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La Redención De Una Mafiosa Renacida.

La muerte de una Reina.

Giiuseppa Lo Vasto había caminado por el filo de la navaja toda su vida; su caminar era tan firme y elegante como el de una reina, y no era para menos. Desde muy pequeña, el peso del legado de su padre había descansado sobre sus hombros. En una Italia del siglo XVIII plagada de ambiciones y traiciones, ella había sido la única hija, la única heredera de un imperio que no podía permitirse debilidad. Su padre, un hombre con una mente aguda, una astucia única y manos fuertes, le enseñó a sobrevivir en un mundo donde la lealtad se compraba con sangre, donde el poder era una moneda cuyo valor solo los más despiadados entendían y donde la información era el arma más letal.

“Si no tienes un hombre que te siga, serás comida para los lobos, Giiuseppa. Pero no te cases, no lo hagas. Todos te querrán, no por ti, sino por lo que representas. “Usa a los hombres, pero nunca dejes que te usen”, le había dicho su padre, mientras le colocaba en las manos el peso de un imperio.

Aquel consejo la había marcado más que cualquier otra lección. De alguna manera, lo entendió de prisa. La vida de una mujer, incluso en la mafia, era una vida solitaria. Nadie la miraría por su mente brillante, ni por su astucia, ni por su carácter imponente. Solo la verían como una pieza de intercambio, como un trofeo. Nadie la respetaría como líder si no seguía las reglas no escritas de aquel mundo oscuro y peligroso y para eso debía ser un hombre más.

El imperio de su padre, la Familia Lo Vasto, había sido siempre uno de los más poderosos de Sicilia, y Giiuseppa lo mantuvo en lo alto con puño de hierro. Lo que comenzó como una organización pequeña dedicada al contrabando había crecido bajo su liderazgo hasta alcanzar casi toda Italia.

Las riquezas que su familia generaba estaban más allá de lo que cualquier ciudadano común podría comprender. Pero Giuseppa no solo era una líder temida, era también una mujer capaz de doblegar hasta a los hombres más poderosos con una mirada, con un gesto. No tenía miedo de la muerte, y su vida estaba rodeada por el aroma de pólvora, whisky y la sombra de traiciones a las que respondía con la misma brutalidad con la que había aprendido a caminar.

La fama de su belleza, su inteligencia y su crueldad se extendió más allá de las fronteras de Italia. Era una mujer de figura esbelta y cabello negro, con una piel de porcelana. La llamaban La Regina di Ferro, la Reina de Hierro. Nadie se atrevía a desafiarla. Y sin embargo, nadie conocía el vacío que su alma albergaba. Una y otra vez, en las oscuras noches en su habitación privada, se encontraba dibujando bocetos en papeles viejos, creando diseños con la esperanza de que algún día pudiera abandonar todo aquello. ¿Qué haría una mujer como ella si pudiera vivir fuera de los muros del poder, si pudiera simplemente ser… feliz?

A pesar de ser temida y respetada, Giiuseppa nunca dejó de ser una mujer atrapada entre las paredes de una vida que no había elegido. Siendo la hija única, no había tenido la oportunidad de soñar como las demás. Mientras otros jóvenes pasaban sus días en la búsqueda de aventuras y placeres, ella había sido educada para ser una máquina de guerra, una estratega, una asesina. No pudo ser la diseñadora de modas que soñó siendo niña. Los bocetos en su escritorio eran testigos silenciosos de su frustración. Soñaba con crear una línea de sensualidad y elegancia a pesar de los prejuicios de la época.

Pero a pesar de todo, la astucia de Giuseppa no tenía límites. Ningún hombre podía resistirse a su encanto, ni a su poder. Usó a muchos, no por deseo, sino por necesidad. Necesitaba aliados, necesitaba control, y en este juego de poder, los hombres no eran más que piezas a mover. Su poder sobre ellos no era solo físico, era mental. Ella los dominaba con su inteligencia, su frialdad y su seducción, y en su cama, se convertía en la reina absoluta; su cuerpo era una de sus armas y con eso forjó un gran imperio.

