NovelToon NovelToon

Renacer Entre Cenizas... La Venganza De Issabelle.

CAPÍTULO 1. Una última oportunidad.

Capítulo 1

Una última oportunidad.

El frío se colaba como cuchillas bajo la piel. El quirófano, blanco y estéril, olía a desinfectante y desesperanza. Las luces cenitales se encendieron una a una, proyectando una claridad implacable sobre la camilla metálica.

Allí, rodeada por médicos con rostros ocultos tras mascarillas quirúrgicas, yacía el cuerpo frágil de Issabelle Mancini.

Su rostro aún conservaba algo de aquella belleza clásica italiana que había heredado de su madre, pero ahora se hallaba desprovisto de maquillaje, cubierto de una palidez casi fantasmal.

Las manos frías y sudorosas, atadas a los cables de los monitores temblaban imperceptiblemente. Su cuerpo, debilitado por los meses de dolor y deterioro silencioso, apenas reaccionaba a los estímulos.

Los pómulos hundidos y el vientre apenas insinuando la presencia de un pequeño que luchaba por existir junto a ella.

Una voz suave pero firme irrumpió entre el zumbido de las máquinas.

¿Cómo era posible que su mente siga consciente cuando su cuerpo entero fue anestesiado?

—Iniciamos la intervención. Tumor parietal izquierdo. Procedemos con incisión temporal.

El bisturí cortó la piel con precisión clínica. La sala permanecía en un silencio contenido, apenas roto por el pitido constante del monitor cardíaco.

Cada uno de los médicos a su alrededor sabía su papel: uno abría el cráneo con un giro calculado, otro aspiraba el líquido cefalorraquídeo que se acumulaba, mientras el jefe de equipo, el doctor Moretti, se inclinaba para localizar el tumor cancerígeno.

Aquella masa oscura, apenas visible entre los pliegues del cerebro, había crecido sigilosamente durante meses, robándole a Issabelle la energía, la memoria de los días felices junto a sus padres, la esperanza de un futuro con Enzo y con el bebé que apenas empezaba a formarse en sus entrañas.

—Presión arterial estable… por ahora —murmuró el anestesiólogo, observando el monitor con el ceño fruncido.

Cada segundo era una danza entre la vida y la muerte. Los cirujanos sabían que estaban en el filo de lo imposible. Que había más sombras que certezas. Pero Issabelle había pedido luchar. Hasta el final.

—Incisión completa —anunció el doctor Moretti con una voz que intentaba mantenerse firme—. Vamos al origen del tumor.

Esa misma mañana, Issabelle firmó los papeles de pre-hospitalización con manos temblorosas, sin testigos, sin familia.

Sin un esposo cariñoso que prometa esperar el desenlace de la operación al borde de la desesperación al otro lado de la puerta.

Porque simplemente no había nadie a su alrededor que le importara su vida... o incluso, su muerte.

Enzo Milani, el hombre con el que se casó, jamás volvió a poner un pie en la casa. Para ella siempre tenía una excusa, siempre estaba cansado o tenía trabajo que hacer, pero pronto, Issabelle se dio cuenta de que había alguien más en medio de su matrimonio como una sombra que no le permitía llegar al corazón de su amado esposo.

—Elevamos presión intracraneal... cuidado con el edema…

Un sonido extraño interrumpió la concentración de los presentes. Un pitido diferente. Uno agudo. Rápido.

—¡Estamos perdiendo presión! ¡Está sangrando más de lo esperado!

Los ojos del jefe de cirugía se abrieron con alarma mientras observaba cómo la sangre fluía con una violencia inesperada. Un derrame incontrolable.

El bisturí avanzó con cuidado.

Por un instante, todo pareció ralentizarse: el murmullo de los aparatos, el leve goteo de la sangre, el suspiro contenido de los cirujanos. Y luego, un estallido silencioso: un vaso sanguíneo se rompió.

La sangre brotó con la violencia de un manantial subterráneo, tiñendo de rojo la blancura del campo quirúrgico.

