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La Campesina Y El CEO

Capitulo 1

El sol brillaba intensamente aquella mañana, pero Martín Casasola no se fijaba en eso. Vestido con un impecable traje azul marino y una corbata del mismo tono que los ojos de Tina, se encontraba en el altar, rodeado de flores blancas y amigos expectantes. Su corazón latía con fuerza, nervioso, emocionado, lleno de ilusión. Por fin se casaría con Tina, la mujer que le había robado el corazón hacía tres años. Cada instante juntos había sido un sueño, y aquel día marcaría el comienzo de una nueva vida juntos.

Los invitados cuchicheaban con sonrisas nerviosas, la música suave sonaba de fondo, pero Tina no llegaba. Diez minutos. Luego veinte. Media hora. Martín miraba una y otra vez hacia el fondo de la iglesia, esperando verla aparecer con ese andar delicado que tanto amaba. Su madre, sentada en primera fila, le susurró con suavidad:

—Seguro tuvo algún contratiempo, hijo. No te preocupes, aparecerá.

Pero los minutos se volvieron una hora. Y Tina no aparecía. El sacerdote carraspeó discretamente y bajó la mirada. Martín sintió que algo se rompía en su interior. Una duda. Una punzada. ¿Y si algo le había pasado? ¿Y si estaba en camino? ¿Y sí…?

Entonces, entre la multitud, una figura femenina se abrió paso con rostro serio. Era Daniela, la mejor amiga de Tina. Se acercó lentamente al altar con un sobre en la mano. Martín bajó los escalones apresurado, con la esperanza en el rostro, con la ilusión viva.

—¿Dónde está? —preguntó, casi sin aliento—. ¿Está bien? ¿Por qué no ha llegado?

Daniela no respondió de inmediato. Le entregó el sobre con manos temblorosas.

—Tina me pidió que te lo diera. No quiso venir.

Martín abrió el sobre con rapidez. La letra de Tina, clara y ordenada, le saltó a la vista. Leyó en silencio, pero cada palabra se clavaba en su pecho como una daga.

“Martín:

Perdóname. No voy a casarme contigo. No puedo hacerlo. No te amo. Lo siento si alguna vez creí que sí, pero no puedo seguir fingiendo. Mereces a alguien que te ame como tú me amas, y yo no soy esa persona. Ojalá algún día me perdones.

Tina"

El papel temblaba entre sus dedos. Su mundo, hasta ese momento tan seguro, se derrumbaba. Su respiración se hizo irregular, y sintió que las piernas le fallaban.

—¿Qué diablos significa esto? —preguntó con voz ronca, mirando a Daniela—. ¿Dónde está?

—Martín, yo solo soy la mensajera. No me preguntes, no sé más. Me pidió que no dijera nada.

Pero Martín no aceptaría un no por respuesta. Se quitó la flor del ojal, la arrojó al suelo y salió de la iglesia sin mirar atrás. Ignoró los suspiros, las preguntas, las miradas curiosas. Solo quería respuestas. Tina tenía que darle una explicación. Tenía que mirar a sus ojos y decirle que no lo amaba. Tenía que hacerlo. No se iría con una maldita carta.

Condujo como un loco hasta el departamento de Tina. Subió las escaleras de dos en dos, con el corazón en llamas. Golpeó la puerta con fuerza.

—¡Tina! ¡Abre la puerta!

Silencio. Volvió a golpear, más fuerte.

—¡Sé que estás ahí!

La puerta no estaba cerrada con llave. La empujó, y esta se abrió con un chirrido. Martín entró con paso firme, el pecho oprimido. Recorrió el pasillo y se detuvo en seco al llegar a la habitación. Lo que vio lo dejó sin aire.

Allí, en la cama, entre las sábanas revueltas, estaban Tina y Esteban. Su socio. Su amigo de toda la vida. El hombre en el que más confiaba después de su padre. Los dos desnudos, entrelazados, mirándolo con sorpresa, sin el menor rastro de arrepentimiento.

