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Mí Dulce Debilidad.

Capitulo 1

Lucía

La campanita de la puerta sonó tres veces seguidas, una melodía familiar que Lucía Bennett reconocía como el saludo de la mañana.

Se inclinó detrás del mostrador para acomodar una pila de libros que había llegado tarde la noche anterior: novelas de autores desconocidos, historias de amor olvidadas, promesas de aventura escondidas entre páginas amarillentas.

Vestía suéter de lana gris, jeans gastados y una coleta desordenada que dejaba escapar mechones rebeldes. No necesitaba más que eso para sentirse cómoda. Para ella, los libros eran refugio, compañía y sueño a la vez.

La librería The Reading Nook, un pequeño rincón de la calle Bleecker, era su hogar tanto como su trabajo. Y aunque el mundo allá afuera rugiera con prisas y gritos, dentro de esas paredes todo transcurría lento, como una tarde de otoño.

Lucía apenas había terminado de organizar una estantería cuando escuchó otra vez el tintineo de la puerta.

—¡Buenos días, señor O'Malley! —saludó con una sonrisa brillante.

El anciano, un habitual de los sábados por la mañana, apoyó su bastón al costado de una repisa y se acercó despacio.

—Buenos días, querida. ¿Tendrás algo nuevo de poesía? —preguntó, con una voz rasposa pero amable.

Lucía asintió de inmediato. Caminó hasta un pequeño estante al fondo, rebuscó entre las novedades y volvió con un ejemplar de poesía contemporánea. Se lo entregó como si fuera un tesoro.

—Este llegó ayer. Creo que le gustará. Tiene un ritmo tranquilo, como le gusta a usted —dijo, ladeando la cabeza de forma casi infantil.

O'Malley tomó el libro entre sus manos huesudas como si fuese algo frágil.

—¿Sabes, Lucía? —dijo, acariciando la tapa—. La poesía mantiene a los viejos corazones latiendo. Los poemas... son pequeñas esperanzas.

Lucía apoyó los codos en el mostrador, sonriendo.

—Entonces debería llevar dos —bromeó en voz baja, con ese tono suyo que parecía abrazar a quien la escuchaba.

El anciano soltó una carcajada breve, pero sincera.

—Tienes razón. Tal vez hoy sea un buen día para más esperanza.

Mientras cobraba el libro, envolviéndolo con delicadeza en papel marrón, Lucía le preguntó:

—¿Y cómo está la señora O'Malley?

O'Malley suspiró, pero con una ternura inmensa.

—Igual de terca que siempre. Esta mañana discutió conmigo por ponerle demasiada miel al té.

—¿Demasiada miel? Eso debería ser motivo de celebración, no de pelea —comentó Lucía, divertida.

El anciano le guiñó un ojo.

—Eso mismo le dije. Pero ya sabes, el amor en los viejos tiempos se parece más a una guerra fría que a un romance de película.

Lucía rió suavemente, entregándole el paquete.

—Si algún día escribo un libro sobre amores duraderos, usted será mi primer entrevistado.

O'Malley tomó su bastón y se inclinó levemente hacia ella en señal de agradecimiento.

—No olvides poner en el título que la paciencia es el verdadero truco —dijo, antes de salir bajo el tintineo de la campanita.

Lucía lo observó alejarse por la ventana empañada, sintiendo ese calorcito sencillo que le recordaba por qué amaba tanto su pequeño rincon.

Rafael

El motor del Maserati rugía suavemente mientras Rafael Murray avanzaba entre el tráfico de Manhattan.

Vestía un traje oscuro a medida, corbata perfectamente anudada, gemelos discretos de plata. Su apariencia impecable era su armadura. No dejaba margen para errores, ni en su ropa ni en su vida.

El teléfono vibró una vez en su bolsillo interior. Esta vez sí contestó, deslizando el dedo con frialdad.

La voz al otro lado era seca, urgente.

—Jefe... Lo vendieron. Hay gente de Rivetti en el muelle. Están esperando.

El músculo de su mandíbula se tensó apenas. El trato de esa mañana —un intercambio silencioso de información que podía decidir el control de media ciudad— estaba comprometido.

Y no era cualquier traición: era alguien de los suyos.

