Necesitaba la foto, pero el único balcón donde podía columpiarme era demasiado alto, rodeado de árboles frondosos y una impertinente cerca que me impedía una buena visión. Eran recién las 10 de la noche y la calle estaba transitada por muchas personas. Al frente había un edificio sin embargo, era imposible captar imágenes a tanta distancia, menos con los ramales colgando como enormes y toscos brazos. Requería escenas nítidas y no me sería nada fácil conseguirlas. Estaba, en resumidas cuentas, entre la espada y la pared.
Ni modo, me dije. No había más solución que subirme a la cerca, colgarme de los árboles y acercarme a la ventana con el tele objetivo. Colgué bien la cámara en mi pecho, fijé el video en el celular y esperé a que la calle quedase desierta. Aguardé un buen rato, pero yo confiaba en mi buena suerte. Tampoco había otra alternativa más que esperar una ayudita de la diosa fortuna.
Cuando al fin no hubo ningún transeúnte ni moros en la costa, subí a la tapia, agarrándome fuerte, y alcanzando uno de los ramales del árbol. Me raspé las rodillas y me doblé la punta de los pies. Justo se me quebró una uña. ¡Rayos! Esa sí fue una calamidad.
Logré camuflarme entre los troncos y aproveché una cordel del cable de televisión para poder deslizarme al balcón. Allí había una ventana cerrada pero con las cortinas corridas. ¡Qué suerte! Me acomodé bien y vi las siluetas a través de los vidrios. Era él. Su espalda grande, inconfundible, sus brazos enormes, el pelo cortito y la barba bien recortada, muy masculina y súper atractiva. Mordí mis labios cuando vi su pecho grande como un tractor lleno de vellos, ay qué delicia de hombre, pensé admirando su perfil bien dibujado por las luces de los lamparines, repleto de músculos perfectamente tallados, grandes y poderosos, encendiendo las llamas de mis entrañas.
Entonces escuché los gemidos de ella. Wow. La mujer suspiraba, se quejaba, exhalaba fuego en su aliento mientras él se apoderaba de sus encantos, explorando sus curvas, sus sinuosas y largas carreteras, besando y acariciando su amplia geografía, estrujándola y sumiéndola en el éxtasis.
Los vi desnudos y no perdí la ocasión. Puse el video del celular en el selfie stick y mientras empecé a tomar todas las fotos que pude. No se dieron cuenta tampoco. Siguieron degustándose como animales hambrientos y los quejidos de ella era una melodía sensual, muy dulce, suave, delicada, que despertaba aún más los instintos viriles de su amante.
Suficiente. El hombre estaba llegando al clímax de ella, obnubilándola, arrancándole gritos y hasta haciéndole jalar sus pelos mientras él desbordaba su ímpetu en las entrañas de la mujer. Pero eso ya no me interesaba. Recogí sigilosamente el trípode, el video, y aseguré bien la cámara y logré descolgarme del árbol, hasta llegar a la cerca. Me bajé con cautela y me fui de allí tranquilamente, meneando mis caderas, con los gemidos de ella aún rebotando en medio de mis sesos, provocando mis llamas y deseos.
Cuando la esposa del sujeto vio las fotos y el video, quedó estupefacta, boquiabierta y desorbitó los ojos.
-No puede ser-, balbuceó despintando sus mejillas y sintiendo su corazón rebotar frenético en el pecho.
-Las imágenes no mienten-, sonreí meciéndome en mi silla, sujetando un lápiz, agitando mis pelos.
El abogado de la esposa estrujó la frente. -Estas pruebas son suficientes, doña Marcia, le quitaremos todo a su esposo infiel. La casa, el carro, sus negocios. Todo-, sonrió satisfecho y haciendo brillar sus ojos.
La esposa sin embargo estaba pálida, desconcertada y tartamudeaba.
-Qué mal hombre, qué mal hombre-, repetía trastabillando con su perplejidad.
