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CASADA CON EL CEO DESPIADADO.

El inicio

Me llamo Diana y tengo 18 años, estoy a punto de terminar la preparatoria. Vivo con mis padres y mi hermana mayor, Tiana, de 25. Somos parecidas físicamente, pero muy diferentes en todo lo demás. Mis padres son dueños de una empresa de tecnologías, y gracias a ellos nunca nos ha faltado nada. Crecí en una burbuja de comodidades, donde lo único que me pedían era que estudiara, me portara bien y no preguntara demasiado.

Ahora me encuentro en mi habitación, rodeada de libros, intentando concentrarme para el examen de admisión a la universidad… pero la tensión en la casa me distrae. Gritos rompen el silencio, provenientes de la habitación de Tiana.

—¡¿Hija, por qué cambias de idea ahora?! ¡No entiendo cómo puedes hacer esto! —grita mi padre, con una furia que no le conocía.

—¡Tú aceptaste, Tiana! —insiste mi madre, más dolida que enojada.

—¡Pues ya no quiero! —responde ella con un tono desafiante.

—No tienes opción. Solo será un año. Todo está planeado… Lo sentimos, o eso o te quitaremos todo —espeta mi padre con una frialdad que me hiela la sangre.

—¡Bien! ¡Entonces salgan de mi habitación, quiero estar sola!

Escucho la puerta cerrarse con fuerza. Mis padres cruzan frente a mi habitación. Les sonrío con nerviosismo.

—Descansa —me dice mi padre sin detenerse—. Mañana hay que estar temprano en la boda.

—Igualmente. Sí, ya me dormiré —respondo mientras me acomodo en la cama.

Mi madre no dice nada. Solo sigue caminando con él. Espero unos segundos antes de levantarme con sigilo. Me dirijo a la habitación de Tiana. La puerta está entreabierta. La empujo un poco y la veo sentada en la orilla de la cama, mirando su celular. Una maleta abierta yace a su lado.

—¿Qué haces? —pregunto con cautela.

Ella salta, como si la hubiera atrapado haciendo algo indebido. Siempre fue distante conmigo, nunca fuimos realmente cercanas. Éramos dos desconocidas compartiendo el mismo techo.

—Lo siento, no quise asustarte —le digo, dando un paso atrás.

—¡Estoy empacando! ¡Lárgate de mi habitación! —me grita.

Salgo de inmediato y me encierro en mi cuarto. Me recuesto, pero no puedo dormir. Algo no está bien.

A la mañana siguiente, tocan mi puerta. Es mi nana.

—Señorita, debe alistarse. Sus padres ya salieron para adelantar los trámites.

Asiento. Me ducho, tomo mi vestido del clóset y me alisto. Una maquilladora entra y me arregla en silencio. Cuando bajo las escaleras, busco con la mirada.

—¿Y mi hermana? —pregunto a mi nana.

—Ya salió, señorita —responde sin dar detalles.

Abordo el auto con mi chofer, pero no puedo evitar notar que el coche de Tiana no está.

—¿Mi hermana ya se fue? —le pregunto.

—No lo sé, señorita. Supongo que sí, no la he visto y su coche ya no está.

El trayecto es silencioso. Cuando llegamos, la mansión parece un castillo sacado de una película. Portones altos, jardines perfectos, autos lujosos por doquier. Bajo del coche y apenas doy unos pasos, mi madre me toma de los hombros.

—¿Dónde está tu hermana? —me pregunta, angustiada.

—No lo sé… —murmuro.

Veo a mi padre caminando nervioso en el patio, con el celular en mano.

—¿Qué pasa? —le pregunto.

—Se suponía que Tiana ya debía estar aquí. La hemos llamado, la buscamos… y no aparece. ¿Te dijo algo anoche?

—Solo la vi empacando. Pensé que se iría a vivir con su esposo…

—¿¡Cómo que empacando!? —me grita. Se acerca alterado—. ¿Por qué no nos dijiste?

—¿Qué se suponía que debía decirles? ¿Que estaba metiendo ropa en una maleta? ¿Qué sabía yo?