Sin perder la calma, Rafael cambió el rumbo. No iría al muelle. No iría a donde lo esperaban para matarlo.

Tomó calles laterales, buscando salir del circuito que ya estarían vigilando.

Pero no fue suficiente.

Media hora más tarde, en una esquina desierta de Brooklyn, un coche negro sin placas bloqueó su camino.

El primer disparo estalló en la noche fría, cortando el aire como un látigo.

Rafael giró bruscamente, acelerando en dirección contraria, el corazón latiéndole con una furia contenida. No era miedo: era furia, era traición.

A medida que se internaba en calles más angostas, supo que necesitaba desaparecer, al menos unos minutos. Pensó en los pocos lugares donde no lo buscarían: un parque, un bar, un local anónimo...

Fue entonces cuando la vio.

Una pequeña librería, casi oculta entre un local de antigüedades y una cafetería vacía.

Un lugar tan inocente que nadie imaginaría encontrarlo allí.

Sin pensarlo dos veces, frenó en seco, bajó del auto, cruzó la calle a zancadas largas y empujó la puerta.

La campanita sonó.

Él entró como una sombra elegante y peligrosa en su mundo de papel y tinta.

Lucía alzó la vista desde su mostrador, en plena tarea de acomodar un pedido.

Y lo vio: un extraño de traje oscuro, con el rostro sombrío y una energía que parecía llenar todo el aire.

El hombre que acababa de entrar no era como los habituales de The Reading Nook.

Su presencia llenaba el espacio de una energía diferente: seria, contenida, casi peligrosa.

Era alto, de porte impecable, vestido de negro, con el cabello oscuro apenas revuelto por el viento. Y sus ojos... unos ojos oscuros de color azul que parecían ver demasiado.

Rafael escaneó el lugar en segundos: un mostrador, estanterías viejas, una joven detrás del mostrador... y ningún otro cliente. Perfecto.

Se acercó despacio, midiendo cada paso, mientras su mente trabajaba a toda velocidad.

Lucía tragó saliva y, como dictaba su naturaleza, decidió recibirlo con amabilidad.

—Buenas moches —dijo, su voz tan suave como una página recién vuelta—. ¿Puedo ayudarlo en algo?

Rafael se detuvo a un par de metros de ella. Su mirada fría se suavizó apenas. No podía permitirse llamar la atención.

Inspiró hondo, como si buscara una excusa dentro del aire.

—Busco un libro —dijo finalmente, su voz grave, segura.

Lucía sonrió con gentileza, inclinando un poco la cabeza.

—¿Algún título en particular?

Rafael entrecerró los ojos un instante. Tenía que sonar convincente.

La primera imagen que le vino a la mente fue algo viejo, raro, difícil de conseguir. Algo que justificaría su presencia allí el tiempo suficiente.

—El guardián entre el centeno, primera edición —improvisó.

Lucía parpadeó, sorprendida.

No era un pedido común. Ese tipo de libros no se encontraba en cualquier rincón de Nueva York.

—Oh... —murmuró, pensativa—. No creo tener una primera edición, pero... puedo revisar lo que tenemos. —Hizo un gesto hacia una sección al fondo de la tienda—. Tenemos una pequeña colección de rarezas. Si quiere acompañarme...

Rafael asintió con un leve movimiento de cabeza, sus ojos no dejando de observar cada rincón, cada detalle.

Mientras Lucía lo guiaba entre los pasillos de madera crujiente y el aroma a papel viejo, algo en su interior, que no tenía que ver con estrategias ni enemigos, se agitó.

Había algo en ella —algo simple, genuino, ajeno a todo lo que él conocía— que lo desconcertaba más que cualquier emboscada.

Y Lucía, aunque sentía una vaga inquietud que no podía explicar, decidió confiar en su instinto: en aquel mundo suyo, siempre había lugar para un alma perdida.

El suelo crujía bajo los pasos de Lucía mientras avanzaba hacia la sección de rarezas.

Rafael la seguía de cerca, sus zapatos italianos resonando casi en sincronía, aunque con una gravedad distinta, como si el piso mismo tuviera que soportar el peso de su presencia.

Ella se detuvo frente a un mueble viejo de madera oscura.

