POV. Charrill
Siento la brutalidad de sus movimientos. No hay caricias, solo invasión. Nada en su contacto busca placer compartido.
Es castigo, es dominio, es una rutina más en esta condena que él llama amor.
El miedo no tiene voz, pero grita dentro de mí. Me sacude hasta los huesos, me rompe por dentro.
Y él lo sabe.
Disfruta de mi silencio.
Cada parte de mí arde, pero no por deseo. Es el ardor del sometimiento. De la resistencia quebrada.
Soy un recipiente.
Una cosa.
Un objeto más de su propiedad.
Soy como una muñeca de trapo, sin voluntad, usada una y otra vez para satisfacer sus perversiones.
Mis ojos se llenan de lágrimas y se niegan a ver el rostro del hombre que creo amar.
He caído tan bajo…
Ya no valgo nada.
Maldigo el momento en que me hundí en esta oscuridad.
Dejé de ser aquella chica que soñaba con viajar por el mundo, perderse entre pasarelas y telas exquisitas, admirar el trabajo de los más grandes diseñadores y aprender de ellos.
Ahora solo me pierdo en esta prisión sin puertas, donde las paredes me asfixian y su sombra me acecha en cada rincón.
Antes de aquel día… mi vida era totalmente diferente.
Perdí a mi padre cuando tenía diez años, y aunque su ausencia dejó un vacío en mi corazón, mi madre hizo todo lo posible para que nunca me faltara nada.
Gracias al seguro de vida de mi papá y la buena administración de mamá, pude tener una infancia sin carencias, una educación en las mejores escuelas y la oportunidad de perseguir mis sueños.
Cuando me gradué, mi mamá, con orgullo en los ojos, me regaló un viaje a París.
Quiso que viviera la experiencia de la alta moda de cerca, que viera los diseños que siempre había admirado en revistas y televisión. Que sintiera de cerca la magia de la moda.
Fue uno de los momentos más felices de mi vida… pero también el más amargo.
Todo aquello ahora no es más que un eco lejano, un sueño roto que ya no me pertenece…
Martín al fin termina dentro de mí. Siento su peso sofocante, su aliento a alcohol y cigarrillo en mi nuca.
Me quema la piel el roce de sus manos, el asco se me enreda en la garganta, robándome por unos segundos la respiración.
Toma mi quijada con fuerza, obligándome a mirarlo. Mi labio herido titila de dolor bajo la presión, aún ardiendo por el golpe que me dio antes de arrojarme a la cama.
—Mírame cuando te hablo, estúpida. No me hagas repetirlo —escupe.
Mi cuerpo tiembla, no por el frío, sino por ese pánico helado que me carcome desde dentro.
Vivo bajo el mismo techo con un monstruo. Es el único que ama.
Que me acepta…
Me he acostumbrado tanto a sus golpes, a sus gritos, a sus malos tratos.
Si no lo veo, me impaciento.
He generado una dependencia afectiva, enfermiza…
Porque solo él me puede amar.
Abro lentamente los ojos, y las lágrimas caen sin control.
—La próxima vez que te folle, gime, perra. No te quedes tiesa como un cadáver. ¿O es que ya te aburriste de fingir?
Acaricia mi cabello, enredándolo entre sus dedos con una suavidad cruel. Su forma de recordarme que él tiene el control.
—Si hicieras lo que te digo, no tendría que castigarte… Pero te es tan difícil satisfacerme.
Sus palabras no son rabia, son hielo…
Frías.
Lentas.
Como si repitiera un libreto.
—Debes aprender a complacer de verdad a un hombre —escupe con desprecio—. Ya sé que solo te gusta cuando hay varios… Quizás si invito a unos amigos… ellos te hagan recordar cómo se hace. Te abrirán de una vez todos los agujeros. A lo mejor así dejas de fingir ser una santa. De lo cual estás muy lejos.
Bajo la mirada. Mis labios tiemblan mientras suplico en un murmullo:
—Per… perdón…
Su sonrisa es una mueca maliciosa, cargada de un goce perverso. Disfruta viéndome hecha trizas, como si mi dolor fuera su más exquisito éxtasis.
Su mirada me estudia, como si buscara algún atisbo de resistencia en mí.
No lo encuentra.
Lo ha destruido todo.
Aprieta uno de mis pezones entre sus dedos hasta que siento el punzante ardor. El dolor es la única forma que me recuerda que sigo viva... y rota bajo su merced.
