? —dijo una voz seca y profunda desde el vestíbulo.

Ryujin Sarakfar lo esperaba cruzado de brazos, envuelto en una capa de lana gris que contrastaba con su barba. Sus ojos color miel brillaban con una mezcla de cansancio y resignación.

Sylarok ni siquiera levantó la mirada.

—Estaba muriendo de frío —musitó, pasando de largo.

—Como el águila. Como el cervatillo. Como el búho. El conejo. La liebre. Como el zorro blanco. Y como ese oso que ahora ocupa media ala oeste del castillo, roncando como un demonio borracho que no sale a hibernar.

Sylarok se detuvo en seco y giró levemente el rostro.

—No es lo mismo.

—¿No? ¡Porque esta vez es una humana, Sylarok! ¿Qué piensas hacer con ella? ¿Darle pescado crudo y dejarla dormir en una cesta con mantas? ¿O quizás planeas enseñarle a cazar con el hocico?

—No sé cómo cuidar de una humana... —admitió, sin arrogancia. Solo verdad.

Ryujin alzó las cejas, bufando como un toro viejo.

—¡Pues aprende o llévala de vuelta a donde la encontraste! ¡Porque no te pienso ayudar! Hay libros. Una Biblioteca entera. Aunque con la cantidad de animales que traes, podrías haberte escrito uno tú mismo.

Sylarok miró a la joven en sus brazos. El hielo en su piel comenzaba a derretirse, pero el color aún no regresaba a sus mejillas.

—Si no vas a ayudarme, al menos no estorbes —dijo en voz baja—eres muy cruel.

Ryujin lo fulminó con la mirada.

—No voy a ayudarte esta vez, Sylarok. Estoy cansado. Hace doscientos cincuenta años que no tomo unas vacaciones. Ya ni me acuerdo cómo se ve el sol sin que me pidan que prepare infusiones para búhos resfriados.

—Entonces...

—Entonces —interrumpió Ryujin, acercándose con un dedo acusador— hazlo bien. Lee, aprende, y no cometas estupideces. Porque si vas a quedarte a medias, mejor sal y déjala morir ahora mismo en la nieve. Al menos así conservará algo de dignidad.

Silencio.

Solo el goteo lejano del hielo derritiéndose y el suave quejido de la joven. El la mira y su rostro angelical lo conmueve más.

Sylarok apretó la mandíbula y se giró con más decisión.

—Prepararé una habitación para ella. No puedo dejarla con los animales. Ella es...más linda.

Ryujin suspiró, frotándose el rostro.

—Primera puerta a la derecha del invernadero. Tiene buena luz y es la más cálida por la magia. Y no le des carne cruda, por los cielos.

Sylarok desapareció por el pasillo. Ryujin se quedó de pie unos segundos más, murmurando:

—Tantos siglos y sigue recogiendo criaturas rotas... Algún día, alguna va a romperlo a él.

Acciones prohibidas.

La habitación junto al invernadero es cálida en comparación con el resto del castillo. A pesar de que hay un frío infernal afuera, el domo sobre el techo dejaba pasar la luz de las auroras y mantenía el ambiente a temperatura estable, gracias a un viejo hechizo de los Vemithor.

Sylarok dejó a la muchacha sobre la cama, encima de un colchón cubierto de pieles blancas. Se inclinó, observando su rostro pálido, los labios agrietados. Parecía más frágil que el búho que rescató hace décadas, aquel que apenas podía parpadear antes de quedarse dormido en su mano.

Notó cómo su ropa vieja, rota y empapada empezaba a congelarse, adhiriéndose a su piel.

—No puedes quedarte así —murmuró, más para sí mismo que para ella.

Miró hacia la puerta, como si esperara que Ryujin apareciera... pero no lo haría.

Con movimientos torpes, comenzó a quitarle las prendas mojadas, procurando no mirarla directamente. Sus dedos se movían con más nerviosismo que cuando limpiaba su rifle. Su corazón —ese bloque de hielo enterrado en siglos de soledad— latía con algo que no reconocía. Algo extraño, incómodo. Casi... cálido.

Tragó saliva.

—No es nada. Es... cuidado. Esto es cuidado. Es hermosa.(al final la vio por completo)

Fue al ala norte porque no puede dejarla simplemente desnuda bajo las mantas, es un lugar donde aún se guardaban ropas antiguas de su madre. Encontró un vestido de lana rosa claro, de bordes plateados, suave y sencillo. Lo eligió sin pensar demasiado, regresó y se lo colocó con torpeza, como quien viste una muñeca por primera vez.