Pasó los dedos sobre los lomos de los libros, buscando con concentración.

—No es una edición fácil de encontrar —comentó, sin volverse—. Pero... tengo un par de cosas que podrían interesarle igual.

Rafael se apoyó levemente contra la estantería, los brazos cruzados sobre el pecho.

Observaba cómo ella pasaba las yemas de los dedos por los títulos, con una delicadeza casi devocional.

En otro momento, en otra vida, quizás se habría permitido sonreír ante esa escena.

Pero no ahora.

—¿Suelen venir muchos clientes buscando primeras ediciones aquí? —preguntó, más por estrategia que por interés real.

Lucía se giró apenas, regalándole una sonrisa pequeña.

—No demasiados. —Sus ojos se iluminaron con una chispa traviesa—. Normalmente buscan algo más inmediato... novelas románticas, misterio, autoayuda.

Rafael soltó una exhalación breve, que apenas podría llamarse risa.

—Supongo que soy una excepción —dijo, con un tono bajo, irónico.

Lucía ladeó un poco la cabeza, como si lo estuviera estudiando.

Había algo extraño en ese hombre: no solo por cómo vestía, o por su lenguaje corporal tenso. Era como si llevara el peso de un mundo oculto a cuestas.

—¿Le gusta leer? —preguntó, mientras sacaba un libro de la estantería y se lo tendía.

Rafael tomó el volumen entre sus manos. Era pesado, encuadernado en cuero gastado.

Ni siquiera miró el título. Sus ojos, oscuros y serios, seguían fijos en ella.

—Depende del libro —contestó.

Lucía sonrió, divertida.

—Eso dicen todos los que leen menos de lo que quieren admitir —bromeó suavemente, sin malicia.

Por un segundo, algo en los labios de Rafael pareció tensarse... ¿una sonrisa reprimida?

La campanita de la puerta sonó de nuevo, lejana, trayendo una ráfaga de aire frío.

Lucía no miró hacia la entrada; estaba acostumbrada a clientes entrando y saliendo. Pero Rafael sí.

Rápidamente, giró el rostro apenas, sus ojos aguzados revisando el reflejo en el cristal de una vitrina.

No era nadie conocido. Solo una joven madre con su hijo pequeño.

Se obligó a relajar los hombros.

Lucía notó el movimiento fugaz, la tensión bajo la superficie, y sin saber por qué, sintió una punzada de preocupación.

Pero no preguntó. No era de su estilo invadir.

—Si quiere... —dijo, volviendo al tono amable— puedo revisar en la bodega. A veces encuentro joyas escondidas allí.

Rafael asintió lentamente.

—Me gustaría eso —dijo.

Ella asintió también, guardándose el libro bajo el brazo.

Mientras caminaba hacia la puerta trasera, Lucía pensó en algo extraño:

Era la primera vez que alguien la hacía sentir que estaba caminando sobre un hilo invisible, como si un movimiento en falso pudiera romper el equilibrio de ese instante.

Y Rafael, por su parte, pensó —con una frialdad que empezaba a resquebrajarse— que quizá no era tan mala idea haberse refugiado allí.

Capitulo 2

La bodega de The Reading Nook olía a polvo antiguo y madera húmeda.

Lucía encendió una vieja lámpara de pie, iluminando un espacio atiborrado de cajas apiladas, estantes bajos y libros que parecían haber olvidado su propósito.

El lugar era estrecho y acogedor, con el tipo de caos que solo alguien como ella podía entender.

Rafael descendió detrás de ella, su silueta oscura contrastando con la luz amarillenta.

Sus ojos no dejaban de moverse, inspeccionándolo todo, como un lobo al acecho en territorio desconocido.

Lucía sonrió mientras se agachaba junto a una pila de libros encuadernados en cuero.

—No es muy glamoroso, pero aquí es donde guardamos los tesoros olvidados —comentó, con una chispa de orgullo en la voz.

Rafael dejó que su mirada se posara brevemente en ella.

Había algo en su manera de hablar, de moverse, que no encajaba con la velocidad feroz de la ciudad afuera.

Era como... una grieta en el mundo.

Lucía sacó varios libros y los fue apilando con cuidado sobre una pequeña mesa.

