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UN AMOR PROHIBIDO PARA EL MARQUÉS

la nueva institutriz

La casa del Marqués de Robledo era una impresionante mansión de piedra gris, con ventanas altas y una puerta principal de madera oscura, ubicada en una colina a las afueras de la ciudad capital, desde donde se lograba ver el castillo real a lo lejos. La neblina del día envolvía la casa, dándole una apariencia lúgubre y misteriosa que haría temer a cualquiera. El final del invierno estaba próximo, pero el clima aún era lo suficientemente frío como para que la gente evitara salir en la medida de lo posible.

Una joven mujer se bajó del carruaje que la había llevado desde la ciudad aquella mañana y miró hacia la casa con una mezcla de nerviosismo y expectativa. Había sido llamada a presentarse dos días antes. Su cabello castaño estaba recogido en un moño trenzado, y sus ojos verdes brillaban con inteligencia y curiosidad. Sus labios, enrojecidos por el frío al igual que sus pómulos, sobresalían del chal tejido con el que intentaba cubrir su pecho. Su rostro ovalado y su sonrisa amable la hacían parecer una persona bondadosa y educada. Su figura delgada temblaba con el viento como las ramas de los árboles cercanos. A pesar de llevar un vestido de lana gris pardo y guantes gruesos, el aire helado hacía estragos en la joven.

La enorme puerta se abrió y salió una mujer de mediana edad, robusta, poco más baja que la joven, y con pelo entrecano, de rostro severo y facciones agradables. Llevaba un vestido negro y un delantal blanco. Salió de la casa y se acercó a la joven mujer.

"Buenos días, soy la ama de llaves, la señora Amelia Jenkins, ¿usted es la señorita...?" dijo la ama de llaves, mirando a la joven con curiosidad.

"Medina, Elaiza Medina", respondió la joven, sonriendo y extendiendo la mano.

La ama de llaves la observó detenidamente antes de estrecharle la mano y se presentó.

 "Bienvenida, señorita Medina. El padre Jonathan me ha hablado bastante de usted en sus recomendaciones. Por favor, sígame".

 El padre Jonathan era el párroco de la iglesia, un joven de aspecto robusto y sonriente, agradable a la charla y bastante metódico, que al saber que la familia necesitaba una institutriz, no dudó en dar las referencias de quien creía era la persona más apta para el trabajo en aquel lugar.

La señora Jenkins condujo a Elaiza dentro de la casa, pasando por un vestíbulo amplio y acogedor con una escalera curva de mármol blanco y dos barandales de madera hermosamente tallados flanqueando cada lado, y un reloj de pared que marcaba las 10 de la mañana. Tenía labrado el símbolo de la familia: un águila sosteniendo una corona con el pico y una espada en las patas. Elaiza no recordaba haber visto nunca un lugar con tan bellos adornos, ni siquiera la abadía de su pueblo. Luego, la llevó a una sala de estar muy cómoda con un sofá rojo bellamente labrado y una gran chimenea encendida que mantenía caliente la salita, de modo que Elaiza sintió la comodidad de quitarse los guantes, que sentía húmedos, y los guardó en los bolsillos de su falda.

Aquel lugar tenía un ventanal de piso a techo que Elaiza pensó debía tener una vista al jardín, que aquel día apenas se lograba ver por la neblina.

"Por favor, siéntese", dijo la señora Jenkins, indicando una silla de terciopelo azul. "Espero que el padre Jonathan ya le haya informado acerca del trabajo". Elaiza se sentó y se quitó el sombrero, mientras la señora Jenkins se sentaba enfrente de ella con una libreta y un lápiz.

"Sí, me comentó que el marqués requería de una institutriz para tres niños pequeños", respondió Elaiza. "Es trabajo en casa porque el marqués es viudo y no se encuentra en casa con regularidad".

"Sí, a grandes rasgos ese es el trabajo", dijo la señora Jenkins, acomodándose las gafas. "Me gustaría hacerle algunas preguntas antes de explicarle en qué consiste el trabajo".

"Entiendo que ha trabajado como institutriz durante varios años", dijo la señora Jenkins, mirando la libreta. "¿Podría hablarme un poco sobre su experiencia?"

Elaiza sonrió y comenzó a explicar su experiencia como institutriz. "He trabajado por 7 años con niños de diferentes edades y niveles de habilidad. En mi pueblo estuve dando clases por 3 años a nivel básico, después me mudé a Santa Catalina, donde trabajé con la familia Belmonte. Con ellos trabajé dos años, y hasta el año pasado estuve en la casa de los Montenegro instruyendo a sus hijos menores y a la familia de Padua con su hija mayor. Tengo conocimientos en materias básicas como lectura, escritura, matemáticas y ciencias. Además, hablo cuatro idiomas: inglés, francés, italiano y alemán. También he enseñado modales y etiqueta, así como habilidades manuales como la costura y la pintura, y trabajo con la literatura".

La señora Jenkins escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza y tomando notas en su libreta.

"Disculpe, ¿puedo saber de qué familia proviene su apellido? No me es conocido", dijo la mujer, mirando por encima de sus anteojos.

"Pues verá, al igual que el padre John, yo soy huérfana. De hecho, procedemos del mismo orfanato, somos como hermanos. Cuando él se fue al noviciado, yo entré a la escuela de institutrices por recomendación de mi profesor. Gracias a él y a mis maestras pude aprender todo lo que sé hoy", dijo Elaiza con una sonrisa y sus ojos llenos de alegría.

A pesar de no ser de procedencia noble, a la señora Jenkins le parecía mejor una mujer que fuera estudiada y educada exclusivamente para esta tarea, a aquellas institutrices que iban y venían cada tanto en la mansión y eran demasiado superfluas para conformarse con su papel en la casa. Su expresión severa se suavizó ligeramente. Además, parecía impresionada por la experiencia y las habilidades de Elaiza, quien tenía excelentes recomendaciones no solo del padre Jonathan, sino de la última familia con quien había trabajado. Por un rato continuaron hablando, demostrando Elaiza su vasto conocimiento.

Después de unos minutos de conversación, la señora Jenkins se levantó y sonrió. "Creo que eso es todo por ahora, señorita Medina". Cerró su libreta y la guardó en su mandil.

La señora Jenkins miró a Elaiza con una mezcla de duda y curiosidad. "Señorita Medina, quiero ser honesta con usted", dijo. "Los niños pueden ser un poco revoltosos. Las últimas tres institutrices que hemos tenido han renunciado debido a sus travesuras".

Elaiza se sorprendió un poco, pero mantuvo la calma. "Entiendo", dijo. "Pero estoy segura de que puedo manejar la situación. He trabajado con niños difíciles antes".

La señora Jenkins sonrió, aunque parecía tener algunas dudas. El aspecto frágil y delgado de Elaiza la hacían dudar de sus capacidades.

"Me alegra oír eso. Bueno, si acepta el trabajo, tendrá quince días de prueba sin paga. Si todo va bien, el trabajo será suyo", dijo la señora Jenkins. Elaiza asintió. La última familia la había tenido dos meses a prueba con media paga, así que pensó que era un trato justo. La señora Jenkins la condujo por la casa.