—¡Si empacó, es porque huyó! —dice con desesperación.

—¿Y el chofer? Él no estaba. ¡Debe saber algo!

—Tampoco aparece. ¡Estamos arruinados! —dice alejándose.

Lo veo temblar. Se toma la cabeza entre las manos y murmura: “Esto es una burla para ellos… lo pagaré caro”.

—No es tu culpa —le digo, aunque no estoy tan segura.

Mi padre se gira y me mira con intensidad. Me toma del rostro.

—Diana… ellos no entienden eso. Solo verán que una hija se escapó y que nos burlamos de ellos. Y yo... no sé qué me harán.

Entramos en la casa. Todo huele a poder, a riqueza, a acuerdos ocultos. Frente a unos ventanales enormes, una pareja mayor nos observa en silencio.

—¿Tania? —pregunta la señora, confundida al verme.

—Hay que terminar con esto —dice una voz masculina.

No lo había notado. Sentado en un sillón, fumando con indiferencia, está un hombre alto, de traje impecable. Se levanta con una lentitud inquietante, firma un documento y deja la pluma frente a mí.

—Firma —ordena, mirándome con desdén.

—Yo… yo no soy Tania —balbuceo, temblando.

En ese momento, entran mis padres.

—Disculpen, pero ella no es…

No alcanzan a terminar. Un guardaespaldas con lentes oscuros toma a mi padre del cuello y lo estrella contra la pared.

—¿Te estás retractando? Atente a las consecuencias —dice el hombre del cigarro.

—¡No es eso, señor Fabián! —se apura a decir mi padre—. Es solo que…

Ahora lo entiendo. Fabián… el hombre con quien Tiana debía casarse.

—¿Ya no quieres casar a tu hija? ¡Eso es deslealtad! ¡Confié en ti! —grita el hombre mayor.

—Déjalo, padre —dice Fabián. Luego nos grita con furia—: ¡LÁRGUENSE!

—¡Señores! No habrá boda. Disculpen —digo, pero mi voz tiembla.

—¿Y tú por qué lo dices? —Fabián se ríe con burla.

Se acerca. Su presencia es abrumadora. Me mira como si ya me conociera… y sin pensarlo, levanto la mano y le doy una bofetada. El silencio cae como un manto.

Fabián me ve con odio. En un segundo, me toma del cuello, apretando con fuerza. Intento zafarme. Me suelta con violencia y se da la vuelta.

—¡Desaparezcan de mi vista! —ruge.

Mi padre me toma del brazo y me arrastra fuera de la mansión. En cuanto estamos afuera, mi madre me mira con horror.

—¿Qué hiciste?

—¿Qué hice? ¿¡Qué hice yo!?

—Debemos sacarte de aquí —dice mi padre, marcando desesperado.

—¿Por qué?

—¿¡Te parece poco haberle dado una bofetada al hombre que podría arruinarnos la vida!?

—¡Él intentó…!

—¡Llévala a casa! —ordena a mi chofer.

Subo al coche temblando. Ellos se van en el suyo.

Cuando llegamos, subo directo a mi habitación a empacar. Pero escucho un ruido abajo… un golpe seco. Me asomo desde las escaleras, y lo que veo me deja helada.

Mi padre está rodeado de hombres armados.

—¿Creíste que no habría consecuencias? —dice Fabián.

—Señor Fabián, mi hija… la que se casaría con usted… huyó.

—Y tú no supiste controlarla. ¿Qué clase de padre eres?

—Lo lamento… en nombre de mis dos hijas…

Mi madre llora en un rincón.

—¿Creíste que esto quedaría impune? Me prometiste una hija. Así que me darás una.

Me tapo la boca para no gritar.

—Señor… Diana apenas cumplió 18 años —suplicó mi padre.

—Claro, aceptaste el dinero. No puedes hacerte el inocente ahora. ¿O es que Tiana… no es realmente tuya?

Mi madre rompe en llanto. ¿Qué acaba de decir?

—Quiero a las dos por igual —responde mi padre con la voz rota.

—Entonces dame a la otra. ¿Qué importa cuál, si las amas igual? Yo no quedaré como un imbécil.