—Mire este —dijo, tendiéndole uno—. Matar a un ruiseñor, edición de los 60s. No es una primera edición... pero es especial.

Rafael tomó el libro.

Sus dedos rozaron los de ella durante un brevísimo instante.

Lucía retiró la mano de inmediato, como si el toque hubiera sido una descarga eléctrica.

Se aclaró la garganta, intentando recuperar la compostura.

—Y este otro —continuó, agachándose para abrir una caja polvorienta—. Una edición rara de poemas de Walt Whitman. Me costó semanas conseguirlo...

La voz de Lucía se fue desvaneciendo cuando Rafael ladeó la cabeza, su cuerpo tensándose de golpe.

Había escuchado algo.

Un chirrido.

Un roce de pasos sobre la acera afuera, demasiado lentos, demasiado calculados.

Alguien rondaba cerca.

En ese mismo momento, el celular de Rafael vibró en su bolsillo interno.

Sacó el dispositivo con movimientos rápidos y controlados.

Una llamada entrante, sin identificación.

El código.

No era buena señal.

Lucía, al ver su expresión endurecerse aún más, frunció el ceño.

Instintivamente, dio un paso más cerca de él, como si pudiera ofrecerle algo —protección, refugio, comprensión— aunque no supiera contra qué.

—¿Todo bien? —preguntó en voz baja, casi un susurro.

Rafael no respondió de inmediato.

En cambio, apagó el celular, ignorando la llamada, y se movió instintivamente, posicionándose entre Lucía y la pequeña escalera que llevaba a la puerta de la tienda, como un muro humano.

Los pasos afuera se detuvieron.

Silencio.

Por un segundo interminable, ambos permanecieron inmóviles, apenas respirando.

Tan cerca que Lucía podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, tan cerca que Rafael podía oler el aroma a libros viejos y a algo más... algo dulcemente humano.

Ella levantó la vista hacia él, sus ojos grandes y claros como el agua en primavera.

Y por un instante, Rafael —el hombre acostumbrado a frialdad, peligro y traición— se sintió tambalear.

Lucía, tímidamente, rompió el silencio.

—Si necesitas esconderte... puedes quedarte aquí. —Su voz era apenas un soplo, pero cargada de una convicción inesperada.

Rafael la miró como si viera algo imposible.

Una puerta abierta en un mundo donde todas siempre habían estado cerradas.

No dijo nada. Solo asintió, una vez. Y en ese instante, sin saberlo, firmaron un pacto silencioso.

Lucía sostuvo la mirada de Rafael un momento más, como buscando confirmar que había entendido. Después, con esa tranquila seguridad que tan pocas veces mostraba, dijo en voz baja:

—Quédate aquí... si quieres. —Señaló un pequeño rincón al fondo, donde unas cajas formaban una especie de refugio improvisado—. No bajan muchos clientes a la bodega. Estarás a salvo.

Rafael asintió otra vez, sin palabras.

Su lenguaje corporal era una mezcla tensa de agradecimiento y desconfianza.

Lucía dio un paso hacia la escalera, luego se detuvo a mitad de camino.

Se volvió, su cabello castaño moviéndose suavemente.

—Voy a atender arriba. —Su voz era serena, aunque sus manos nerviosas traicionaban su calma—. Si quieres subir después... puedes hacerlo.

—Hizo una pausa, bajando un poco la mirada—. No tienes que explicarme nada.

—Y luego, en un tono más suave todavía—: Confío en ti.

Era tan simple como eso.

Tan simple, y tan devastador.

Rafael se quedó inmóvil mientras ella subía las escaleras, su silueta desapareciendo lentamente entre la luz que se filtraba desde la tienda principal.

Arriba, el sonido de la campanilla anunció la llegada de más clientes.

Lucía respiró hondo, enderezó los hombros y cruzó la puerta de la bodega hacia el mostrador, como si nada fuera diferente.

Aunque su corazón latía con fuerza, consciente de la sombra peligrosa y desconocida que había decidido proteger.

En la penumbra de la bodega, Rafael se apoyó contra la pared, su celular aún frío en su mano.

Escuchaba las voces amortiguadas arriba: risas, conversaciones casuales, el mundo normal girando.