"Quiero explicarle las condiciones de trabajo. Tendrá acceso a tres alimentos diarios en casa, los cuales tomará con los niños para vigilar sus modales, excepto cuando el amo se encuentre en casa. El desayuno se sirve a las 6:30 am para los empleados y a las 8:00 am para los niños, la comida a la 1:00 pm para los niños y a las 3:00 pm para los empleados, y la cena a las 11:00 pm para los empleados y a las 9:00 pm para los niños, siempre en el comedor para ellos y en la habitación junto a la cocina para los empleados, está prohibido comer en las habitaciones, amenos que estén enfermos. Se les da dos refrigerios a los niños durante el día, que pueden tomar en el jardín, en la sala o en la biblioteca. Su habitación estará ubicada en el segundo piso junto con las de los niños y la niñera. En caso de enfermarse, usted deberá atenderlos. Estará encargada de su nutrición, ropa, educación y salud, así como cualquier otra cosa que necesiten los niños. Estará encargada del aseo general de las habitaciones de los niños y la biblioteca, así como del mantenimiento de la ropa y calzado de ellos". Elaiza pensó que era demasiado trabajo, sin embargo, no dijo nada. "En cuanto a su paga, recibirá un salario de 20 reales de plata al mes, un total de 240 al año. El pago se hace los últimos días del mes".

Elaiza se sorprendió un poco por la generosidad del salario, era más del doble de lo que recibió en su último trabajo, al fin podría ahorrar un poco. La señora Jenkins continuó. "También tendrá un día a la semana de descanso en la propiedad, y dos días al mes para salir fuera si así lo requiere. Podrá utilizar las instalaciones de la casa siempre y cuando no moleste a los habitantes o empleados. No puede traer visitas y mucho menos pueden dormir en las instalaciones de la casa. Está prohibido que la visiten hombres y espero no tenga planes de compromiso en un periodo cercano".

"No, claro que no", dijo Elaiza ruborizada. "Soy soltera y no tengo pretendientes, no tengo tiempo para esas cosas, por lo tanto, no tengo planes de esa índole cercanos". Se sentía un poco incómoda por eso.

"Me alegra escuchar eso", dijo la señora Jenkins observándola. "En cuanto a la disciplina", continuó, "el marqués ha dicho que puede utilizar cualquier método que considere adecuado, siempre y cuando no golpee a los niños".

"No se preocupe, no soy partidaria del castigo físico". Elaiza se frotó las manos, recordaba aquellas épocas cuando estudiaba en el orfanato y la reprendían y golpeaban por no aprender la lección completa. Desde entonces se había prometido no usar los mismos métodos que sus tutores. "Prefiero un sistema de aprendizaje basado en disciplina formativa con consecuencias lógicas y educativas".

"Bueno, no sé cómo sea eso, pero mientras cumpla con lo pedido, no creo que haya algún problema", dijo la señora Jenkins encogiéndose de hombros, pensando que aquello no serviría con sus jóvenes amos, bien lo sabía ella que los criaba desde que su madre había fallecido. "Señorita Elaiza", dijo la señora Jenkins, parándose frente a una puerta de madera blanca y mirando a Elaiza seriamente, "creo que no es necesario decirlo, pero debe evitar faltar el respeto a la casa y al dueño de la casa, el marqués. Aunque él casi no se encuentra aquí debido a su cargo en la milicia, es importante mantener el respeto, la disciplina y el decoro, tanto dentro como fuera. Cuando el marqués se encuentra en casa, se espera sea decorosa y respetuosa con el amo, recuerde que tanto su reputación como la del amo podrían verse afectadas".

"Por último, en caso de faltar a cualquier norma de la casa o no cumplir con las expectativas, será despedida. La puntualidad es una norma estricta en esta casa. Si algún objeto a su cargo se 'extravía', rompe o daña, será descontado de su salario. Los días de asueto no se pagan y en ausencia del amo, yo soy la responsable dentro de la casa, por lo tanto, es a mí a quien debe dirigirse para cualquier situación. Espero que haya entendido todo".

Elaiza asintió con la cabeza, comprendiendo las condiciones y expectativas, y sintiendo que probablemente este era el trabajo más demandante en el que habría estado, pero con mejores condiciones también.

La señora Jenkins abrió la puerta de la habitación.

"Esta sería su habitación, señorita Medina", dijo la señora Jenkins. "Espero que se sienta cómoda aquí".

Elaiza sonrió, observó el colchón suave y cómodo, la palangana con agua fresca y toallas limpias, la mesita cerca de la ventana con una silla a manera de escritorio y el pequeño sillón en la esquina de la habitación. Se encontraba un poco desordenada, pero Elaiza pensó que podría adornarla fácilmente. "Es una habitación muy bonita", dijo sonriendo. Aquella era una habitación enorme comparada con las anteriores donde había estado. "Me encanta".

La señora Jenkins sonrió y se acercó a la ventana. "La vista es muy bonita, se logra ver el campanario desde aquí", dijo. "Cuando hay buen clima, por supuesto".

Elaiza imaginó la vista hermosa, pero la neblina no se disipaba a pesar de que era casi el mediodía, pero en aquel lugar se sentía muy relajada y cómoda.

La señora Jenkins sonrió y continuó. "Ahora, permítame hablarle sobre los niños. Hay tres en total. Thomas, de nueve años. Es un joven inteligente y curioso, pero puede ser un poco terco y se enfada con facilidad a veces, y le gusta mucho leer. En poco más de un año se irá al colegio militar, así que debe preparar sus lecciones a tiempo. Por la tarde le daré la lista de materias y los conocimientos que debe adquirir antes de entrar".

"Rosalba, de diez años", continuó la señora Jenkins. "Es una niña dulce y amable, pero puede ser un poco desobediente en ocasiones. No come mucho, por lo que se debe cuidar que no se salte los alimentos. De ella se espera que su educación sea la mejor para una joven de su posición, ella en dos años ingresará a los cursos para la presentación en la corte y su debut".

"Y finalmente, está Emanuel, el pequeño de cuatro años", dijo la señora Jenkins con una sonrisa. "Es un niño lleno de energía y curiosidad, siempre dispuesto a explorar y aprender cosas nuevas, pero es muy tímido. Pronto cumplirá cinco años y pasará a estar a su cargo en verano, en lugar de estar con su niñera, Mariana. Ella dejará de servir en la casa, pero el niño es muy apegado a ella desde la ausencia de su madre". La mirada de la mujer era un poco nostálgica, como si recordara otros tiempos. "Bueno, ahora la llevaré a conocerlos".

La señora Jenkins condujo a Elaiza por el amplio vestíbulo de la mansión, con su alto techo y sus paredes adornadas con retratos de antepasados. Pasaron por delante de la gran escalera curva que subía al piso superior, y luego se dirigieron hacia un largo pasillo flanqueado por puertas de madera oscura.

"Esta es la zona de recepción de la casa", explicó la señora Jenkins. "Aquí es donde recibimos a los invitados y celebramos las fiestas. Generalmente los niños no asisten, salvo contadas excepciones, en cuyo caso usted estará obligada a asistir para cuidarlos, por ello deberá tener ropa adecuada para la ocasión, nada demasiado extravagante, pero tampoco muy modesto, recuerde que representa a la familia del marqués", dijo la señora Jenkins observando a Elaiza y la ropa tan desgastada que llevaba, a pesar de no estar rota, se notaba que aquellos habían visto hace mucho tiempo mejores días.

"Perdón, pero esta es mi mejor ropa", dijo Elaiza apenada.

"Eso será un problema, regularmente cuando el amo se encuentra en casa, visita el castillo y a veces lleva a los niños con él", dijo la señora Jenkins pensativa. "Hablaré con madame Bauchamp para que le confeccione algunas prendas para sus labores", dijo pensativa. "No queremos que la gente piense que no le pagamos suficiente".