—No... —murmuró Martín, retrocediendo un paso—. No puede ser...

Tina se incorporó lentamente, cubriéndose con la sábana. Su rostro no era de culpa, sino de resignación.

—Martín...

—¿Esto es una broma? —gritó él, sintiendo cómo la rabia y el dolor se entrelazaban en su pecho—. ¡¿El día de nuestra boda?! ¡¿Con él?!

Esteban se puso de pie, sin molestarse en cubrirse, con una expresión de calma.

—No es lo que parece...

—¡Cállate! —espetó Martín, con los ojos vidriosos—. ¡Cállate, traidor de mierda!

Tina se levantó también, dando un paso hacia él.

—No queríamos que te enteraras así. Yo... yo no podía casarme contigo, Martín. No era justo.

—¿No era justo? —repitió él, con una risa amarga—. ¿Y esto sí? ¿Esto te parece justo?

—Me enamoré de Esteban hace tiempo —dijo Tina, bajando la mirada—. Intenté evitarlo, intenté olvidarlo, pero no pude. No fue planeado. Simplemente pasó.

Martín sentía que no podía respirar. Se apoyó en el marco de la puerta, temblando.

—Yo te amaba, Tina. Te lo di todo. Y tú... Tú me devuelves esto.

—Lo siento —susurró ella.

—¿Y tú? —se giró hacia Esteban, con el rostro desfigurado por la ira—. ¿Tú también lo sientes?

Esteban no respondió. Mantuvo la mirada fija, sin remordimiento.

—Eres un hijo de puta —gruñó Martín—. Te confié mi empresa, mi vida... ¡Eras mi hermano!

—Y sigo siéndolo —replicó Esteban con frialdad—. Pero ella no te amaba. Eso no es culpa mía.

Martín cerró los puños. Por un segundo pensó en golpearlo, en descargar toda la furia que lo consumía. Pero no lo hizo. No valía la pena.

—Los dos se merecen —escupió con rabia—. Espero que sean felices, porque han destruido todo lo que era bueno en mi vida.

Dio media vuelta y salió del departamento. Las lágrimas comenzaron a caerle mientras bajaba las escaleras. Lágrimas de dolor, de traición, de impotencia. No sabía qué haría. No sabía a dónde ir. Solo sabía que nada volvería a ser igual.

Pasó los siguientes días encerrado en su apartamento. Apagó el teléfono, cerró las cortinas y dejó que el silencio lo envolviera. Sus amigos golpeaban la puerta, le dejaban mensajes, pero él no contestaba. No podía enfrentar el mundo. No aún. Todo le recordaba a Tina. Todo.

Una noche, al borde del colapso, se sirvió un whisky y se sentó en el suelo, junto a la ventana.

—¿Cómo llegué a esto? —susurró en voz baja—. ¿Cómo no lo vi venir?

Recordó las veces que Tina llegaba tarde, las llamadas que evitaba contestar, las miradas esquivas. Todo había estado allí, pero él no lo quiso ver. Había confiado ciegamente. Amado ciegamente.

—Soy un imbécil...

Al día siguiente, decidió salir. Se miró al espejo y apenas se reconoció. Se afeitó, se duchó, se vistió. No podía dejar que ellos lo destruyeran. No lo merecían. Si algo le quedaba, era dignidad. Y la usaría para empezar de nuevo.

El primer paso fue volver a la oficina. Los empleados lo miraban con respeto, pero también con pena. Todos sabían lo ocurrido. Esteban había renunciado al día siguiente de la boda fallida. Tina se había ido de la ciudad. El escándalo había corrido como pólvora.

Martín entró a su oficina y cerró la puerta. Se quedó un largo rato en silencio. Luego, respiró hondo, encendió su computadora y comenzó a trabajar.

—No voy a dejar que esto me destruya —se dijo en voz alta—. Me voy a levantar. Me lo debo.

Y así comenzó su nueva vida. Una vida sin Tina, sin Esteban, pero con una fuerza renovada. El dolor seguía allí, sí. Pero también una decisión firme: nunca más amar a ciegas. Nunca más confiar sin ver. Nunca más perderse en alguien que no lo valore.