—Hay otras familias… otras hijas… devuelvo el dinero si es necesario.

—No. Cumples… o velas a tu hija. De cualquier forma, será lo mismo.

Ocupando el lugar de mi hermana.

—Solo permítame subir a verla… —dice mi padre con voz quebrada.

Me meto corriendo a mi habitación. Me siento en la cama, temblando. Lo veo entrar con el rostro marcado por la angustia.

—¿Tiana no es tu hija? —pregunto en voz baja, sin rodeos.

Él suspira. Sus hombros caen como si el peso del mundo se le viniera encima.

—Cuando conocí a tu madre, ya estaba embarazada de tu hermana… Pero eso nunca hizo diferencia para mí. A las dos las amo.

—No lo creo. —Mi voz es dura, más de lo que imaginaba.— A una hija no se le hace lo que tú le hiciste a Tiana.

—Hija, yo…

—Ya sé. —Lo interrumpo con un suspiro resignado.

—Solo será por un año. No nos dejó otra opción…

—Pudiste no aceptar su ayuda, pero no… tú lo elegiste. —Me levanto, sin mirarlo más.

Salgo del cuarto y bajo las escaleras. Mi madre está de espaldas, de pie, como una estatua. Camino hacia ella.

—Lo siento —le digo con sinceridad.

—No tienes por qué disculparte, hija —me responde con tristeza, sin girarse siquiera.

Veo cómo Fabián, desde el fondo del salón, hace un leve movimiento con la cabeza. De inmediato, dos guardias avanzan con decisión y me sujetan de los brazos con fuerza.

—No me van a salir con la pendejada de que esta también huye con su chófer —dice con desdén, sin disimular el veneno en su voz.

Me arrastran fuera de la casa. Suben conmigo a un auto negro. Por la ventanilla veo a mis padres, quietos, impotentes. La otra puerta se abre, y Fabián entra y se sienta junto a mí.

Me toma de la quijada con fuerza, obligándome a mirarlo.

—Maldita niña malcriada —escupe entre dientes, apretando tanto que me duele. Intento zafarme y me alejo, pero él se acerca más.

—Vas a pagar lo que hizo tu maldita hermana —me dice con la voz helada.

—¿Te dolió tanto que prefirió huir antes que casarse contigo? Fue más lista de lo que pensabas —le digo con rabia.

—Qué bien por ella, ¿no? Aunque no por mucho… Cuando la encuentre, me las va a pagar. Les voy a demostrar por qué la gente me teme.

—¿Al casarme contigo pago su deuda?

Él no responde. Se limita a mirar por la ventana, como si el hecho de hablarme lo repugnara.

Reconozco el camino. Regresamos a la misma casa. Bajamos y caminamos juntos. Al entrar, las mismas personas siguen allí, como si nada hubiera pasado.

—Firma —ordena, señalando el documento sobre la mesa.

Me acerco. Veo su firma: Fabián Adkins. Tomo la pluma. Mi mano tiembla, pero firmo: Diana Herrera.

Una mujer elegante se acerca con un pequeño cofre y le entrega un anillo. Fabián lo toma con desgano y me lo pone. Él ya lleva el suyo.

—Pasemos a la mesa —dice una señora que supongo es su madre—. Vamos, linda.

Camino con ellos. Fabián se queda atrás hablando con una mujer muy bien vestida. La reconozco: es la que estaba en el salón cuando le di la bofetada. Ahora lo entiendo… su amante. Pobre Tiana. ¿Así o más humillante? El día de su boda… y él trae a su amante como si nada.

—¡Aquí, cuñada! —escucho que me llaman. Me giro y veo a un chico muy parecido a Fabián.

—Me llamo Damián —dice, sentándose a mi lado.

—Hola —respondo con una sonrisa tímida.

—¿Tiana, verdad?

—No. Tiana es mi hermana. Yo soy Diana.

—Mi hermano es un amargado —susurra divertido—. ¿Qué edad tienes?

—Dieciocho.

