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Como Llegare A Ti

Prologo

El muérdago de la Antigüedad, Aisttetoe, nace de los deseos de la gente, y crece en aquel paraíso en el que habitan los pájaros dioses.

Hubo un tiempo en que los dioses y los humanos construyeron juntos un hermoso mundo de coexistencia. Sin embargo, con el paso de los años, los deseos humanos dejaron de ser hermosos. Alguien, una vez, deseó que en la sombra de su felicidad existieran personas infelices. Y entonces, nació un pájaro de una sola ala… en la sombra del ave que anuncia el amanecer.

Un triste pájaro continúa su vuelo en una oscura noche...

Recuerdo esas palabras de un viejo juglar. Hablaban del futuro del mundo, del estatus social, de humanos, inmortales, demonios, guerras, muertos y gente sumida en sus propias pesadillas.

Pero no empecemos por el final. Toda historia tiene un comienzo, y esta no es la excepción.

En este mundo conviven diferentes razas, a tan solo un suspiro de su destrucción: los humanos, los inmortales y los demonios.

El Imperio de los Humanos, conocidos como los Guerreros de la Lealtad, se ganó ese título por su fidelidad hacia los inmortales. Aunque, irónicamente, también se les conoce como los perros de estos. El trono es ocupado por el joven emperador Ruveliss, quien ascendió con apenas dieciséis años. Según su pueblo, es un gobernante benevolente. A pesar de carecer de poder físico o mágico, los humanos son astutos, y su inteligencia para sobrevivir los hace peligrosos.

Por otro lado, se encuentra el Gran Imperio de los Inmortales. Dotados de un sagrado poder, han combatido durante siglos contra los demonios en las llamadas Guerras Santas. Ninguna de estas batallas ha sido ganada ni perdida, siempre terminan en tablas. El emperador actual, debilitado por la enfermedad de su madre, no ha nombrado sucesor, lo que ha generado un conflicto interno entre sus herederos. Su mayor aspiración es superar a sus ancestros, aunque apenas existen libros sobre ellos.

En las sombras se encuentra el Reino de las Cenizas, hogar de los demonios: seres infernales de apariencia temible. Nadie sabe realmente quién los gobierna, solo rige una ley: el más fuerte sobrevive. Aunque temidos por su poder físico y mental, rara vez son los primeros en levantar sus armas.

Dentro de este reino hay un lugar ignorado por todos: el País de las Sombras. Un territorio neutral, distinto a sus vecinos demoníacos. Sus habitantes se asemejan a los humanos, pero poseen habilidades especiales y rasgos demoníacos. Está gobernado por siete generales legendarios, célebres por hazañas en batallas pasadas.

Entre ellos, el más poderoso es Allendis de Verta, conocido como el Cambia Caras, y su fiel amigo Taisho, segundo al mando. Yo nací en ese País Neutral, una de las pocas hijas con sangre mixta: humana y demoníaca. Soy hija ilegítima del general Allendis y de Rosella, una simple humana.

¿Fue amor mutuo? No lo sé. Mi madre murió cuando nací, dejándome en este mundo ambiguo entre la luz y la oscuridad. Rosella era una de las últimas siete Oráculos de Dios. En otras palabras, una humana con manos mágicas comparables a las de los dioses. Pero en la práctica… solo fue una bailarina de taberna. Muchos la llamaban la rosa en bruto. Dicen que hechizaba a todos con sus danzas. Yo no estoy tan segura.

¿Estás cansado, querido lector?

Mi nombre es Roxana, Los destellos del alba. Mi nombre representa la esperanza, un concepto casi olvidado hoy en día. No soy más que la hija ilegítima de un general, pero lejos de sentir vergüenza, me siento libre. Porque, dentro de un tiempo, seré la Emperatriz del Mundo. Haré que el mundo entero me pertenezca.

No soy muy alta, mi pelo va siempre recogido con adornos preciosos, y mi ropa, algo ligera. En esta sociedad, mostrar las piernas es vergonzoso y mal visto… pero, sinceramente, lo que piensen de mí me da igual.

Ahora me encuentro en el bosque, disfrutando del viento en mi rostro. Esa paz, lo sabía, la extrañaría durante años. Pero pronto sería interrumpida.

—¿Y esos gritos a estas horas? —dijo una voz masculina, perezosa—. ¿No crees que es demasiado temprano para estar haciendo escándalo?

Era Tai, hijo ilegítimo del general Taisho, mi único amigo en este mundo podrido. ¿Será por eso que nuestros padres se llevan tan bien?

—Perdón, Su Majestad —añadió con sarcasmo—, solo venía a decirte que tu padre está por llegar al palacio. Y si no te ve… ya sabes, inmovilizará todo como la última vez.