—¡Hemorragia! —gritó uno de los residentes—. ¡Estamos perdiendo el control!

El ritmo respiratorio de Issabelle comenzó a fallar. El anestesiólogo apretó los botones de la mesa, intentando estabilizarla, mientras otro cirujano gritaba:

—¡Necesitamos sangre O positivo, ya!

Uno de los médicos corrió hacia el teléfono interno.

—¡Necesitamos sangre O positivo urgente en el quirófano 3! ¡Ahora!

El ayudante al otro lado de la línea titubeó.

—D-debo confirmarlo… parece que hubo un error… el banco de sangre… está vacío.

—¿Cómo que vacío? —gritó desesperado.

—Desapareció. Todo el lote de O positivo. No sabemos cómo…

El cirujano lanzó una mirada desesperada al equipo. Sabía lo que eso significaba. Sin transfusión inmediata, perderían a la paciente.

Un silencio frío y descolocado se instaló en el quirófano. Ni siquiera el pitido insistente del monitor se escuchaba ahora. El equipo médico se miró entre sí, conscientes de que aquel hueco en las reservas de sangre era una sentencia.

—Intenten estabilizarla. ¡Rápido! —el doctor Moretti gritó con furia contenida.

Pero el color en el rostro de la mujer ya se desvanecía. La máquina que monitorizaba sus latidos comenzó a marcar irregularidades. El pitido se volvió intermitente, después más lento.

El derrame se expandía. Los ojos de Issabelle, entreabiertos bajo la sedación, se llenaron de lágrimas involuntarias. Su mente, apenas consciente, se aferró a los últimos pensamientos.

¿Así termina todo? ¿Sola… sin amor… sin redención?

Sintió el calor de la sangre que se escapaba, pero también, en medio del caos, la memoria le trajo de vuelta imágenes que se negaba a olvidar: Enzo esperándola en el altar. El órgano de la iglesia sonando mientras ella caminaba hacia él. Sus manos entrelazadas. La promesa de amor eterno.

“En la salud y en la enfermedad”, había dicho él. Y en cinco años de matrimonio, jamás cumplió su promesa.

«Si pudiera volver atrás… si tan solo pudiera…»

Los pitidos cesaron. Todo quedó en silencio.

El monitor mostró una línea recta. Blanca. Inamovible.

El sonido de la muerte.

—Hora del fallecimiento, 15:47 —anunció uno de los médicos, con voz apagada.

El jefe de cirugía retrocedió con los guantes manchados de sangre y una expresión devastada.

Nadie en la sala pronunció palabra. Se sentía el peso del fracaso, pero más que eso, la tragedia de una vida extinguida sin nadie que esperara por ella en la sala contigua.

Sin abrazos. Sin flores. Sin lágrimas, y en ese último instante de conciencia, cuando la vida escapaba como arena entre los dedos, Issabelle Mancini deseó con todo su ser una segunda oportunidad.

Deseaba venganza, pero mas que eso, anhelaba regresar el tiempo atrás y amarse a sí misma, tanto que no pudiera permitir que nadie más la humillara como lo habían hecho.

«“Si se me concediera una última oportunidad, me gustaría regresar al día en que me casé con Enzo, y esta vez me aseguraría de cambiar mi destino”», pensó.

Y entonces la oscuridad la envolvió. No como un fin, sino como un portal.

Allí terminó su vida. Y sin embargo, también fue donde todo empezó.

Aquella promesa se convirtió en un contrato silencioso: Issabelle Mancini no aceptaría su destino. Ni la traición de Enzo, no soportaría mas las humillaciones de Eva.

Renacería para reescribir su historia. Para reclamar su dignidad. Pero sobre todo, para amar sin miedo.

CAPÍTULO 2. El despertar de una reina.

Capítulo 2

El despertar de una reina.

El silencio de la suite fue lo primero que recibió a Issabelle al abrir los ojos. Un silencio casi voluptuoso, como si las paredes aterciopeladas y las cortinas de damasco blanco contuvieran el murmullo del mundo para dejarla a ella sola con su nuevo aliento.

