Una preciosa joven de presencia serena, como si el mundo aún no la hubiese tocado del todo. Su cabello, largo y suelto, tenía el tono dorado del lino al sol, y caía por su espalda como una cortina de luz tibia. No era rubio común, sino ese tipo de dorado que parece conservar el recuerdo del verano.
Sus ojos son almendrados, de un castaño claro con destellos de ámbar.
Ella, termina de atender a los últimos clientes del restaurante en el que ha estado trabajando el último tiempo. Estos, antes de irse, le dejan una buena cantidad de billetes como propina.
La muchacha sonríe alegre, pues con aquel dinero, podrá pagar una parte del alquiler.
Su jefe, el señor Wilson, la observa desde el umbral con una leve sonrisa que suavizaba las líneas de su rostro envejecido. Sus ojos, habitualmente severos, brillaban con un destello de genuino contento —. Sigue así, y serás la trabajadora del mes.
—Eso espero, me he esforzado mucho. Realmente quiero lograrlo —afirmó. De conseguirlo, un jugoso bono le ayudaría a apalear los gastos de los próximos dos meses.
—Confío en ti Katerina, ahora vete, es tarde, yo me ocupo de limpiar y cerrar.
Los ojos marrones de ella se abrieron ligeramente.
—No me mires así, seré un viejo pero aún puedo ocuparme de estas cosas.
Una carcajada salió de sus labios y sonrió, se acercó a él, y lo abrazó con suavidad —. Gracias, usted es el mejor jefe del mundo.
El hombre asintió mientras su corazón se llenaba de una tierna calidez por la joven a la que él consideraba, una hija. Se limitó a mirarla con ese aire de satisfacción tranquila, como un padre que ve florecer un talento bien cuidado.
De haber sabido que aquella sería la última vez que se verían, seguramente habrían detenido el tiempo para disfrutar tan solo un poquito más.
No obstante el destino es caprichoso, con un humor incierto, se entretiene en torcer los caminos, justo cuando creemos haberlos trazado rectos.
Katerina tomó su bolso, lo puso en su hombro y salió rumbo a las concurridas calles de la ciudad que la recibieron con su aliento húmedo y faroles que apenas vencían la sombra. Ya era de noche y la gente aún se encontraba caminando en las transitadas vías.
Sus ojos se movían entre los vehículos y las personas, que al igual que ella acababan de salir de sus trabajos. Era tarde, pero no tanto como para temer, o eso pensó al principio.
Iba por una calle angosta, donde los edificios parecían apretarse entre sí como si quisieran protegerse del frío. Entonces lo escuchó.
Un sonido seco, violento. Como un golpe contenido. Luego, un quejido.
Se detuvo.
El corazón comenzó a latirle en la garganta, pero no retrocedió. En vez de eso, metió la mano en su bolso y buscó a tientas el pequeño cilindro de gas pimienta que su abuelo le había dado años atrás, con una sonrisa grave y la frase “por si algún día lo necesitas”.
Avanzó, siguiendo los ruidos. El callejón era oscuro, estrecho, y olía a hierro y basura húmeda. Allí, bajo la tenue luz de un farol roto, lo vio: un hombre corpulento estaba sobre una muchacha, no mayor de trece años, sujetándola con violencia, su mano cubierta de sangre y su cuerpo doblado con una intención imposible de malinterpretar.
El mundo se detuvo un segundo. Katerina tembló. No era una heroína, nunca lo había sido. Pero algo en ella, más fuerte que el miedo, tomó el control.
—¡Suéltala! —gritó, y antes de que el hombre pudiera girarse del todo, apuntó el gas pimienta directamente a sus ojos y presionó.
El atacante rugió, soltando a la niña, que cayó al suelo sollozando.
—¡Corre! —le gritó Katerina—. ¡Corre y busca ayuda!
La niña, con el rostro cubierto de lágrimas y sangre, se echó a andar a trompicones, desapareciendo por la esquina.
Pero no fue suficiente.
El hombre, ciego de rabia y dolor, se lanzó sobre Avery como un animal herido. La empujó contra el muro con una fuerza brutal, haciéndole perder el aliento. Su mano se cerró alrededor de su cuello, apretando, apretando...
—Te mataré.
El mundo se volvió borroso, gris. Avery sintió cómo el aire se le escapaba y el cuerpo se le volvía ajeno. Pensó en su madre, en su abuelo, en aquella niña corriendo entre sombras.