Pero no había amor. A lo largo de su vida, Giuseppa había conocido hombres poderosos, hombres de gran influencia, pero todos ellos se habían alejado de ella al final. Nadie pudo sostener su fuego interno, nadie pudo soportar la intensidad de su ambición. El único hombre que, de alguna manera, parecía comprenderla era Pietro, su joven mano derecha. Tenía solo veintidós años, y su lealtad hacia ella era inquebrantable. No lo hacía por poder, sino por amor, por una admiración incondicional hacia la mujer que lo había salvado, que lo había transformado en lo que era. Pero Pietro era joven, y su amor por ella estaba envuelto en la frescura de la juventud, algo que Giuseppa sabía que no podría durar porque era mal visto, ella era una señora de 45 años aunque muy hermosa.

A pesar de su poder, había algo que Giuseppa nunca pudo tener: el amor de unos padres. Desde su infancia, había sido entrenada para ser fuerte, para ser imparable. Nunca había recibido ese amor tierno que la gente común disfrutaba. No había tenido la oportunidad de ser simplemente una hija. Y ahora, mirando al joven Pietro, pensó en lo que podría haber sido su vida si las circunstancias hubieran sido distintas. ¿Podría haber sido feliz? ¿Podría haber tenido una vida llena de amor y creatividad, lejos de la muerte y la violencia?

Una noche, tras una reunión en la que hubo sangre, un traidor había caído frente a sus ojos, por su mano. Vió irse la vida de sus orbes y no le tembló el pulso; ya había perdido la cuenta de cuántos difuntos llevaba encima. Giuseppa regresó a su mansión. Aquella mansión que había sido testigo de tantos crímenes, de tantas traiciones, se sentía vacía de repente. Caminó por sus pasillos con pasos lentos, casi como si el peso de los años y las decisiones tomadas la aplastaran. Ya no quería más. Ya no quería liderar, ya no quería más sangre en sus manos. Su cuerpo, marcado por las cicatrices de tantas batallas, clamaba por descanso. Había pasado tanto tiempo en su guerra que ni siquiera sabía si quedaba algo de ella misma.

Se sentó en la silla frente a su escritorio. En la pared, un espejo reflejaba una mujer fuerte, con la mirada de acero, pero en su corazón, una pena infinita. Tomó el arma antigua que su padre le había dejado, una reliquia de familia, una pieza única. La acarició, como si estuviera despidiéndose de su vida.

La habitación estaba en silencio absoluto. Pietro estaba fuera, cumpliendo con los asuntos de la familia, pero Giuseppa sabía que no volvería a ver el amanecer. No podía seguir viviendo de esta manera. No podía seguir siendo La Reina de Hierro, una mujer atrapada en un imperio que ya no deseaba gobernar.

En sus últimos pensamientos, pensó en lo que nunca pudo ser. Pensó en la ropa que siempre soñó con diseñar, en la vida tranquila que habría podido tener si hubiera tomado un camino distinto, en el montón de asesinatos por su mano y en lo mal que eso estaba. «Si había un Dios, a ella no la perdonaría y, aunque tuvo parte, no fue del todo su culpa». Pensó en el joven Pietro, que probablemente nunca entendería por qué su reina había caído. Pero la vida de Giuseppa Lo Vasto siempre fue de decisiones difíciles, y esta no sería la excepción.

Con una mano firme, sostuvo el arma contra su pecho. No había vuelta atrás. La reina caía por su propia mano, dejando tras de sí un legado de poder, sangre y sueños rotos.

—Mi Pietro...

El último disparo resonó en la casa, como un eco de una era que terminaba, una vida triste de la cual no estuvo de acuerdo en vivir.

Traición y renacimiento.

Desde los dieciocho años, Aurora Rossetti fue una sombra de lo que alguna vez pudo ser. Hija única de una familia poderosa en el mundo de la moda y la publicidad, era una joven brillante, estudiosa y de corazón sensible. Pero jamás supo ver la jaula en la que había sido encerrada. Desde el primer día de clases en la preparatoria, su mejor amiga, Sabrina Cortesi, se convirtió en su luz y su oscuridad.

