El sol de sábado brillaba sobre los parques de Buenos Aires, y Laura y Daniel caminaban de la mano, disfrutando aparentemente de un día perfecto. A su alrededor, la ciudad vibraba con vida, pero dentro de Laura, las cosas no eran tan sencillas.
Daniel, su novio, hablaba apasionadamente sobre su trabajo, un caso complejo que estaba resolviendo como abogado. Sus ojos brillaban con entusiasmo, pero Laura no podía evitar sentir una desconexión. Cada palabra de él le sonaba distante, como si hablara en otro idioma.
—Y entonces, el juez dictaminó a nuestro favor —dijo Daniel, apretando suavemente la mano de Laura—.¿No es increíble?
Laura sonrió, pero su mente estaba en otro lugar. Asintió, tratando de parecer interesada.
—Sí, increíble cariño —respondió ella, pero su voz carecía de convicción.
Llegaron a una heladería, una de las favoritas de Daniel desde la universidad. Mientras él se acercaba al mostrador para pedir sus sabores de siempre, Laura se quedó observando a las parejas y familias a su alrededor. Había risas y complicidad, pequeñas muestras de afecto que parecían tan naturales. Se preguntó por qué no sentía lo mismo con Daniel.
Daniel regresó con los helados, extendiéndole uno a Laura.
—Aquí tienes, tu favorito: chocolate con menta.
Laura tomó el helado, pero su mente seguía lejos. Se esforzaba por recordar la última vez que había sentido una verdadera chispa en su relación, una conexión que no se viera eclipsada por la rutina o las expectativas de los demás.
—¿Estás bien, Laura? —preguntó Daniel, notando su distracción.
Laura lo miró a los ojos y forzó una sonrisa.
—Sí, solo estaba pensando en algunas cosas del trabajo. No te preocupes.
Pero en el fondo, sabía que no era el trabajo lo que ocupaba sus pensamientos. Había algo más, algo que ni siquiera ella podía definir del todo, pero que la hacía sentir incompleta en la compañía de Daniel.
Después de un día lleno de pensamientos confusos y conversaciones incómodas, Laura finalmente llegó a su apartamento. Se quitó los zapatos y se desplomó en el sofá, permitiendo que el silencio del lugar la envolviera. Encendió la televisión más por rutina que por interés y comenzó a cambiar los canales, buscando algo que captara su atención.
Finalmente, se detuvo en el noticiero. La presentadora, con su voz profesional y tranquila, hablaba sobre el clima para la semana entrante.
—Se espera una semana lluviosa en Buenos Aires, con tormentas aisladas, especialmente fuertes el martes y miércoles. Los ciudadanos deben prepararse para posibles interrupciones y llevar paraguas si necesitan salir.
Laura observó las imágenes de las nubes cargadas y la lluvia torrencial cubriendo la ciudad en el pronóstico. Sintió una extraña mezcla de anticipación y melancolía. La lluvia siempre le había parecido melancólica, pero también llenaba el aire de una energía nueva y fresca. Era como si cada gota de agua arrastrara sus pensamientos en direcciones nuevas e inesperadas.
Apagó la televisión y se quedó mirando el techo, sus pensamientos volviendo inevitablemente a Miguel
¿Podrían tener algo más que simples charlas y sonrisas? Laura suspiró y decidió que, pase lo que pase, estaba lista para enfrentarlo, tanto la tormenta exterior como la que se agitaba dentro de ella.
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Buenos Aires vibraba con su energía característica, pero para Laura, la ciudad era un susurro constante de recuerdos y rutinas. El café en la esquina de su calle favorita se había convertido en su refugio diario, un lugar donde el aroma del café recién molido la abrazaba cada mañana.
Este día llegó con una brisa fría y cielos nublados sobre la ciudad. Laura empujó la puerta del café, su lugar de consuelo entre el bullicio porteño. Sus ojos encontraron rápidamente la figura conocida detrás del mostrador.