Afuera, el sol volvía a brillar. Pero esta vez, Martín lo miró con otros ojos. Más duros. Más sabios. Más fuertes.

Capitulo 2

El sonido del reloj marcando las diez de la mañana resonaba con suavidad en la oficina de Martín Casasola. Los ventanales dejaban entrar una luz tenue, filtrada por las nubes grises de ese jueves invernal. La estancia olía a café recién hecho, aunque el aroma no lograba disipar la tensión que lo rodeaba desde hacía semanas. A pesar de los esfuerzos de sus colegas y amigos por devolverle algo de ánimo, Martín seguía sumido en una tristeza profunda, como si el alma se le hubiera desvanecido con la traición que le arrebató no solo a su prometida, sino también a su mejor amigo.

La puerta de la oficina se abrió con suavidad, interrumpiendo su ensimismamiento. Era su madre, Alina Casasola, una mujer elegante de porte firme, pero con una dulzura en la mirada que solo se reservaba para sus hijos. Tenía el rostro preocupado y los ojos llenos de una tristeza que reflejaba la de su hijo.

—Martín… —susurró ella, cerrando la puerta detrás de sí.

Él levantó la vista, sorprendido al verla.

—Mamá, ¿qué haces aquí?

Alina no respondió con palabras. Caminó directamente hacia él y lo abrazó con fuerza. Martín se quedó quieto unos segundos, pero luego correspondió el abrazo, cerrando los ojos con fuerza, como si en ese gesto pudiera contener el dolor que lo carcomía.

—Te he dado espacio —dijo ella con voz temblorosa—. Pensé que quizás necesitabas tiempo, que tal vez podrías encontrar consuelo solo… pero ya no puedo seguir viendo cómo te consumes.

Martín suspiró, apoyando la frente en el hombro de su madre.

—No ha sido fácil, mamá. No sabes lo que duele… verlos juntos… saber que todo fue una mentira. No solo perdí a Tina, también perdí a Esteban… Era como un hermano para mí.

Alina acarició su cabello con ternura.

—Lo sé, hijo. Lo sé… pero no puedes quedarte aquí encerrado para siempre. Tienes que seguir adelante, por ti.

Martín se separó de ella, mirándola con los ojos vidriosos.

—He estado pensando en dejar la empresa por un tiempo.

Alina lo miró en silencio, asimilando sus palabras. Antes de que pudiera responder, la puerta volvió a abrirse. Esta vez fue Augusto Casasola, su padre, un hombre de carácter fuerte, presencia imponente y voz firme. Llevaba un traje gris claro, perfectamente planchado, y una mirada que rara vez dejaba ver sus emociones. Pero al ver a su hijo con esa expresión, su semblante se suavizó.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con un tono más suave de lo habitual.

—Martín dice que quiere dejar la empresa por un tiempo —respondió Alina, mirándolo con atención.

Augusto se acercó, se sentó frente a su hijo y lo observó unos segundos.

—¿Estás seguro de eso, hijo?

—Sí —respondió Martín sin dudar—. No estoy en condiciones de tomar decisiones importantes. Siento que ya no tengo el corazón ni la cabeza para esto. Necesito alejarme… recomponerme.

Augusto asintió lentamente. Luego apoyó las manos sobre el escritorio.

—Está bien. Si eso es lo que necesitas, tienes mi apoyo. Pero quiero saber: ¿a dónde piensas ir?

Martín dudó por un momento. Luego su rostro mostró un destello de claridad, como si una idea hubiera cruzado su mente justo en ese momento.

—Estaba recordando la hacienda de la abuela. La que me dejó en San Javier. Es un lugar apartado, tranquilo… nadie me buscará allí.

Alina sonrió con cierta nostalgia.

—Ese lugar es hermoso. Tu abuela lo amaba… Tal vez te ayude a sanar. Respirar aire puro, trabajar la tierra… y por qué no, conocer a alguien que te ame de verdad.