—Yo tengo veinte. Y él ya tiene treinta… está viejo, ¿no crees? —bromea, haciéndome reír bajito—. Me caes muy bien.

—¡Lárgate de aquí! —grita Fabián desde atrás.

Damián se levanta con desgano.

—¡Madre! —llama con ironía—. Me voy.

Se vuelve hacia mí—: La única que me cae bien de aquí eres tú, cuñada, y eso que apenas te conocí hace cinco minutos. Nos vemos.

Sale de la casa y se pierde en la noche. Su madre llega hasta mí, furiosa.

—¿Qué pasa con él? ¡Es la comida de su hermano y se sienta a tu lado solo para provocarlo!

—¡Claro que no! —responde él desde lejos—. Siéntate tú con él, a ver si se alegra. ¡Me voy!

—Al menos podrías disimular… —escucho decir a Fabián mientras se sienta a mi lado.

—Lo dice el que trajo a su amante como testigo a su propia boda —respondo sin mirarlo.

—No te metas en mis asuntos.

—Lo mismo para ti.

Se levanta de la mesa de golpe. Las pocas personas presentes nos observan. Una niña al frente me sonríe.

—Qué bonito vestido —dice.

—Gracias. Era el que llevaba para la boda de mi hermana —respondo, haciendo que todos guarden silencio de nuevo.

Su madre se acerca.

—Hija, el chófer te llevará al departamento de Fabián. —Asiento.

—Primero come algo.

—No, gracias. No tengo hambre.

Salgo al frío de la noche. El viento corta la piel. Subo al carro, llegamos al edificio, y una señora mayor me recibe.

—Sígame.

Subimos por el elevador. Me muestra dos puertas.

—Esta es la habitación del señor. No debe entrar. Esta otra es la suya.

—Gracias —respondo entrando.

La habitación no está mal. Me quito el vestido y entro al baño. Todo es nuevo: el jabón, la esponja, el cepillo. Me tallo con fuerza como si pudiera quitarme la suciedad de la situación. Me pongo la bata, envuelvo el cabello con la toalla y recojo el vestido. Busco mi celular, escondido en el fondo de una bolsa. Al encenderlo, veo muchas llamadas perdidas y mensajes. Vibra en mis manos. Es Dilan, mi mejor amigo.

—¿Diana? ¡No te vi hoy en el examen de admisión!

—Me enfermé… —toso para que me crea—. Estoy con mis padres de vacaciones, en casa de unas amistades. No estoy en la ciudad.

—Avísame cuando regreses. Te quiero. Cuídate.

—Igual, te quiero. —Cuelgo.

Marco a mis padres. Contesta mi papá de inmediato.

—¡Hija! No me dejaron pasar a verte. Tu hermana sigue sin aparecer. Perdóname.

—Hija… —escucho a mi madre—. Estamos bien. Solo… cuídate. Mañana tu padre firmará los papeles con Fabián. Solo será un año, mi niña.

—Lo sé. Eso es lo único que me mantiene cuerda… y me da fuerza para no rendirme. Los quiero mucho. Mañana iré a verlos.

—Está bien. Descansa.

Cuelgo. Miro el techo. Pienso en Tiana. Más le vale estar disfrutando, porque yo estoy aquí, sufriendo por su cobardía. Ella aceptó este acuerdo desde el inicio. No fue de un día para otro… ¿por qué huyó? ¿Qué vio que yo aún no descubro?

Entonces escucho cómo se abre la puerta. Me incorporo. Es Fabián.

—¿Con quién hablabas? —pregunta, muy serio.

No respondo. Solo lo miro.

Te cásate con la incorrecta.

—¿Yo te pregunto con quién te largas o si? —le digo a Fabián, que está parado, mirándome con esa frialdad que me hiela la piel. Camina hacia mí y en un segundo me acorrala contra la pared.

—No eres nadie para preguntarme cosas, niña —responde con los dientes apretados, acercándose aún más—. Y más vale que aprendas cuál es tu lugar.

—Ahora puedes salir de mi cuarto —le digo, manteniéndole la mirada, aunque por dentro estoy temblando.