Miguel, el barista de mirada profunda, levantó la vista al escuchar la campanita de la puerta. Una sonrisa inconsciente se dibujó en su rostro al ver a Laura. Sentía que la conocía desde siempre, aunque sus interacciones se limitaban a esos minutos fugaces cada mañana.
—Tu capuchino de siempre, ¿verdad? —dijo Miguel con una voz que resonaba cálida y segura.
Laura asintió, y mientras esperaba, observó cómo Miguel preparaba su café con una precisión casi artística. Sentía una curiosidad creciente por él, una intriga que la asaltaba cada vez que cruzaban miradas. Pero esta mañana, había algo en el aire, una electricidad que parecía prometer cambios.
Al entregarle la taza, sus dedos se rozaron brevemente. Fue un contacto efímero, pero que dejó una chispa latente en ambos.
—Gracias, Miguel. Tienes un talento especial para hacer que los lunes parezcan viernes.
Miguel rio, un sonido bajo y envolvente.
—Bueno, eso es un buen cumplido. Pero, ¿qué tal si hoy te quedas un rato más? La lluvia parece no querer parar.
Laura miró por la ventana. Las gotas empezaron a golpear el vidrio con fuerza, creando un ritmo hipnótico. Asintió, sintiéndose repentinamente dispuesta a romper su rutina. Se sentó en una mesa junto a la ventana, mientras Miguel le acercaba un pastelito de cortesía.
Mientras esperaba, Laura saco un libro de poesía que había llevado con ella, pero sus pensamientos divagaban hacia el barista que tan hábilmente preparó su bebida.
Miró por la ventana y notó que la lluvia había empezado a caer más fuerte. Se mordió el labio, dándose cuenta de que había olvidado su paraguas en casa.
—Oh, no… Olvidé mi paraguas —murmuró.
Miguel, observando su reacción, rápidamente se dirigió a un rincón detrás del mostrador y regresó con un paraguas negro.
—Toma, puedes usar el mío. No quiero que llegues empapada al trabajo —dijo, entregándoselo con una sonrisa.
Laura tomó el paraguas, sorprendida y agradecida por el gesto.
—Gracias, Miguel. Eres un verdadero salvavidas.
Y así, en medio de Buenos Aires, con una lluvia rugiendo afuera, comenzó un día diferente para Laura y Miguel. Un día que prometía ser más que el inicio de otra semana; un día que quizás cambiaría sus vidas para siempre.
Mientras salía del café, Laura no pudo evitar sentir una calidez en su corazón. A pesar de la lluvia, ese pequeño gesto había iluminado su día.
El martes llegó con una ferocidad que incluso el pronóstico no pudo capturar del todo. Las calles de Buenos Aires estaban casi desiertas mientras la lluvia caía en cortinas incesantes. Laura, aferrando el paraguas que Miguel le había prestado, caminó rápidamente hacia el café, buscando refugio en la familiaridad del lugar y la calidez de la compañía.
Al entrar, sacudió el exceso de agua de su ropa y se dirigió al mostrador, donde Miguel ya estaba preparando su capuchino.
—Buen día, Laura. Parece que la tormenta nos tiene atrapados hoy —dijo Miguel, su voz, un faro de calma en el caos.
Laura asintió, agradecida por el calor del café entre sus manos.
—Gracias por el paraguas. Me salvó ayer.
Miguel sonrió, sintiéndose feliz de haber sido de ayuda.
—De nada. Cualquier cosa por una cliente tan fiel.
El café estaba casi vacío, solo algunos clientes habituales que parecían tan determinados como Laura a desafiar la tormenta. Mientras el tiempo pasaba, la intensidad de la lluvia solo aumentaba. Laura y Miguel compartieron miradas cómplices, sabiendo que la tormenta era una excusa perfecta para pasar más tiempo juntos.
Un estruendo de truenos sacudió el café, haciendo que todos miraran hacia las ventanas. Laura se estremeció, y Miguel, observando su incomodidad, decidió acercarse.
—¿Te gustaría sentarte? Puedo cerrar un rato, parece que hoy no habrá muchos más clientes.