No hago ruido. Él odia el llanto. Solo cierro los ojos y me aferro al colchón como si eso pudiera absorber la humillación.
—Ponte en cuatro. Hoy se me antoja tu culo.
Obedezco sin pensar. Me muevo sin alma. No porque quiera, sino porque ya no sé hacer otra cosa.
Intento gritar, pero no hay sonido. Mi voz está muerta. Asfixiada por el tiempo, por el sometimiento y el miedo.
Sus manos me aprietan la cintura. Sus embestidas son un recordatorio constante de mi derrota.
Me quiere rota, y lo ha conseguido.
Me quiere sumisa, y lo soy.
Porque si no lo soy, muero.
Y aún no tengo el valor de morir.
Sus jadeos son asquerosos, y cada vez que dice que me ama mientras me destroza... por dentro algo en mí se quiebra un poco más.
No hay placer, solo dolor disfrazado de deseo.
Y cuando termina, se aparta como si yo no fuera más que una servilleta usada. Me deja tirada, desnuda, temblorosa, mientras él se viste como si nada hubiese pasado.
—Muévete. Hoy tengo invitados. Quiero una buena cena. No la basura de pobre que sabes preparar.
Me levanto como una sombra. El cuerpo me duele, pero no me pertenece. Lo uso como quien usa ropa prestada.
Cualquier palabra o sonido podría provocarme otra golpiza.
Su voz fría, seca y perversa, interrumpe mis pensamientos.
—Mi tío me llamó hoy. Quiere saber cómo vamos con la venta de la casa de tu madre —dice, recordándome que estoy a punto de dejar a la mujer que me dio la vida en la miseria.
Mi madre… Ella no sabe que está a punto de perderlo todo por culpa mía.
Yo firmé. Yo entregué.
Yo quise creer.
Cierro los ojos.
“Me merezco este infierno. Este es mi castigo por fallarle a mamá. Por haber sido tan ingenua”
Martín me trajo los papeles para reclamar la casa de mi madre, argumentando que es mi derecho, mi herencia por parte de mi padre.
Él solo quiere el dinero para un nuevo proyecto… uno que, según dice, esta vez sí le dará frutos.
Pero han sido tantas las veces que ha iniciado el gran proyecto de su vida… y tantas las veces que ha fracasado. Pobre, no ha contado con suerte.
Ya le he dado todos los ahorros de mi vida. Incluso el dinero que mamá había apartado con tanto esfuerzo para mi especialización. Después vendí el apartamento que ella me entregó… y también se lo di.
Ahora su carácter está peor. Hago todo por complacerlo: soy su esclava sexual, su sirvienta, quien sostiene la casa… y también sus caprichos. Doblo turnos solo por verlo feliz, pero nunca es suficiente.
El dinero nunca alcanza. Nunca.
Trabajo en una pequeña compañía como diseñadora, pero no tengo derecho a hablar con nadie. No puedo entablar amistad, ni siquiera cruzar palabras que no sean estrictamente laborales.
No puedo llamar a mamá… ni a mi hermano…
Tampoco tengo cara para hacerlo.
Me pesa la vergüenza.
Me ahoga la culpa.
El día que lo intenté… ese día... Martín me miró con su sonrisa cruel y dijo que los bebés son frágiles. Que un accidente le puede pasar a cualquiera.
Apretó mi muñeca.
Y yo lo entendí.
No puedo arriesgarme.
No puedo permitirlo.
También amenazó con ese secreto… ese que solo él sabe.
Ese que podría terminar de destruir a un alma que solo camina porque no le queda otra opción… más que seguir purgando sus culpas.
—¿Qué te quedaste pensando que no te mueves? Tengo hambre. Mueve tu puto culo.
El sonido de su voz rasposa me hace reaccionar de inmediato.
Y como una autómata me visto.
No tengo tiempo para llorar.
Para procesar mi desdicha.
Este es mi mundo real.
Mi prisión y mi condena.
Tomo un suéter de cuello alto y manga larga, mi segunda piel, la única barrera entre el mundo y las marcas que me recuerdan lo que soy ahora: un cuerpo roto que se esconde en las penumbras.
Un pantalón ancho. Lo que menos deseo es llamar la atención de sus pervertidos amigos.
(…)
Amanece y comienzo con mi rutina diaria. Me alisto para ir al trabajo, pero antes recojo el desorden que dejó Martín.
