Hola, querido lector:
Antes de que te sumerjas en esta historia, quiero regalarte unas palabras.
No suelo ser de esas personas que hablan mucho de sí mismas —me gusta más esconderme entre las páginas que habitar los escenarios—, pero creo que mereces saber algo: escribir este libro fue como abrir una puerta que llevaba años cerrada... una puerta polvorienta, crujiente, que yo misma no estaba segura de querer cruzar.
A veces, las historias que escribimos no son solo historias.
Son lugares a los que necesitamos ir.
Personas que necesitamos conocer.
Errores que necesitamos cometer, aunque sea solo en la ficción.
Este libro nació de un rincón de mi mente donde las sonrisas esconden dagas y el amor no siempre es tranquilo... pero siempre, siempre es real a su manera.
Tal vez mientras leas encuentres partes de ti en estos personajes.
Tal vez te rías de sus locuras, o te preguntes qué diablos estaban pensando.
Tal vez te enamores, o tal vez quieras gritarles que salgan corriendo.
Sea como sea, espero que te dejes llevar. Que no intentes entenderlo todo.
Que no tengas miedo de perderte un rato en esta historia.
Y si alguna vez sientes que las páginas te susurran secretos que no sabías que guardabas...
No te asustes.
Tal vez, después de todo, escribir y leer no son tan distintos: ambos son formas de buscar (y de encontrar) cosas que no sabíamos que habíamos perdido.
Gracias, de verdad, por elegir acompañarme en este pequeño viaje.
Cada palabra que leas será también un paso que demos juntos en este mundo que —te prometo— no es tan inocente como parece.
Nos vemos dentro de las páginas.
Con cariño (y una sonrisa que esconde secretos),
-curlygirl
Introducción
No sé exactamente en qué momento empezó todo.
Tal vez fue una palabra que no supe callar, o una imagen que se instaló en mi mente y se negó a irse.
Lo cierto es que esta historia nació casi como un susurro: una idea que se arrastró hasta mí en una tarde cualquiera y decidió quedarse.
Es curioso cómo funcionan las historias. Uno cree que las inventa, que las domina, que puede decidir cuándo empiezan y cuándo terminan. Pero no.
Ellas eligen. Ellas mandan.
Y esta, en especial, me tomó de la mano y me arrastró a su propio ritmo: uno en el que la dulzura no siempre es lo que parece, y donde una sonrisa puede esconder los secretos más impensados.
Mientras escribía, reí muchas veces.
Me descubrí sonriendo sola frente a la pantalla, encariñándome con personajes que, de tan imperfectos, se volvían reales.
También me detuve, dudé, me pregunté si tal vez estaba yendo demasiado lejos... y entonces entendí que ese era el verdadero camino.
Porque esta historia no pretende ser lógica.
No busca enseñarte nada.
No quiere corregirte ni decirte qué es el amor ni cómo debe sentirse.
Esta historia simplemente es: imperfecta, caótica, obsesiva, divertida y, sobre todo, viva.
Te invito a leerla como quien escucha un secreto contado al oído.
Con una sonrisa en los labios y el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal.
No busques entenderlo todo.
No busques juzgar a nadie.
Solo entra, si te atreves, en este pequeño universo donde nada es lo que parece... pero todo tiene sentido a su manera.
Gracias por estar aquí.
Gracias por leer, por acompañarme, por permitir que esta historia exista también a través de tus ojos.
El mundo era cálido.
Y luego, de repente, frío.
Un par de pequeños ojos se abrieron por primera vez, enfrentándose a un resplandor demasiado intenso. Alice no sabía que eso era la vida comenzando; solo sentía el extraño tirón de un aire nuevo llenando sus pulmones diminutos.
Todo era confuso, borroso, pero en medio del desorden de formas y sonidos, vio dos rostros inclinándose sobre ella.
El primero era el de una mujer joven, de piel blanca como la porcelana y cabello negro como la medianoche. Su rostro, enmarcado por mechones lisos y brillantes, parecía hecho de ternura pura. Sus ojos —un tono cálido de miel líquida— brillaban de emoción contenida.
Beatriz, 35 años, una madre que parecía demasiado frágil para cargar con el peso del mundo… y sin embargo, lo hacía en silencio.