"Disculpe, señora, pero no cuento con ahorros para pagar esa ropa", dijo Elaiza aún con más timidez.

"En ese caso, ¿le parece si los descontamos del salario, 1 real al mes hasta cubrir el costo, serán unos siete u ocho meses aproximadamente, con eso es suficiente para pagarlos ", dijo la señora Jenkins. Elaiza observó, quien pensaba que de no quedarse con el trabajo no tendría paga alguna y adquiriría una deuda enorme en ropa que tal vez nunca usaría. "Pero no se preocupe, por el momento revisaré los armarios y baúles y le pediré permiso al amo para proporcionarle ropa adecuada mientras le confeccionan nuevas prendas", dijo sabiendo lo que pensaba la joven. Elaiza asintió aceptando el trato.

Luego, pasaron por delante de una puerta que daba acceso a un jardín interior, lleno de flores y árboles. "Este es el jardín interno, es un lugar muy tranquilo", dijo la señora Jenkins. "Los niños suelen jugar aquí cuando hace buen tiempo. Le pido que cuide que no ensucien su ropa ni zapatos. Por cierto, tendrá un presupuesto para la ropa y calzado de 2 escudos por niño y tres reales para juguetes y dulces. Si no se ocupan, se ahorrarán para sus regalos, y para sus materiales escolares tendrá un presupuesto de cinco pesetas semanales solamente. Todos los gastos puede hacerlos con libertad, solo debe decir que va en nombre del Marqués y presentar el escudo de la familia, y después me los debe reportar para hacer el pago correspondiente". Elaiza asintió entendiendo.

Finalmente, llegaron a una puerta de madera oscura bellamente labrada y perfectamente lustrada. La señora Jenkins abrió la puerta y se hizo a un lado para que Elaiza entrara.

La biblioteca era una habitación grande llena de estanterías que iban del piso al techo de madera oscura que estaban repletas de libros. Elaiza amaba leer, por lo que aquel lugar la emocionó aún más que su habitación. En el centro de la habitación, había una gran mesa de madera pulida y lisa donde los tres niños estaban sentados, estudiando.

"Estos son los niños", dijo la señora Jenkins, sonriendo. "Thomas, Rosalba y Emanuel. Les presento a la señorita Elaiza Medina, su nueva institutriz".

"Buenos días". Los dos niños mayores, Thomas y Rosalba, sonrieron y saludaron a Elaiza levantándose de sus sillas. Thomas tenía el cabello castaño lacio, su apariencia era saludable y tenía unos ojos grandes y vívidos. Su hermana, por otro lado, era más delgada, su cabello recogido en media coleta con caireles y un lazo en el pelo, de mejillas rosadas y labios carnosos. La mirada, aunque más inocente, mostraba que también era muy vívida, y no se veía para nada desnutrida como le decía la señora Jenkins. Emanuel, el pequeño, se escondió detrás de su niñera, una mujer que aún se veía bastante joven, tal vez aún más que Elaiza, de aspecto humilde pero agraciada, que sonreía y lo abrazaba tiernamente. El niño tenía una mirada temerosa, cabello bien peinado y la misma boca de su hermana, su frente era lo que más sobresalía de su físico.

"Buenos días niños", dijo la señora Jenkins. "Esta es la señorita Elaiza Medina, desde ahora será su institutriz. Espero que sean unos buenos niños y bien portados", dijo la señora Jenkins, mirándolos con seriedad. "Si no, se lo verán conmigo, saben que no tolero la indisciplina".

Los niños asintieron con la cabeza, aunque Elaiza notó que Thomas y Rosalba intercambiaban una mirada traviesa y sonrisas burlonas, le dio la sensación que preparaban a partir de ese momento alguna travesura en silencio. La señora Jenkins y Elaiza se marcharon, dejando a los niños solos en la biblioteca.

"Bueno, señorita Medina, ¿qué le ha parecido el trabajo?", dijo la señora Jenkins entrando nuevamente en la sala con chimenea donde recibió a Elaiza.

"Me parece perfecto", dijo Elaiza sonriendo.

"Entonces empezará a partir de mañana", dijo la señora Jenkins. "Me parece que los empleados ya han bajado sus pertenencias y ahora deben estar en su habitación", continuó la mujer. "Si gusta puede descansar el resto del día, la veré en una hora para la comida, sea puntual por favor". Elaiza asintió y se dirigió a la habitación que le había mostrado la señora Jenkins, quien se quedó pensativa reflexionando si aquella delgada joven podría con la tarea de educar a los niños de la casa.

un nuevo enfoque

Elaiza se sintió agradecida cuando la señora Jenkins le permitió tomar el resto del día para descansar. Subió las escaleras al tercer piso, ansiosa por estar en su habitación, pero al llegar, notó que la puerta estaba cerrada. Intentó abrir la puerta de nuevo, pero no cedió.

"Disculpe", dijo una vocesilla tímida, "pero creo que se ha confundido de habitación. Esta habitación está vacía, la suya es la de al lado."

Era la nana de Emanuel. Elaiza asintió, se acercó a la siguiente puerta y la abrió. Dentro, ya estaba su baúl con sus pertenencias. Elaiza sonrió.

"Oh, es verdad. Muchas gracias", dijo.

"Soy Elaiza Medina, la nueva institutriz. Muchas gracias por la ayuda."

La nana sonrió también y respondió:

"Encantada, señorita Elaiza. Soy Isabel Gómez."

Dijo la nana, extendiendo la mano.

"Un gusto", respondió Elaiza, apretando la mano de la joven.

"Tengo que ordenar mi cuarto. No gusta pasar... Me agradaría mucho conocerla un poco."

"Gracias, señorita, pero estoy cuidando el sueño del joven Emanuel. Está durmiendo la siesta y no quiero despertarlo."

Elaiza asomó al interior de la habitación. Dentro, el pequeño Emanuel dormía profundamente, sus cabellos dorados despeinados cubrían su frente, mientras apretaba un osito de felpa bastante desgastado.

"Ya veo, entonces, ¿por qué no nos sentamos fuera?" dijo Elaiza, sacando la silla de su habitación.

"Como he dicho antes, me agradaría conocerla un poco."

Y la puso fuera del cuarto de Emanuel. La joven nana hizo lo mismo y sacó una canasta con calcetines, los cuales comenzó a remendar mientras charlaban. Esa tarde, Elaiza aprendió mucho de Isabel. Tenía apenas 19 años y había entrado a trabajar en la casa a los 14 años, como mucama. Dos años después, la ascendieron a ayudante de cocina, y cuando Emanuel comenzó a comer, ella se encargaba de sus alimentos. Al ser tan cercana al niño y conocer su paladar, cuando su madre enfermó y posteriormente falleció, Isabel, con solo 17 años, terminó convirtiéndose en su nana. Emanuel, como era de esperar, era muy apegado a su nana, aún más que a su padre.

Después de un rato, Emanuel despertó, y Isabel tuvo que regresar a sus labores. Elaiza también regresó a su habitación y comenzó a ordenar sus pertenencias. La habitación era bonita y acogedora. Sin embargo, estaba bastante desordenada debido a que la institutriz anterior había dejado la mansión solo un día antes, según le comentó Isabel.