Cuando terminó, retrocedió, respirando hondo, mientras hacía el gesto de limpiarse las manos.

Estaba hecha un desastre... pero parecía menos cerca de la muerte.

Justo en ese momento, la puerta se abrió.

Ryujin entró con una bandeja.

—Dije que no iba a ayudarte pero no dije que la dejaría morir de hambre —gruñó, entrando sin mirar al frente—. Le traje sopa de pollo con raíz de jengibre y pan caliente. Que coma y... —se detuvo de golpe.

La bandeja tembló en sus manos.

—¿Qué... demonios...? —Ryujin entrecerró los ojos—. ¿Le... cambiaste la ropa?

Sylarok asintió. Con cierto orgullo.

—Lo hice solo. No fue tan difícil. Escogí un vestido de madre. ¿Ves? No necesito tu ayuda para estas cosas.

—¿Sin nada debajo? —pregunta Ryujin, con voz de hielo al verle los pezones en el vestido casi transparente que dejaba poco a la imaginación. Aquello no era un vestido, era un babydoll que su madre usaba para reducir al rey.

—¿Se te fundió el cerebro? De tanta ropa ¿le pones eso?

—No tenía idea de qué más ponerle, es rosa, se supone que a las chicas les gusta ese color—respondió Sylarok encogiéndose de hombros—. ¿Qué tiene eso de malo?

Ryujin dejó la bandeja con cuidado. Casi con piedad.

—Tiene que marcharse en cuanto despierte.

Le dice al ver que a su amo le llama mucho la atención esa chica más que a sus mascotas, por la forma en que la ve.

—¿Qué?

—Lo que oíste. En cuanto pueda caminar, dale oro, comida y dile que desaparezca. Si despierta y lo primero que ve es que tú la desnudaste y vestiste con eso, tú, un extraño, un hombre... ¿Sabes cómo lo interpretará?

Sylarok frunció el ceño, desconcertado. Era un dragón de 250 años pero con la mente de un chico Inocente de 20.

—Pero la salvé. No... no hice nada indebido.

—Y eso lo sabes tú. Ella no. Ella puede pensar lo que sea, decir lo que quiera. Y tú pareces un joven de veinticinco años sin arrugas. ¿Sabes cómo llaman a eso los humanos? —se acercó más, hablando bajo— Un escándalo. Un pervertido.

Sylarok se quedó en silencio. Miró a la chica, dormida aún, respirando con más tranquilidad.

—Entonces... ¿debo hacer que se vaya?

Ryujin asintió.

—O asegúrate de que jamás diga una palabra. Lo cual es más difícil que matar un oso con cucharas.

Sylarok bajó la mirada. Apretó los labios.

—Cuando despierte, se lo diré. Pero no puedo dejarla morir. No pude.

Ryujin lo observa con una expresión mezcla de pesar y ternura.

—Tienes el corazón más blando que un melón dejado al sol. Si no fueras un Vemithor, diría que eres una falla genética.

—Gracias —dijo Sylarok, con sarcasmo seco.

El viejo dragón bufó y se giró hacia la puerta.

—Ah... y ponle ropa interior. En la cómoda hay. No me hagas explicarte para qué sirven ni cómo se la vas a poner.

La puerta se cerró.

Sylarok se sentó junto a la cama, cabizbajo. Observó el rostro dormido de la chica y murmuró:

—¿Quién eres tú... que me haces sentir tan... Extraño?

El no se atrevió a ponerle ropa interior, solo la dejó sobre la cama.

Horas después...

La primera sensación fue de calor. Un calor real, casi irreal. Algo no encajaba.

La segunda, fue el aroma a sopa caliente. ¿Desde cuándo el cielo tenía olor a ajo y gallina?

Celeste abrió los ojos con dificultad, con el cuerpo pesado como piedra. Lo primero que vio fue un techo traslúcido cubierto por copos de nieve. ¿Estaba... flotando?

Movió una mano. No estaba muerta. Su corazón latía. Lentamente, pero fuerte.

Entonces, giró el rostro y lo vio.

Un lobo blanco.

Gigante. Dormía hecho un ovillo sobre el pie de la cama cama.

Celeste abrió la boca para gritar, pero lo único que salió fue un croar reseco.

Instintivamente se incorporó con un sobresalto, ignorando el mareo. Su mirada se paseó por la habitación y su rostro palideció aún más.

El vestido...

¿Y su ropa?...

¿Dónde estaba su ropa?

Pero más importante...¿donde estaba ella?...