—Vuelves a bofetearme y te voy a educar... ya que tu padre no lo hizo —dice con desprecio, antes de salir y azotar la puerta con tanta fuerza que las paredes tiemblan.

Pongo el seguro con manos temblorosas. Me acuesto tratando de descansar aunque sé que dormir será imposible. Aún así cierro los ojos... hasta que tocan la puerta.

Es la misma señora que me recibió ayer.

—Sus suegros vinieron para desayunar con ustedes —me dice amablemente.

—Ya bajo —respondo con voz apagada.

Me cepillo rápido y me acomodo el cabello con los dedos. Bajo con la bata todavía puesta. Las miradas se posan en mí. Distingo a Fabián sentado, ignorándome por completo.

—Ven, hija, siéntate con nosotros —dice mi suegra, con una sonrisa que no sé si es sincera o simplemente protocolaria.

—Buenos días —respondo, sentándome. Me sirven el desayuno y empiezo a comer en silencio, sintiéndome como una intrusa en mi propia vida.

—¿Tus padres ya se contactaron contigo? —pregunta mi suegro.

Asiento con la cabeza. —Hoy iré a verlos.

—Ponte de acuerdo con Fabián para que te lleve —dice él.

—Para eso está el chófer —responde Fabián sin siquiera mirarme—. Solo recuerda que tus padres no tienen una tercera hija.

—¡Tiana! —exclama mi suegra con emoción—, ¿te gustaría ir conmigo a comprar ropa?

—Diana —la corrijo suavemente—. Mi hermana es Tiana. Y sí, gracias, me gustaría acompañarla.

—Lo siento —se disculpa mi suegra, visiblemente incómoda.

—No se preocupe, es comprensible —le digo con una sonrisa tenue.

Después del desayuno, mi suegro se acerca a su esposa para darle un beso en la mejilla. Fabián se levanta sin decir nada y sale junto con él.

—Hija, ya me voy —dice mi suegra mientras se alista—. Me avisas para salir juntas.

Asiento y me voy a mi cuarto. El vestido de ayer sigue doblado sobre la cama. Me cambio sin entusiasmo y bajo con las maletas preparadas. El chófer está esperándome con una expresión impenetrable.

Me abre la puerta y subo. También sube y pone la ubicación en el GPS sin decir una palabra. Todo el trayecto transcurre en silencio hasta que llegamos.

—Espera aquí —le digo al chófer.

—Tengo órdenes de subir con usted —responde sin mirarme.

—Infórmale a tu jefe que si quiere vigilarme, que lo haga él personalmente —le espeto antes de bajarme y cerrar la puerta tras de mí.

Al entrar a mi casa, mi madre camina hacia mí con el rostro lleno de preocupación.

—Hija... ¿cómo estás?

—Bien. ¿Y mi padre?

—Fue con tu... fue con Fabián. Lo llamó para cerrar un trato.

—Llámalo como quieras, pero no digas que es mi esposo —respondo con dureza.

—¿Diana? —escucho una voz familiar. Me doy la vuelta y corro a abrazar a mi amigo de infancia que está parado en la entrada.

—¿Cuándo llegaste? —pregunto con emoción—. Te extrañé.

—Pasaba por aquí y te vi entrar —dice, devolviéndome el abrazo.

—Qué bonito —se escucha una voz grave detrás de nosotros. Nos separamos, y al mirar, ahí está Fabián, con las manos en los bolsillos y una mirada que quema.

—Mi esposa no tiene ni un día de casada y ya está con otro hombre.

—No señor, él es su amigo de infancia —interviene mi padre rápidamente.

Mi amigo nos mira desconcertado, sin entender nada.

—Me imagino que eso mismo dijo de su otra hija... antes de que huyera con el chófer —dice Fabián con veneno en la voz.

—¿Diana? —me pregunta mi amigo—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué dice que eres su esposa?

—Luego te cuento —respondo bajito. Él asiente, aún confundido.

—Con permiso, señores —dice antes de marcharse. Pero al pasar junto a Fabián, este se le acerca y le susurra:

—Si valoras tu vida, no vuelvas a venir por aquí.

Mi amigo se va sin voltear.

