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Los Que Imitan

02/04/2026

Siempre supe que un día el mundo se vendría abajo. No es que fuera un profeta del desastre, pero tenía esa sensación en la piel, como cuando huele a lluvia antes de una tormenta. Una inquietud silenciosa, constante. A veces me preguntaba si era simplemente paranoia, si todos los seres humanos llevábamos dentro esa expectativa latente de que algo, en algún momento, iba a fallar.

Pensé que, como en las películas, el responsable del fin sería el mismo ser humano: guerras, armas biológicas, alguna locura nuclear... Pero jamás imaginé que todo comenzaría con un meteorito.

Recuerdo bien la fecha: 20 de enero del 2026. Cayó en Colombia. El estruendo fue tan violento que incluso desde aquí, en Nueva York, se sintió una vibración extraña en el aire, como una respiración contenida que de pronto se liberaba. El cielo se tiñó de un rojo sucio durante unos minutos; fue hermoso y aterrador al mismo tiempo.

En cuestión de horas, los noticieros de todo el mundo transmitían en vivo desde la zona del impacto. Las imágenes eran impresionantes: una gigantesca hondonada en la tierra, humo oscuro alzándose como una herida abierta hacia el cielo. Pero nadie vio lo que realmente importaba. Nadie notó lo que venía en su interior. Nos deslumbramos con el espectáculo y olvidamos sospechar.

Hubo tres días de silencio. Tres. Y en ese breve suspiro de calma, la humanidad bajó la guardia. Pensamos que era solo otro fenómeno natural, una anécdota más para sumar a las catástrofes de las últimas décadas. Pero el 23 de enero, todo cambió.

No sé si esas criaturas necesitaron tiempo para adaptarse o si simplemente esperaban el momento oportuno. Pero ese día, comenzaron a salir. Primero eran pocos... seres pequeños, parecidos a chimpancés, torpes, asustadizos. Parecían más un accidente de la naturaleza que una amenaza real.

No duró mucho. Con el paso de las semanas, su aspecto cambió de forma alarmante. Se alzaban más erguidos, sus rostros empezaban a parecerse a los nuestros, pero había algo intrínsecamente errado en sus ojos. Una inteligencia oscura, metódica, sin compasión. Lo peor no era su apariencia: era su mente.

Nos subestimaron. O tal vez nosotros nos sobrestimamos. Creímos que la tecnología y las armas nos protegerían, pero no estábamos preparados para algo que aprendía de nosotros tan rápido, que usaba nuestras propias herramientas en nuestra contra.

En pocos meses, se apoderaron de barcos, aviones, y dominaron nuestras rutas comerciales. Vi cómo tomaban Nueva York con una eficiencia escalofriante. Ese día... perdí todo.

Tiempo después, mientras huía por las alcantarillas, encontré este diario. Estaba cubierto de polvo, aplastado bajo una pila de escombros, las páginas parcialmente húmedas y con manchas de moho. Tenía escrito el nombre “Madison” en la esquina interior de la tapa. No sé quién era Madison. Tal vez alguien que, como yo, intentó aferrarse a algo en medio del colapso. Quizá este diario fue su última forma de resistirse al olvido.

No sé por qué decidí conservarlo. Tal vez por instinto. Tal vez porque, en un mundo donde las voces se apagan una tras otra, necesitaba que la mía no desapareciera también.

Así comienza lo que me queda de vida.

03/04/2026

Anoche soñé con Madison. No sé cómo era su voz, pero en mi mente sonaba suave, firme… humana. Era una voz que atravesaba el ruido blanco del miedo, como si conociera mis pensamientos más oscuros y aun así no se apartara. En el sueño estábamos sentados en un parque de árboles verdes imposibles, los mismos que ahora solo existen en la memoria de los pocos que sobrevivimos. No había ruinas ni cenizas, solo vida.

Ella me miraba con una serenidad que dolía. Me dijo: "No te detengas, Joel". Luego, antes de que pudiera responder, se desvaneció en una ráfaga de viento que llevaba consigo el aroma de un mundo perdido.

Desperté temblando, con el eco de su voz aferrándose a mi mente como una promesa.

Hoy apenas me atreví a moverme. Permanecí horas enteras tendido en el rincón más oscuro del refugio, escuchando los sonidos del mundo en ruinas. Ruidos secos, pasos, gruñidos lejanos. No sé si eran humanos, animales... o algo peor. El miedo se ha vuelto una presencia física, un peso que aplasta mis pulmones. Me susurra que me quede quieto, que cada movimiento puede ser el último.

Mi refugio, este sótano húmedo y agrietado bajo una vieja tienda de electrodomésticos, se ha convertido en mi tumba anticipada. El techo gotea cuando llueve, llenando de agua sucia los charcos que intento evitar. He organizado un pequeño sistema: una esquina para dormir, otra para las pocas provisiones que aún no han sido saqueadas por las ratas, humanas o no.

Mi “riqueza” consiste en seis latas abolladas de conserva, un paquete de galletas rotas y media botella de agua estancada que cada vez sabe más a óxido. A veces me pregunto si moriré envenenado por ella antes de que algo peor me encuentre.