Elaiza comenzó a desempacar sus maletas y a colocar sus pertenencias en la habitación. No contaba con demasiadas cosas, así que fue bastante rápido hacerlo. Puso su ropa en el armario; solo contaba con tres mudas completas, dos camisones y otro chal. Ordenó sus libros en la estantería, entre los que se encontraban varios diccionarios de diferentes idiomas, libros de diferentes materias, "El gran método de enseñanza infantil", "Normas de etiqueta diaria", "Escuela de bordado y costura actualizada", "Recetario mundial de cocina", "Cuentos y literatura infantil y juvenil, tomos 1, 2 y 3", la Biblia y una serie de libros llamados "El niño escolar, nuevo método de enseñanza para institutrices", que eran libros grandes que contenían las materias básicas resumidas. Por último, sacó un pequeño libro color rojo bastante desgastado en la tapa, con letras apenas visibles que se leía "Manual de la institutriz moderna, todo lo que debe saber una buena institutriz", el cual puso en el buró junto a su cama.

Tomó una escoba que estaba detrás de la puerta y se dedicó a limpiar y ordenar la habitación rápidamente, sacudiendo la alfombra y quitando el polvo de los muebles. Cuando Elaiza finalmente terminó de ordenar su habitación y se sintió satisfecha de cómo quedó, en ese momento la señora Jenkins llamó a todos para comer.

Isabel acompañó a Elaiza al comedor, era un salón con una mesa pequeña para ocho sillas, la Sra. Jenkins sentada a la cabeza, en un lado Rosalba, Elaiza y Tomás, y del otro lado Isabel con Emanuel. La mesa estaba adornada con un fino mantel de encaje, con servilletas de lino bordadas a juego, la vajilla blanca con detalles florales y las copas resaltaban bellamente, un frutero repleto, la fuente de pan y galletas invitaban a comer.

Cuando estuvieron todos reunidos, la señora Jenkins inició la lectura de la Biblia y después cerró los ojos para hacer la oración de la comida; todos hicieron lo mismo. El pequeño Emanuel incluso unió sus manos para hacer la oración. Elaiza entreabrió los ojos y miró cómo Tomás, que estaba lo bastante lejos de la señora Jenkins, tomaba rápidamente un par de galletas y las escondía en las bolsas de su pantalón. Sin embargo, no dijo nada.

"Bueno, iniciemos", dijo la señora Jenkins, a lo cual un lacayo se acercó y comenzó a servir la sopa en los platos. "Señorita Medina, ¿ha terminado de ordenar su cuarto?" preguntó la Sra. Jenkins.

"Sí, ya he terminado", dijo Elaiza, limpiándose los labios con la servilleta. "Por suerte, no tengo demasiadas pertenencias."

"Me da gusto", dijo la señora Jenkins. "Rosalba, siéntate derecha..." La niña se acomodó en su silla y continuó comiendo.

"Entonces, me gustaría que, terminando, me acompañe para ver lo de sus ropas... Tomás, no sorbas la sopa."

"Por supuesto", respondió Eliza.

Durante la comida, Elaiza notó que los niños no hablaban mucho, pero su comportamiento era revelador. Aunque parecían bien educados a primera vista, detectó una falta de modales y buena educación en su forma de comportarse. Se daba cuenta de que la señora Jenkins intentaba mantener la disciplina y los buenos modales, pero los niños parecían resistirse a sus esfuerzos y que los niños estaban ansiosos por terminar y salir de la mesa.

Una vez que la comida terminó, la señora Jenkins se levantó de la mesa y anunció que era hora de que los niños se retiraran a sus habitaciones a hacer sus deberes. Mientras la señora Jenkins y Eliza, junto con otra criada, se dirigieron detrás de las escaleras, debajo de estas había una puerta con llave, la cual abrió la señora Jenkins.

"Entre por favor", le dijo el ama de llaves a Elaiza, después de encender una luz. "Abra ese baúl."

Dijo, señalando un viejo baúl azul. Dentro había varias prendas algo viejas pero en buen estado.

"Saque todos los vestidos; los llevaremos a su habitación para que se los pruebe."

Ordenó la Sra. Jenkins, y Elaiza le pasó varios vestidos a la joven que las acompañó.

"Ahora, abra ese baúl de cuero; dentro hay unas telas."

Dijo la ama de llaves, y Elaiza obedeció. La ama de llaves se acercó y sacó varias telas, algunas lanas, dos algodones estampados y un hermoso tafetán de poca calidad. También sacaron algunos corsetes y otros adornos, como encajes y retales de tela que había en una cesta.

Las tres mujeres subieron con las cosas a la habitación de Elaiza, donde ya habían puesto un biombo para que tuviera privacidad al cambiarse.

"Por favor, necesito que se pruebe la ropa para ver cuáles le puedo entregar."

Dijo la señora Jenkins. Elaiza lo hizo y logró hacerse de dos corsetes desgastados, tres vestidos que necesitaban reparaciones menores y otros dos en excelente estado, un par de faldas de lana, tres enaguas y varias blusas de algodón, un par de sacos que tenían las mangas desgastadas y algunas medias rotas que pensó que podría reparar en un par de días.

"¿Está segura de que puedo quedarme con todo esto?" dijo Elaiza asombrada.

"Sí, eran mis vestidos de cuando era joven, por lo que veo te quedan a la perfección, aunque un poco cortos."

Dijo la Sra. Jenkins, mirando los zapatos desgastados de Elaiza.

"Debo tener un par o dos de zapatos que ya no uso; iré a traerlos."

"¿No es mucha molestia?" dijo Elaiza.

"No, no es ninguna molestia."

Dijo la mujer, saliendo. Elaiza no podía creerlo; por primera vez tenía ropa para cambiarse a diario, y no solo eso, al ver las telas pensó que nunca en su vida había estrenado nada. Para ella, esto era un sueño hecho realidad.

Al regresar, la Sra. Jenkins le dio dos pares de botines viejos que, aunque le quedaban grandes, pensó Elaiza que podría usar con doble calceta para llenarlos. También le entregó un par de sombreros de encaje viejos y casi estropeados. Elaiza pensó que con los encajes podría repararlos y hacerlos lucir hermosos.

"Muchas gracias, Sra. Jenkins."

Dijo Elaiza con los ojos llenos de lágrimas.

"No es nada, niña."

Dijo la mujer.

"Aún le quedan unas horas; le recomiendo que ordene este cuarto, y el sábado iremos con Madame Beauchamp. Si tiene algún libro de moda, revíselo para hablar con ella; si no, en la biblioteca debe haber alguno."

Dijo la Sra. Jenkins, viendo la estantería llena de los libros de Elaiza.

"Y recuerde que en sus tiempos libres puede usarlo para arreglar los detalles de la ropa."

"En cuanto termine de usar la cesta con los encajes, se la devolveré, por favor."

Elaiza asintió, comenzó a ordenar su nueva ropa y se puso las dos enaguas debajo de su falda, y comenzó a zurcir las calcetas rápidamente. Sabía que aún faltaban unas semanas para terminar el invierno, y ella sufría de frío por las noches.

Después, bajó a cenar. La cena, aunque más silenciosa que la comida, siguió el mismo ritmo que la comida. Al finalizar, los niños se levantaron. Elaiza, junto con la Sra. Jenkins y la nana, los acompañó a su habitación, los ayudó a cambiarse de ropa y los arropó para dormir.

Elaiza regresó a su habitación y continuó por un rato trabajando en sus nuevas ropas. Durante la noche, Elaiza se puso a remendar el resto de los detalles de su ropa nueva. Se había puesto la cobija sobre los hombros para cubrir casi todo su cuerpo. Estaba terminando de pegar el último botón a una blusa cuando escuchó ruidos en el pasillo. Al poner atención, escuchó las voces de los niños mayores susurrando y riendo.