—Creo que esos papeles no tendrán validez mientras su hija no se dé a respetar y no manche mi nombre comportándose como una cualquiera —dice Fabián, mirándome con asco.

Aprieto los puños con fuerza.

—Claro que no, señor. Mi hija cumplirá con el año... pero usted me dio su palabra de que ella retomará su vida una vez que ese plazo se cumpla —responde mi padre, firme.

—Ajá... si sabe comportarse —responde Fabián antes de salir.

—Solo un año —repite mi padre con resignación.

Asiento sin decir nada y subo a mi cuarto. Las maletas ya están listas. Mi padre me ayuda a bajarlas. Nos despedimos. Sus ojos están húmedos, cargados de lástima y culpa.

Subo al auto, y Fabián está ahí, sin mirarme.

—Ya sabes lo que pasará la próxima vez que no cumplas lo que ordeno —dice con voz baja, pero amenazante.

—Sí, señor —responde el chófer al volante.

—Déjame en la oficina, y a mi esposa con mi madre —ordena Fabián.

—No soy un trapo para que me anden de aquí para allá. Yo puedo decidir a dónde iré —le grito, harta, pero él me sujeta de la quijada con fuerza.

—Vuelves a alzarme la voz... y no querrás saber lo que pasará —me susurra con los ojos llenos de furia.

—Ve a joder a tu amante —le espeto con desprecio.

—Por lo que veo, no solo eres una niña maleducada, sino también grosera y vulgar.

—Te casaste con la equivocada.

—Eso ya lo sé —dice con frialdad, y me dan ganas de azotarlo contra la ventanilla.

El auto se detiene frente a su empresa: un edificio alto, frío, como él. Fabián baja y cierra la puerta tras él.

Luego el auto continúa hasta la casa de sus padres. En cuanto llegamos, rebusco entre las maletas, saco un pantalón, una blusa ombliguera y mis tenis. Bajo y pido un baño para cambiarme. Cuando bajo de nuevo, mi suegra me mira sorprendida.

—Pareces una niña —dice entre risas.

—¿Cuñada? No te reconocía con esa ropa —dice Damián, apareciendo de repente.

—Vamos —dice mi suegra, y salimos.

En la plaza, Damián me jala de la mano.

—Ven, te mostraré algo.

Me lleva a una máquina de muñecos. Falla dos veces, haciéndome reír. A la tercera consigue un peluche grande y me lo entrega con una sonrisa.

—Gracias —le digo, tomándolo entre mis brazos.

Nos acercamos a una mesa donde mi suegra conversa con unas personas.

—Damián, qué hermosa tu novia —dice una señora.

—No, ella es la esposa de Fabián —corrige mi suegra, cortante.

Todos se disculpan rápidamente. Seguimos caminando, y a lo lejos, veo a Fabián sentado en una mesa con su padre, algunos socios... y ella, la misma mujer de antes, pegada a su lado.

—Hola, hijo —dice su madre, acercándose a saludarlo. La mujer también la saluda.

—Hola, señora —responde la amante, y mi suegra le dedica una sonrisa forzada.

—Nos vamos, que tenemos muchas compras pendientes —dice uno de los hombres.

—No sabía que Damiancito tuviera novia.

—¿No es hermosa? —dice Damián, mirando a Fabián.

—Ella es esposa de Fabián —corrige su padre.

—No se preocupen —dice Damián con una sonrisa falsa—. Mi hermano se consiguió una esposa tan joven también.

—Yo tengo lo que quiero —responde Fabián, sin emoción—. No es mi culpa que no puedas conseguir una así.

—Y si le preguntamos a mi cuñada... —dice Damián, mirándome con picardía.

No puedo sentirme más incómoda. Quisiera que la tierra me tragara.

—Bien, los dejamos trabajar —dice mi suegra, zanjando el momento.

Nos alejamos... y de reojo, veo cómo Fabián apenas reacciona. Ni siquiera me mira. Su amante, en cambio, se acerca más a él. Y yo... yo solo aprieto el peluche con fuerza, deseando estar en cualquier otro lugar.

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