Tenía carisma, belleza y una lengua afilada escondida detrás de una sonrisa dulce; era un ser cruel. Fue ella quien se acercó a Aurora con afecto aparente y consejos envueltos en veneno. La convención de que debía vestirse de forma "atrevida" para destacar, cuando en realidad la hacía ver vulgar, desentonada e incluso ridícula. Ropa chillona, demasiado ajustada, nada que representara la esencia noble de Aurora. La hacía ver como una caricatura de sí misma, algo que la aislaba poco a poco del resto.

Los pretendientes que alguna vez se habían interesado en Aurora fueron alejados uno a uno. Sabrina siempre encontraba la manera de hacer que parecieran inadecuados, o bien les hablaba mal de ella a sus espaldas. Poco a poco, su mundo social se redujo a una sola persona: Sabrina.

Aurora, cegada por lo que creía amistad, comenzó a dudar de sus propios padres. Sabrina le insinuaba que su madre solo la quería perfecta para lucirse, y que su padre no la valoraba como mujer sino como heredera. Siempre que podía, la incitaba a pelear con ellos, a sentirse incomprendida y sola.

Día a día su autoestima decaía más; se sentía vacía, lloraba en silencio a diario por la vida tan desdichada que le había tocado. Sabrina había movido sus piezas con inteligencia y maldad para dañarla solo porque ella tenía unos padres amorosos y una personalidad tan dulce que, de no ser por ella, sería amada por cualquiera.

Mientras tanto, Aurora se refugiaba en los estudios. Estudiaba administración de empresas, marketing y diseño de modas; jamás lo que él estudiara era poco para ella. Sacaba las mejores notas y, por pedido de Sabrina, incluso hacía sus trabajos por ella, ya que estudiaban administración de empresas juntas, aunque Sabrina solo pasaba gracias a Aurora. La pobre era tan ingenua que no podía ver la manipulación.

Cuando Aurora cumplió 21 años, su padre le anunció que era tiempo de integrarse a la empresa familiar: un emporio que unía moda y publicidad. Era su sueño hecho realidad porque le encantaba diseñar en secreto por miedo a que su amiga le dijera que ese estilo no era correcto; ella dudaba de sus propias capacidades. Allí, en uno de los salones principales, lo vio: Massimo Greco, el hijo del socio de su padre. Elegante, seguro, brillante, su perfume llenaba el lugar a donde llegaba. Él era el hombre que Aurora amaba en silencio desde hacía años.

Pero la historia no era un cuento de hadas. Sabrina ya había puesto sus garras sobre él. Le hablaba mal de Aurora, diciéndole que era una joven mimada que no quería crecer, egoísta, sin valores y necesitada de atención masculina, una hueca sin capacidades que entraría a esa empresa solo para dañarla. Que se acostaba con cualquiera para sentirse bien, que trataba mal a sus padres, que era incapaz de hacer algo sin ayuda. Massimo comenzó a mirarla con desprecio, a evitarla, mientras Sabrina se le pegaba como una sombra seductora con el pretexto de ser hija de otro de los socios minoritarios de la empresa.

A pesar de que Aurora era una mujer bonita, su ropa no la ayudaba. Era alta de cabello rubio, sus ojos eran de un gris azulado, únicos como su corazón, su silueta de modelo, pero que no se apreciaba bajo aquella ropa sin clase ni estilo. Combinaba camisetas anchas con shorts de lentejuelas y tacones; a veces usaba chaquetas con faldas muy cortas o vestidos que nada que ver con el legado de moda al que pertenecía. Su autoestima estaba tan maltratada que veía las señales y se atrevía a dudar de ella misma.