En sus años como institutriz, sabía que era normal ese comportamiento en niños de esa edad, así que solo esperó en su cama hasta que cesaron, asumiendo que se habrían ido a su habitación.

A la mañana siguiente, Elaiza se levantó, se lavó la cara y se vistió con una hermosa falda de vinotinto y una blusa blanca. Acomodó su cuarto y trenzó su cabello, recogiéndolo con unas horquillas.

Se disponía a abrir la puerta cuando se percató de que la puerta de su cuarto apenas abría. Al parecer, alguien había atado el pomo de su puerta a la barandilla del pasillo. En vez de molestarse, simplemente se dirigió a su buró, tomó un pequeño cuchillo que guardaba en una bolsita y comenzó a cortar la cuerda. Un par de minutos después, estaba afuera de su habitación, aún con suficiente tiempo para ir a levantar a los niños.

Desató la cuerda y la metió debajo de su cama, reviso su reloj y se dirigió a la habitación de los niños, aún con suficiente tiempo para ir a levantarlos. Cuando entró, aún estaban dormidos. Una mucama entró, ella le hizo señas que los despertase aún. Eligieron la ropa y la pusieron en un par de sillas perfectamente acomodadas. Sin embargo, sacó las agujetas de los zapatos de los niños.

"Vamos, vamos, arriba", dijo Elaiza abriendo las cortinas y dejando entrar la luz del sol. De repente, ambos niños despertaron de un salto. No esperaban que Elaiza se safara tan fácilmente de su encierro y se miraban uno a otro con miradas intrigadas.

"Arriba, niños, ya es hora de ir a desayunar", dijo Elaiza. La mucama se dirigió a ayudarlos, pero Elaiza dijo: "No, no, no, estos jovencitos están lo suficientemente grandes para vestirse solos. Por favor, permítales hacerlo". La mucama asintió y, cuando se disponía a poner las cintas de los zapatos, Elaiza dijo: "No, también saben hacer excelentes nudos". Ambos se miraron sorprendidos, sin embargo no podían decir nada, pues se pondrían en evidencia. Así que, sin más, se vistieron con la mínima ayuda, mientras la mucama solo se limitó a asear la habitación.

Después, Elaiza los condujo un poco tarde al desayuno. "Señorita Elaiza, han llegado 15 minutos tarde. ¿Me podría explicar por qué?", dijo la señora Jenkins.

"Los niños tardaron bastante en vestirse", dijo Elaiza encogiéndose de hombros.

"¿Acaso no los ayudaron a vestirse?", reclamó la señora Jenkins.

"No, claro que no", dijo Elaiza con una sonrisa. "Los niños ya son bastante mayores para vestirse solos". Los niños, con cara suplicante, observaban a la señora Jenkins.

"Pero, señorita Elaiza", dijo la señora Jenkins indignada. "No es normal que niños de tan alto estatus se vistan por sí solos".

"Señora Jenkins", repuso Elaiza, "dentro de poco, Tomás irá a la academia militar. Dudo mucho que le permitan llevar una mucama que lo ayude a vestirse". Dijo Elaiza mirando a Tomás con una mirada de reproche. "Mientras que Rosalba, en poco será una señorita y debería aprender a vestirse sola. No siempre habrá quien la ayude a hacerlo. Por lo tanto, es importante que pueda hacerlo por sí misma". Continuó, viendo la cara roja de Rosalba.

"Pe... pero", tartamudeó la señora Jenkins.

"Señora Jenkins, no estoy desobedeciendo ninguna de las reglas que me comentó", dijo Elaiza. "Y no pongo en riesgo a los niños con los métodos de enseñanza que utilizo".

La señora Jenkins estaba atónita, no comprendía si era o no la misma joven del día anterior. Aquella mujer decidida y firme contestaba totalmente con la dulce y frágil joven que recibió un día antes.

"Bueno, siendo así, le permitiré que continúe", dijo la señora Jenkins. "Solo recuerde que tiene el tiempo justo para mostrar que sus métodos funcionan".

"Por supuesto, señora Jenkins", dijo Elaiza sonriendo. "Usted verá los resultados".

Elaiza sonrió y miró a los dos niños, quienes mantenían la mirada triste. Más tarde, en la biblioteca, con los niños reunidos alrededor de ella, Elaiza dijo:

"Ahora que comenzaremos nuestras clases, debo decirles que yo no trabajo con reglas. Trabajo en base a acciones. Hay tres cosas que no negociaré: el respeto, la puntualidad, la limpieza y la disciplina". Dijo con una gran sonrisa amable.

"¿Conocen lo que significa esto?", preguntó.

"La puntualidad es llegar a tiempo", dijo Tomás, mirando hacia el exterior de la ventana.

"Sí, así es", dijo Elaiza. "Pero no es solo llegar a tiempo. También es entregar sus trabajos en tiempo y forma".

"...Rosalba, dime, ¿sabes lo que es la disciplina?", le preguntó a la niña, que veía su vestido sin prestar atención, haciendo que se sobresaltara.

"Bueno... Yo creo que es hacer lo que nos dicen sin quejarnos", dijo Rosalba, intentando parecer convencida de lo que decía.

"No exactamente", dijo Elaiza. "La disciplina es hacer lo que se nos ordena de forma ordenada, y no faltar el respeto a los demás".

"¿Quién nos puede decir qué es la limpieza?", dijo Elaiza, viendo a Emanuel, que se reía con ella.

"Dínoslo, Emanuel, ¿qué es la limpieza?", preguntó Elaiza.

"No etar sisdio", dijo Emanuel, sonriendo, y después se bajó de su silla para ir con su nana, quien le ofreció una sonrisa a manera de recompensa.

"Emanuel, regresa a tu sitio, recuerda que debes ser disciplinado", dijo Elaiza, y su nana lo alentó a que regresara.

"Si la limpieza significa que no debe haber suciedad y deben ser ordenados y organizados, deben cuidar ustedes mismos su ropa, apariencia y sus objetos personales", dijo Elaiza. "Ya son bastante grandes como para cuidar de sí mismos, a diferencia de Emanuel, que es un niño pequeño aún".

"Por último, el respeto", dijo Elaiza, mirando a los niños mayores. "Significa no hacer lo que no deseamos que nos hagan. Si ustedes me respetan, yo los respetaré, y viceversa".

"Deben saber que todas sus acciones tienen consecuencias, tanto buenas como malas", dijo Elaiza. "Sin embargo, no estoy a favor de los golpes, pero sí en dar a cada quien el trato que se merece según su conducta".

Los niños asintieron con la cabeza, aunque Elaiza notó que Tomás y Rosalba no estaban gustosos e intercambiaban miradas entre sí. Emanuel, por otro lado, parecía estar absorto en sus pensamientos.

Después de eso, Elaiza les hizo una evaluación para saber el nivel de cada uno, y después de eso, el resto del día pasó sin contratiempos.

Por la noche, después de la cena, Elaiza se acercó a la señora Jenkins, quien se encontraba en la sala sentada en un escritorio.

"Disculpe, ¿puedo pasar?", preguntó Elaiza.

La mujer, que aún estaba un poco indignada, la miró de reojo y, sin dejar su trabajo, asintió.

"Antes que nada, una disculpa por lo de esta mañana", dijo Elaiza, retomando su voz dulce y tranquila de la primera vez.

Al ver esta reacción, la señora Jenkins se sorprendió al ver a la misma joven del día anterior.

"Explíqueme, por favor", dijo la señora Jenkins, volteando a verla y retirándose los lentes.