Y por primera vez en mucho tiempo, sintió algo extraño anudándose en su pecho:

un atisbo de pertenencia, algo que no tenía nombre.

Podía quedarse escondido.

Podía desaparecer.

Era lo que siempre hacía.

Pero en aquella librería, bajo aquella luz tibia, había una posibilidad diferente, por primera vez en años, consideró quedarse.

---

Rafael subió los escalones lentamente, cada paso calculado.

La puerta de la bodega crujió apenas cuando la empujó, y la luz de la librería lo envolvió con una tibieza inesperada.

Se detuvo en las sombras, fuera de la vista directa de los clientes.

Desde allí, vio a Lucía detrás del mostrador, sonriendo mientras envolvía un libro en papel de regalo.

Frente a ella, una mujer joven —una madre— sostenía de la mano a un niño de no más de cinco años, que brincaba de un pie al otro, emocionado.

—¿Quieres abrirlo aquí o en casa, campeón? —preguntó Lucía con una calidez genuina.

—¡En casa! —gritó el niño, apretando el libro contra su pecho como si fuera un tesoro.

La madre rió suavemente y agradeció a Lucía con un gesto cansado pero amable.

Pagó en efectivo, recogió las bolsas y se despidió.

Lucía agachó la cabeza en un pequeño saludo mientras los veía salir por la puerta, el sonido de la campanilla acompañando su partida.

Rafael observaba todo en silencio.

Había algo en la forma en que Lucía se movía, en la ternura natural con la que trataba a esas personas, que le provocaba una sensación incómoda en el pecho.

No pertenecía a ese mundo.

Él era parte de la oscuridad que esas mismas personas temerían si tan solo supieran.

Cuando el último cliente se fue, Lucía se apoyó levemente en el mostrador, soltando un suspiro cansado pero satisfecho.

Fue entonces cuando levantó la vista... y lo vio.

Rafael salió de entre las sombras como un espectro elegante.

Lucía le sonrió, esa sonrisa tímida pero luminosa que parecía no requerir motivos.

—¿Todo bien? —preguntó en voz baja.

Rafael se acercó despacio.

Por un instante, no respondió.

Finalmente, con su tono grave y contenido, dijo:

—Gracias.

—Se detuvo, como si quisiera decir más, pero se contuviera—. No tenías que ayudarme.

Lucía ladeó la cabeza, dejando caer un mechón de cabello sobre su mejilla.

—A veces... las personas solo necesitan un lugar seguro —murmuró.

Rafael bajó la mirada, como si aquellas palabras fueran más difíciles de soportar que cualquier amenaza.

Se pasó una mano por el cabello, inquieto.

—No puedo quedarme —añadió, casi disculpándose—. Pero te debo una.

Lucía negó suavemente, su voz apenas un susurro:

—No me debes nada.

Rafael asintió una vez, solemne.

Antes de irse, echó un vistazo rápido alrededor: la calle, las esquinas, las ventanas de los edificios cercanos.

Sus sentidos se agudizaron, midiendo riesgos, buscando peligros invisibles.

Cuando estuvo seguro de que era seguro, se volvió hacia ella una última vez mirando brevemente su pecho viendo el pin con su nombre.

—Cuídate, Lucía —dijo, su voz rozando una ternura que ni él mismo reconocía.

Lucía simplemente asintió, viéndolo desaparecer entre las sombras de la noche.

Y mientras cerraba la puerta con llave, pensó que algo había cambiado.

No sabía qué era.

No sabía cuánto.

Pero su mundo, tan pequeño y seguro hasta ese momento, acababa de abrir una grieta.

Una grieta por donde podía entrar algo peligroso. O... algo verdaderamente hermoso.

---

La ciudad brillaba a sus pies como un manto de estrellas caídas cuando Rafael llegó a su penthouse.

Las ventanas de piso a techo dejaban ver el espectáculo de luces y sombras de Nueva York, pero él apenas reparó en ello.

Cerró la puerta de acero reforzado tras de sí y dejó caer las llaves en una bandeja sobre la consola de entrada.

Todo era silencioso, impoluto.

Demasiado perfecto.

Demasiado frío.

En el amplio salón, tres de sus hombres de confianza ya lo esperaban.