La mañana entraba a través de un ventanal de arco gótico, bañando la habitación con un resplandor dorado.

Issabelle sintió la suavidad de las sábanas de seda sobre su piel.

Respiró hondo y, por un instante, creyó escuchar el eco lejano de aquel quirófano helado. Sintió su pulso en las sienes, un nudo de emoción conrenida en su garganta.

Entonces recordó:

—Estoy viva.

Su mano viajó instintiva al vientre: allí dentro ya no sentía ese latido diminuto que vibraba con ella.

Se levantó directo al ventanal. Abrió un poco las cortinas. Bajo el balcón se extendía la terraza del hotel: geranios rojos, enredaderas de jazmín, y más allá la silueta de la costa italiana bañada en azul. El mar destellaba como un manto de zafiros.

Un aroma a sal y a cítricos flotaba con la brisa. Issabelle cerró los ojos y aspiró, sintiéndose dueña de aquel instante.

Pero el instante se quebró con el sonido de la puerta al abrirse.

Enzo apareció en el umbral, impecable en su traje oscuro. El sol de la mañana delineaba su perfil: la mandíbula firme, la frente despejada, el cabello castaño peinado hacia atrás.

Era la primera vez que se dirigía a ella desde aquel recuerdo fragmentado de la boda.

Su voz llegó suave, pero firme:

—Issabelle… debemos volver a Sicilia. La cena benéfica empieza a las ocho. ¿Puedes arreglarte en media hora?

Ella giró el rostro con calma. Observó la corbata perfectamente anudada, la camisa inmaculada, el reloj de oro que asomaba bajo el puño.

Sintió el viejo pellizco de decepción: de nuevo, él la trataba como una invitada de segunda, siempre con prisas, sin tiempo para ella.

—Claro —respondió Issabelle, en tono neutro—. Media hora.

Enzo ladeó los labios en una mueca que pretendía ser una sonrisa paternal, y dio media vuelta para marcharse. Antes de cerrar la puerta, se detuvo un instante:

—Issabelle —dijo—, confío en que no me darás problemas.

Ella apretó los puños, conteniendo el latigazo de rabia y orgullo. En su vida pasada, ese día había sido un puñal: Eva Longo, la pupila patrocinada por Enzo, la joven fresca y segura que insinuaba un futuro a su esposo. Pero esta vez Issabelle no temía.

—No habrá problemas —murmuró, sin mirarlo.

La puerta se cerró con un clic que retumbó en el silencio. Issabelle permaneció un momento en calma absoluta, escuchando el latido de su propio corazón. Luego, fue hacia el vestidor.

El armario se abrió como un santuario de telas: vestidos colgados en perchas de satén, zapatos de tacón alineados como soldados de cristal, cofres de joyas con perlas y diamantes.

Issabelle deslizó los dedos por un vestido blanco de seda que llegaba hasta los tobillos, con un escote sutil y una cintura marcada por un cinturón de pedrería. Lo tomó y lo sostuvo contra su cuerpo.

Aquel era el vestido de la nueva Issabelle: elegante, imponente, dueña de su destino.

En el tocador, el espejo le devolvió una imagen conocida y sin embargo, transformada.

Su rostro, enmarcado por ondas oscuras que caían como cascada, mostraba unos pómulos firmes y ojos grandes, ahora llenos de determinación.

Aplicó una base ligera, apenas un toque de rubor para resaltar la curva de sus mejillas. Un delineador sutil realzó sus pestañas, y un tono malva tiñó sus labios con un matiz de certeza.

Mientras se vestía, cerró los ojos y recordó la última vez que se arregló para su esposo en una fiesta de inauguración, con la esperanza de seducirlo.

Aquel día Eva se acercó, sonrió con suficiencia y le susurró al oído de él, desplazando su mundo.

Pero ahora Issabelle no esperaba su aprobación. Se colocó el vestido, ajustó el cinturón, calzó sus tacones stilettos. Dio un paso adelante y evaluó su reflejo: su figura esbelta, la espalda erguida, su presencia imponente.