Suspiré. Comenzamos a caminar hacia el palacio, conversando como siempre. Vivíamos lejos de la capital, y nuestros padres venían una vez al mes a visitarnos. Tai era más que un amigo: era un hermano. Su madre nos cuidó a ambos como un favor a nuestros padres.

Entramos por la parte trasera para no ser descubiertos. Al abrirse las grandes puertas, vimos a la madre de Tai abrazando a Taisho. Un poco más atrás, frente a una ventana, un hombre robusto observaba en silencio.

—¡Papi! —grité con alegría, corriendo hacia él. Era un mes sin vernos. A su lado, mi hermano mayor, el heredero, nos miraba con una sonrisa silenciosa. Su única imperfección era haber heredado la misma enfermedad de nuestra madre.

—¿Cuándo será el día en que madures acorde a tu edad? —susurró el general Allendis con una sonrisa mientras me acariciaba la cabeza.

—¿Y qué tiene de malo cómo soy? —repliqué, cruzándome de brazos con los mofletes inflados.

Mi padre rió. Un sonido raro en él. Según los rumores, era un demonio de pocas palabras y rostro impenetrable.

Se aclaró la garganta con un leve gruñido.

—Ya es momento de presentaros ante la sociedad como hijos legítimos. A la vuelta, vendréis con nosotros —dijo con voz grave, casi solemne—. Nos vamos a la Capital.

—¡¿En serio?! ¡Vamos a conocer gente nueva! —grité, sacudiendo a Tai de la emoción.

Pero en ese momento, no sabía lo que me aguardaba en esa capital tan deseada.

Días después, bajo la luz de la luna, un carruaje avanzaba hacia la ciudad. Yo miraba el cielo, soñando despierta. Sin preocupaciones, sin obligaciones… solo pensando en qué ver primero.

Al llegar a las afueras, nos detuvimos en una pequeña posada. En un rincón, rodeado de mujeres, un hombre encapuchado alzó la mirada… y me abrazó con fuerza.

Era mi hermano.

Su rostro irradiaba una felicidad que nunca había visto. ¿Cómo supe que era él? Fácil: colgado del mango de su espada, un pequeño llavero de peluche rosa, regalo mío de la infancia.

—Hermanito… ¿no deberías estar en el palacio? —pregunté sorprendida.

—¿Y perderme la cara de mi hermana al ver la capital por primera vez? —bromeó mientras acariciaba mi cabello.

Era el perfecto heredero: alto, fuerte, atractivo. Ojos verdes como la hierba y cabello entre rubio y anaranjado. Pero su mayor debilidad… era yo. Su hermana menor.

Había salvado mi vida más veces de las que podía contar. Envidiaba sus aventuras, sus viajes, su libertad. Y, sobre todo, a su mejor amigo, que siempre lo acompañaba.

Una vez preparados, retomamos el camino. Mi hermano me contaba historias, acuerdos, colonias nuevas… hasta que el cochero anunció nuestra llegada.

Y allí estaba: el Gran Castillo del General del Engaño. El doble, quizás el triple, de grande que nuestra antigua casa.

Bajé corriendo, entusiasmada… hasta que sentí las miradas. Desprecio. Asco. Juicios. Como si no mereciera estar allí.

—¿Les tienes miedo a unos sirvientes que no valen ni un mendrugo de pan? Tú vales más que todos ellos —dijo mi hermano, tomándome de la mano y guiándome al interior.

El castillo era oscuro. Las velas apenas iluminaban los pasillos. Un lugar sombrío, como salido de los cuentos que leía. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Entonces, dos figuras se acercaron entre las sombras. Un hombre y una mujer, de edad avanzada pero elegantemente vestidos. Irradiaban una presencia imponente…

Y así, comenzó todo.

Capítulo 1: ¿Un sueño o pesadilla?

Habían transcurrido varios días desde la llegada de Roxana al castillo real. Desde el primer instante en que puso un pie en aquella fortaleza, la trataron como a una extraña, alguien fuera de lugar. No era una invitada, ni mucho menos una princesa. A ojos de la corte, no era más que una molestia. La mantenían en una habitación alejada de las alas principales, vestida con ropajes humildes, los mismos que usaría una sirvienta. Su alimentación era escasa, reducida a sobras o platos mal preparados, y sus joyas —obsequios de su madre fallecida— habían desaparecido misteriosamente. Nadie dio respuestas. Nadie se responsabilizó.

Su dama de compañía, elegida directamente por su madrastra, se convirtió en su carcelera personal. Una mujer de edad avanzada, rostro severo y voz tan aguda que parecía una daga al oído. A Roxana le resultaba insoportable. Esa mujer era más una espía que una acompañante. Le restringía cualquier libertad. No podía salir de su habitación, apenas tenía contacto con otros miembros del castillo, y todo lo que decía era reportado. Pero, en lo profundo de su corazón, Roxana resistía. Se refugiaba en sus libros, en las historias que le transportaban lejos de allí. Creaba mundos en su mente donde era libre, fuerte y amada. Aunque a veces, esa misma imaginación le causaba dolor: le hacía extrañar a su padre y a su hermano, quienes parecían haberla abandonado a su suerte.