El segundo rostro era más severo, de líneas fuertes y mirada oscura. Su cabello, de un azulado profundo que destellaba bajo la luz del hospital, lo hacía parecer casi irreal. Su piel, blanca, contrastaba con la intensidad de sus ojos negros.
Víctor, 40 años, la figura que podría asustar a cualquiera con una sola mirada… pero que ahora, sosteniendo a su pequeña recién nacida, se deshacía en gestos torpes y protectores.
—Bienvenida, pequeña sombra —susurró Beatriz, acariciando la mejilla de Alice con la punta de los dedos.
Víctor, aún más rudo en apariencia, permitió que una sonrisa le curvara los labios antes de levantar a Alice con manos grandes pero temblorosas. La sostuvo como si fuera el tesoro más valioso que había encontrado jamás.
En ese instante, Alice sintió —sin entenderlo aún— que la vida era una promesa rota a medio escribir. Una promesa que algún día ella misma tendría que completar.
El traslado a casa fue una especie de ceremonia silenciosa. Beatriz y Víctor, envueltos en una mezcla de cansancio y felicidad, la llevaron a su hogar: una casa grande de paredes cálidas y aromas familiares.
Allí, cinco figuras la esperaban, formando un semicírculo irregular de emoción y nerviosismo.
Primero estaban los trillizos, de quince años, una tormenta de energía contenida:
Alan, el más rudo, de cabello negro liso y presencia intimidante, tenía los brazos cruzados sobre el pecho pero sus ojos brillaban de emoción apenas contenida.
Alex, en cambio, mantenía un aire callado y sereno. Con su cabello azulado cayéndole en los ojos, parecía analizar cada detalle en silencio, sin necesidad de palabras.
Axel, siempre sonriendo, apenas podía quedarse quieto. Con el cabello azulado revuelto como si acabara de salir corriendo de alguna aventura, parecía a punto de estallar de felicidad. La música era su alma, la risa su idioma natural.
Luego, unos pasos detrás, estaba Benjamín, de trece años, abrazando un libro contra el pecho. De cabello oscuro y rasgos delicados, era una versión más introvertida del resto. Observaba a la pequeña con una mezcla de curiosidad y reserva, como quien analiza un misterio aún no resuelto.
Por último, casi oculto tras las piernas de sus hermanos mayores, estaba Valentín, de apenas cinco años, un torbellino de carcajadas y ojos brillantes. Su cabello azulado se desordenaba a cada movimiento, mientras brincaba emocionado intentando ver mejor a su nueva hermanita.
Víctor los miró a todos, su voz grave llenando el salón cuando anunció:
—Su nombre será Alice.
Un murmullo de aprobación y alegría estalló en la habitación.
Los trillizos intercambiaron sonrisas cómplices, Benjamín asintió en silencio como si estuviera sellando un trato importante, y Valentín dio un pequeño salto de pura felicidad.
Alice, en su cuna recién instalada, parpadeó lentamente. Aún no podía entender lo que significaba pertenecer, ser esperada, ser querida. Pero podía sentirlo, como una vibración cálida recorriéndola de pies a cabeza.
No sabía que la vida le tenía preparado un camino torcido y oscuro. No sabía que ese amor incondicional que ahora la envolvía podría un día ser reemplazado por otras emociones más complejas, más intensas, más peligrosas.
Por ahora, solo existía el presente: el calor de un hogar, el eco de las risas y los susurros emocionados de quienes ya la amaban sin condiciones.
Beatriz se inclinó sobre la cuna, besando suavemente la frente de Alice.
—Serás fuerte, mi pequeña —prometió en voz baja, casi como si pudiera ver un destello del futuro.
Y en la mirada dulce pero dominante de la bebé, un destello dorado pareció responderle.
Una sombra había nacido.
Y un día, reclamaría lo que era suyo.
Despertar es extraño.
No porque duela, ni porque sea confuso, sino porque todo parece tan... vivo. Los colores, los sonidos, incluso el silencio. No sé cómo explicar lo que siento, pero hay algo dentro de mí que ya lo entiende todo, como si antes de llegar aquí, ya hubiera estado en otro lugar, diferente, silencioso... y menos cálido.