Laura asintió, sintiendo una mezcla de nerviosismo y emoción. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, y el sonido de la lluvia creó un telón de fondo perfecto para la conversación que estaba por comenzar.
—¿Sabes, Miguel? A veces siento que mi vida está en piloto automático. Tengo todo lo que se supone debería querer, pero aun así siento que falta algo.
Miguel la miró con atención, asintiendo lentamente.
—Te entiendo. A veces, incluso cuando estamos haciendo lo que amamos, nos damos cuenta de que necesitamos algo más. Para mí, es la música. Pero aquí estoy, intentando encontrar el equilibrio.
Laura se quedó callada un momento, procesando las palabras de Miguel.
—Me gustaría escuchar tu música alguna vez —dijo, finalmente, con una sonrisa tímida.
Miguel sonrió también, sintiendo que este era el inicio de algo importante.
—Sería un honor.
Mientras la tormenta seguía azotando las calles de Buenos Aires, dentro del café, la atmósfera se volvía más cálida y acogedora. Miguel y Laura se sentaron en una mesa junto a la ventana, donde el sonido de la lluvia era un telón de fondo perfecto para su conversación.
Miguel, con su cabello negro ligeramente desordenado y ojos marrones profundos, observó a Laura con una sonrisa. Su altura de 1.75 cm le daba una presencia imponente pero amable. Llevaba una camiseta de su banda favorita, que contrastaba con la atmósfera elegante del café, pero reflejaba su espíritu artístico.
—Siempre traes un libro contigo —comentó Miguel, señalando el volumen de poesía que Laura había dejado sobre la mesa.
Laura, con su cabello castaño oscuro ondulado y ojos verdes que siempre parecían estar soñando despiertos, sonrió tímidamente. Su estilo clásico y elegante, con un toque moderno, la hacía destacar en cualquier lugar. Ese día llevaba un suéter suave y una bufanda que la hacía parecer aún más acogedora.
—Sí, me encanta leer. Es como escapar a otros mundos —respondió ella, jugueteando con el asa de su taza de café.
—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó Miguel, genuinamente interesado.
—Es una colección de poesía contemporánea. Me gusta cómo las palabras pueden capturar emociones tan complejas —dijo Laura, sus ojos brillando con pasión.
Miguel asintió, sintiendo la conexión en sus palabras.
—A mí me pasa lo mismo con la música. Es como si cada nota contara una historia.
Mientras hablaban, la conversación fluyó de manera natural, cada palabra fortaleciendo la conexión entre ellos. La lluvia afuera seguía cayendo fuerte, pero dentro del café, el tiempo parecía detenerse.
Laura le contó a Miguel sobre su trabajo en la librería y sus sueños de escribir una novela. Miguel compartió sus anhelos musicales y cómo su banda luchaba por encontrar su lugar en la ciudad.
En un momento, Laura dejó escapar un suspiro y dijo:
—A veces me pregunto si estoy haciendo lo correcto. Mi vida está tan planificada, pero no me siento completa.
Miguel le tomó la mano suavemente, un gesto que sorprendió a ambos por lo natural que se sintió.
—Es normal tener dudas, Laura. A veces, las respuestas vienen cuando menos las esperas.
Ese contacto, aunque breve, fue una chispa que encendió algo más profundo en ambos. Mientras la tormenta rugía afuera, dentro del café, dos almas se encontraban y comenzaban a descubrirse.
La lluvia comenzó a amainar, y la ciudad de Buenos Aires recuperó poco a poco su ritmo habitual. Laura, con el paraguas de Miguel en mano, ya que se olvidó otra vez llevar el de ella. Se despidió de él con una sonrisa y salió del café, sintiendo la brisa fresca en su rostro. Caminó rápidamente hacia la librería, sus pensamientos aun revoloteando alrededor de la conversación que acababa de tener.
Al llegar, saludó a sus compañeros de trabajo y se dirigió al mostrador principal. Martina, su colega y amiga, la observó con una ceja levantada.