Se tiró de la cama y buscó el primer objeto contundente que encontró: un candelabro de cristal en forma de rama. Era precioso. Y pesado. Lo ideal para partirle la cabeza a alguien. El lobo levanta la cabeza curiosamente.

—¡¿Dónde estoy?! —exclamó, apuntando con el candelabro como si fuera una espada.

El lobo no responde obviamente.

Fue en ese preciso momento que Sylarok entró, cargando una bandeja con pan y fruta.

Sylarok se detuvo en seco al ver a Celeste en pie, temblorosa, envuelta apenas en una manta y empuñando el candelabro como si fuera una guerrera sin espada. Sus ojos grises, serenos como el hielo antiguo, parpadearon una vez con calma antes de posar la bandeja sobre una mesa cercana.

—Hola...

Era alto, aunque no tanto como un guerrero del norte. Su cuerpo no parecía el de un bruto musculoso, pero sí el de alguien que entrenaba con disciplina. Los músculos se insinuaban bajo la túnica oscura que llevaba, marcando hombros definidos y una postura que imponía sin amenazar.

Su cabello, plateado como la luna reflejada en un lago helado, caía suelto hasta la cintura, suave y liso como seda. Una mecha le cruzaba el rostro, dándole un aire descuidado, casi travieso. Su piel era clara, casi tanto como la nieve tras la ventana.

Pero lo que más llamaba la atención de Celeste eran sus labios ligeramente curvados en una sonrisa contenida… y los colmillos. Dos de ellos, apenas más largos que los otros dientes, asomaban con un toque encantador y peligroso a la vez.

—Estás a salvo —dijo con voz baja, cálida y suave como el fuego que crepitaba en la chimenea detrás de él—. Nadie va a hacerte daño aquí.

El lobo blanco se levantó lentamente y se acercó a Sylarok, frotando su enorme cabeza contra su costado. Celeste, aún jadeando, no bajó el candelabro.

—¿Quién eres? ¿Qué hiciste con mi ropa? ¿Qué… qué clase de sitio es este?

Sylarok la miró con atención. Sus ojos no perdían la calma. Era como si ya hubiera esperado esas preguntas.

Una señorita en el castillo del dragón

La vio de pie, despeinada, desorientada, en vestido ajeno y empuñando el candelabro como si fuera una guerrera vikinga.

—Oh, genial. Estas saludable y fuerte—suspiró sin mirarla directamente a los ojos—. La señorita está armada.

—¡¿Qué me hiciste?! —pregunta Celeste, con los ojos brillando entre furia y confusión—. ¿Quién eres tú? ¿Dónde están mis cosas? ¿Por qué tengo ropa interior que no es mía?

—¿Debo responder en orden, o prefieres del más escandaloso al menos grave?

Ella frunció el ceño.

—¡¿Cómo llegué aquí?! ¡¿Y qué hacía ese lobo en la cama?!

Le lanza el candelabro y solo le da en el hombro. Toma otro candelabro.

—¡Oye! Eso duele...Ese lobo te trajo hasta aquí... junto conmigo —responde Sylarok, dejando la bandeja en la mesa sin miedo al candelabro—. Estabas muriéndote en la nieve. No me agradezcas con golpes. Me arrepiento un poco. Siempre me meto en problemas por ayudar a otros.

Ella bajó la otra arma apenas unos centímetros, con la respiración agitada.

—¿Dónde está mi ropa? ¿acaso tú...?

—Congelada. Literalmente. No servía ni para un espantapájaros. Te vestí yo mismo. Con... esfuerzo.

—¿Tú me vestiste?

—Con los ojos semi cerrados y mucha torpeza. No sé nada de chicas, ¿de acuerdo? Soy un experto en pájaros heridos y osos perdidos, no en chicas medio muertas que amenazan con candelabros. Y mi mayordomo no quiso ayudarme.

Celeste lo mira con más atención, esos ojos color grises como acero le penetraban en el alma. Su piel parecía hecha de escarcha. Había algo extraño en él. Algo... que no era del todo humano. Parece irreal tanta belleza.

—¿Quién eres? —pregunta ella, bajando el candelabro del todo.

Sylarok suspira, pasando una mano por su cabello con resignación dramática.

—Sylarok Vemithor Frankford. Príncipe heredero unico hijo que vive aquí. Sí, lo sé. Parece una novela barata. Pero es lo que hay.

Ella lo mira como si aún estuviera entre la vida y la fiebre.

—Creo que morí. No se supone que un hombre toque a una señorita sin ningún tipo de relación. Mi integridad...