Vestían de negro, discretos pero peligrosos, como extensiones de su propia voluntad.

Uno de ellos, Gabriel —el más antiguo, el más brutal— dio un paso al frente.

—Señor Murray. —Hizo una leve inclinación de cabeza—. La situación está controlada... en parte.

Rafael se despojó del abrigo con movimientos medidos, revelando la pistola oculta en su cinturón.

La dejó sobre la mesita de cristal como si fuera un simple accesorio.

—¿El traidor? —preguntó, su voz como una hoja afilada.

Gabriel intercambió una breve mirada con los otros dos antes de responder.

—Lo tenemos identificado. Se movía para el clan Rivetti. —Escupió el nombre como si fuera veneno—. Alguien lo alertó... escapó antes de que pudiéramos cerrarle el paso.

Rafael apretó la mandíbula, un músculo saltándole en la sien.

Sus ojos, fríos e implacables, brillaron bajo la luz tenue.

—¿Y la filtración?

—Sellada, por ahora. —Gabriel asintió—. Eliminamos a los intermediarios. No hay rastro que nos conecte.

Rafael caminó lentamente hacia la barra de whisky que adornaba una esquina del salón.

Se sirvió un vaso sin hielo, la bebida ámbar brillando como fuego líquido.

Bebió un sorbo y luego se apoyó contra el borde de la barra, pensativo.

—Doblen la vigilancia —ordenó finalmente—. No quiero sorpresas.

—Entendido.

Hubo un momento de silencio pesado, hasta que uno de los hombres, más joven, se atrevió a preguntar:

—Señor, ¿necesita que limpiemos el área donde se refugió?

Rafael giró la copa entre los dedos, pensativo.

Por un momento, la imagen de Lucía apareció en su mente: su sonrisa tímida, sus ojos limpios, el aroma a papel y esperanza.

Negó con la cabeza, lento pero decidido.

—No.

—Su voz no admitía discusión—. Esa librería... no se toca.

Los hombres asintieron sin cuestionarlo, aunque intercambiaron miradas curiosas.

Rafael acabó su whisky de un solo trago y dejó el vaso sobre la barra con un leve golpe.

Después, caminó hacia el ventanal, contemplando la ciudad que alguna vez pensó dominar.

Sin embargo, en esa noche de amenazas veladas y traiciones, solo una cosa ocupaba su mente.

Una pequeña librería.

Y una chica de mirada limpia que, por alguna razón, había dejado una grieta en su mundo blindado.

Y Rafael Murray sabía algo con absoluta certeza:

Las grietas... siempre se abren, nunca se cierran.

Capitulo 3

Lucía dobló cuidadosamente los nuevos libros que habían llegado esa mañana.

Su jefa, la señora Patterson, estaba arriba en la oficina, dejando a Lucía sola en el piso principal.

El olor a tinta fresca y papel nuevo flotaba en el aire, reconfortándola como un abrazo silencioso.

Mientras ordenaba una edición de clásicos en tapa dura, sus pensamientos, incontrolables, volvían a él.

Al hombre de la mirada intensa y la voz grave.

El que había irrumpido en su librería como una sombra necesitada de refugio.

Lucía mordió su labio inferior, distraída.

No sabía su nombre.

Ni por qué había necesitado esconderse.

Y sin embargo... había confiado en él. Instintivamente.

¿Por qué?

Sacudió la cabeza, sonriendo para sí misma.

Quizás había visto demasiadas películas de misterio.

O quizás... había algo más.

Se obligó a concentrarse en el trabajo, saludó amablemente a un par de clientes, recomendó novelas ligeras a una adolescente tímida.

Pero cada vez que un hombre de cabello oscuro cruzaba la puerta, su corazón latía un poco más rápido.

Hasta que, decepcionada, volvía a su tarea.

Lucía no sabía su nombre.

Solo recordaba la sensación extraña de seguridad —y de peligro— que había dejado atrás.

Rafael, en cambio, lo manejaba todo desde el filo de su propio universo.

Sentado en su despacho, en la planta alta de su penthouse, con las luces de la ciudad parpadeando a lo lejos, revisaba informes discretos.

Gabriel y sus hombres enviaban actualizaciones constantes: movimientos del traidor, registros de llamadas, ubicaciones potenciales.

