Capítulo 1: El precio del apellido Montiel
Ezra Montiel, heredero del emporio de construcción Montiel, no era un hombre fácil de controlar. A sus 29 años, era conocido por su ambición desmedida, su imponente presencia y una debilidad pública: las mujeres rubias de cuerpo escultural. Para la prensa era un soltero codiciado, para su círculo empresarial era un tiburón, pero para su padre, Don Armando Montiel, era simplemente un desastre sentimental.
Don Armando llevaba años esperando que su único hijo sentara cabeza. El apellido Montiel no era solo una firma en contratos millonarios, era un símbolo de linaje, de poder y de tradición. Y Ezra, con sus constantes escándalos amorosos y su vida libertina, lo estaba echando todo a perder.
Cuando Aitana Reyes entró a sus oficinas buscando una alianza para un proyecto social, Don Armando no pudo evitar notar su dulzura, su educación y su elegancia natural. Aitana era diferente. No encajaba en el estereotipo de las mujeres que solían rodear a Ezra. Era curvy, sí, pero con una belleza genuina, una mirada cálida, y un aire de dignidad que la hacía inolvidable.
Don Armando no tardó en decidir: ella sería la esposa de su hijo.
Lo que en otro mundo podría haber sido una historia de amor sencilla, se convirtió en un juego de poder. Ezra, por supuesto, se opuso. Alegó que no estaba listo para casarse, que no amaba a Aitana, y que ese matrimonio sería una cárcel. Pero Don Armando no pedía, ordenaba. Su voz firme se impuso como un dictamen:
—O te casas con Aitana Reyes y limpias el apellido Montiel... o te olvidas de tu puesto en la empresa y de todo lo que representa.
Ezra aceptó, no por amor, sino por cálculo. Sabía que perder el imperio sería peor que aceptar una esposa que no deseaba. Y así, se celebró una boda fría, donde los flashes de las cámaras eran más cálidos que el propio novio.
Para Aitana, en cambio, todo fue un sueño hecho realidad. Desde el primer momento que vio a Ezra, su corazón se aceleró. Alto, de cabello oscuro, mirada penetrante y sonrisa de villano encantador, parecía salido de sus fantasías más románticas. Aunque había notado su actitud distante, se aferró a la idea de que con amor y paciencia él aprendería a quererla.
Lo que ella no sabía es que Ezra jamás había dejado de ver a Lara, su amante pasional de años. Una mujer dominante, intensa, que lo hacía sentir vivo, deseado y libre. Ezra no creía en el amor, pero sí en el placer. Y Lara era su válvula de escape, su pecado favorito.
La noche de bodas fue el primer golpe a las ilusiones de Aitana. Lo que esperaba como un momento de entrega y ternura, se convirtió en una experiencia cruel, carente de afecto. Ezra la tomó como a una obligación. Sin mirarla, sin besarla, sin una palabra amable.
Para ella, que había llegado virgen al matrimonio, fue un trauma del que tardaría en reponerse.
Pero aun así, Aitana no se rindió. Con una dulzura casi ingenua, comenzó a construir su mundo alrededor de Ezra. Cada mañana le preparaba el desayuno, le dejaba notas de cariño en la mesa, y cada noche lo esperaba con esperanza. Su amor era auténtico, limpio y valiente.
Él, por su parte, la ignoraba con frialdad. Aitana era “la esposa impuesta”, un accesorio en su vida que solo servía para mantener contento a su padre. Ezra vivía en su mundo, rodeado de negocios, de fiestas, y de Lara, que lo exigía en cuerpo y alma.
Aitana se volvió invisible.
Y aún así, cada día ella se miraba al espejo con una sonrisa triste, repitiéndose que todo cambiaría. Que si era lo suficientemente buena, lo suficientemente paciente, lo suficientemente amorosa… Ezra se enamoraría.
No sabía que su lucha era contra un muro. Y que el amor no se mendiga.
Capítulo 1 – Parte 2: Amores que no duelen
Aitana Reyes nunca fue una mujer que creyera en los cuentos de hadas, pero desde que conoció a Ezra Montiel, su corazón se atrevió a imaginar uno.
Lo vio por primera vez en una reunión de presentación del proyecto "Ciudad para Todos", una propuesta de viviendas accesibles que ella defendía con pasión como arquitecta comunitaria. Él entró con ese porte arrogante y elegante que lo caracterizaba, con un traje a la medida y una expresión de absoluto desinterés por todo lo que no fuera él mismo.