El olor a alcohol, comida rancia y cigarro está impregnado en cada rincón del departamento, haciendo que mi estómago se revuelva.
Siento náuseas, pero alguien como yo no tiene permitido ni vomitar. Me obligo a respirar hondo y seguir adelante.
Preparo su desayuno en silencio, con el corazón encogido. Mientras lavo los platos, mis manos tiemblan sin control.
No puedo permitirme romper ni uno… el más leve estruendo podría despertarlo.
Y si se levanta de mal humor, lo sé, lo inevitable ocurre.
No puedo dejar que mi torpeza le arruine el día. Porque eso lo obligaría a castigarme.
Y entonces, yo sería la culpable… la que abrió la puerta al infierno una vez más.
Tomo una tostada y un café para salir corriendo.
El aire frío de la mañana me golpea el rostro cuando cruzo la puerta, pero me aferro a la tela de mi suéter como si con eso pudiera esconderme del mundo.
Debo caminar varias cuadras hasta la parada del autobús.
Martín perdió mi automóvil en una de sus apuestas… No fue su culpa, la suerte simplemente no estuvo de su lado.
Pobre, él solo quería que tuvieramos una mejor vida.
Miro mi reloj, comienzo a correr, no puedo llegar tarde. Ya tengo un par de memorandos por ello y no puedo perder el trabajo.
Tengo muchos gastos.
Martín tiene muchos gastos...
La suerte no le quiere sonreír…
Las calles están apenas despertando. El ruido de los motores, el murmullo de la gente, el aroma del café que se escapa de una panadería cercana… todo me resulta ajeno.
Un tiempo atrás, este camino me llenaba de ilusión. Soñaba con diseñar… con ver mis ideas plasmadas en telas de todos colores y texturas… con escuchar los aplausos en una pasarela.
Ahora solo camino con la mirada baja, con los hombros encorvados por un peso que ya no sé si es real o solo está dentro de mí.
Lo único que deseo es que hoy sobreviva, porque soy tan cobarde que le tengo miedo a la muerte…
A encontrarme con papá y decirle que fallé… A ver en sus ojos la decepción que soy...
Viva o muerta, he decepcionado a todos los que me aman... No tengo salida... No tengo escapatoria... Estoy condenada…
(…)
¿Cuántas mujeres estarán pasando por lo mismo?
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⚠️⚠️Advertencia de contenido:
Este capítulo contiene descripciones explícitas de abuso sexual, violencia psicológica y lenguaje perturbador. Puede ser desencadenante para algunas personas.
Se recomienda discreción al lector. Si estás en una situación vulnerable, prioriza tu bienestar emocional antes de continuar⚠️⚠️
POV Charrill.
Es la una de la madrugada. Martín no ha llegado y, en vez de sentirme tranquila por ello y aprovechar para dormir…
Me siento muerta de pánico. Pero, a la vez, como una maldita masoquista y tóxica… lo extraño. Me preocupa que algo le pase.
“De seguro está apostando en el casino lo que no tenemos… y tal vez hasta mi cuerpo…”
El miedo y la preocupación me invaden. Siento mi cuerpo temblar y la angustia filtrarse en mi piel. Me levanto y me arrodillo junto a la cama.
—Dios… sé que estoy lejos de ser una buena hija, que te he fallado más veces de las que puedo contar… —mis ojos se llenan de lágrimas, mi voz se rompe—. Pero si en tu misericordia aún queda un rincón para mí… por favor… ayúdame. Y cuídalo, que llegue a salvo a casa.
Escucho la cerradura de la puerta principal al abrirse, y mi cuerpo se paraliza. Mis labios tiemblan.
—¡Dios, no me abandones! Haz que Martín vuelva a ser el hombre de antes. Sé que él no es malo… solo que la suerte no le ha sonreído —ruego, temblando.
"De verdad que hay mujeres ingenuas… pero tú te llevas el premio" me grita mi conciencia sin piedad. "Martín es un apostador, un vicioso. Él no te ama. Y, seamos sinceras, tú tampoco. Lo tuyo no es amor, es una enfermedad. Has creado una absurda y dolorosa dependencia que te está arrastrando al hoyo más profundo".
—¡¿Cállate! ¿Tú qué sabes?! —me respondo como una demente.
