Después de una noche que no logra recordar, Ana despierta en la cama de un desconocido. Huyendo de la vergüenza y la presión familiar tras rechazar un matrimonio arreglado, su familia la envía a estudiar a Estados Unidos. Lo que no espera es descubrir que está embarazada… de gemelos. Decidida a criar a sus hijos sola y ocultar la verdad, el destino la pondrá cara a cara con el padre… un CEO poderoso y misterioso que no ha dejado de buscarla desde aquella noche.
Personajes principales:
Ana Camargo:
Una joven fuerte, decidida pero marcada por las decisiones familiares. Tiene 23 años y viene de una familia conservadora y acomodada. En EE.UU., empieza a estudiar diseño gráfico mientras lidia con su embarazo en secreto.
Liam Hunter:
CEO de una empresa tecnológica en Nueva York. Tiene 30 años, es reservado, exitoso y guarda el recuerdo de una noche que marcó su vida. No sabe el nombre de la mujer con la que estuvo, pero no ha dejado de buscarla desde entonces.
Familia Camargo:
Tradicionalistas, ricos y más preocupados por las apariencias que por la felicidad de Ana.
Ana jamás había sido una rebelde. Siempre fue la hija ejemplar, la que seguía las reglas, la que decía “sí” aunque quisiera gritar “no”. Pero esa noche… esa noche fue diferente.
Había escapado de la cena de compromiso que sus padres organizaron con el hijo de unos socios importantes. Un hombre perfecto en el papel, pero que no le despertaba absolutamente nada. Agotada de ser la muñeca obediente, se dejó arrastrar por su mejor amiga a una fiesta en un hotel elegante de la ciudad. Solo pensaba en olvidar por unas horas el peso de las decisiones ajenas.
Las luces eran tenues, la música vibraba en su pecho y las copas no tardaron en acumularse. No sabía ni cómo terminó en la barra, riendo con un desconocido de ojos intensos y sonrisa peligrosa. Él no preguntó su nombre, y ella tampoco preguntó el de él. Solo sintió que, por primera vez, podía respirar.
Lo último que recordaba con claridad era su voz grave susurrándole al oído y la calidez de una mano que tomaba la suya. Después… un vacío. Un parpadeo. Y luego, la mañana siguiente.
El sol se filtraba por las cortinas de una habitación de hotel que no reconocía. Las sábanas eran suaves, la cama enorme… y ella, sola. Su vestido estaba en el suelo, sus tacones junto a la puerta, y su corazón palpitaba con una mezcla de miedo y confusión. No recordaba cómo había llegado allí. No recordaba si había pasado algo… aunque su cuerpo decía que sí.
Se vistió con rapidez, dejando atrás esa habitación, esa noche… y al hombre cuyo nombre nunca supo. Ana creyó que eso quedaría como un error más en su vida. No sabía que esa noche, en silencio, había marcado el inicio de un destino imposible de evitar.
Bajó por el ascensor con las mejillas encendidas, deseando no encontrarse con nadie. Cada paso se sentía como un eco de lo que había hecho, aunque ni siquiera podía nombrarlo. Su mente intentaba reconstruir las piezas, pero era como mirar a través de un vidrio empañado. Recordaba fragmentos: risas, el sabor del vino, la calidez de una mano en su cintura… y una mirada que la desarmaba.
Cuando salió del hotel, el aire fresco de la mañana la golpeó en el rostro. Cerró los ojos por un segundo, deseando que todo fuera una pesadilla. Pero no lo era.
Las cosas empeoraron al llegar a casa. Su madre la esperaba en la sala, con los labios fruncidos y la mirada cargada de decepción. Su padre, sentado en silencio, la miraba como si no la conociera.
—¿Dónde estabas anoche? —preguntó su madre con voz firme.
—No me sentía bien, me fui a dormir —mintió Ana, sin mirarlos a los ojos.
—¿Dormir? ¿En casa de quién? —espetó su padre, cruzando los brazos.
Ana se congeló. Al parecer, ya lo sabían.
—No tiene importancia. Solo fue una noche. Yo no…
—¡¿Una noche?! —interrumpió su madre, alzando la voz por primera vez—. ¡Ibas a comprometerte con el hijo de los Morales, Ana! ¡Y tú… tú decides irte a revolcar con un desconocido!
Las palabras fueron como bofetadas. Ana sintió las lágrimas acumulándose en sus ojos, pero se obligó a contenerlas. No les daría ese poder.
—No lo amo. Nunca lo amé —dijo con voz temblorosa.
—¡El amor no tiene nada que ver con esto! —gritó su padre—. Se trataba del futuro de esta familia. De tu futuro.
Un silencio incómodo se instaló. Ana apretó los labios, con el orgullo como único escudo.
—Entonces supongo que ya no me queda lugar en esta familia —murmuró.
Fue su madre quien habló esta vez, con una frialdad que la hizo estremecer.
—Tienes razón. Por eso te irás a Estados Unidos. Ya hemos hecho los arreglos para que estudies allá. Será lo mejor para todos.
Días después, Ana subía a un avión con una maleta llena de ropa y el corazón vacío. Le habían quitado todo: su voz, su lugar, su derecho a equivocarse. Pero allá, en un país donde nadie la conocía, al menos tendría la libertad de comenzar de nuevo.