—Si esto es el purgatorio, estás amenazando a tu ángel salvador con un candelabro. Buena forma de ganarte el infierno. No iba a dejarte congelada, no es mi naturaleza disfrutar como una vida de va al más allá. Míralo de una forma profesional.

En ese momento, Ryujin apareció en la puerta, con los brazos cruzados y expresión de absoluto fastidio.

—Veo que ya te presentaste principe. ¿Le explicaste que debe irse apenas pueda caminar? ¿O seguimos con tu colección de criaturas que no deberías tener?

Celeste lo mira, después a Sylarok, luego al candelabro, y por último a su vestido prestado.

—¿Esto... es real?

—Lamentablemente sí —responde Ryujin—. Y tú estás ocupando una cama y un espacio muy caro.

Sylarok se gira hacia el mayordomo, con fastidio contenido.

—Tiene que comer algo antes de irse, al menos. Y descansar varios dias. No es un búho. No puede volar de vuelta a su muerte.

Ryujin levantó las manos.

—Haz lo que quieras. Pero cuando empiece a gritar, no cuentes conmigo para manejar la situación.

—Todo en este lugar es raro, Señorita —respondió Ryujin, dándose media vuelta—. Y tú aún no has visto la mitad. Estarás mejor fuera.

Sylarok se mantuvo firme, ignorando la mirada ofendida de Celeste mientras tomaba un trozo de queso de la canasta. Sin una palabra más, dio media vuelta, cruzó la puerta con su largo abrigo de piel blanco ondeando detrás de él.

—Bienvenida, espero que te recuperes pronto.

Sky, el lobo, lo siguió con pasos suaves.

—Vamos, chico —le murmura Sylarok al lobo, sin mirar atrás—. Déjala ser... No vaya a ser que te abra la cabeza con un candelabro.

Celeste oyó la frase. Sintió una mezcla entre ira renovada e incomodidad. ¡Como si fuera una salvaje sin modales! ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Agradecerle por desnudarla y dejarle un vestido que olía a lavanda y... ¿memorias ajenas?

El portazo suave retumbó en la habitación.

Y entonces...

El aroma del pan.

La fruta.

El queso.

Su estómago rugió como una vieja entrando en edad. Tragó saliva.

—No es justo —dijo en voz baja—. Tengo hambre, pero estoy molesta. ¡Y con razón!

Cinco minutos después, estaba masticando la tercera rebanada de pan con mantequilla de nuez y queso, sentada al borde de la cama, mirando a su alrededor. La habitación era hermosa: blanca, luminosa, cálida. A través de una puerta de cristal, se vislumbraba el invernadero. Curiosa, se levantó descalza, con el vestido flotando alrededor de sus piernas.

El aire estaba más cálido al cruzar la puerta del invernadero.

Flores. En invierno.

Tulipanes, lirios, violetas. Plantas medicinales que reconocía de los libros de su madre.

Todo florecido. Todo... imposible.

Se acercó a una maceta con albahaca.

—¿Estoy muerta o esto está embrujado?

El vidrio del techo dejaba ver la nevada constante del bosque exterior. Pero allí dentro, el calor era de primavera, y el aroma... de hogar. Sintió un nudo en el estómago que no tenía que ver con el hambre.

Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. Solo se abrazó a sí misma.

Iba a irse. Pensó en ello. Pensó en la puerta, en correr, en alejarse de ese castillo de hielo con flores sin razón.

Pero entonces lo pensó bien.

Estaba sola.

Sin padres.

Sin hogar.

Sin un sitio al cual pertenecer.

Y él... ese extraño de voz fría y mirada gris, no le había hecho daño, aunque actuó de una forma pervertida. Podía haberla dejado morir. Podía haberla... hecho cosas peores. Pero no.

La vistió. Le dio comida.

Y se fue deseándole que se mejore.

Con dignidad, sí, pero también con torpeza.

Suspiró.

—Fui una malagradecida —murmura, apretando los labios—. Aunque... también se merecía un golpe. ¿Quién le dijo que podía tocarme así? ¿No sabe que un chico no puede ver a una chica sin su permiso? ¡Mucho menos vestirla! Eso es... eso es... casi una propuesta de matrimonio en algunas culturas.

Ella no sabía que, entre los Vemithor, un dragón no toca a una mujer humana sin una intención seria. Que la ropa que usaba era de la madre de Sylarok. Que ponerle un vestido a una joven significaba algo mucho más profundo de lo que él mismo comprendía en ese momento.