Cada tanto, bebía un sorbo de whisky, dejando que el calor descendiera lentamente por su garganta.

Pero incluso mientras hablaba por teléfono con contactos del bajo mundo, o leía mensajes codificados, había un rincón de su mente que no se callaba.

La chica.

La librera.

Se reprochó a sí mismo por la distracción.

No era momento de flaquear, no ahora que tenía que sellar la amenaza desde dentro.

Y sin embargo...

¿Qué clase de persona ofrecía refugio a un completo desconocido, sin preguntas, sin exigencias?

Se sirvió otro trago, apoyando el vaso contra su frente unos segundos.

En su mundo, no existía la bondad gratuita.

Todo se pagaba, tarde o temprano.

Pero ella...

Ella lo había mirado como si no fuera un monstruo.

"Ni siquiera la conozco", pensó, con una mezcla de frustración y curiosidad que le era ajena.

Ella había dicho que confiaba en él.

Una locura.

Una dulzura peligrosa.

Y Rafael Murray, el hombre que podía mover redes enteras de poder con una orden, se encontró deseando algo absurdo:

Volver a aquella librería.

Encontrarla.

Verla.

Escucharla.

---

Mientras, en otro rincón de la ciudad, Lucía cerraba la caja registradora, apagaba las luces y salía a la calle helada, deseando, sin saberlo, exactamente lo mismo.

Esa noche, Rafael no pudo conciliar el sueño.

Había revisado tres veces los movimientos de sus hombres, asegurado las transacciones, reorganizado alianzas...

pero cada vez que cerraba los ojos, veía la imagen de ella:

el cabello suelto, las manos delicadas envolviendo libros, la voz dulce que no tenía cabida en su mundo.

Se sirvió otro whisky, más fuerte esta vez.

"Esto no puede seguir así", pensó, irritado consigo mismo.

Debía tratarla como lo que era: una variable desconocida.

Una pieza que había aparecido en su tablero sin aviso.

Dejó el vaso a un lado y tomó su teléfono.

Marcó un número corto, reservado para asuntos de máxima discreción.

Del otro lado, una voz seca respondió:

—Señor Murray.

—Necesito un informe —dijo Rafael, sin preámbulos—. De alguien.

Hubo una breve pausa, apenas un respiro.

—Nombre.

Rafael inhaló hondo.

El solo decirlo ya le resultaba íntimo, como romper un pacto tácito.

—Lucía Bennet —pronunció despacio, como saboreando el nombre por primera vez.

El sonido era suave.

Casi... hermoso.

La voz al otro lado confirmó:

—Entendido. ¿Alcance de la investigación?

Rafael apretó la mandíbula, reflexionando.

No quería invadirla.

No quería lastimarla.

Pero debía saber quién era.

Por su propia seguridad.

Por la de ella.

—Información básica —ordenó finalmente—. Familia, historial, trabajo actual, relaciones conocidas. Solo observación. Nada invasivo.

—Muy bien.

El investigador no dudó en responder unas horas más tarde, entregando un pequeño informe resumido a través de un canal seguro:

Lucía Bennet. Veintitrés años.

Rafael leyó esas dos líneas y se quedó en silencio largo rato, el informe temblando levemente entre sus dedos.

Veintitrés.

Siete años de diferencia.

Casi una vida completa entre ellos.

La curiosidad, lejos de apagarse, se volvió un fuego lento dentro de él.

Cerró el archivo sin leer más.

No aún.

Porque en el fondo sabía que cuanto más supiera de ella, más difícil sería mantenerse alejado.

Y Rafael Murray no podía permitirse debilidades.

No en su mundo.

No con ella.

La madrugada se deslizó silenciosa sobre Nueva York.

El cielo era un mar oscuro apenas rasgado por luces lejanas.

En su despacho, Rafael Murray permanecía sentado en su sillón de cuero, solo, con el informe de Lucía Bennet sobre la mesa.

Durante horas había evitado abrirlo.

Se había sumergido en trabajo, en estrategias, en órdenes.

Pero el sobre cerrado seguía ahí.

Una tentación silenciosa.

Finalmente, como quien cede ante algo inevitable, lo abrió.