Martín rió sin humor.

—No creo que eso pase. No pienso volver a enamorarme, mamá. No después de lo que viví. No quiero volver a sufrir así.

Alina lo miró con ternura, pero también con cierta tristeza.

—El amor no siempre duele, Martín. Solo has conocido una cara de él. Tal vez allá encuentres otra.

Martín no respondió. Miró por la ventana, observando cómo las ramas desnudas de los árboles se mecían por el viento. Había algo en ese paisaje gris que le parecía reconfortante. Tal vez porque se parecía a cómo se sentía por dentro.

—Mañana mismo me iré —dijo de pronto.

Augusto asintió.

—Te ayudaré con todo lo que necesites. Tomas el tiempo que haga falta, pero prométeme que no te vas a rendir.

Martín se levantó y abrazó a su padre.

—Gracias… gracias por entenderme.

Esa noche, Martín preparó su equipaje con calma. No llevó muchas cosas, solo lo necesario. Puso un cuaderno en blanco en su maleta. Tal vez escribir le ayudaría. También guardó una vieja foto de su abuela en la hacienda, sonriendo entre árboles frutales y animales sueltos.

El viaje al campo duró unas seis horas en coche. Cuando llegó, el aire era diferente. Más limpio, más puro. Los sonidos de la ciudad habían sido reemplazados por el canto de los pájaros, el susurro del viento entre los árboles y el crujir de las hojas bajo sus pies.

La hacienda estaba tal como la recordaba. Un caserón antiguo, con paredes encaladas, techos de tejas rojas y ventanas de madera. El lugar estaba algo descuidado, pero se mantenía firme, como si la presencia de su abuela aún lo protegiera.

—Hola, abuela —dijo en voz baja, al poner un pie en la galería—. Aquí estoy…

Entró, dejando que la brisa recorriera los pasillos. Respiró hondo. La paz del lugar comenzó a calar en él.

Martín estaba en cuclillas frente al retrato en blanco y negro de su abuela. La acariciaba con la mirada, como si con eso pudiera reconstruir los años perdidos. Su voz apenas era un murmullo, casi una súplica.

—No sé qué estoy buscando, abuela… pero algo me trajo hasta aquí. Solo quiero olvidar, quiero sanar esta herida…

De pronto, un golpe seco contra el suelo lo hizo girar. Una mujer apareció en la puerta, con una escoba en alto, los ojos encendidos como brasas.

—¡Ladrón! —gritó, apuntándolo con la escoba—. ¡Salga de aquí ahora mismo antes de que lo saque a escobazos!

Martín se levantó con calma, con la frialdad dibujada en cada gesto. Sus ojos grises se clavaron en ella como cuchillas mientras se cruzaba de brazos.

—¿Y usted quién es para correrme?

—Eso no importa —respondió la mujer, firme, con la escoba aún levantada—. Usted no tiene nada que hacer aquí. Esta casa no es suya.

—Podría decir lo mismo de usted —replicó Martín, dando un paso hacia ella—. Yo tengo mis razones para estar aquí.

—Y yo también tengo las mías —espetó ella—. Me llamo Dalia, y estoy cuidando esta propiedad por orden de la familia. Usted es un intruso.

Martín apretó la mandíbula, la tensión escalando en su pecho.

—Si estás cuidando la casa, entonces sabes quién vivió aquí. Esa mujer de la foto era mi abuela.

Dalia entrecerró los ojos, dudando apenas un segundo.

—No me interesa su historia. Le pido, por última vez, que se vaya.

—Y yo te pido lo mismo. Si no tienes nada que ver con mi familia, entonces eres tú quien debe irse.

El silencio cayó como un trueno. Ambos se sostenían la mirada, tercos, como dos paredes a punto de chocar.

Capitulo 3

Dalia seguía firme en su postura, con los brazos cruzados y el ceño ligeramente fruncido.

—La señora Teresa era mi madrina —aclaró con voz firme—. Y antes de morir me hizo prometerle que cuidaría de esta hacienda.