Asintió con satisfacción.

Bajó por el elevador de cristal y cruzó el vestíbulo sin prisa.

Un empleado del hotel abrió la puerta del vehículo: un sedán negro esperaba por ella.

Enzo se encontraba apoyado en el capó, junto a Alonso, su asistente.

Alonso, un hombre de mediana edad con gafas delgadas y gesto servil, se inclinó al verla:

—Señora Milani… Debo decir que hoy se ve usted… mucho más hermosa que la señorita Eva.

Issabelle sintió la mirada de Enzo clavada en Alonso. Un destello de celos cruzó los ojos de su esposo, y Alonso carraspeó, nervioso.

Issabelle esbozó una sonrisa fría, casi glacial, que curvó sus labios con elegancia contenida.

—Gracias —respondió.

Sin más, se deslizó dentro del vehículo. Se sentó con la espalda recta, las manos apoyadas en el regazo, el mentón ligeramente alzado.

Enzo abrió la puerta del copiloto y subió.

El coche arrancó en silencio, deslizándose por la avenida.

Mientras el vehículo avanzaba, Issabelle apoyó la mano en la ventanilla, sintiendo el aire fresco que entraba a ráfagas.

Cada edificio parecía saludarla con complicidad. El mar apareció a su izquierda, brillante, inmenso.

Enzo rompió el silencio:

—Esta cena es muy importante. Nuevos empresarios, los socios de la constructora… todos estarán allí. Quieren conocer a la nueva señora Milani.

Issabelle lo miró de reojo, sin detenerse en su belleza masculina ni en el matiz de preocupación que asomaba en sus ojos.

—Lo sé. Estaré a la altura.

Enzo ladeó la cabeza, sorprendido por aquel tono sereno y seguro. Quería preguntar más, escudriñar en su mirada, pero se contuvo.

El vehículo giró hacia la autopista que llevaba al aeropuerto privado. El sol ya estaba alto, prendiendo destellos en el metal del vehículo y en las ventanas de los edificios.

Issabelle cerró los ojos un momento y repitió en su mente la promesa: “No más humillaciones. No más sumisión. Esta vez, yo marco las reglas.”

Sintió el latido de sucorazón. Bajó la ventanilla un poco y aspiró el aire salobre. A lo lejos, las colinas de Sicilia emergían como una promesa antigua.

Allí, en la isla bañada por el sol, volvería a enfrentarse a la historia que la había condenado. Pero ya no sería la misma mujer que temblaba ante las burlas de Eva o el desprecio de Enzo.

Enzo la observó de reojo y sintió un escalofrío. Aquella Issabelle era una reina que despertaba de un largo cautiverio.

Su belleza era la misma, pero ahora irradiaba un fuego que él no conocía. Y, por primera vez, comprendió que quizá había subestimado a la mujer que jamás le interesó conocer.

Sin intercambiar más palabras, el coche avanzó hacia el horizonte. El mar, las colinas y el cielo formaban un escenario digno de un renacer.

Issabelle, con la barbilla alzada y la mirada fija en la línea donde el azul se fundía con la luz, supo que aquel viaje no sería una simple cena benéfica. Sería la antesala de su propia revolución.

CAPÍTULO 3. La antesala de la revolución.

Capítulo 3

La antesala de la revolución.

El vestíbulo del hotel Excelsior di Sicilia se desplegaba ante Issabelle como un salón de espejos infinitos. Lámparas de arañas de cristal colgaban del techo abovedado, esparciendo destellos irisados sobre los mármoles dorados.

Columnas corintias y cortinas de terciopelo granate enmarcaban un gigantesco tapiz renacentista que representaba una vendimia en la campiña siciliana. El aire olía a gardenias frescas y al tenue humo de las velas encendidas en candelabros de plata.

Issabelle descendió del vehículo con paso firme, los tacones de sus stilettos resonando como un metrónomo seguro sobre la alfombra roja.