Aurora notó cómo su amiga se acercaba a Massimo, pero ella solo le decía que estaba tratando de ayudarla con él; hacía que usara vestidos sexys que en realidad eran vulgares y horrendos y se apareciera en antros donde él estaba solo para hacer que el desprecio que Massimo sentía por Aurora creciera.

Cada día, sus fracasos y los desplantes de él la deprimían más. Los murmullos de sus compañeros de universidad y el sentimiento de estar sola, odiada por sus padres e incomprendida por todos, la hundían aún más.

El tiempo pasaba y ella seguía viendo los susurros, las risas compartidas entre Sabrina y Massimo. Pero no se atrevía a creerlo hasta que, una tarde luego de ella ser rechazada por él en la inauguración de un antro lujoso delante de varios amigos de él y de otras personas que allí se encontraban, los vio besándose. Su mundo se derrumbó, el alma se le rompió y la vida perdió sentido.

Llegó a su mansión llorando; sus padres estaban de viaje, el lugar se sentía vacío como su alma. Observó su imagen en el espejo y lo que partió era un desecho, una estúpida.

—¿Por qué? —le preguntó a la nada, entre lágrimas.

Pero Sabrina, que había seguido a Aurora solo para hacer creer a Massimo Greco que ella era la amiga que sufría al ver el sufrimiento de Aurora, respondió, como si hubiera estado esperando ese momento durante años.

—¿Por qué? Porque siempre fuiste patética, Aurora. ¡Porque todo te lo dieron sin merecerlo, dinero, amor, inteligencia, la atención de todos! Gritó llena de envidia y odio.

—Porque te vi sola como la idiota que eres, por eso te usé. Todos creen que eres una basura, y no están equivocados. ¿Quién va a creer en ti ahora? Nadie. Y Massimo... Massimo me ama. Vamos a casarnos pronto y tú solo eres una rechazada social.

Aurora no gritó. No lloró. Solo se quedó en silencio, atrapando cada palabra que caló hondo en su mente débil; todo le daba vuelta en su mente. Ella tenía razón, no era nada más que basura.

—Ten, este es el mejor regalo sincero que te puedo hacer; acaba con tu maldita vida de mierda —dijo dejándole un frasco de pastillas para que se quitara la vida y luego fue a llorarle a Massimo, diciendo que Aurora amenazó con matarse si él no le prestaba atención.

Esa noche, sola y destruida en su habitación, escribió una carta. Ni a sus padres, ni a Alessandro. A ella misma. "Nunca fui suficiente. Nunca fui bonita. Nunca fui fuerte. Si en otra vida pudiera volver... querría ser alguien diferente. Alguien que no se dejara destruir".

Tomó el frasco de pastillas y, luego de echarlas en su mano, se las tragó con un vaso de agua. No pasó mucho tiempo cuando cayó inconsciente; el alma abandonó su cuerpo y, por culpa de una manipuladora, una mente débil pereció.

La oscuridad la recibió. Pero ese no era el final; a la joven la encontró una sirvienta cuando fue a llevarle comida. Se asustó al verla fría y llamó a una ambulancia. Sus padres estaban desechos cuando recibieron la llamada; estaba muerta. La sirvienta la sintió fría y sin pulso; no había dudas.

Pero una vez en la clínica, algo sucedió: ya le habían hecho lavado estomacal, la habían reanimado y terminaron dictando la hora de deceso y de su pulso regresó. La máquina dejó el pitufo largo y agudo por uno al compás de su corazón en el cuerpo de aquella joven ingenua. Giuseppa Lo Vasto había renacido. Los médicos, asombrados, no podían creer lo que acababa de suceder. Un verdadero milagro, pensaron.

Los doctores dieron la noticia a sus padres aunque aún no despertaba y así pasó por días hasta que los ojos de Giussepa recorrieron todo el lugar: habitaciones blancas, una cosa extraña en el techo desprendiendo una luz como el sol y sonidos que jamás escuchó, un olor a lavanda recorrió su olfato y ella no entendía dónde estaba. Para ella se acababa de disparar y quitar la vida; ahora estaba en un extraño lugar, todo era nuevo para ella.