Celeste miró por la ventana del invernadero. El lobo Sky estaba acostado sobre la nieve, como una estatua viva.

Sylarok estaba sentado en una roca, mirando hacia el bosque. Silencioso. Solo.

Un chico que parecía de 25, pero cuya alma arrastraba siglos de inviernos.

—Bueno... al menos no intentó besarme mientras dormía —dijo con sarcasmo—. Eso ya es bastante para un tipo misterioso en un castillo congelado.

Suspira, y vuelve a mirar las flores.

Tal vez se quedaría... un poco más.

El castillo era más silencioso que un cementerio en la noche. Celeste caminaba por los pasillos blancos como el hielo, con columnas talladas en cristal y vitrales de copos de nieve. No había risas. No había voces. Solo sus propios pasos resonando en el mármol helado y mucho polvo.

No había nadie más.

Ni criadas.

Ni cocineros.

Ni sirvientes barriendo o limpiando chimeneas.

Solo él...y su lobo.

Y el mayordomo misterioso que aún no había vuelto a ver.

Hasta que empujó una gran puerta de madera tallada y se encontró con la biblioteca.

Era un salón inmenso, lleno de estanterías que subían hasta perderse en el techo abovedado. Un fuego tímido crepitaba en una chimenea de piedra blanca, y frente a ella, sentado con una copa de té humeante, estaba Ryujin Sarakfar.

Alzó la vista al verla entrar.

Sus ojos rasgados brillaban con ese tono plateado casi inhumano, como el de Sylarok, pero en él había algo más... antiguo. Como si supiera cosas que los demás jamás entenderían.

—¿Se perdió, señorita “candelabro”? —dijo sin levantar una ceja, tomando otro sorbo de té.

Celeste se quedó parada en la entrada.

—No sabía que había alguien aquí. Solo... estaba explorando. Y... no me llamo así. Me llamo Celeste Lysell.

—Ajá —respondió él sin dejar la taza—. Yo soy Ryujin, pero me basta con “no gracias”, “por favor” y “no le aviente muebles al joven amo”.

Ella frunció los labios y caminó lentamente hacia la chimenea.

—¿Entonces solo están ustedes dos aquí?

—Así es. Bienvenida a la fortaleza más solitaria de Noruega. Un castillo blanco como el hielo y vacío como la agenda social del amo Sylarok.

—¿Y el pueblo más cercano?

—A unos cuantos kilómetros. No imposible... si tienes provisiones, un abrigo decente y no te congelas como estalactita en el camino.

Celeste baja la mirada.

—No tengo a dónde regresar. Los bárbaros mataron a mis padres. Era verano... Mi padre me escondió. Desde entonces, he caminado. Robaba manzanas. Dormía en establos. Este invierno ha sido cruel con los nómadas como yo. Casi me mata.

Ryujin la miró más atentamente por primera vez.

—Ya veo.

—No quiero oro. No quiero caridad. Solo... —tragó saliva, con la voz más baja— solo quiero pagar mi deuda. Trabajar. Limpiar, cocinar, lo que sea. Por comida y un techo. No me quedaré para siempre, solo hasta que no parezca un espectro andante o hasta que pase el invierno. Y... lamento haber sido tan grosera. Pensé que...

—...que Sylarok era un lunático secuestrador que iba a comérsela —completó él con una media sonrisa—. Créame, no sería la primera. Ni la más creativa.

Celeste sonríe por primera vez, débilmente.

—¿Entonces?

Ryujin suspira y se levanta, caminando hacia un estante.

—No soy partidario de tener personas en esta casa. Son ruidosos. Curiosos. A veces huelen raro.

—Gracias —gruñó ella, cruzándose de brazos.

—Pero... —agregó el mayordomo mientras sacaba un libro titulado "Manual de labores domésticas"—, si quiere trabajar, trabajará. Si quiere quedarse, tendrá que ganarse su lugar. La cocina es suya. Y si envenena al joven amo... estarás en problemas serios. Al joven le gusta la carne… pero no muy cocida. Y si piensa cocinar, que no le deje la carne como suela de bota.

Celeste parpadea.

—¿Qué?

—Dije: me la como yo. ¿O no sabe que tengo dientes más filosos que los del lobo?—sonríe.

Ella abrió mucho los ojos. Ryujin solo sonrió, con una reverencia burlona.

—Bienvenida al castillo Vemithor, aprendiz de sirvienta. Si sobrevive a la primera semana, tal vez le prepare un té decente.

Download MangaToon APP on App Store and Google Play

novel PDF download
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play