—Buenos días, Laura. ¿Todo bien? Pareces un poco distraída —dijo Martina, mientras organizaba algunos libros.
Laura sonrió, tratando de parecer más relajada de lo que realmente se sentía.
—Buenos días, Martina. Sí, estoy bien. Solo que esta lluvia y el tráfico me tienen un poco descolocada.
Martina rio, con ese tono cálido que siempre lograba tranquilizar a Laura.
—Bueno, la lluvia puede ser un poco molesta, pero a veces trae cosas buenas también. Como una excusa para quedarse en casa con un buen libro.
Laura asintió, pero sus pensamientos volvían una y otra vez a Miguel. Quería compartir su experiencia en el café, pero no estaba segura de cómo formularlo sin que sonara extraño.
—Oye, Martina —dijo finalmente—. ¿Alguna vez has tenido una conversación con alguien que te hizo ver las cosas de una manera completamente nueva?
Martina dejó de organizar los libros y se volvió hacia Laura con una mirada curiosa.
—Claro, pasa más seguido de lo que crees. ¿Por qué lo preguntas?
Laura vaciló un momento antes de responder.
—Hoy en la mañana, tuve una conversación con alguien en el café. Fue… diferente. Como si de repente todo se aclarara un poco.
Martina sonrió con comprensión.
—Bueno, esos momentos pueden ser mágicos. A veces, alguien entra en tu vida para cambiar tu perspectiva. ¿Quién sabe? Puede ser el comienzo de algo importante.
Laura asintió, sintiendo una ola de esperanza y emoción. Mientras se sumergía en el trabajo, organizando libros y atendiendo a los clientes, no podía dejar de pensar en las palabras de Martina y en lo que significaba su conexión con Miguel.
Miguel y Lola estaban en la azotea de un edificio, disfrutando de una tarde soleada. Ambos se apoyaban en la barandilla, observando cómo el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, pintando el cielo con tonos anaranjados y rosados.
Lola, una joven de cabello rizado y ojos brillantes, no podía evitar mirar de reojo a Miguel mientras él hablaba. Era evidente que estaba enamorada de él; su mirada lo delataba. Miguel, con su sonrisa despreocupada y su forma relajada de ser, contaba una anécdota divertida de su día.
—Miguel, ¿alguna vez has pensado en quedarte en un solo lugar? —preguntó Lola, con una voz que apenas disimulaba su nerviosismo.
Miguel giró la cabeza y la miró, sin notar el ligero rubor en las mejillas de Lola.
—No sé, siempre me ha gustado moverme, conocer gente nueva, explorar. ¿Por qué?
Lola bajó la vista, jugueteando con un mechón de su cabello.
—Solo tenía curiosidad. A veces pienso que… sería bueno tener a alguien que me conozca desde hace tanto tiempo, que siempre esté ahí.
Miguel asintió, sin captar del todo, la insinuación en las palabras de Lola. A veces, su capacidad para ser tan despreocupado lo hacía insensible a los sentimientos de los demás. Pero Lola siempre había sido paciente, con una sonrisa cálida y una disposición a escuchar que la hacía invaluable en su vida.
—¿Tú quieres quedarte en un solo lugar? —preguntó Miguel, interesado.
Lola suspiró y sonrió suavemente.
—Quizás. Si ese lugar está con la persona correcta, entonces sí.
Miguel sonrió y le dio una palmada en el hombro.
—Bueno, siempre tienes a tus amigos, ¿no?
Lola asintió, aunque en su corazón deseaba que Miguel entendiera lo que realmente quería decir. Mientras el sol seguía descendiendo, ella se prometió a sí misma que algún día, cuando el momento fuera perfecto, le diría a Miguel lo que realmente sentía. Por ahora, su compañía era suficiente.
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Miguel Arce nació y creció en un barrio bohemio de Buenos Aires, rodeado de música y arte desde muy joven. Su madre, Elena Arce, era una artista plástica que llenaba la casa de colores vibrantes y esculturas intrincadas. Su padre, Julio Arce, era un músico retirado que tocaba la guitarra y cantaba tangos en pequeños bares locales.