Los doctores se acercaron con preguntas que no entendía.

—¿Cómo se siente, señorita Rinaldi? Fijo un doctor con cautela y eso solo hizo un clip en su cabeza que desató una cantidad de recuerdos ajenos, haciéndola confundir más y a la vez darle la información que necesita.

—Dónde estoy. Balbuceó con dificultad.

—Está en la clínica, señorita, ¿se siente bien?

—¿En qué año estamos? La pregunta desconcertó al hombre de bata blanca.

—Si pregunta cuántos días estuvo en coma, solo fueron siete; hoy es 20 de junio de 2024. La joven quedó boquiabierta, pero era astuta y uno de sus talentos era ocultar lo que pensaba y sentía. Asintió con sonrisa falsa y su cabeza lo entendió todo.

No entendía por qué, pero una fuerza desconocida le había otorgado otra oportunidad. Tal vez Dios, o el destino, le habían dado una segunda vida, y esta vez, no la desaprovecharía.

Ella tenía una mente implacable, era una estratega letal, una mujer con siglos de rabia y sabiduría. Al ver el sufrimiento de la joven que habitaba su nueva piel atravesada por sus recuerdos, supo que esa vez viviría diferente. No con violencia, sino con astucia. No con sangre, sino con estilo. Y, por primera vez en dos vidas, encontraría su final feliz porque desde ahora era Aurora Rossetti y todo lo que no disfrutó lo disfrutaría en esta nueva oportunidad.

Aurora Rinaldi.

Sabrina Cortesi.

La nueva Aurora.

El sol de la mañana pinta con su luz las ventanas de los edificios de Milán. Aurora Rossetti sale del hospital acompañada de sus padres, que tienen cara de alivio por tener a su hija de vuelta. En los ojos de la joven hay decisión, pero no la arrogancia con que trataba a los demás por consejo de Sabrina. Un recuerdo de la antigua Aurora invade su mente: «Una joven tan importante como tú no puede hablar con la servidumbre, eso te quita clase». Los puños de ella se aprietan; esa joven había sido manipulada por esa arpía. En su antigua vida lidió con alimañas como esa, solo que en aquel tiempo eran hombres astutos.

Siente cierta vergüenza al ver la ropa que lleva puesta; su vestimenta es la misma de siempre: un conjunto de lentejuelas brillantes, una blusa fucsia que llama demasiado la atención y unos pantalones ceñidos con estampado fluorescente de cuero. Su estilo es excesivo y ridículo. Pero no le importa, porque pronto demostrará qué tanto sabe de clase y moda. Debe dejar claro que no es ese disfraz maleducado que han mostrado al mundo.

Cuando llega al coche, un chofer que ha conocido desde niña le abre la puerta. Él la observa por un momento, preguntándose si debe decir algo. Pero Aurora lo sorprende con una expresión distinta. En lugar de su habitual desdén hacia el hombre, le sonríe con amabilidad y, con voz serena, le dice:

—Buonasera, Giuseppe —saluda con una leve inclinación de cabeza. Gracias por esperarnos.

El hombre parpadea. ¿La señorita Aurora... saludando? Con respeto. Sin órdenes, sin arrogancia. Asiente, algo confundido.

—Buonasera, signorina. El coche está listo.

La joven se sienta en el asiento trasero, sin dejar de mirarse las manos, como si en ellas pudiera encontrar la respuesta a las preguntas que se forman en su mente.

Durante el trayecto, sus padres, aún procesando los eventos recientes, no hablan. El silencio es tenso, casi palpable. Aurora se limita a mirar por la ventana, observando una ciudad que parece tan diferente a lo que una vez conoció y, sin embargo, tan igual. Le parecen vulgares los anuncios electrónicos, las pantallas brillantes, los sonidos del tráfico. Y al mismo tiempo, siente en sus dedos el ritmo de esta nueva época, como si cada vibración del coche le hablara en un idioma que apenas comienza a entender.