Fui policía. Trabajé en la unidad de acciones tácticas por cinco años, alcanzando el grado de capitana y era muy considerada por mis superiores. La mejor francotiradora del escuadrón. Era capaz de atinarle a una manzana a mil metros de distancia. Sin embargo, en un asalto con toma de rehenes, un balazo expansivo rompió mi chaleco y me destrozó dos costillas y estuve a punto de morir. Los médicos dijeron, incluso, que el disparo me había comprometido órganos vitales.
Estuve tres meses entre cirugía y cuidados intensivos, entubada, alimentándome de suero y sometida a un millón de pinchazos. Cuando al fin pude respirar y empecé a recuperarme lentamente, el coronel Zubiaga entró al cuarto del hospital donde estaba recluida y me miró con pena. Lloraba. Tenía los ojos encharcados de lágrimas y habían surcos en sus mejillas.
-Lo siento, Pamela-, fue lo único que se le ocurrió decir.
Para mí fue suficiente. En sus ojos estaba escrito la orden de la comandancia de mi pase al retiro por herida grave. No le dije nada. Me quedé tumbada en la almohada, mirando las nubes grises colgadas en el cielo y cuando él se fue, recién rompí a llorar a gritos.
El día que recogí mis cosas de la unidad, el teniente Figueroa se colgó de mi codo.
-Fue mi culpa, Pamela. Debí cubrirte-, se acongojó.
Me dio risa. Estábamos en medio de una lluvia de balas y él estaba tumbado en el suelo, muerto de miedo, temblando como gelatina. Por eso subí al techo, porque tenía que detener a los sicarios que no dejaban de disparar sus armas modernas. Logré abatir a tres, pero uno de ellos me atinó cerca del pecho y me derrumbé al suelo, cayendo de bruces, en medio de un charco de sangre. Pero ahora eso ya no importaba. Era historia.
-Son gajes del oficio-, se me ocurrió decir, guardando mis útiles de aseo en un maletín.
Él quiso besarme pero no le dejé.
-No tengo humor, Raúl-, me molesté y lo dejé.
No éramos novios ni enamorados, sino tan solo amigos cariñosos. La relación empezó enfrentando la rutina en el cuartel y se tornó en diversión y entretenimiento y yo la pasaba bien con sus besos y caricias y él haciéndome suya. Ya no quería verlo y él lo aceptó de mala gana.
Estuve dos meses sin salir de casa, durmiendo, comiendo y viendo televisión, sin definir qué sería de mi futuro, sin deseos de nada, tan solo de engordar tragando puras frituras. No le hice caso ni a mi novio Marco. Me inundó de mensajes de texto mi móvil, me llamó un millón de veces, estuvo muchísimas horas parado frente a la puerta de mi casa, pero yo no quería ver a nadie. Es lo malo de la depresión. No mides consecuencias y comí frituras hasta reventar. De pronto parecía un globo y me crujían las rodillas, oxidadas de no hacer nada.
Tenía la bala metida en el pecho y la herida no me dejaba respirar bien, me agitaba demasiado y de acuerdo al informe del médico de la policía, no podía hacer demasiado esfuerzo. Fue lapidario. Me sentí desvalida.
-Pamela Galíndez, me llamó entonces Hugo Vásquez, un ex suboficial que dejó el servicio, también, al recibir un disparo que le astilló por completo una rodilla, necesito hablar contigo-
-No quiero hablar con nadie, Hugo, voy a ver televisión-, me malhumoré. Iban a dar un documental de los monos bonobos. Me encantan esos animales. Tienen relaciones íntimas como una costumbre entre ellos y siempre andan dándose caricias y procreando. Me divierten mucho.
-No vas a estar todo el día metida en tu casa viendo televisión. Ya es hora que des vuelta a la página-, me reclamó furioso.