Desde pequeño, Miguel mostró una inclinación natural hacia la música. Pasaba horas viendo a su padre tocar y aprendió a tocar la guitarra antes de aprender a montar en bicicleta. La música se convirtió en su refugio, un lugar donde podía expresar sus emociones y conectarse con los recuerdos de su infancia.
Pero la vida no siempre fue fácil para la familia Arce. Con su padre luchando para equilibrar sus sueños artísticos con las responsabilidades de mantener a su familia, Miguel aprendió temprano la importancia del esfuerzo y la dedicación. Las noches en que su padre regresaba agotado, pero satisfecho de un concierto en un bar, enseñaron a Miguel a valorar el trabajo duro y la pasión.
En la adolescencia, Miguel formó una banda con sus amigos del barrio, fue ahí donde Lola llegó a su vida. Tocaban en cualquier lugar que les permitiera, desde garajes hasta pequeños cafés. Estos años moldearon su personalidad: aprendió a ser resiliente, a trabajar en equipo y a nunca renunciar a sus sueños, sin importar cuán difíciles fueran las circunstancias.
Miguel también desarrolló una empatía profunda hacia los demás. Viendo a su madre lidiar con la crítica del mundo del arte y a su padre enfrentarse a la dura realidad del mundo de la música, comprendió las luchas y los sacrificios que cada persona hace por sus pasiones. Esto lo convirtió en alguien muy comprensivo y siempre dispuesto a escuchar a los demás.
Ahora trabajaba como barista para tener un ingreso estable mientras persigue su sueño de la música. Su carácter está marcado por la calidez y la autenticidad; su habilidad para conectar con las personas y su pasión por la música son el resultado directo de su crianza y experiencias de vida. Cada café que prepara está impregnado de su deseo de crear algo bello, no solo para él, sino para todos aquellos que cruzan su camino.
Sin embargo, su vida amorosa no ha sido muy exitosa, mientras caminaba para su casa, Miguel no podía evitar sonreír al recordar cómo sus primeras citas siempre estaban llenas de nerviosismo y risas tímidas.
Conoció a Ana en una exposición de arte, y desde el primer momento sintió una conexión innegable. Aunque el principio fue prometedor, poco a poco ambos se dieron cuenta de que sus caminos eran distintos. Las largas conversaciones nocturnas pasaron a ser breves intercambios de mensajes y finalmente, se despidieron con la promesa de recordar los buenos momentos.
Pero ahora estaba esa chica en su mente que siempre pedía capuccino. Miguel recordó la primera vez que vio a Laura cruzar la puerta. Era una tarde lluviosa y ella entró empapada, buscando refugio del aguacero. Llevaba un abrigo azul marino y el cabello mojado se le pegaba al rostro. Al verla, él sintió un impulso inexplicable de acercarse, pero se contuvo.
Desde ese día, Laura había convertido el café en parte de su rutina, y Miguel esperaba con ansias esos momentos en los que ella se sentaba a leer o a trabajar en su computadora. Sus breves intercambios de palabras eran suficientes para iluminar su día. Sin embargo, cada vez que intentaba entablar una conversación más profunda, las palabras se le atoraban en la garganta.
—¿Qué pasa si le digo algo y deja de venir? —se preguntaba Miguel mientras fingía concentrarse en su trabajo. La idea de perder esos pequeños momentos, esas sonrisas furtivas y miradas cómplices, le aterraba.
Miguel no podía evitar imaginar un futuro donde esos momentos se volvieran más significativos. Pero por ahora, esos pequeños intercambios eran suficientes. Laura era un rayo de luz en su vida cotidiana, y aunque la inseguridad lo mantenía en silencio, disfrutaba de la presencia constante que ella traía consigo.
Mirando el reflejo de la luna en un charco se agua, Miguel sonrió y decidió que, a veces, los momentos más simples eran los más valiosos. Y mientras Laura siguiera visitando el café, él encontraría consuelo en esos pequeños fragmentos de felicidad compartida.
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