Y entonces, con la última chispa de conciencia, recordó la llave. La llevaba en el bolsillo del abrigo, siempre. La sacó como pudo, y con un gesto desesperado, la hundió con fuerza en el cuello del hombre.
Él se detuvo. Jadeó. Y cayó.
Avery también.
Cuando la niña regresó con la policía, jadeando, señalando con manos temblorosas hacia el callejón, encontró a ambos cuerpos en el suelo. El hombre muerto. Y ella también.
Pero no con la mirada perdida. No con miedo. Si no con algo que parecía paz. Porque lo había hecho. Había salvado a alguien.
La niña dio un paso al frente. No lloraba ahora. No gritaba. Solo miraba a aquella mujer caída como si fuera la estatua de un ángel que se hubiese roto para salvarla.
—Ella me salvó —susurró.
Los agentes se miraron en silencio. Uno se quitó el gorro, con respeto. El otro pidió refuerzos por radio. Pero nada podía borrar lo que allí había sucedido: un acto de valor tan silencioso como feroz. Una vida entregada por otra.
Y en medio de esa noche manchada por la violencia, brilló —aunque fuera un instante fugaz— la dignidad de una mujer que no miró hacia otro lado.
Katerina abrió los ojos con lentitud, rodeada por una penumbra cálida que parecía flotar en el aire. Estaba recostada en una enorme cama con dosel, cuyos pilares de madera tallada se alzaban con majestuosidad desde las esquinas, unidos por barras ornamentadas que sostenían suaves cortinas de seda color marfil. El techo, alto y decorado con molduras, dejaba entrever la opulencia de otra época.
Giró la cabeza, aturdida, escaneando la habitación con la mirada. Las paredes estaban adornadas con cuadros de marcos dorados, representando paisajes bucólicos. Una cómoda de caoba, un armario imponente y un delicado tocador con espejo completaban el decorado: todo en un estilo marcadamente victoriano.
Sus manos reposaban sobre la colcha, largas y estilizadas, de una piel tersa y pálida. Las alzó, maravillada, como si fuesen joyas recién descubiertas. Con ansias, tocó su rostro, delineando cada ángulo, cada curva que ahora le pertenecía. Se incorporó y dejó caer los edredones para acercarse al espejo. El reflejo que la recibió la dejó sin aliento.
Unos ojos color violeta le devolvieron la mirada, enmarcados por pestañas tupidas bajo cejas finas y elegantes. Su piel era de porcelana, sus labios gruesos y definidos ocultaban dientes perfectos, y su cabello negro caía en rizos largos como cascadas de tinta. Sonrió con una mezcla de euforia y vértigo. No pudo contenerse.
—No puede ser… ¿tengo margaritas? —dijo sonriendo extasiada y al hacerlo chillo de emoción —. ¡Bendita genética! —miró al techo—. Gracias, guardián del más allá, quien seas.
Justo en ese instante, la puerta se abrió de manera brusca, haciendo eco en las paredes. Una joven, vestida con una túnica sencilla y con una mirada impaciente, irrumpió en la estancia:
—¡Señorita! ¡Oh, ya está en pie! ¡Gracias a Dios, mis súplicas fueron escuchadas! Iré a avisarle a su madre, espéreme por favor.
Katerina no alcanzó a responder. La doncella desapareció tan rápido como llegó.
Se sentó en el borde de la cama, procesando la situación. Pasaron apenas unos minutos antes de que un tropel de pasos apresurados retumbara en el pasillo. La puerta volvió a abrirse y una mujer entró. Era tan parecida a ella que el parecido era inquietante.
—Hija mía… estás despierta —la mujer se lanzó a sus brazos, temblando entre sollozos—. No me vuelvas a hacer esto… por poco muero de pena.
Katerina se quedó inmóvil unos segundos, sin saber cómo reaccionar.
—Disculpe… ¿Cuál es mi nombre?
La mujer se quedó helada. Su rostro palideció de inmediato y giró hacia la doncella.
—¡Trae al doctor, rápido!
Tomó sus manos con dulzura, pero en sus ojos se notaba el temor.
—Tu nombre es Avery… hija del Archiduque de Richmond.
—¿Archiduque? —repitió Katerina, y una punzada de reconocimiento cruzó su mente.
—Así es. Yo soy Eliana, tu madre —respondió la mujer, tomando sus manos con delicadeza y un gesto maternal que se mezclaba con la desesperación—. Y Fania, tu doncella, está allí. ¿No recuerdas nada?
Ella negó con la cabeza.
La mujer se derrumbó, sollozando con amargura.