"Vivo en ti, por si se te olvida. Y aguanto su asquerosa respiración a alcohol, cigarrillo… y su ropa impregnada de burdel".
Sollozo… porque es cierto.
—Pero no sé cómo salir de aquí. Perdí la dignidad. No puedo llevarle a mamá mis problemas, cuando ella me advirtió que era un bueno para nada —bajo la cabeza, sintiéndome menos que la nada—. Además… soy una mujer que no vale nada… qUe ni en la cama sirve…
"Si sigues pensando así, no te quejes. Simplemente espera… a ver cuándo te mata o te vende con sus amigos."
—Pero sabes que me tiene vigilada… está la vida de mi sobrina. Él lo dijo….y aquello.
Escucho los gritos de Martín.
—¡Charrill! ¿Dónde putas te metiste? ¡Ven que necesito que nos atiendas!
—Dios… por favor, ayúdame —limpio las lágrimas de mis mejillas.
Busco un suéter largo y un pantalón. Me visto rápido. Salgo… no quiero que se enoje conmigo.
Llego a la sala y ahí está, con el idiota de su amigo Daniel, quien me mira con esa maldita mirada pervertida.
—Ven aquí —palmea su regazo.
—Yo... —susurro desviando la mirada.
Mis pies se resisten a caminar.
—¿Acaso no me escuchaste? ¡Mueve el puto trasero! —me grita.
"Ya lo hice enojar", me recrimino. "¿Por qué carajos no puedo simplemente cerrar la boca? ¿Qué me costaba hacer lo que quería?"
Ahora viene el castigo… y sí, está vez también me lo gané. Porque soy una maldita inútil.
Camino, aunque lo único que quiero es salir corriendo.
Me siento en su regazo y, sin ningún pudor, sin importarle que ese idiota esté presente, comienza a meter sus manos dentro de mi pantalón.
—Quítate la ropa —ordena.
Mis ojos se abren como platos. No entiendo.
—¿Qué?
—Sabes que no me gusta pedir dos veces las cosas.
—Pero… —balbuceo, mirando a su amigo, mientras mis ojos se nublan.
—No te preocupes, él no te va a tocar. El dinero que me dio solo le alcanza para mirar —dice, y se acerca… desgarra mi ropa.
Intento correr, pero él es más rápido. Me toma del cabello y me arrastra, mientras yo intento protegerme sujetando mi cabeza con ambas manos.
—¿Por qué te gusta todo por la mala? Mira lo que me obligas a hacer… No vamos a hacer algo que no hayas hecho antes, solo que ahora tienes audiencia —sus palabras son un eco lejano.
Me arroja al sofá y comienza a tocarme como siempre, salvajemente, sin ternura... sin amor...
Me sujeta el rostro con fuerza y me obliga a mirarlo.
—Te ganaste un castigo. Debes entender quién manda —sus palabras son una sentencia. Mira a su amigo.
Yo trato de taparme. De cubrirme aunque eso es imposible.
—Daniel, hoy estoy de ánimo, así que te voy a dejar manosearle las tetas… pero no te vayas a pasar de vivo.
—¡No! —grito, y siento cómo su puño va contra mi cara, haciéndola girar. El sabor metálico de la sangre invade mi boca, mientras siento las manos del asqueroso de Daniel en mis pechos. Sus pellizcos en mis pezønes.
—Martín, te juro que voy a conseguir más dinero. Yo quiero montarla —sus palabras son una alerta.
"Debo salir de aquí… o terminaré siendo la puta del barrio. Pero ¿a dónde puedo ir? No soy más que una cualquiera, inservible. Solo Martín me quiere."
—Sí, sí. Cuando tengas para pagar. Ahora quita tus manos de mi chica y vuelve a tomar tu lugar. Ya sabes cuánto vale meterse en este huequito —dice el maldito, clavándose en mí.
Yo solo soy una muñeca de trapo, con la que hace lo que quiere. Sus carcajadas, sus palabras obscenas… todo parece como si estuvieran en otra dimensión.
—¿Sabes qué? Se me acaba de ocurrir un negocio, preciosa. Daniel, toma mi teléfono y grábanos. Ese video puede valer algo. Pero debes gemir como la perra que eres.
—No —sollozo, tragándome la vergüenza que me ahoga por dentro.
Él me toma del cabello, me obliga a levantar el rostro y, sin ningún pudor, me somete. Su miembrø en mi boca. Su risa, su aliento, su desprecio... todo se mezcla con el asco que me envuelve.