Ay, los hombres son muy pesados. Siempre quieren imponer sus criterios y puntos de vista. Me peiné, me puse una casaca deportiva, zapatillas rosadas y acomodé mi celular en el bolsillo del jean. Hugo me esperaba cerca de mi casa, en una cafetería.
-Estás muy guapa-, me dijo, besando mi mejilla.
-¿Qué quieres?-, le pregunté tosca. Pedí un café y tostadas.
-Ya deja de comer. Estás demasiado subida de peso-, lo notó.
Pensaba en los bonobos. Quizás la solución a las preocupaciones es hacer lo que ellos hacen. Por eso seguro se les ve bien siempre y son muy felices, sin andar comiendo a cada instante. Eso pensé.
-Vamos al grano-, le dije mordiendo una tostada.
Hugo se acomodó en su silla. -He estado juntando un dinerito con mi pensión y los trabajitos que hago en contabilidad, ya sabes, me gustan los números, soy bueno en eso. Figueroa me llamó informándole de lo tuyo. Entonces quiero dar el paso: una agencia de detectives-, estiró su larga sonrisa.
Sorbí el café. -No, eso ya no resulta. Hay muchas agencias, la gente ya no cree en eso-, intenté desanimarlo.
Pero Vásquez estaba convencido. -Es que no se adaptan a los tiempos modernos, Pamela, hoy las cosas han cambiado. Existe globalización, todo es robótico, pero hay algo que jamás pasa de moda-, me miró con ironía.
-La infidelidad-, dije sin dejar de pensar en los bonobos.
-¡Exacto!-, sonrió contento Vásquez.
Y así fue que pusimos la agencia. La idea era simple: cazar infieles. Invertí toda mi liquidación. Alquilamos una oficina en un distrito elegante de Lima, compramos computadoras y equipos de seguimiento y de intervención de celulares. También armas. Renovamos las licencias y además nos inscribimos en registros públicos. Yo era la mayor accionista y por ende la dueña. Hugo solo pudo alcanzar un pequeño porcentaje de las acciones de nuestra agencia.
-La fue idea mía pero ahora solo seré un simple segundón-, se molestó cuando los obreros instalaban los televisores, las cámaras de seguridad, los estantes y equipaban el baño.
-Es la ley de la oferta y la demanda-, le sonreí acariciando su mentón. Eso le devolvió el buen humor.
La primera decisión que tomamos fue contratar una secretaria.
Se presentaron muchas candidatas. Lo que queríamos era una mujer audaz, intuitiva, con alma detectivesca que nos ayude, también, en lo que estábamos metidos, empeñando, en mi caso, hasta el calzón y él sus calzoncillos, je. Y la elegida fue Noemí Ruiz.
Había trabajado con unos abogados, tenía un afinado sexto sentido y sabía defensa personal. Era alta, rubia, hermosa, con muchas curvas y su mirada era resoluta pero confiable y no era demasiado coqueta. -Si nos atacan sabrá defenderse-, le dije a Vásquez, mientras comíamos un chifa tumbados en la alfombra porque aún no llegaban los muebles que compré.
-La mayoría de las infidelidades los cometen los hombres, reflexionó él, Noemí luce como la señora ley, implacable, firme, resoluta. Será la imagen de lo que queremos-
Me dio risa. -Ni que fuéramos a una guerra contra los maridos infieles-, le dije echada en sus muslos, manejando bien los palitos y deleitándome con la comida china.
-Es que esa es la idea, Pamela. ¡Combatiremos a los traicioneros!-, se puso contento Hugo.
-Nos faltarán un millón de socios para seguirlos a todos, entonces-, eché a reír divertida, viendo el entusiasmo que hacía gala Vásquez.
Nos faltaba el nombre. Después de barajar muchísimas opciones, finalmente optamos por la más convincente de todas: Cazadoras de infieles.