Martín la miró de reojo, sin darle demasiada importancia a sus palabras. Con tono autoritario y seco, le ordenó:

—Sube mis maletas a la habitación.

Dalia lo miró desafiante, sin moverse un centímetro.

—Yo no soy una criada —respondió con tono cortante—. Súbelas tú mismo, porque yo no lo voy a hacer.

Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió del recibidor, refunfuñando entre dientes cosas que Martín no alcanzó a entender, aunque sí soltó una carcajada divertida por la actitud de la joven.

Una mañana como de costumbre, Dalia se levantó temprano. Preparó el desayuno para ella y para Tomás, el capataz de la hacienda. El aroma a café recién hecho, tortillas calientitas y huevos con chorizo impregnó toda la casa.

Martín, aun en pijama, bajó adormilado, guiado por el olor delicioso. Se sentó a la mesa y, sin pensarlo dos veces, pidió con desdén:

—Sírveme.

Tomás se levantó para hacerlo, pero Dalia lo detuvo con una mano firme sobre su brazo.

—Aquí, el que quiera comer tiene que ganárselo —dijo mirando a Martín con una sonrisa retadora—. Y preparárselo también.

Señaló la cocina y los sartenes como si diera instrucciones a un niño.

—Ahí está todo. Si tienes hambre, ya sabes qué hacer.

Martín frunció el ceño, molesto por la falta de respeto que sentía en su tono.

—Para eso estás tú aquí, ¿no? Para servir a tus patrones.

Dalia soltó una carcajada, divertida por la ignorancia de aquel hombre.

—Te equivocas, señor —le dijo mientras se alejaba—. Yo no soy tu sirvienta.

Y se retiró de la mesa, jalando la silla con un movimiento firme, dejando a Martín solo con su orgullo herido y una cocina que claramente no sabía cómo usar.

Martín, molesto por la actitud de Dalia, se dirigió rápidamente al pequeño despacho de su abuela. Cerró la puerta detrás de él con un golpe seco y se sentó frente al escritorio, donde las pilas de papeles parecían acumularse sin que nadie los atendiera. La luz tenue del día apenas iluminaba la habitación, dándole un aire aún más sombrío a la situación. Sin perder tiempo, encendió su computadora y abrió la aplicación de videollamadas para conectarse con sus padres.

El sonido de la llamada fue breve antes de que la pantalla se llenara con las caras de sus padres, ambos aún en sus trajes de oficina, como si nada hubiera cambiado en su vida, mientras que él se sentía completamente fuera de lugar en aquel ambiente.

—Martín, hijo, ¿cómo estás? —preguntó su madre, con su sonrisa habitual, aunque sus ojos mostraban algo de preocupación al notar la expresión seria de su hijo.

—No muy bien, mamá —respondió él, soltando un suspiro exasperado—. Dalia esa chiquilla está siendo insoportable. Es completamente altanera, no me obedece y no hace nada de lo que le pido. Es una maleducada, no se como se me ocurrió venir aqui.

Su padre, que estaba a su lado, alzó una ceja pero no dijo nada al principio. Su madre, más empática, lo miró con cierto desaprobación y le preguntó suavemente:

—¿Ya has hablado con ella sobre cómo te sientes? A veces las cosas no se solucionan solo con órdenes.

Martín, al escucharla, soltó una risa amarga.

—¿Hablar? ¿Con ella? No, mamá, lo que pasa es que ella piensa que tiene más derecho que yo aquí, como si la hacienda fuera suya. ¿Sabes qué me dijo ayer? Que no era mi sirvienta. Y no me digas que "hable con ella", porque lo intenté. Todo lo que hace es desafiarme.

El padre de Martín, que ya había escuchado lo suficiente, intervino con una voz firme y pragmática. Lo mejor que puede hacer es dejar de pelear con Dalia y aprender a convivir con ella.

—Esa chiquilla, como tú le dices, ha trabajado esa tierra con más amor del que tú le has puesto a cualquier cosa en tu vida —le dice Augusto con tono firme desde la videollamada—. No te olvides que tu abuela la dejó a cargo, porque confiaba en ella.