Su vestido blanco de seda se ondeaba tras ella, roto apenas por el suave vaivén de su cintura de pedrería. En la penumbra dorada, su piel parecía luminosa, su cabello oscuro un contraste hipnótico.

Los flashes de los fotógrafos chisporrotearon a su alrededor, capturando su imagen en un centenar de ángulos.

A su izquierda, la sirena de una cámara de video anunció la llegada de otra persona; a su derecha, un grupo de socios cuchicheó al verla pasar. Voces apenas audibles flotaron en el aire:

—¿Es ella la señora Milani?

—Llegó sola… otra vez.

—Se ve imponente, ¿no creen?

—¿Pero de qué le sirve? Si le toca recorrer la alfombra con el lacayo de su marido.

Pero aquellas palabras, duras, punzantes, rebotaban ahora contra una coraza de hierro.

Issabelle elevó el mentón, recogió su clutch de satén con una mano suave y siguió adelante, sin detenerse a sonreír ni saludar. Cada paso era un acto deliberado de autoridad: cada mirada que le dedicaban se convertía en una ficha de información.

A su lado avanzaba Alonso, el asistente de Enzo, impecable en esmoquin, llevando en un brazo la chaqueta de Issabelle.

Él susurró:

—Señora… he preparado una lista de los invitados más influyentes. ¿Desea que…?

Issabelle alzó un dedo, indicándole que guardara silencio. Observó al alrededor con ojos de estratega.

Reconoció al conde Ferrara, que años atrás compró terrenos junto a su familia; a la baronesa De Luca, experta en filantropía; al joven empresario Rossi, que financiaba proyectos de energías limpias. Cada nombre activó en su mente una posibilidad de alianza.

—Alonso —dijo por fin, en voz baja—, toma nota mental: Ferrara y Rossi. Vendrán a saludarme hoy, y hablarán de inversiones. Quiero explorar una sociedad con ambos. Después, acércate a la baronesa De Luca.

Alonso asintió con respeto, sorprendido por la precisión de Issabelle. Aquella no era la mujer temerosa de antes: era una líder que manejaba el tablero con manos expertas.

Mientras Issabelle avanzaba, un hombre en un extremo del vestíbulo la observaba tras un arco de columnas. Giordanno Lombardi, de pie junto a su asistente Gabrielle, mantenía las manos en los bolsillos del pantalón oscuro.

Su porte era altivo, casi felino: traje entallado, camisa de seda sin corbata, un pañuelo de bolsillo en tono borgoña. Sus ojos claros seguían cada movimiento de Issabelle, como midiendo la fuerza de un imán desconocido.

Gabrielle, un joven de gesto entusiasta, inclinó la cabeza y preguntó en voz baja:

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Giordanno, sin apartar la vista de Issabelle.

—¿Cuál de todas, señor? —respondió con una leve sonrisa de sospecha— ¿No me digas que se ha interesado en alguien... Al fin.

—La de blanco, Gabrielle. Esa que camina sola, veo que toda la sala está hablando de ella.

Gabrielle alzó una ceja, sin perder detalle.

—Esa mujer es Issabelle Mancini —dijo Gabrielle—, la esposa de Enzo Milani, nuestro posible socio, señor.

Giordanno sonrió con lentitud, un gesto cargado de promesa.

—Interesante —musitó—. Un socio que llega acompañado de un enigma.

Enzo apareció al otro lado del salón, tomado del brazo de una mujer delgada y de baja estatura.

Vestida de blanco al igual que Issabelle, pero ante los ojos de Lombardi, nadie podría igualarla.

Los flashes estallaron de nuevo. El jardín interior, visible tras los ventanales, se iluminó con antorchas y mesas dispuestas para la gala. Enzo se detuvo un instante, vio pasar a Issabelle escoltada por Alonso, y sintió un apice de celos.

Eva susurró algo al oído de Enzo, y él sonrió con cortesía, pero su mirada volvió una y otra vez hacia Issabelle. Aquella distancia entre ellos, física y emocional, se abría como un abismo.