—¡Sabía que esa costumbre tuya acabaría mal! Siempre trepando al tejado con un libro entre manos…
—¿Qué me sucedió? —preguntó, casi en un susurro, mientras trataba de asimilar la magnitud del cambio.
—Estabas en el tejado leyendo tu libro favorito —explicó Eliana, con el tono de quien narra una tragedia ineludible—. Perdiste el equilibrio y caíste al suelo. Has estado inconsciente por una semana, mi querida.
—¿Desde cuándo subo ahí?
—Desde que tenías cinco años. Era tu refugio, tu rincón favorito…
¿Acaso su caída fue fruto del azar o el preludio de algo más siniestro?
Katerina desvió la mirada. Si supiera que la verdadera Avery ya no está, que otra alma habita ahora este cuerpo… su corazón se rompería. Aun así, susurró con culpa:
Katerina bajó la mirada. No sabía qué decir. Esa mujer… ¿qué sentiría si supiera que su verdadera hija se había ido?
—Lo siento… perdóneme.
—Cariño, no pienses más en eso. Solo prométeme que no volverás a subir allí.
Katerina sonrió apenas, con una calidez inesperada.
—Lo prometo… madre.
La palabra salió como un susurro, cargada de un peso emocional que ni siquiera ella esperaba. Nunca la había dicho. No de verdad. Su madre biológica había sido solo una fotografía y un adiós que jamás entendió.
Un nudo se formó en su garganta. Pensó en su abuelo. En cómo la crió con dulzura, en los cuentos que le narraba antes de dormir, en su voz temblorosa contándole que su madre simplemente “no pudo con la carga”. Pensó también que, al menos, él ya no estaba solo. Se fue seis meses antes. De algún modo, eso le traía algo de consuelo.
La puerta se abrió nuevamente. Fania entró acompañada por un médico de avanzada edad que se acercó con gestos solemnes.
El doctor la examinó con rapidez y precisión. Después de unos minutos, concluyó:
—No hay daño físico severo. Solo una amnesia parcial, probablemente temporal. Puede tardar días… semanas. Tal vez más.
Eliana asintió. Su rostro era una máscara de angustia y esperanza.
—¿Qué podemos hacer?
—Háblele. Recuérdenle su vida, sus pasatiempos. Llévenla a lugares familiares. A veces los recuerdos se despiertan con estímulos emocionales.
—Gracias, doctor.
El hombre hizo una reverencia, dejó un pequeño frasco de medicina en una bandeja y se marchó.
Katerina—o Avery, ahora—se recostó un momento, con la cabeza llena de ruido.
Nada tenía sentido. ¿Por qué caería si ese lugar era su refugio desde la infancia?
Katerina —o Avery, ahora— suspiró.
—Madre… ¿tengo hermanos?
Eliana no alcanzó a responder. La puerta volvió a abrirse y una voz chillona inundó la habitación.
—¡Hermanaaaa! ¡Estás bien! —Una joven de cabello castaño claro y ojos azules se lanzó a sus brazos con un mar de lágrimas fingidas.
Katerina sintió un escalofrío. El rechazo fue automático.
Eliana intervino, separándolas con delicadeza.
—Tu hermana perdió la memoria. No te recuerda.
—¿¡Qué!? ¡No puede ser! ¡Tiene que recordarme!
—Es mejor que se retire. Necesita descansar.
—Oh… sí, claro… —dijo la muchacha, haciendo un puchero —. Descansa, hermanita…
Katerina notó cómo la sonrisa de su hermana se desdibujaba apenas un segundo antes de recomponerse. Su teatralidad era evidente. Cuando salió, lanzó un "descansa hermanita" tan falso como un diamante de vidrio.
Una vez se fue, Avery se volvió hacia su madre.
—¿Cuál es su nombre?
—Ágata.
Los ojos de Katerina se abrieron como platos.
Y entonces todo encajó.
“Amor entre espinas.”
Una novela de romance histórico llena de manipulaciones, traiciones y muertes disfrazadas de “destino”. Ágata Richmond y Ossian Grosvenor. Un amor que destruye todo a su paso, desde el Emperador hasta el príncipe heredero.
Y entre los escombros… Avery y su madre. Muertas por envidia. Por poder.Es decir que resultó ser un personaje extra que está destinado a morir a manos de su vil hermana por mera envidia.
—¡Carajo! —exclamó de pronto, con un nudo en el estómago.
—¿Qué sucede? —preguntó Eliana.
—¿Cómo se llama el segundo príncipe?