Empuja una y otra vez, invadiendo mi boca hasta mi garganta… mi mente quiero huir. Desaparecer.
—Sonríe, mi amor… ¿qué dirá nuestra audiencia? Mira cómo lo disfruta Daniel.
Con horror, lo veo sentado frente a nosotros, como si esto fuera una película pornø. Tiene su miembrø expuesto, se masturb4 sin vergüenza… a costa de mi sufrimiento.
—Disfruta… sé que te encanta… quita esa cara de asco. Será por poco tiempo, porque ni para put4 sirves. Eres tan frígida —gruñe, aumentando la violencia de sus movimientos.
Yo… yo me pierdo. Me escondo en el laberinto más oscuro de mi mente, como si pudiese escapar del dolor… de la vergüenza… del asco brutal que siento hacia mí misma.
—De ti depende que pueda contratar a alguien que sí sirva. Acosa a tu mamá… que nos entregue la casa —dice con desprecio, como si hablara de cualquier cosa sin importancia.
Yo apenas puedo respirar. Me tiemblan las piernas. No siento mi cuerpo.
—Así podré venderla, montar un buen estudio… y contratar chicas que estén buenas de verdad. Que me den lo que necesito… chicas que se muevan. Que no sean tan patéticas como tú.
Sus palabras se clavan como cuchillas. Ya ni siquiera lloro.
—Y entonces, sí… podremos ganar mucho dinero.
Mi boca duele… y más mi dignidad.
¿Dignidad? Esa palabra hace tiempo desapareció de mi vida.
¿Cómo voy a salir de este círculo vicioso?
Cada día caigo más bajo…
Otro día más, la misma rutina.
Mis pasos.
Mi aliento.
Todo como un robot.
Soy un alma en pena, que vaga sin esperanza… sin vida.
No tengo cara para mirar a mamá o a mi hermano. La única culpable de estar en medio del abismo soy yo.
No puedo involucrarlos, ni permitir que les pase algo.
Hace un par de días, mamá debió recibir la notificación del juez donde le informan que su casa será embargada. Ahora me debe estar odiando y me lo merezco.
"¡Dios… soy la peor de las hijas! ¡Merezco todo lo que me pasa!"
Salgo del trabajo y, como cada maldito día, está ahí afuera esperando. No necesito buscarlo; su mirada me atrapa antes de que ponga un pie en la acera.
Soy su prisionera. Ni siquiera puedo decir un “buenas tardes” sin que luego me lo cobre con gritos o silencios de castigo... o peor...
Martín sabe que es un hombre guapo y se ha valido de eso para que un par de mis estúpidas compañeras le avisen cada paso que doy.
Llegamos a casa. Me pongo a preparar la cena mientras lo vigilo con el rabillo del ojo. Se levanta una… dos… tres veces. No se queda quieto. Va a la ventana, corre apenas la cortina y espía la calle como si esperara que algo o alguien lo alcanzara.
No pregunto.
No digo nada.
No quiero molestarlo.
Ayer decidió que quería practicar BDSM, para hacer un nuevo video, y con uno de esos látigos laceró mi espalda. Mi trasero quedó morado de las palmadas que me dio con una tabla de castigos.
Siento cómo mi piel arde.
—Charrill, dime… la puta de tu madre, ¿ya desocupó la casa? Me urge venderla. Hoy perdí mucho dinero en el casino y tengo que pagarlo o los malditos me van a matar.
—¿Cómo pudiste seguir apostando...? —me atrevo a decir.
Y lo sé.
Lo supe antes de terminar la frase.
He cometido un error.
Un error que se paga caro.
Se lanza sobre mí como un animal rabioso, sus manos como grilletes me aprietan el cuello.
—¿Tienes la desfachatez de preguntar? ¡La miseria que ganas en ese empleo de quinta apenas me da para sobrevivir! Y yo estoy acostumbrado a vivir bien.
Siento cómo el aire me falta. Estoy a punto de perder la conciencia cuando afloja su mano, y comienzo a toser, buscando que el aire regrese a mis pulmones.
Retrocede un par de pasos.
—¿Por qué me obligas a hacerte daño? ¿Qué te cuesta entenderme? —dice, acariciando mi cuello.
Retrocedo.
El corazón me golpea las costillas como si quisiera huir por mí.
No puedo más.