"Bueno, verá, los niños, como usted lo dijo, son difíciles", dijo Elaiza con timidez. "Si yo hoy hubiera demostrado fragilidad ante usted, ellos no tomarían en serio mi autoridad".

"Por eso tuve que ser más enérgica en la mañana", dijo Elaiza, con un tono de voz aunque amable, era firme, segura y autoritaria.

"Entiendo", dijo la señora Jenkins, acomodándose en su asiento. "Su forma de educar es muy diferente a la de las anteriores institutrices. Ninguna otra había sido tan autoritaria conmigo".

Continuó reflexionando: "Y aunque aún no entiendo su método, espero que funcione por el bien de los niños".

"Sí, bueno, creo que es lo que necesitan", dijo Elaiza. "Deben mejorar en casi todas las materias".

"Si", dijo Elaiza, y le mostró unos papeles a la señora Jenkins.

La señora Jenkins tomó los papeles y su rostro mostró sorpresa. Las hojas eran las evaluaciones que Elaiza había realizado. La mayoría de las respuestas estaban mal, y no solo eso, la caligrafía de los gemelos y su ortografía eran pésimas.

"Me parece que las institutrices anteriores no entregaban los resultados reales o los niños están errando a propósito", dijo Elaiza, preocupada. "En cualquier caso, es necesario que esto cambie o no podrán cumplir en tiempo y forma lo que me han encomendado", dijo Elaiza, mirando a la señora Jenkins con seriedad.

"Entiendo, señorita Medina", respondió la señora Jenkins. "Entonces, le encomiendo que trabaje con ellos a su manera y veremos los avances en quince días".

La mujer hizo un ademán y Elaiza se retiró, asintiendo y entendiendo la responsabilidad que tenía en sus manos.

La señora Jenkins miró nuevamente las evaluaciones, se preguntó si sería pertinente avisar a su señor sobre los problemas de sus hijos o debía esperar a que pasara el tiempo de prueba de Elaiza para ver los resultados.

el exorcismo

"En... el Co ra zón... de un... bos que antiguo ... vi ví a una niña ...llama da Clara." Leyó Rosalba torpemente, mientras Elaiza anotaba en su libreta.

"Rosalba, lee sin miedo, mira así", dijo Elaiza leyendo en su propio libro. "Clara, un día, mientras paseaba por el bosque, encontró un espejo mágico". La forma de leer de Elaiza era clara y fluida, Rosalba se sentía humillada. "Por favor, continúa, Tomás", el niño, quien estaba distraído viendo el jardín, se sorprendió, no sabía dónde iba. "El espejo le habló", dijo Elaiza mostrándole con el dedo.

"El espejo le habló, con una voz suave pero firme: 'La verdadera belleza reside en el interior, en la bondad y la humildad' ", leyó Tomás más fluido que su hermana.

"Muy bien", dijo Elaiza aplaudiendo. "Ahora, mientras reviso la lección de hace un rato y le pongo el trabajo a su hermano, copien el texto, tienen 20 minutos", dijo Elaiza con esa voz dulce pero firme y se fue al otro lado de la biblioteca, donde la nana trabajaba con Emanuel practicando sus vocales.

"No me gusta esta mujer", dijo Rosalba mientras transcribía el texto. "Prefiero a la señora Houston". Se sentía frustrada y molesta con Elaiza.

"¿La que hablaba chistoso?", rió Tomás, y Rosalba asintió con una sonrisa pícara. "Yo preferiría a la señorita Belmonte".

"¿La que se asustaba con los insectos?", preguntó Rosalba, y ambos rieron.

"¿Recuerdas cuando le puse una cucaracha en su silla y no se sentó en tres días?", dijo Tomás, y su hermana asintió.

"Sí, fue tan fácil deshacernos de ellas", rió la niña. "¿Qué crees que debemos hacer con esta?".

"No sé, ayer lo intenté, pero simplemente sacudió la silla y pisó el insecto", dijo Tomás con tristeza.

"Niños, ¿ya terminaron su lección?", dijo Elaiza mientras calificaba algunos trabajos.

Los niños guardaron silencio y continuaron escribiendo.

Después de terminar su lección en la biblioteca, se dirigieron a comer. Les habían preparado un delicioso estofado de pollo, que comieron con gusto. Después de la comida, Elaiza notó que Rosalba y Tomás se miraban de reojo, murmurando entre sí, seguramente sobre su descontento con ella. Sin embargo, no permitió que eso le afectara, debía demostrar que ella podía lograr lo que ninguna otra institutriz anterior.

Por la tarde, gracias al clima más agradable, salieron a jugar al jardín. El sol brillaba intensamente, permitiendo ver la belleza de la mansión, ahora sin la neblina. El aire aún era frío, pero Elaiza sentía que los niños necesitaban hacer ejercicio. Rosalba y Tomás se dedicaron a jugar al escondite, mientras que Emanuel tomaba la siesta dentro. De pronto, un joven poco mayor que los gemelos se acercó cargado con leña, detrás de él, un niño probablemente de la misma edad que los gemelos con otro bulto.

"Buenas tardes", dijo el joven, su aspecto era desaliñado, pero de apariencia agradable, y sería su cabello ondulado y negro. "Disculpe, ¿estará la señora Jenkins?", preguntó a Elaiza.

"Sí, está dentro de la casa", respondió Elaiza.

"Muchas gracias, señorita", dijo el joven. Era un muchacho muy educado, pensó Elaiza, le recordó su época en el orfanato cuando tenía que llevar, junto con el padre Jonathan, la leña para la cocina.

Elaiza observó cómo Tomás observaba a los niños, probablemente se sentía solo al no tener otros niños con quienes jugar más que sus hermanos.

Después de un rato, entraron en la mansión. La señora Jenkins les había preparado un delicioso pastel de frutas para la cena, que devoraron con gusto. Después, los niños se fueron a sus habitaciones para descansar. Rosalba y Tomás se acostaron en sus camas, pero no podían dormir. Se dedicaron a murmurar entre sí por un rato, aunque Elaiza los escuchaba desde la habitación de Emanuel junto con su nana, pero no lograba saber el tema de su plática.

"Siempre son así", dijo la joven nana mientras doblaba cuidadosamente la ropa del pequeño, quien dormía plácidamente. "Duran un rato charlando y al cabo de un rato se hace el silencio".

"Deberán estar planeando alguna travesura", rió Elaiza. "Ayer me dejaron un insecto sobre la silla y por la tarde llenaron el pizarrón con tiza".

"Debió haberlos reprendido", dijo la nana.

"No tiene caso", respondió Elaiza. "Son travesuras que no limitarán mi trabajo, además les dejé más tarea para que no tengan tiempo de hacerlas".

Después de un rato, las risas del cuarto de los gemelos cesaron, y Elaiza salió de la habitación, y la nana se acomodó para dormir. El cuarto de Emanuel era poco más grande que el de Elaiza, con dos camas, una más pequeña para Emanuel y la otra muy sencilla donde dormía su nana para acompañar su sueño. Tenía una gran cantidad de juguetes, pero su preferido era el viejo oso que lo acompañaba a todos lados.

Elaiza se disponía a dormir después de terminar su lectura, apagó su luz de noche y se dispuso a descansar. Pasaba de la media noche cuando de pronto escuchó un ruido proveniente del cuarto contiguo. Puso más atención, parecía que algo o alguien arañaba las paredes, después escuchó susurros, pero no lograba percibir qué era. Se levantó y fue a revisar, intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Se dirigió al cuarto de los niños, esperando que no estuvieran en sus cuartos, pero los pequeños bultos de su cama confirmaron que dormían, entonces regresó a su habitación y los ruidos habían cesado.