—Ossian Grosvenor…
—¡Mierda, y más mierda!
Eliana dio un paso atrás, atónita.
Avery la miró con intensidad. Su rostro, aunque cansado, era hermoso. Inocente. Y trágico.
Entonces un recuerdo olvidado del libro cruzó su mente como un relámpago: El pasado de su madre. Su dolor. La forma en que él había mancillado su dignidad.
Eliana White, había sido una plebeya, la más hermosa…. Tan bella era, que más de un noble deseaba tomarla por esposa, incluido el Archiduque de Richmond.
Sin embargo, aquella dama no se dejaba deslumbrar por títulos ni promesas vacías. Rechazaba los cortejos con firmeza, sin un atisbo de duda. Algunos lo aceptaban con dignidad, otros insistían… y entre ellos, el más persistente: el infame Archiduque.
Un día, movido por su obsesión y crueldad, la siguió en silencio hasta un almacén abandonado. Allí, bajo la penumbra, la acorraló como una fiera acosa a su presa. Le arrebató su virtud sin piedad, sellando su destino con violencia y pecado.
Obligó entonces a su familia a entregarla en matrimonio, alegando honra y conveniencia.
Sus padres se resistieron, pero comprendían bien las reglas crueles de aquella sociedad: si no accedían, la reputación de su hija quedaría arruinada para siempre. Nadie la vería jamás como digna, y menos aún, después de que aquel acto despreciable dejara un fruto en su vientre.
De pronto, otro recuerdo del libro destelló en su mente como una advertencia:
Un par de líneas perdidas en un capítulo sin importancia, donde se mencionaba la vida miserable que llevaban madre e hija en aquella mansión. El desprecio constante del Archiduque, los abusos sutiles de su primera esposa, y la crueldad de Ágata, la hija predilecta.
Eliana, como segunda esposa, era poco más que una sombra. Avery, la hija del escándalo, recibía miradas frías y palabras afiladas.
Katerina no podía comprender cómo alguien tan vil, tan manipuladora y cruel como Ágata podía ser la protagonista de una historia de amor
Pero ya no importaba. Lo único que tenía claro era una cosa:
—Voy a cambiar mi destino —susurró entre dientes, con una promesa ardiente en el corazón—.
Y también el de mi madre.
—¿Y mi padre?.
Eliana apenas logró disimular la mueca de repulsión al oír la mención del hombre que más detestaba en este mundo.
—En su despacho hija, ¿Quieres que lo llame?
~{¿Qué? … Por supuesto que no, que se joda maldito infeliz, que se vaya al infierno él, su esposa, y su maldita hija}~
—No.
—¿En serio? —preguntó, sinceramente sorprendida. Desde siempre, Avery había anhelado el reconocimiento del Archiduque, buscado su atención como quien suplica por migajas de afecto.
—Muy en serio —respondió la joven con firmeza.
~{Debe pensar que estoy loca, pero la loca es la Avery original… fue una tonta. Buscando atención y cariño en un ser despreciable que no hace más que ignorarla }~
—Madre, ¿podemos ir al jardín a caminar? Necesito respirar aire puro… por favor.
—Claro que sí. Fania, ¿podrías preparar algunos bocadillos, por favor?
—De inmediato, mi señora —respondió la criada antes de retirarse con una reverencia.
A solas, Eliana suspiró profundamente. Tenía prohibido poner un pie en el jardín. La archiduquesa la mantenía confinada dentro de la mansión, limitada a sus habitaciones y a los pasillos. Pero por Avery, estaba dispuesta a desobedecer cualquier orden. El bienestar de su hija era lo más importante.
Pero por Avery es capaz de incumplir tales órdenes. El bienestar de su hija, es por mucho, lo más importante.
Ambas se levantaron. La muchacha entrelazó su brazo con el de su madre y comenzaron a caminar.
—¿Qué sucede? —preguntó al notar un leve temblor en el cuerpo de Eliana—. ¿Está bien? ¿Tiene frío?
—N... no. No te preocupes, estoy bien.
Ambas se levantaron y caminaron.
~{Creo que estás mintiendo}~
Continuaron hasta llegar a los enormes ventanales que daban al jardín, la mujer detuvo sus pasos, deteniendo a la misma vez a Avery.
—¿Qué sucede? —inquirió Avery, mirándola con preocupación.
—Yo… yo… —tartamudeó, incapaz de dar un paso más.
—No pasa nada. Estoy contigo.