Martín frunció el ceño, se quedó en silencio un momento, procesando las palabras de su padre. No quería admitir que tal vez algo de lo que decían tenía sentido, pero su orgullo no lo dejaba ver más allá de su frustración.

—No sé, papá. No puedo seguir así. Ella no tiene respeto por mí ni por lo que represento aquí. Es más, ni siquiera quiero que esté en la hacienda. No sé qué hacer con ella, pero no pienso tolerar que me falte el respeto.

Los padres intercambiaron una mirada a través de la pantalla, luego su madre habló con un tono más suave, como buscando calmarlo.

—Martín, entiende que tu situación y la de ella es diferente. Dalia no está ahí solo para ser tu sirvienta, tiene sus razones, su historia. Tal vez no sea tan fácil como crees. Lo que te aconsejo es que respires, hables con ella y encuentres una manera de trabajar juntos.

Martín frunció el ceño y cruzó los brazos sobre el escritorio.

—Lo que quiero es que me respete. Eso es lo único que pido, y si no lo hace, no sé cuánto tiempo más puedo soportarlo. ¡Ni siquiera me obedece! Hoy ni siquiera me quiso servir el desayuno.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? —intervino Analia con una sonrisa divertida —Eso no es una hacienda de esclavos, Martín. Si quieres comer, aprende a freír un huevo, hijo.

Martín resopló.

—Ya veo que ustedes están del lado de ella…

—No, estamos del lado del sentido común —dijo Augusto.

La llamada continuó unos minutos más, pero Martín ya no escuchaba. Su mente seguía dando vueltas sobre la actitud de Dalia y cómo enfrentarse a ella. Después de un par de respuestas más, cortó la videollamada, cerró la computadora y dejó escapar un largo suspiro.

Se quedó un rato mirando por la ventana del despacho. Afuera, el sol iluminaba los surcos donde ya se veía crecer algo verde. Dalia y Tomás caminaban por los bordes del cultivo, señalando, midiendo, hablando con pasión. Dalia reía, se empinaba para ver algo entre las plantas. Martín apretó los puños. Esa mujer le sacaba de quicio, pero había algo en ella que no podía ignorar.

Horas después, ya entrada la tarde, Martín salió a caminar por la hacienda. Se cruzó con uno de los jornaleros que lo saludó con respeto, pero sin la reverencia que él esperaba.

—¿Dónde está Dalia? —preguntó.

—Allá por el gallinero, señor —respondió el jornalero.

Martín caminó hacia allá. La encontró sentada en un banco de madera, rodeada de gallinas que picoteaban el suelo. Tenía una libreta en las manos y un lápiz detrás de la oreja.

—¿No deberías estar descansando? —le preguntó desde la entrada del corral.

—¿Y tú no deberías estar trabajando? —le respondió ella sin alzar la vista.

Martín se acercó, evitando que una gallina le picara el zapato.

—Esto no es lo que yo imaginé cuando vine a esta hacienda.

—¿Qué imaginaste? ¿Qué ibas a llegar y todos iban a hacer lo que tú dijeras?

Él se cruzó de brazos.

—Sí, algo así.

Dalia soltó una carcajada, se levantó del banco y se sacudió un poco el pantalón de mezclilla.

—Pues qué lástima. Aquí no se manda por apellido, se manda por trabajo.

—Tú te crees mucho, ¿no? Solo porque mi abuela te dejó esta hacienda...

Dalia lo miró directo a los ojos.

—No me la dejó. Me la confió. Y si no sabes la diferencia, deberías leer el testamento otra vez.

Martín se quedó en silencio. No sabía qué decir.

Ella siguió caminando, pasando a su lado como si no lo hubiera descolocado con esa frase. Y él, por primera vez desde que llegó, sintió que no tenía el control.

Miró el reloj. Tenía que decidir qué hacer con ella, pero de alguna manera, algo en su interior le decía que no sería tan fácil.

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