Aitana sintió que el aire se le escapaba del pecho.
Ezra Montiel era el tipo de hombre que parecía intocable. Alto, de hombros anchos, piel clara, cabello oscuro perfectamente peinado hacia atrás, barba siempre recortada, y unos ojos grises como tormentas contenidas. Irradiaba poder y peligro, y aunque sus palabras fueron frías, su voz profunda le caló los huesos.
Ella se enamoró de él desde ese instante.
No por su dinero, ni por su apellido, sino por esa imagen de hombre fuerte que —ella creía— escondía un corazón herido esperando ser salvado.
Y aunque sus encuentros siguientes fueron breves y distantes, cuando Don Armando le propuso formalmente que se casara con Ezra, su alma ingenua lo tomó como una señal divina.
—Quizá es destino —le confesó a su hermana entre lágrimas de emoción—. Quizá Dios lo puso en mi camino por algo. Él necesita a alguien que lo quiera de verdad. Yo lo haré feliz.
Ezra, en cambio, ni siquiera había notado el color de ojos de Aitana hasta el día de su boda.
Para él, aquella chica curvy, de sonrisa dulce y alma noble, era poco más que un peón en el juego de su padre. No la encontraba atractiva, no conectaba con su sensibilidad, y mucho menos quería compartir su vida con ella. Ezra era adicto a las mujeres que representaban su libertad: modelos, rubias, altas, con cuerpos tallados a fuerza de gimnasio y cirugía. Mujeres que no pedían nada más que placer.
Aitana era todo lo contrario. Tenía curvas reales, una piel suave que olía a lavanda, ojos color miel y una voz suave que parecía pedir permiso para existir. Le resultaba... incómoda. Porque representaba compromiso, familia, estructura. Todo lo que él evitaba.
La noche de bodas fue una tragedia envuelta en encaje blanco.
Aitana preparó cada detalle con ilusión. Se puso el perfume que le recordaba a su infancia, encendió velas alrededor del cuarto y se puso la lencería más delicada que pudo encontrar. Tenía miedo, sí. Pero más tenía esperanza.
Cuando Ezra entró a la habitación, ya con el saco en la mano y el rostro sombrío, Aitana sonrió con nerviosismo.
—Buenas noches, mi amor —le dijo en voz baja.
Ezra no respondió.
No la miró.
No la besó.
Simplemente se acercó y la despojó de su ropa sin una palabra. La besó como si quisiera borrar el momento, no como quien ama. Sus movimientos fueron rudos, sin ternura, sin pausa. Y aunque Aitana le rogó con los ojos por delicadeza, Ezra solo quería que la obligación terminara.
Aitana sintió que el alma se le rompía.
No solo por el dolor físico de su primera vez, sino por la ausencia de afecto. Por la certeza de que él no estaba haciendo el amor, sino cumpliendo un contrato. Y ni siquiera se quedó para abrazarla cuando terminó. Se metió al baño, se duchó y durmió de espaldas a ella.
Ella lloró en silencio toda la noche, abrazada a su almohada, rogando que fuera solo el inicio frío de una historia que podría mejorar.
No sabía que ese era el tono de toda la sinfonía.
Desde entonces, Aitana vivió atrapada en un castillo de cristal, donde todos creían que lo tenía todo, pero en realidad no tenía nada. Ni amor. Ni caricias. Ni palabras dulces.
Solo soledad compartida con un hombre que nunca quiso compartirle su alma.
Y sin embargo… ella seguía ahí. Esperando, como quien riega una flor marchita creyendo que aún puede florecer.
Capítulo 1 – Parte 3: El sonido de un corazón roto
Tres años habían pasado desde aquella noche en que Aitana Reyes entregó su alma en una cama donde solo recibió silencio. Desde entonces, había aprendido a leer los gestos fríos de su esposo como migajas de una rutina vacía: Ezra Montiel salía temprano, regresaba tarde, y hablaba poco. No la lastimaba con palabras, pero su indiferencia era una daga diaria.
Aitana se convirtió en una sombra amable en la mansión Montiel: preparaba sus comidas favoritas, mantenía la casa llena de flores frescas, y jamás dejaba de esperarlo con una sonrisa tenue. Había creído, como muchas mujeres enamoradas, que el amor constante derrite incluso el hielo más cruel.
Pero Ezra era invierno.
Aquella noche, sin embargo, todo cambió.
Aitana tenía entre las manos algo que ella creía que podía marcar un antes y un después en su historia con él: una noticia inesperada, un milagro.