Durante horas seguí el recorrido de una grieta que serpentea por la pared, como un mapa hacia un lugar que nunca alcanzaré. Enciendo la radio que rescaté del polvo solo para escuchar su incesante estática, esa nada que llena la habitación cuando ya no hay voces humanas. Pero a veces…

A veces creo que entre los ruidos distorsionados oigo susurros. No palabras, sino retazos: promesas de un refugio, fragmentos de oraciones rotas. No sé si es real o si mi mente, cansada y sedienta de compañía, está fabricándolos.

Hoy, al caer la tarde, escuché pasos sobre mi cabeza. No eran pasos normales. Algo arrastraba los pies, como si caminara sin saber bien cómo. Me quedé inmóvil, aferrado al mango oxidado de un cuchillo que apenas serviría para cortar pan.

Los pasos se detuvieron justo encima. Un gruñido bajo resonó en el techo. Algo cayó pesadamente, como un cuerpo desplomándose. Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho.

Me quedé así, conteniendo la respiración, durante lo que pareció una eternidad.

Ahora escribo a la luz de una vela que se consume rápido, proyectando sombras que se estiran y bailan sobre las paredes agrietadas. Siento que cada chisporroteo de la llama es un suspiro del mundo muriendo un poco más.

No sé si veré otro amanecer.

Pero mientras pueda escribir, mientras pueda recordarme a mí mismo que existo, seguiré haciéndolo.

05/04/2026

Hoy es uno de esos días en los que el peso de todo me aplasta.

No hay disparos afuera, ni criaturas acechando entre los escombros, ni gritos en la lejanía. Y, sin embargo, el silencio me resulta más insoportable que cualquier amenaza tangible.

Esta calma falsa, esta pausa en el caos, hace que los pensamientos se me acumulen en la cabeza como un enjambre de insectos zumbando sin descanso.

Me desperté tarde, o eso creo. Aquí ya no hay relojes que funcionen ni una rutina que me obligue a levantarme. Dormí mal, como siempre. Los sueños, si se les puede llamar así, son trozos rotos de lo que fue mi vida: Madison riendo en el parque, el sonido de nuestra cafetera vieja burbujeando por las mañanas, el olor de su shampoo cuando se acurrucaba junto a mí en la cama. Todo eso viene y se va, sin aviso, para luego dejarme tirado en esta cabaña oscura, recordándome que ya no está.

La busqué hoy otra vez.

No muy lejos.

Solo a unas cuadras de aquí, donde solía estar un centro comunitario. Quedó reducido a escombros y cenizas, como todo lo demás. Me aferraba a una idea absurda: que tal vez, solo tal vez, alguien dejó un mensaje, una señal, algo que dijera “sigo viva”. Pero no había nada. Solo las paredes quemadas y los restos de papeles carbonizados que crujían bajo mis botas.

Sentado entre los restos, encontré una fotografía pegada al marco de una puerta caída. No era Madison, pero era una pareja abrazada. Sonreían. Probablemente no sobrevivieron. La tomé. No sé por qué. Quizás porque quiero imaginar que aún es posible encontrar algo bonito en medio de esta ruina.

Volví al refugio cuando empezó a oscurecer.

El cielo estaba despejado, pero el aire se siente pesado, como si algo invisible me observara desde lo alto.

No sé si es paranoia o si realmente hay algo más allá de nuestra comprensión, moviéndose entre las sombras, esperando.

A veces creo escuchar respiraciones que no son mías.

A veces veo siluetas en las ventanas rotas de los edificios que ya revisé decenas de veces.

Pero cuando me acerco, no hay nada.

Escribo esto con una linterna que parpadea cada tanto, como si también estuviera cansada de seguir funcionando.

Quisiera que este diario fuera más que solo un desahogo.

Quisiera que fuera una prueba de que existí.

De que, incluso en medio del colapso, alguien intentó seguir adelante.

He pensado mucho en qué haré si no la encuentro.

Si Madison realmente está muerta.

Es una pregunta que evito, pero que regresa como un eco persistente.

No tengo una respuesta.

Solo sé que si dejo de buscarla, me muero también, aunque mi cuerpo siga caminando.

Hoy, mientras volvía, pasé por lo que alguna vez fue una tienda de música. La fachada está destruida, pero en el suelo encontré un disco viejo, aún en su funda: The Beatles. “Here Comes the Sun”.

Ironía cruel.

El sol no ha vuelto hace mucho tiempo.

Pensé en encender la radio. Solo para escuchar alguna voz humana, cualquier cosa que me recuerde que no estoy completamente solo en el mundo. Pero me da miedo que solo escuche estática. O peor aún… que escuche algo que no pueda explicar.

A veces, el silencio es más seguro.

Estoy cansado, pero no tengo sueño. La noche se siente más larga cuando no tienes con quién compartirla.

Extraño reírme.

Extraño que me pregunten cómo estoy.

Extraño no tener miedo al cerrar los ojos.

Este mundo está roto.

Y yo también.

Pero mientras pueda escribir, mientras mi mano siga obedeciendo y mi mente se aferre a cada palabra, seguiré dejando un rastro.

Por si alguien lo encuentra.

Por si algún día, Madison lo encuentra.

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