Al llegar, los portones de la propiedad se abren con su acostumbrado rechinido metálico. La mansión se alza imponente, majestuosa, rodeada de jardines que huelen a lavanda y romero. Cuando baja del auto, saluda a los guardias con una leve inclinación de cabeza.

—Buenos días. Os agradezco vuestra labor.

Uno de ellos abre los ojos, sin poder ocultar su sorpresa. Aurora jamás les había dirigido la palabra, y mucho menos con respeto ni con esa manera de hablar, como si fuera una aristócrata.

La casa parece la misma que en los recuerdos del cuerpo que ahora habita, pero algo en su interior ha cambiado. Al cruzar el umbral, la recibe Bianca, la ama de llaves, con la cabeza gacha.

—Señorita Aurora, bienvenida...

—Bianca —interrumpe con dulzura—, grazie. ¿Me acompañaríais a mi habitación?

La mujer levanta la vista, visiblemente confundida, pero asiente. Mientras suben por las escaleras, Aurora la mira de reojo.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

—Desde que usted tenía ocho años, señorita.

—Entonces me conocéis bien.

—Sí, señorita.

—Pues me temo que habréis de conocerme de nuevo —dice con una sonrisa suave. La mujer la observa, y está muy de acuerdo con ella; esta es muy parecida a la niña que fue una vez, antes de entrar a la preparatoria.

Una vez en su habitación, Aurora se sienta frente al espejo. Observa su reflejo: un escote grosero, tacones inadecuados, restos de maquillaje chillón. Se alisa el cabello con las manos y murmura:

—Esto no soy yo... esto no puede seguir así.

Se levanta con molestia y abre el armario. Todo lo que hay son prendas llamativas, algunas incluso ofensivas al buen gusto. A pesar de no estar actualizada con la época, sabe que parecen disfraces de mujer alegre. Cierra la puerta de golpe, exasperada.

—Aurora, hija, ¿cómo te sientes? —pregunta su madre, entrando a la habitación con una mirada llena de preocupación.

Aurora la mira, y por un momento, siente una mezcla de nostalgia y arrepentimiento por cómo esa madre dedicada fue tratada por una hija ingrata. Ya no puede seguir hablando con ese tono despectivo, con ese aire de superioridad que la hacía ver como una niña insoportable.

—Madre… —comienza, con voz suave—. Estoy bien. De hecho, estoy mejor. He estado pensando mucho, y hay cosas que necesito decirles. Cosas que nunca me atreví a decir.

Su madre la observa, sorprendida por el tono y la calma de su hija, algo que nunca había escuchado antes.

—No sé qué ha pasado contigo, pero parece que has cambiado. ¿Qué te ocurre, hija? —pregunta con cautela.

—He estado pensando mucho sobre lo que hice. Y… —Un leve suspiro escapa de sus labios—. Estoy arrepentida. Les he fallado a ustedes, a mí misma y a todos los que me rodean. Nunca me di cuenta de cómo me comportaba. Fui egoísta, desconsiderada. Me dejé llevar por el vacío. Pero eso cambiará, madre. Voy a cambiar.

La madre no puede creer lo que escucha. La joven, que antes había sido tan distante y malhumorada, ahora parece otra persona. No sabe si alegrarse o sentir miedo, pero algo en sus palabras le inspira confianza. Aurora, en un gesto inesperado, la abraza con una ternura que hacía mucho no mostraba.

—Gracias por no rendirte conmigo —murmura Aurora. Su madre asiente.

—Descansa, cariño, y en un rato nos sentamos a comer, ¿te parece?

Aurora asiente y se acuesta. Su madre sale del cuarto, confundida pero feliz por el gran cambio.

La joven camina hacia su enorme baño. Aun en su época pensaba que tenía lujos, pero esto le parece de ensueño. Se desprende de todo y entra en la tina. El agua relaja su cuerpo. Se permite respirar y pensar en todo lo ocurrido. No entiende cómo es que está viva luego de haberse quitado la vida.