No puedo seguir respirando junto a este monstruo.
Algo dentro de mí se rompe, o tal vez despierta.
Tomo los platos.
No pienso.
Solo los lanzo.
Con toda la rabia de los días callados, de las noches sin aire.
Por primera vez me siento valiente y decidida.
Intento correr. Pero entonces se abre la puerta con un golpe seco.
Cinco hombres entran, sus auras son oscuras y sus rostros están llenos de frialdad.
Retrocedo, dando uno… dos… tres pasos hasta chocar mi espalda contra la pared.
—Martín… Martín —dice uno de ellos, con una sonrisa que me hiela la piel—. Sabes cuánto detesto tener que venir a buscar a mis clientes… aunque veo que no he perdido el tiempo…
El maldito, lanza su mirada lasciva sobre mi cuerpo. Me estremezco al instante.
Esa mirada no es humana… es la de un depredador acechando a su presa.
"Dios, por favor… sálvame. No dejes que caiga en sus garras", suplico en silencio. Es lo único que puedo hacer.
El tipo se deja caer en el sofá como si fuera un gran príncipe, dueño del lugar, del tiempo y hasta del aire. Cruza las piernas con arrogancia.
Uno de los hombres se dirige a la nevera. Me imagino que busca licor, pero allí solo hay una botella de vino barato que usé para sazonar la pasta.
Lo veo sacarla. Toma una copa y se la lleva al hombre que está sentado.
—Jefe, aquí solo tienen esta baratija —dice con voz tensa, como si temiera que hasta el tono lo delatara.
Martín me lanza una mirada de furia, como si la culpa fuera mía, cuando él se bebe hasta el agua de los jarrones cuando está ebrio.
Pasa la mano por su cabello, intentando ocultar el sudor en su frente. Está nervioso. Muy nervioso. Y eso me dice que ese hombre es más peligroso de lo que aparenta.
—Disculpe, señor. No sabía que iba a venir. Si lo hubiera sabido, le habría comprado el mejor whisky —su voz tiembla.
Eso me lo deja claro: ese hombre es demasiado peligroso.
El desconocido sonríe, pero no es una sonrisa… es una amenaza. Esa mueca siniestra me produce un escalofrío tan intenso que tengo que apretar los dientes para no gritar.
El subalterno le sirve la copa de vino con las manos temblorosas.
El hombre se pone de pie con una calma que hiela la sangre. Toma la copa entre sus dedos como si tuviera entre manos la garganta de alguien.
La olfatea con gesto de desagrado, juega con ella un segundo... luego levanta la vista y le lanza a Martín una mirada tan fría, tan letal, que por un segundo siento que todo se congela.
—¡Esta porquería no alcanza a llamarse vino! ¡Parece agua de alcantarilla! —gruñe, y su voz retumba, grave, áspera, haciendo una mueca de asco, mostrando sus dientes, casi como un animal.
Provoca una punzada en mi estómago. Pego un pequeño salto, sobresaltada.
Él lo nota. Por supuesto que lo nota... y sonríe. Es una sonrisa silenciosa, afilada como una navaja.
Y entonces se acerca. No rápido, no violento… se acerca lento, con la precisión de un cazador que disfruta el terror de su presa.
El idiota de Martín retrocede, abriéndole paso. Quiere quitarse la atención de encima, pero es demasiado tarde.
Y yo sigo aquí, como una estatua.
Inmóvil.
Atrapada por el miedo.
Con los puños apretados.
Las piernas temblorosas.
La cabeza gacha y los ojos bien abiertos, fijos en el vacío.
—Qué linda chica… —susurra él, deteniéndose frente a mí.
Me toma la quijada con firmeza y la levanta. Nuestras miradas se cruzan. Y de cerca… es peor. Mucho peor. La maldad que habita en sus ojos no tiene fondo.
De un tirón, desgarra mi ropa. Mis pechos quedan expuestos al aire. Me echo hacia atrás, pero no sirve.
Intento tragarme los sollozos que buscan escapar de mis labios, todo mi cuerpo tiembla... no lo puedo controlar. El miedo me carcome desde dentro... miedo hasta de respirar.
"Dios… ayúdame".
Vierte el vino sobre mis senos. No lo hace de prisa, lo hace como si estuviera consagrándome para su ritual. Luego acerca sus asquerosos labios y lame mi piel con deseo y placer.