La cuna me envuelve con sus barrotes blancos, altos como los muros de un castillo. El techo es liso, con una lámpara que no brilla, pero que cuelga como un sol dormido. Me muevo apenas, sintiendo la suavidad de la mantita que me rodea. Huele a jabón y a mamá.
Y entonces... la veo.
—Buenos días, mi amor —susurra una voz que conozco desde antes de abrir los ojos por primera vez. Suave, dulce, como si cada palabra me acariciara la piel.
Sus brazos me levantan con tanta delicadeza que por un segundo me siento flotando. El mundo cambia de ángulo y ahora puedo verla bien: su cabello oscuro brilla como la noche, sus ojos color miel están llenos de ternura, y sus labios suaves se acercan para darme una lluvia de besitos por la frente y las mejillas.
—Mi preciosa Alice... eres tan hermosa —susurra como si estuviera contándome un secreto que sólo nos pertenece a las dos.
Y entonces aparece él. Su presencia es distinta, más firme, como una sombra cálida. Sale del baño secándose el cabello azulado con una toalla. Su cuerpo es grande, fuerte, pero en su mirada hay algo que sólo aparece cuando me mira a mí y a mamá.
Se acerca, con gotas aún en su cuello, y besa a mamá en los labios. Luego me mira.
—¿Y cómo amaneció mi niña? —dice, y su voz suena más grave, más profunda... pero familiar.
Apoya sus labios en mi frente y ese beso me deja una sensación extraña: seguridad. Como si nada pudiera pasar mientras él esté cerca.
Mamá me cambia el pañal y me pone una ropita suave con dibujos pequeños. Me habla mientras lo hace, como si cada botón fuera una conversación.
—Hoy vamos a desayunar todos juntos. Tus hermanos ya están abajo. Vas a ver, Alice... son un caos —ríe, y esa risa es una melodía que me gustaría guardar para siempre.
Bajamos por unas escaleras que crujen un poco, pero mamá las domina como si el suelo le obedeciera. Y entonces los veo.
Cinco figuras distintas, ruidosas, cada una con su energía, su forma de existir.
Los trillizos están sentados en fila. El de cabello negro me lanza una mirada seria, pero hay un destello travieso detrás de ella. El de cabello azul calla, comiendo con calma, y sus ojos casi ni parpadean. El tercero bromea, habla y hace reír a todos, incluyendo a un pequeño de rizos despeinados que debe ser Valentín.
Benjamín está leyendo una hoja mientras come. No habla. Sólo asiente de vez en cuando como si su cabeza estuviera en otro universo.
—¡Aquí está la reina de la casa! —dice Axel, el más hablador, y todos voltean.
Siento sus miradas. No me asustan. Me observan como si esperaran algo de mí, como si supieran que mi llegada lo ha cambiado todo.
Mamá me sienta en una sillita especial y empieza a darme de comer con una cucharita color verde. Su voz no calla, me cuenta cosas que no entiendo, pero que me hacen sentir... amada.
Papá toma su maletín y besa a todos en la cabeza.
—Comportarse, muchachos. Y cuiden a su madre.
—¡Sí, señor! —grita Alan en tono de burla, y todos ríen mientras mamá niega con la cabeza.
Los chicos salen uno a uno. La puerta se cierra, y el silencio vuelve poco a poco. Mamá recoge la mesa, tararea una canción suave, y después me acuna contra su pecho.
—Es hora de tu siesta, mi cielo.
La habitación está tibia. El sol entra por la ventana con la suavidad de una caricia. Mamá me arropa, me besa la frente y se queda ahí un momento, mirándome como si yo fuera la respuesta a una pregunta que siempre tuvo miedo de hacer.
—Algún día vas a crecer... y sé que el mundo te va a mirar distinto —susurra—. Pero prométeme algo... Nunca dejes de ser tú.
Quisiera decirle que sí. Que no tengo intención de ser otra cosa. Pero no puedo hablar. Aún.
Solo cierro los ojos.
Y mientras el sueño me arrastra, algo dentro de mí susurra una promesa:
El mundo no me verá como soy. Me verá como yo quiera que me vea.
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