Cuando sale del baño y toma algunas prendas, baja al comedor. La cena está servida. Es una mesa larga, de caoba, pulida con esmero. Tres cubiertos, como en las noches en que la familia finge normalidad. Aurora se sienta sin hacer ruido, dejando que el vestido chillón hable por ella.

Su madre la observa como si intentara leerle el alma. El padre, en cambio, parece más inclinado a no romper el silencio. De hecho, no es común que coman todos juntos.

Aurora toma una cucharada de sopa. Huele a albahaca y tomate. Cálida. Simple.

—Esto... me recuerda al mediodía en la Toscana. Cuando el viento empuja el aroma de los huertos a través de las ventanas.

Su madre parpadea, confundida.

—¿Has estado en la Toscana?

Aurora sonríe. No, ella no. Pero Giuseppa de 1762, sí.

—Digamos que he leído lo suficiente como para sentirme parte del paisaje —responde, tratando de salir del paso con una sonrisa.

El padre suelta los cubiertos y por fin habla.

—Aurora, esto es... extraño. Te vemos distinta. Más... ¿madura? Tu forma de hablar es diferente. ¿De verdad te sientes bien?

—He cometido errores, padre. Muchos. Y los he pagado. Pero no todos los que caen se rompen. Algunos nos reformamos. Me avergüenza la forma en que los traté. A ustedes, al personal, incluso a mí misma. Y sí, estoy bien.

La madre baja la vista. Aurora nota cómo se le humedecen los ojos.

—¿Quieres decir que… que estás dispuesta a cambiar?

Su padre la observa, atento.

—Quiero recuperar el honor del apellido que porto, papá. No por obligación, sino porque he descubierto que me pertenece más de lo que pensé. Ustedes lo han llevado con dignidad. Yo solo añadí escándalo y vergüenza.

Su padre se acerca a ella.

—No digas eso, bebé. Sé que ya no tenemos la mejor de las relaciones, pero te amo, y me duele que hables así.

Ella sonríe; le encanta ese momento. Por fin tiene el amor de padre que anheló en su otra vida.

—Sé que puedes cambiar. Todos debemos hacerlo. Estamos aquí.

Después de ese emotivo momento, la cena continúa con más fluidez. Ya no se siente el ambiente pesado. Al terminar, Aurora ayuda a llevar los platos a la cocina, pese a las protestas del personal. Pide una tabla de madera y cebollas para aprender a picarlas. Tiziana le enseña cómo sostener el cuchillo. Se ríe cuando llora por el olor. Por primera vez, el personal la escucha reír sin sarcasmo.

—Señorita, creo que es suficiente por hoy; igual todavía falta para cocinar la cena —dice una de las cocineras con una sonrisa. Aurora asiente, también sonriendo.

Camina hasta donde está su padre y le dice, sonriendo:

—Mañana podríamos ir por vestuario nuevo.

Su madre se carcajea.

—¿Vestuarios nuevos?

Aurora se da cuenta de que debe organizar mejor sus recuerdos del pasado con los del presente.

—Bueno, madre, necesito cambiar mi guardarropa. ¿Cómo pueden dejarme vestir así?

Sus padres niegan con la cabeza, riendo.

—Hemos intentado de todo, pero veo que tu amnesia no te deja recordarlo —dice su madre y saca su móvil para buscar en la página de la empresa.

—Ven, vamos a ver las cosas que te gusten de la colección actual de la marca, y mañana vamos a una de nuestras tiendas a recoger todo.

Entre las dos buscan clase, elegancia, estructura. Pantalones de corte recto, blusas de seda, colores tierra, también vivos pero no extravagantes, joyería discreta. Ya sabe qué quiere. Sabe cómo debe verse una Rossetti. Una dama, no una caricatura.

Regresa a su habitación lista para dormir y apaga la luz. Se sienta en la ventana. El cielo está estrellado. Respira hondo.

—Gracias, Aurora —le susurra al reflejo del cristal—. Por enseñarme que la nobleza no viene con la cuna, sino con las decisiones. Mañana... comienza el verdadero cambio.

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