A la mañana siguiente, se encontró con un ratón muerto afuera de su habitación. Aunque se sorprendió, había vivido en un lugar donde era habitual hallar ratones más grandes que aquel, por lo que tomó la escoba y lo barrió, poniéndolo en el cubo de basura para después tirarlo.

En el desayuno, los niños estaban bastante tranquilos, pero Elaiza notó algo diferente en el ambiente. "Buenos días, ¿cómo estuvo su noche, señorita Medina?", dijo la señora Jenkins, mientras Rosalba y Tomás se lanzaban miradas traviesas.

"Excelente, dormí de maravilla", dijo Elaiza sin mencionar lo ocurrido en la noche ni con el ratón.

El día transcurrió sin más problemas, excepto porque Elaiza encontró su reloj en la cornisa de una ventana y tuvo que ir a recogerlo. Sin embargo, en vez de molestarse, simplemente sonrió.

Después de la cena, Elaiza se retiró a su habitación. Se acostó en la cama y se dispuso a dormir. Sin embargo, pronto comenzó a escuchar ruidos que provenían de la habitación contigua. Al principio, fueron solo pequeños golpes y susurros, pero pronto se convirtieron en ruidos más fuertes y más frecuentes.

Elaiza hizo un pequeño grito. "¿Qué es eso?", preguntó, y los ruidos cesaron por aquella noche.

Al día siguiente, Elaiza se despertó y se encontró con su habitación en un estado de desorden. El piso estaba resbaloso, desde su cama hasta la puerta. Al verlo, pensó que podría resbalarse y caerse.

Se levantó y limpió lo más rápido que pudo. Se arregló y fue al desayuno. Por la mañana, al preguntarle a los niños cómo le había ido, ella comentó que no entendía por qué su piso estaba tan resbaloso y que había tropezado un par de veces.

Los niños se miraron entre sí y luego negaron con la cabeza. "No, no sabemos nada", dijo Tomás.

Elaiza sonrió y asintió con la cabeza. "Bueno, no importa. Lo importante es que nadie se lastimó".

Así siguieron sucediendo cosas extrañas: se desaparecían objetos y volvían a aparecer en lugares inusuales, otras cosas se desordenaban sin motivo aparente, amanecía su cuarto lleno de harina o volaban objetos, pero no lograba ver de dónde. Incluso un día encontró una rana en su cama. Sin embargo, al haber crecido en el campo y con muchos "hermanos", Elaiza no se espantaba fácilmente.

Un día, cuando la señora Jenkins trabajaba en su bordado junto con Rosalba, Tomás leía un libro que trataba de un castillo en el que, según mencionaba, había fantasmas.

"Señorita Medina, ¿usted cree en fantasmas?", preguntó Tomás curioso.

"No lo sé, nunca he conocido ninguno", dijo Elaiza indiferente.

"La señora Jenkins nos dijo que en el cuarto de al lado se murió un hombre", dijo Rosalba indiferente. "Yo creo que su espíritu aún está en la casa".

"No digas blasfemias, niña", reprendió la señora Jenkins a Rosalba. "El señor Alcanta ya descansa hace mucho en paz, era un buen hombre y estoy segura de que el Señor lo tiene en su gloria", continuó la señora Jenkins. "Déjense de tonterías y sigan en lo que estaban". Todos continuaron en lo suyo y no se habló más del tema.

Llegada la mañana del domingo, Elaiza se preparó para asistir a misa con los niños y la señora Jenkins. La iglesia estaba llena de feligreses, y Elaiza se sintió agradecida de poder asistir al servicio, la pequeña iglesia era bastante hermosa y bien adornada, le recordaba la pequeña capilla del orfanato, lo que la hacía sentir en casa.

Después de la misa, Elaiza se apartó un momento y se acercó al padre Jonathan, quien sonreía amablemente para despedir a los feligreses desde la puerta.

"Padre Jonathan, quería agradecerle por haberme recomendado para este puesto", dijo Elaiza, estrechando la mano del padre. "Eres un gran amigo, muchas gracias".

El padre Jonathan sonrió afectuosamente. "Elaiza, eres una joven muy capaz y responsable. Estoy seguro de que harás un excelente trabajo con esos niños. Y dime, ¿cómo te va hasta ahora?".

Elaiza le contó al padre Jonathan sobre los eventos extraños que habían ocurrido en la mansión, y él la escuchó atentamente.

"Es posible que la mansión esté embrujada, creo que deberías realizar un exorcismo en la mansión", dijo con una amplia sonrisa.

Elaiza se sintió un poco asustada al escuchar la palabra "exorcismo". "¿No crees que sea demasiado?", preguntó Elaiza sorprendida.

"No, es algo sencillo, como los que llegamos a hacer en nuestra juventud", dijo el hombre tranquilamente.

Justo entonces, el cochero llegó para llevarlos de regreso a la mansión. Elaiza se despidió del padre Jonathan y se subió al carruaje. Una vez dentro, la señora Jenkins se volvió hacia Elaiza con una sonrisa amable.

Una vez en la mansión, los niños salieron a jugar en el jardín. Mientras ellos jugaban, Elaiza notó nuevamente al jovencito que había llevado la leña unos días antes. Se había enterado de que su nombre era Marcello y trabajaba en la mansión como ayudante de jardinería, era conocido por ser un chico trabajador y responsable, además de muy serio y amable.

Elaiza lo llamó un momento mientras los niños jugaban a algunos metros de distancia. Marcello se acercó con curiosidad.

"¿Sí, señorita?", preguntó Marcello.

Elaiza sonrió y le dijo en voz baja: "Muchacho, ¿deseas ganarte unas monedas?".

Marcello se iluminó. "¡Sí, señorita! ¡Claro que sí!".

"Necesito que hagas lo que te voy a pedir". Elaiza habló con Marcello en voz baja durante unos minutos, explicándole algo que solo ellos dos sabían. Marcello asentía con la cabeza, su rostro cada vez más serio.

"Recuerda, Marcello", dijo Elaiza, "debes hacer todo con discreción. No quiero que nadie sepa lo que estás haciendo".

Marcello asintió de nuevo, su mirada seria. "No se preocupe, señorita. Puedo hacerlo".

El resto de la mañana transcurrió con tranquilidad, hasta poco antes de la comida. Mientras Emanuel dormía su siesta en su cuarto, Tomás y Rosalba jugaban en su habitación, Elaiza los cuidaba mientras zurcía algunos calcetines rotos. De pronto, se abrió la ventana con bastante fuerza, haciendo que los cristales vibraran y los niños se asustaran.

Tomás y Rosalba se acercaron a Elaiza, con los ojos abiertos de miedo. "¿Qué pasó?", preguntó Tomás, su voz temblorosa.

Elaiza los tranquilizó con una sonrisa. "No pasa nada, niños. Solo ha sido el viento. No hay nada de qué preocuparse".

Rosalba se acercó a Elaiza y se abrazó a su falda. "Pero la ventana estaba cerrada", dijo, su voz apenas audible.

Elaiza la tranquilizó de nuevo. "A veces, el viento puede ser muy fuerte y abrir las ventanas. No es nada extraño, a menos que... No, no es posible".

Tomás y Rosalba se miraron entre sí, y luego asintieron con la cabeza. Parecían tranquilizados, pero Elaiza notó que todavía había una sombra de miedo en sus ojos. Ella misma se sintió un poco inquieta, ya que sabía que la ventana había estado cerrada, y el viento no había sido lo suficientemente fuerte como para abrirla. Pero no quería asustar a los niños, así que decidió no decir nada más al respecto.