—Tal vez esto... lo acerque a mí —susurró mientras se miraba al espejo con la esperanza brillando tímidamente en sus ojos miel.
Tomó su bolso y salió rumbo a la empresa Montiel Construcciones, con paso decidido y un vestido sencillo color marfil que resaltaba sus curvas con elegancia. Era la noche perfecta para hablar con su esposo... o al menos eso pensaba.
—Buenas noches, señora Montiel —saludó Abril, la joven asistente de Ezra, con una expresión vacilante.
—Hola, Abril —respondió Aitana con calidez—. Por favor, no me anuncies.
—Pero el señor Montiel está ocupado…
—Te lo pido —dijo Aitana con una sonrisa y un pequeño puchero que desarmó la rigidez profesional de la joven.
Abril suspiró. Había visto demasiadas cosas en esa oficina, demasiados silencios rotos en los pasillos. Y aunque no le agradaba la idea de que Aitana sufriera, no era su lugar detenerla. Asintió con resignación.
El pasillo hasta la oficina de Ezra era largo y silencioso. Aitana sostenía su bolso contra el pecho, como si eso pudiera protegerla del temblor que le recorría los dedos. Ya frente a la puerta, escuchó voces. Primero, una discusión:
—¿Hasta cuándo, Ezra? —reclamaba una voz femenina con furia contenida.
—Lara, no grites, por favor. Esta noche lo haré, ya tengo los papeles —respondió él.
Aitana se quedó inmóvil.
—Espero que esta vez sea en serio —insistió Lara—. Estoy harta de ser la sombra. Quiero ser tu esposa, la oficial. Quiero que el mundo sepa que soy tuya.
—Lo prometo, cariño. Sabes que eres la única mujer importante para mí…
Aitana sintió que su corazón se detuvo.
La garganta se le secó. El aire ya no le entraba en los pulmones.
—Te amo tanto, mi amor. Muero por ser tu esposa —dijo Lara con una mezcla de ansiedad y pasión—. Prometo que yo sí te haré feliz. Tendremos muchos hijos…
Luego vino el sonido de besos, palabras jadeadas, ropa deslizándose… y la risa ronca de Ezra mientras susurraba:
—Estás hermosa hoy…
Y el golpe final: un gemido, profundo, íntimo. Luego otro.
Aitana tuvo que taparse la boca para no gritar. Ese hombre que apenas le dirigía una palabra, que jamás le dijo “te amo”, estaba ahora en los brazos de otra, ofreciendo todo lo que ella siempre soñó.
Retrocedió. Cada paso era una herida abierta.
Quería no estar allí. Quería no haber escuchado. Quería desaparecer.
Y en su apuro por escapar, tropezó con el filo de una alfombra. Cerró los ojos esperando el golpe… pero no cayó. Unos brazos fuertes la sostuvieron con firmeza.
—¿Estás bien? —preguntó una voz masculina, suave pero llena de preocupación.
Aitana negó con la cabeza, sin poder emitir palabra. Las lágrimas comenzaron a correrle por el rostro.
El hombre, aún sorprendido, no soltó su brazo. Notó la expresión devastada en su rostro, los ojos llorosos fijos en la puerta cerrada de la oficina.
—Soy Elías Navarro —dijo él, como si su nombre pudiera ofrecerle algo de paz.
—Sácame de aquí… por favor —susurró ella, apenas audible.
Él no lo dudó. Le ofreció su mano, y ella la tomó.
Mientras caminaban hacia la salida del edificio, Abril observó en silencio desde su escritorio. En su rostro había una mezcla de compasión y resignación. Lo había visto venir. A veces, el amor más puro solo sirve para desenmascarar las mentiras más sucias.
Al salir, el aire de la noche golpeó a Aitana como una bofetada de realidad.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó Elías, aún sosteniéndola con delicadeza.
—A… un lugar donde pueda llorar sin que nadie me mire.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—No. Él ya debe estar allá… o en camino —dijo ella, con la mirada clavada en el suelo.
Elías asintió sin hacer más preguntas.
—Está bien. Te llevaré a un lugar tranquilo.
Y así, la mujer que soñaba con una vida en pareja, se dejó guiar por un extraño con mirada noble, mientras en su corazón se quebraba la última ilusión que aún guardaba sobre el amor.
Lo que Aitana no sabía, era que esa noche no solo había perdido al hombre que amaba.
Esa noche, había comenzado a encontrarse a sí misma.
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