Giordanno la vio —rió para sí mismo— y supo que la verdadera contienda no era de negocios, sino de voluntades y pasiones.

Issabelle llegó a la antesala del gran salón donde la cena benéfica tendría lugar. Una galería de cuadros antiguos y espejos de marco dorado formaba un corredor interminable.

Allí, bajo la luz de candelabros, la esperaba el conde Ferrara. Un hombre canoso, con modales exquisitos y sonrisa fácil.

—Señora Milani —dijo inclinándose—, un honor saludarla. He oído que usted tiene ideas muy innovadoras para el desarrollo de la costa.

—Conde Ferrara —respondió Issabelle, estrechando su mano—. He estudiado sus proyectos en Taormina. Creo que si unimos su experiencia en terrenos costeros con mi visión de hoteles boutique sostenibles… podríamos crear algo único.

Ferrara asintió entusiasmado. Mientras hablaban, Issabelle ya veía mentalmente planos, presupuestos, plazos. Cada palabra era una pieza que encajaba en su plan maestro.

A unos pasos, el empresario Rossi se acercó, presentado por Alonso. Hicieron gala de cortesías, hablaron de energía solar, de inversiones en agricultura biológica, de responsabilidad social.

Issabelle escuchó, propuso, negoció. Con cada interlocutor, su confianza crecía.

En un palco elevado, Eva observaba la escena con rabia contenida.

Su rostro mostraba esa mezcla de arrogancia y miedo: veía a Issabelle brillar y comprendía que esta vez no habría oportunidad para derribarla. Sus labios se apretaron.

—Esa mujer… no es la misma —usurró para sus adentros.

Cuando Issabelle regresó tras sellar el acuerdo preliminar con Rossi, Giordanno la interceptó en un tramo más estrecho del corredor. Él se inclinó con cortesía.

—Señora Mancini —dijo, con voz suave—. Permítame felicitarla. He observado su discurso con Ferrara y Rossi. Su claridad de ideas… es impresionante.

Issabelle alzó la barbilla, midiendo al hombre que tenía enfrente. Sintió un leve temblor de sorpresa: su voz, sus modales, su presencia… todo en Giordanno irradiaba poder sereno.

—Señor Lombardi —respondió—. Gracias por sus palabras. Su reputación le precede: su imperio hotelero y constructora son legendarios.

Él esbozó una sonrisa.

—Me gustaría hablar de negocios con usted, pero… también de otras cosas. ¿Me concede este baile más tarde?

El corazón de Issabelle latió un poco más rápido. No era un ofrecimiento banal: era una invitación a un terreno desconocido, donde el poder y la pasión se entrelazan.

Ella titubeó un instante, recordando la promesa que se hizo: no entregaría su corazón tan pronto, ni dejaría que nadie la desviara de su misión.

—Quizá más adelante —contestó con ligereza—. Primero, hay asuntos que resolver.

Giordanno asintió, respetuoso.

—Cuando guste.

Mientras él se alejaba, Issabelle comprendió que aquel hombre no era una amenaza, sino un aliado potencial y un desafío personal.

Enzo, desde la entrada del gran salón, contempló la escena sin saberlo todo. Vio a Issabelle intercambiar palabras con Ferrara, a Eva mirarla con rencor, a Giordanno inclinarse ante ella. Sintió celos, orgullo y, por primera vez, temor: la mujer que creyó someter se estaba convirtiendo en el centro de un universo propio.

La orquesta de cuerdas empezó a tocar un preludio. Invitados se acomodaron en sus mesas. La gala benéfica había comenzado.

Issabelle, en la antesala de aquel salón de espejos y antorchas, alzó la cabeza y respiró hondo. Cada latido de su corazón decía:

—Esta vez mando yo.

Y mientras las puertas se abrían, la reina renacida atravesó el umbral, dispuesta a conquistar no solo alianzas, sino su propio destino.

Download MangaToon APP on App Store and Google Play

novel PDF download
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play