No sospechaba, sin embargo, que no estaba sola. Que dentro de ella ya latían dos corazones diminutos. Y que ese vínculo, tan profundo como invisible, pronto la obligaría a enfrentar su pasado.
Un pasado con nombre, rostro… y poder.
punto de vista de ana
Nunca había sentido tanta vergüenza en mi vida.
Podía soportar las miradas inquisitivas, incluso las palabras duras, pero aquella mañana, cuando mis padres me miraron como si fuera una desconocida… sentí que se me rompía algo por dentro. Algo que jamás podría volver a armar.
Todo había pasado tan rápido. Una fiesta. Un desconocido. Una habitación. Y luego, el infierno en casa.
No entendía cómo lo supieron, ni por qué la furia fue tan desproporcionada. Bueno… sí lo entendía. Mis padres no soportaban perder el control, y yo, con un solo desliz, había tirado por la borda sus planes, su "inversión" en mí. Rechazar el compromiso con Nicolás Morales fue solo la chispa. Irme con alguien desconocido, sin nombre ni apellido, fue dinamita pura.
No me dieron opción. Al día siguiente, sin siquiera preguntarme mi opinión, me informaron que me iría a estudiar a Estados Unidos. Un castigo disfrazado de oportunidad.
—Necesitas alejarte, reflexionar, madurar —dijo mi madre, como si mis decisiones hubieran sido infantiles berrinches.
No lloré frente a ellos. No les di ese poder. Pero lloré en mi habitación, durante horas, mientras hacía la maleta. Lloré en silencio, para que no escucharan, para que no supieran lo rota que me sentía. Y luego, apagué mis emociones como quien apaga una luz. No por fortaleza, sino por pura supervivencia.
El vuelo a Nueva York fue largo. Las voces a mi alrededor eran ruido blanco. Solo el zumbido de mis propios pensamientos me acompañaba. Me preguntaba si alguna vez lograría olvidar esa noche. Si alguna vez sabría siquiera qué ocurrió realmente. ¿Fue solo una aventura etílica o algo más? ¿Fue un error? ¿O un escape desesperado? No tenía respuestas.
Solo tenía un nombre que no conocía, y un vacío enorme en el pecho.
Instalarme en Nueva York no fue fácil. No tenía a nadie. Mis padres habían pagado todo: matrícula, alojamiento, incluso una tarjeta con límite para sobrevivir. Pero eso no me hacía sentir libre, solo más vigilada desde la distancia.
Tomé clases de diseño gráfico en una universidad pequeña, pero respetable. Me dediqué a estudiar con obsesiva disciplina. Lo que fuera para no pensar. Para no recordar.
Pero el olvido no llegó. Porque, dos meses después de mi llegada, algo en mí cambió.
Primero fue el cansancio. Dormía demasiado o no podía dormir en absoluto. Luego, los mareos. Después, la náusea persistente que no desaparecía con nada. Pensé que era el estrés. El cambio de país. La presión de estar sola.
Hasta que, una tarde, sentada en la cafetería de la universidad, olí el café y corrí al baño a vomitar.
Fue ahí, frente al espejo empañado del baño, con el rostro pálido y las manos temblorosas, que lo supe.
Me compré una prueba de embarazo como si fuera una criminal. La metí en la mochila, la escondí bajo libros, y regresé al departamento sintiéndome más sola que nunca.
La prueba no tardó en mostrar las dos líneas. Claras. Inconfundibles.
Me senté en el suelo del baño con la prueba entre las manos, sin aire, sin palabras. Una parte de mí esperaba que se tratara de una pesadilla. Pero no lo era.
Estaba embarazada.
De un hombre cuyo nombre no sabía.
Lloré. Mucho. De rabia, de miedo, de desconcierto. Me pregunté una y otra vez cómo era posible. ¿Cómo no me había cuidado? ¿Cómo me había expuesto así? Pero no recordaba nada con claridad. Solo sabía que aquella noche había cruzado una línea sin retorno… y que ahora llevaba una vida dentro de mí.
No. Dos vidas.
Semanas después, una ecografía me reveló que no esperaba uno, sino dos bebés.
Gemelos.
Me reí en la consulta. Una risa nerviosa, rota, incrédula. El médico me miró raro, pero no dijo nada. Yo tampoco. Apenas podía procesarlo.
Gemelos. No sabía si era una bendición o un castigo.
Decidí guardar silencio. A todos. Incluso a mis padres.
No podía soportar más reproches. Más decepción. Más control.
Esta vez era mi decisión. Mi caos. Mi carga. Mis hijos.
No sabía cómo iba a hacerlo sola. Pero sabía que no los iba a abandonar.
No podía.
Esa noche, de regreso a casa, me senté en la cama y me acaricié el vientre plano con una ternura que no sabía que tenía. Cerré los ojos y susurré:
—Hola, pequeños… no sé cómo voy a hacer esto, pero les prometo que voy a intentarlo. Que no voy a fallarles.
No sabía cómo sería el futuro. No sabía si algún día volvería a ver al hombre de aquella noche. No sabía si él merecía saberlo. No sabía si yo quería que lo supiera.
Pero en medio de todo ese caos, sentí por primera vez en mucho tiempo… algo parecido a la paz.
Estaba rota. Asustada. Sola.
Pero dentro de mí, la vida comenzaba a tomar forma.
Y eso lo cambiaba todo.
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