Del internet saqué el dibujo de una pareja besándose y con una lupa enorme espiándolos. Con el paint puse grandote ¡Fin a los cuernos! y abajo los detalles de nosotros: "agencia de detectives se encarga de detectar a maridos y esposas infieles, ¡¡¡llámenos!!!". A Hugo le encantó. Hicimos miles de copias fotostáticas y la pegamos en paredes, postes, en puestos de mercados y hasta en los buses. También invertimos una pequeña suma para que nos pongan avisos clasificados en los diarios más importantes del país.
-Pamela, una llamada-, me anunció Noemí desde su escritorio. Me emocioné. Arreglé mis pelos y afiné mi vocecita tan musical y dulce que tengo, je.
-Cazadoras de infieles-, dije riéndome. El nombrecito, en realidad me daba mucha risa, pero resumía en lo que quería especializarnos y hacernos famosos.
-Mi marido me engaña-, dijo, entonces, una mujer, arrastrando las palabras, decepcionada y con tilde lastimera.
-¿Podría venir a nuestra oficina?-, la invité.
-No. Quiero absoluta discreción. Este móvil es de una amiga. Le mando los detalles por whatsapp-, anunció.
Le envié la proforma del contrato y me la devolvió firmada electrónicamente. También las fotos de su marido y escribió los motivos de sus sospechas: salía siempre en las noches, muy perfumado, elegante y volvía de madrugada eufórico aunque cansado, tumbándose en la cama como una marioneta, exánime. Había cambiado de carácter, era frío con su mujer pero salía siempre radiante y efusivo del hogar. Lo había escuchado murmurar dormido, varias veces, el nombre Eva.
-Deséame suerte-, le dije a Hugo. Le di el contrato y él lo besó. ¡¡¡Nuestro primer caso!!!-, dijo eufórico. Arrastraba su pie inmovilizado parea siempre por el balazo y usaba un bastón, sin embargo su ánimo era siempre alegre, jovial y distendido. Él se encargaría de las cuentas y gastos y yo de los seguimientos. Eso fue lo que acordamos.
Fue más sencillo de lo que esperaba. Pese a los nervios y el temor de ser descubierta, hice las cosas bien. El tipo salió a la hora de siempre de su domicilio, bien vestido, la sonrisa grandota dibujada en su cara y se fue caminando sin apuro por una esquina transitada, incluso silbando y saludando a todo el mundo, hecho una fiesta.
Me había puesto un jean, zapatillas blancas y una blusa rosada desteñida. Tenía pelo suelto y llevaba mi celular en el bolsillo. Lucía absolutamente discreta, pensando en pasar desapercibida. Estaba emocionada.
En efecto, el tipo se vio con una mujer de su edad, bien arreglada, en una banca de un parque y se besaron con mucha pasión y emoción. Me acerqué bastante y grabé las imágenes con el móvil, haciendo ademanes como si yo hablara con alguien, para que no se sobresaltaran. Pero no era necesario tanta teatro. La pareja estaba muy acaramelada, besándose, acariciándose y disfrutando de su amor furtivo, sin que nada más importara en el mundo.
Revisé las imágenes. Eran perfectas. Se veían los dos muy nítidos, sin lugar a dudas ni equivocaciones y se las pasé al móvil que su mujer me había indicado.
-Misión cumplida-, le mandé un mensaje de texto.
No contestó.
Pensé quedarme un tiempito más cerca de la pareja pero ya era inútil. Las imágenes hablaban por mil palabras, resultaban contundentes y evidentes. Contenta me fui a la oficina y celebramos el éxito con Noemí y Hugo, con champán y abundantes papas fritas.
Esa misma noche nos dieron nuestro primer cheque firmado por una señora Martha y eso fue aún más emocionante pues nos pusimos a gritar y a vivar como locos.
Esa misma semana compramos nuestro primer carro: un modelo de segunda, año 2000. -Peor es nada-, le dije sonriente a Hugo mostrándole las llaves.
-¡Así empiezan las grandes empresas!-, estalló él en risotadas feliz y emocionado.
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