Lucía Bennet —decía el encabezado.

Edad: 23 años.

Rafael pasó lentamente las páginas.

Origen: Nacida en Nueva York. Hija única de madre soltera, Carol Bennet, enfermera retirada.

Padre ausente.

Sin historial de conflictos.

Sin antecedentes legales.

Formación académica: Graduada en Literatura Inglesa en una universidad comunitaria.

Trabajó en cafés, bibliotecas públicas y pequeñas editoriales antes de instalarse como encargada de una librería local.

Rafael inclinó la cabeza, observando una pequeña foto adjunta: Lucía sonriendo, sencilla, con el cabello recogido en una trenza desordenada.

Era tan distinta a todo lo que conocía...

Gente como él no sonreía así.

Siguió leyendo.

Actividades extracurriculares:

Participación en clubes de lectura.

Voluntaria en un programa de alfabetización para adultos.

Organiza pequeñas ferias de libros usados en su comunidad.

No había lujos.

No había escándalos.

No había sombras.

Solo una vida sencilla, honesta... y, para su mundo, peligrosamente frágil.

Rafael apoyó los codos sobre las rodillas, frotándose el rostro con ambas manos.

Una parte de él —la parte que aún creía en la lógica y el control— le gritaba que se alejara.

Pero otra parte, más profunda, más silenciosa, ya estaba en movimiento.

Porque la había encontrado.

Porque ella no sabía quién era él.

Y porque, en esa noche interminable, Rafael Murray comprendió una verdad demoledora:

Lucía Bennet era la única persona en Nueva York que no esperaba nada de él.

Y eso la hacía infinitamente más peligrosa que cualquier enemigo que hubiera enfrentado.

La mañana siguiente amaneció gris y húmeda, como un susurro pesado sobre la ciudad.

Lucía Bennet caminó hasta la librería sosteniendo su paraguas contra el viento.

La rutina la reconfortaba: abrir las persianas, encender las luces cálidas, acomodar las novedades en el escaparate.

Colocó una tetera a calentar en la pequeña cocina del fondo, revisó el inventario, respondió correos de proveedores distraídamente.

Cada tanto, su mente volvía a aquella noche.

Al hombre de ojos oscuros y azules.

A la extraña sensación de peligro y electricidad.

Sacudió la cabeza para despejarse.

La mañana transcurrió entre clientes habituales y risas contenidas.

La señora Mitchell vino a comprar novelas de romance histórico; un par de turistas curiosos se maravillaron con la sección de rarezas.

Lucía recomendó libros con su ternura habitual, preparó una taza de té para ella y otra para el anciano señor Brooks —su cliente favorito—, que pasó a comprar un volumen de poemas.

Era un día como cualquier otro.

Hasta que la campanita de la puerta sonó, rompiendo el murmullo plácido del local.

Lucía levantó la mirada, lista para sonreír, pero algo en su instinto la hizo dudar.

El hombre que había entrado era diferente.

No llevaba paraguas a pesar de la llovizna.

Su abrigo largo estaba seco.

Y aunque sus pasos eran tranquilos, sus ojos se movían inquietos, examinando cada rincón, cada salida, cada rostro.

Lucía tragó saliva, incómoda sin saber por qué.

El hombre avanzó despacio, rozando las estanterías con una mano cubierta de tatuajes.

Cuando su mirada se cruzó con la de ella, Lucía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Él sonrió.

Una sonrisa vacía.

Una sonrisa que no llegaba a los ojos.

—¿Tienen sección de historia? —preguntó con voz grave, rasposa.

Lucía asintió, señalando el fondo de la tienda.

—Al final, a la derecha —balbuceó, esforzándose por sonar natural.

El hombre inclinó apenas la cabeza en agradecimiento y se perdió entre los pasillos, caminando con una extraña mezcla de pereza y alerta.

Lucía volvió a su mostrador, fingiendo revisar papeles, pero sin poder dejar de mirarlo de reojo.

No sabía quién era ese hombre.

No sabía que, en ese mismo instante, en otro punto de la ciudad, Rafael Murray recibía una alerta urgente en su teléfono:

"Lo encontramos. El traidor fue visto entrando en una librería. 'The Reading Nook'."

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