Más tarde se escucharon pasos en el pasillo. Los pasos eran ligeros y rápidos, y parecían provenir de alguien que estaba tratando de no hacer ruido. Luego, se escuchó el sonido de una puerta que se abrió y cerró.

Elaiza se levantó de su silla y se acercó a la puerta de la habitación. Escuchó atentamente, pero no se escuchaba nada más, los niños se miraron entre sí y se susurraron algo para después ambos negar con la cabeza. Se volvió hacia los niños y les preguntó: "¿Saben quién podría haber sido?".

Tomás y Rosalba se miraron entre sí y negaron con la cabeza, los sirvientes ese día no trabajaban la mayoría, solo estaban la señora Jenkins y la cocinera en la cocina, y Emanuel y su nana en el piso inferior, pero Emanuel era muy ruidoso y su nana no podía dejarlo solo. "No, no sabemos", dijo Tomás.

Rosalba se levantó y se acercó a Elaiza. "¿Qué pasa?", preguntó, su voz llena de curiosidad y temor.

Elaiza sonrió y lo tranquilizó. "Nada, cariño. Solo alguien que pasó por el pasillo seguramente".

Pero los niños no estaban tan seguros de que fuera solo eso. Había algo en los pasos y en la forma en que se cerró la puerta que los hacía sentir que algo estaba sucediendo en la mansión, algo que no era completamente normal.

"¿Y si es un fantasma?", dijo Rosalba temerosa.

"¿Y qué haría un fantasma espantando en medio del día?", dijo Elaiza tranquilamente. "A menos que algo lo esté haciendo enojar".

"¿Los fantasmas se enojan?", preguntó Tomás.

"Sí, claro", respondió Elaiza. "Les molesta cuando toman sus cosas... O cuando los inculpan de cosas que no han hecho", continuó mirando a los dos niños. "Pero si no han hecho nada, no deberían tener miedo, bueno, eso me dijo el padre Jonathan en la mañana", dijo sonriendo tranquilamente.

Los niños se miraron mutuamente asustados. De pronto se escuchó un sonido de puerta, Elaiza se asomó al pasillo, pero no había nadie a la vista. Sin embargo, notó algo extraño: la puerta que estaba al lado de su cuarto, y que siempre estaba cerrada, en esa ocasión estaba abierta. Elaiza se sintió un poco intrigada y asustada al mismo tiempo.

Se volvió hacia los niños y les dijo con cara de preocupación: "Tal vez la señora Jenkins la dejó abierta, ¿no creen? Iré a cerrarla".

Aquellas palabras hicieron que los niños corrieran al lado de Elaiza.

"No nos dejes solos", suplicaron.

"No hay de qué temer, seguramente dentro está alguien acomodando la habitación", sonrió Elaiza, sin embargo, sintió cómo los niños se aferraban a su falda temblorosos. "Bueno, ¿qué les parece si me acompañan para que vean que no es nada?".

Los tres se dirigieron a la habitación, al entrar, estaba vacía y no se veía nada inusual.

"La perilla es algo vieja, tal vez se abrió por sí sola", dijo Elaiza tranquilizando a los niños.

Los niños se miraron entre sí y se rieron. "¡Claro, porque no hay fantasmas!", dijo Tomás intentando sonar convencido.

De pronto, un objeto rodó y golpeó los zapatos de Elaiza, era una canica, la cual los niños decían hacía días no encontraban.

"Miren, aquí estaba, debió rodar debajo de la puerta cuando jugaban", dijo Elaiza.

"Eso no es posible, no cabe debajo de la puerta", reclamó asustada Rosalba.

"Además, la señora Jenkins nos ha prohibido jugar con ellas dentro de casa", añadió Tomás.

Pero Elaiza siguió. "Bueno, en ese caso, tal vez sí fue el fantasma y debemos hacer un exorcismo para ahuyentarlo, solo por si acaso. ¿Qué les parece?".

Los niños se miraron entre sí y se encogieron de hombros. "¿Un exorcismo?", preguntó temerosa Rosalba. "¿Qué es eso?".

Elaiza sonrió. "Es una ceremonia para ahuyentar a los espíritus malos. Pero no se preocupen, no es nada peligroso, a menos que hayan hecho algo que ofendiera al fantasma", miró a ambos niños, pero solo asintieron.

Elaiza fue por algunas cosas a su cuarto, una biblia, unas velas y un rosario. Ella y los niños, bastante temerosos, fueron a la habitación que estaba al lado de la suya. La habitación estaba sola, y parecía que no había sido utilizada en mucho tiempo. Los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas, y el polvo cubría todo. Sin embargo, a pesar del desorden, la habitación parecía tener un orden propio.

Elaiza acomodó todo en una mesa y acercó unas sillas. Luego, les pidió a los niños que se tomaran de la mano y comenzaran a rezar, pidiendo al fantasma que, si estaba ahí, se mostrara.

Los niños se tomaron de la mano, temblando de miedo. Tomás y Rosalba estaban pálidos. Elaiza comenzó a rezar, su voz firme y tranquila.

De repente, se movió un libro de la repisa de la pared, se oyeron murmullos ilegibles y algo que parecía rasguños, de pronto la mesa se tambaleó. Los niños gritaron de susto, y Elaiza les pidió que se calmaran.

"Por favor, fantasma", dijo Elaiza, "deja de hacer travesuras. Queremos hablar contigo".

Se escuchó una voz rara, que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. "No fui, no fui", decía la voz.

"Por lo visto, quien ha hecho todo no es el fantasma, ahora debemos encontrar al culpable", dijo Elaiza. "O el fantasma se enojará más".

Rosalba empezó a llorar, y Tomás dijo que no era su intención hacer enojar al fantasma. "Solo queríamos que te fueras", dijo Tomás, casi llorando, "igual que todas las demás institutrices".

Elaiza los miró con sorpresa, y se dio cuenta de que los niños habían estado detrás de las travesuras todo el tiempo.

Rosalba y Tomás comenzaron a echarse la culpa mutuamente. De pronto, Elaiza no pudo más y empezó a reír. Los niños estaban sorprendidos, y se detuvieron en seco.

"¿Qué pasa?", preguntó Tomás, confundido con los ojos llorosos.

Elaiza se rió de nuevo. "Todo esto es una trampa", dijo. "Desde el primer momento supe que ustedes habían estado detrás de las travesuras. Pero esperaba que confesaran antes".

Rosalba y Tomás se miraron entre sí, sorprendidos y un poco avergonzados, se sentían humillados por todo eso.

"¿Cómo lo supiste?, ¿y el fantasma?", preguntó Rosalba.

Elaiza sonrió. "Porque soy una institutriz muy astuta", dijo, llamó a Marcello, y él salió de debajo de la mesa, donde había estado escondido. Otro joven, casi de la edad de Tomás, salió de un armario.

Estos jovencitos habían puesto unos hilos para tirar las cosas y se habían escondido debajo de los muebles para moverlos. Los niños se miraron entre sí, sorprendidos y un poco avergonzados. Habían sido descubiertos, y no sabían qué hacer.

Elaiza les dio unas monedas a Marcello y su cómplice, quienes salieron corriendo de la habitación, dejando a los gemelos y a Elaiza solos.

"Bueno, ahora que ya se ha resuelto el misterio, ustedes dos tienen mucho que explicar y deberemos discutir su sanción", dijo Elaiza sacándolos del cuarto y cerrando la puerta.

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