Eliana clavó su mirada en la de su hija. En sus ojos violetas encontró ternura y valentía. Sintió una punzada de dolor en el pecho: debía ser ella quien protegiera y consolara, no al revés.
Con un leve empujón, Avery la animó a avanzar.
—Mira qué flores tan hermosas
—comentó, con un tono suave que logró persuadirla.
Al salir al jardín, el sol acarició su rostro y una leve brisa le despeinó el cabello. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Dieciocho años de encierro, malos tratos y soledad. Una lágrima resbaló por su mejilla al recordar a sus padres, quienes le fueron arrebatados.
Cuando Eliana llegó a la mansión, embarazada, la archiduquesa no pudo tocarla. Pero tras dar a luz, comenzó su calvario. Castigos, humillaciones, insultos. Un día, desesperada, escribió a sus padres pidiendo ayuda.
Dos días después, murieron. La versión oficial decía que bandidos los habían atacado. Pero Eliana sabía la verdad: eran pobres, no tenían nada que valiera la pena robar. El culpable era claro como el agua.
Desde entonces, nadie la ayudaría. Solo le quedaba resistir, por la pequeña niña de ojos violetas y cabello negro. Su hija. Su única razón para seguir adelante.
—Es… es hermoso —susurró, observando la flor pálida entre sus dedos.
Avery la contempló en silencio. Parecía una niña admirando el jardín por primera vez. En la historia original, Eliana apenas existía. Un personaje decorativo, sin peso. Pero ahora, frente a ella, era real, frágil, viva.
El enojo aumentó dentro de ella al pensar que su destino sería morir a manos de Ágata.
~{No lo permitiré, lo juro}~
Fania llegó con una bandeja sencilla: un par de galletas y pastel. Poco, si se consideraba que era la merienda de la hija mayor del Archiduque.
—Madre, vamos a comer.
—¡Oh, qué delicias! —exclamó Eliana con una emoción que heló el corazón de Avery.
La respuesta era no. Kaenia, la archiduquesa, se aseguraba de que solo recibiera sobras. Un detalle que la Avery original jamás supo.
Se sentaron juntas a comer y conversar. Eliana saboreaba cada bocado como si fuese un manjar celestial.
—Esto es la gloria…
—Sí que lo es. Fania, ¿quieres un trozo de pastel?
—No, no, señorita. No me está permitido —dijo con una sonrisa tímida y bajando la cabeza.
—Ah no. Eso sí que no —dijo Avery con decisión. Sirvió un pedazo en un plato y lo puso frente a ella.
Eliana la miraba divertida. Esta nueva faceta de su hija le encantaba. Ya no era la chica sumisa de antes. Ahora era decidida, dulce, viva.
—Toma, Fania. Te lo mereces. Vernos comer debe ser una tortura. Siéntate aquí —le indicó, palmeando la silla a su lado.
La joven doncella, sonrojada, aceptó. —Está bien… aunque si nos ven, tendré problemas.
—Tranquila. No pasará nada.
Rieron. Comieron. El ambiente era cálido, casi mágico. Pero la calma fue interrumpida por la llegada de una mujer rubia, alta, de postura altiva y ojos arrogantes. Kaenia.
—¡Querida Avery! Me he enterado de tu desafortunado accidente. ¿Ya te encuentras bien? —dijo con una sonrisa falsa, sus ojos analizaban cada detalle con rabia contenida.
—Claro, señora. Estoy muy bien. Acompañada de mi amada madre —dijo, mirando a Eliana, quien mantenía la vista fija en el plato, temblando levemente.
~{¿Qué tanto daño le han hecho para que reaccione de esta manera?}~
—Ya veo… ¿Hace cuánto que no pisabas el jardín, Eliana? —preguntó con veneno en la voz.
Katerina ya no era la misma. Ya no se arrodillaría ante esa mujer. Tomó la mano de su madre y siguió conversando con ella, ignorando por completo a la archiduquesa.
Kaenia intentó hacer más preguntas, pero solo recibió silencio. La indiferencia fue un golpe duro. Nadie nunca la había tratado así. Ella era admirada, temida, respetada.
Las nobles competían por un saludo suyo. Pero esta niña… esta nueva Avery… la estaba ignorando.
Enrojecida por la furia, Kaenia dio media vuelta y se marchó. No entendía el cambio. Antes, la muchacha le obedecía incluso cuando insultaba a su madre. Ahora, era otra persona.
No importaba. Haría lo necesario para que Avery volviera a ser la misma de siempre: sumisa, obediente y sin dignidad.
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