—Ahora sí sabe mejor —murmura, y su voz me da arcadas.
Luego desabrocha mi pantalón y mete la mano. Siento sus dedos hurgando dentro de mí, invadiéndome… disfrutando cada segundo de mi humillación.
—Me encanta —dice, y yo solo puedo quedarme quieta.
No soy capaz de moverme. El miedo me tiene paralizada. Solo me quedo ahí, con los ojos llorosos, rota, sin voz. Mientras Martín sonríe.
"Maldito hijo de puta..." me atrevo a pensar.
No le importa en lo más mínimo lo que me pasa. Me hace un gesto con los labios, como diciendo ¡sonríe! Ni que acabara de ganar la loteria.
El hombre se aleja un poco, satisfecho, y me toma de la barbilla con una suavidad repugnante.
—Aún tengo negocios que hacer, y el trabajo va antes que el placer. Pero mañana… la quiero en mi puteadero de la zona rosa. La estrenaré antes de venderla. O tal vez, si me gusta, la tenga unos días conmigo.
—Y… yo… —intento hablar, defenderme, pero él me calla con un dedo sobre mis labios.
—Shhh… haz silencio. Martín, mañana a las seis de la tarde llévala. Que le depilen bien el cuerpo. Detesto los vellos. Te perdonaré la deuda y, además, te daré algo extra.
Están negociando conmigo. Como si fuera un animal. Como si no valiera nada.
"Dios… por favor, no me abandones. No dejes que me pierda".
Martín sonríe. Parece satisfecho, victorioso.
"¿Dónde quedaron mis sueños?"
—Señor, mañana estará allí como usted quiere.
—Eso espero. No quiero tener que venir a buscarte. Sé que puedo recuperar mi dinero y obtener grandes ingresos con ese bello rostro.
Chasquea los dientes con fuerza, una amenaza clara en su expresión.
—Recuerda que es mía. No la golpees, porque su precio baja.
El hombre se marcha como entró: sin permiso, sin respeto, como si el lugar, mi cuerpo, mi vida… todo le perteneciera.
Apenas escucho el portazo, mi cuerpo se desploma. Me deslizo por la pared hasta caer al suelo.
No hay fuerza en mis piernas. No hay dignidad en mis huesos. Solo un llanto ahogado que revienta desde lo más profundo.
Tomo mi rostro entre las manos. Me encojo. Sollozo. Tiemblo.
—Dios… qué bajo he caído —susurro entre lágrimas.
¿Qué pensaría mamá si me viera ahora? ¿Y mi hermano?
Menos mal papá está muerto. No podría soportar que él me viera convertida en esto…
Una mujer sin valor.
Una puta más.
Un cuerpo sin alma.
Martín toma la botella de vino. Bebe directo, sin vergüenza.
—Sabía que de algo debías servirme… Lo que me duele es perder la plata de la casa… Aunque… podría chantajear a tu madre. —Se ríe, eufórico. Desquiciado.
Vuelve a beber.
—Tengo que aprovechar esta noche… Quiero meterte a mi amigo por última vez en cada uno de tus orificios —lleva sus manos asquerosas a su entrepierna.
Mis sollozos se vuelven espasmos. Me aferro a mis brazos. Me hago pequeña. Invisible.
Esto no puede ser real.
Esto debe ser una cruel pesadilla…
—¡Haz silencio! —gruñe—. No quiero lastimarte. No te aproveches de lo que dijo Parmenio. Sabes que no puedo tocarte… pero eso no significa que no quiera.
"¿Este es el hombre al que una vez llamé pareja?"
"¿El que besé, el que abracé, el que creí amar?"
"¿A quién le entregué mi corazón?"
Me toma del cabello con rabia. Me arrastra por el suelo hasta la habitación.
Mis piernas rozan la alfombra, mi espalda golpea los bordes del pasillo. Me lanza a la cama y arranca lo que queda de mi ropa.
Se desliza por mi cuerpo, sus caricias me producen asco… pero no puedo hacer nada.
No soy capaz de defenderme… Solo lo dejo continuar.
No valgo nada…
—Mañana es día de quincena… tienes que ir por el cheque. Lo necesitamos para depilarte. Que no se te ocurra faltar, ¿me oíste?
Y yo… yo solo lloro. Porque no puedo hacer otra cosa. Porque nadie viene.
Porque ya no tengo fuerza ni para suplicar...
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