—Una dama no debería estar leyendo tanto. Deberías estar bordando o refinando tus modales, mestiza —la reprendía su dama, golpeando el suelo con su bastón adornado de piedras falsas.

Roxana levantaba la mirada, apenas conteniendo una sonrisa cargada de sarcasmo.

—Mi madre decía que una mujer debía saber defenderse y ser independiente —contestaba con aire despreocupado.

La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. A la mujer le hervía la sangre. Su rostro, ya arrugado, se torcía en una mueca de desprecio. Su cabello, recogido en peinados exagerados y cargado de perlas y joyas, parecía más un yelmo que un adorno. Su maquillaje excesivo no ayudaba: resaltaba su ira más que disimularla. En uno de sus ataques de furia, tomó el libro que Roxana estaba leyendo y se lo estampó en la cabeza con tal fuerza que la joven cayó al suelo. Sintió un ardor punzante y, de inmediato, la sangre comenzó a correrle por la frente, descendiendo como un hilo rojo hasta mojarle la garganta y manchar su vestido.

La mujer quedó paralizada unos segundos al ver la herida, pero rápidamente disimuló su culpa. Rasgó las hojas del libro, las arrojó al fuego, y abandonó la habitación con la cabeza en alto, fingiendo que nada había pasado. Roxana, aún en el suelo, temblando, buscaba desesperadamente algo con lo que detener la hemorragia. Usó retazos de tela, pañuelos, incluso partes de su falda. Nada parecía suficiente. La sangre no cesaba, y su visión comenzaba a nublarse.

Horas después, su hermano entró sin anunciarse, como solía hacer cuando eran niños. Lo que encontró lo dejó sin habla: Roxana rodeada de telas empapadas de sangre, su rostro pálido y su vestido rosa arruinado por manchas carmesí.

—¡¿Qué ocurrió?! ¡Roxana! ¡Dime quién fue! —exclamó, presa del pánico.

Ella apenas pudo balbucear. Su cuerpo no respondía. Sin perder tiempo, la cargó en brazos y corrió por los pasillos, gritando por ayuda. No le importó el protocolo, ni el qué dirán. Su hermana estaba muriendo.

Mientras la llevaban, Roxana cerró los ojos. La realidad desapareció, dando paso a un recuerdo lejano: el festival conmemorativo por la victoria contra los demonios. Tenía apenas ocho años. Su padre la llevaba en brazos entre la multitud. Había música, danzas, puestos de comida y los siete generales estaban en la capital. Era un día de celebración. Entre los asistentes, vio a un niño pelirrojo, de ojos rojos como rubíes. Se sintió atraída de inmediato. Corrió hacia él y, sin pensarlo, le sostuvo el rostro con ambas manos.

—Creo que eres mayor que yo... pero eso no importa. Me llamo Roxana, la hija menor de Allendis. ¿Y tú? ¿Quién eres? —le dijo con una sonrisa sincera.

Antes de que pudiera responder, su abuelo la levantó con ternura.

—¿Cuántas veces debo decirte que no molestes a extraños? —dijo, exasperado.

—Pero abuelito... ¡Mira sus ojos! Son los más bonitos que he visto. Y es guapo además —protestó ella, abrazándolo.

El anciano se giró hacia el niño e hizo una reverencia. Aquello sorprendió a Roxana, ya que su abuelo no solía inclinarse ante nadie, salvo ante el demonio supremo.

—¿Por qué te inclinaste ante ese niño? —preguntó con inocencia.

—Porque él será el próximo rey de los demonios. Más vale que no vuelvas a cruzarte con él —respondió con seriedad.

Nunca volvió a ver aquellos ojos. Con el tiempo, sólo escuchaba rumores sobre su crueldad. Pero ella recordaba algo distinto: un niño amable, con una mirada cálida.

De nuevo en el presente, Roxana abrió los ojos lentamente. Lo primero que vio fue un techo blanco, iluminado por la luz natural. A su lado, un hombre mayor la ayudaba a sentarse.

—Vaya, vaya... Ya despertó la princesa dormida —dijo, sonriendo con amabilidad.

Era un médico. Tenía el cabello blanco, una bata larga y unas gafas que le caían por la nariz. Roxana lo observó con curiosidad.

—Eres el único que me ha dicho princesa en este lugar... además de mi padre y mi hermano. Puedes llamarme Roxana —respondió con una pequeña risa.

Él la examinó con cuidado, luego escribió algo en unos papeles. Cuando terminó, la miró con seriedad.

—Debes salir al sol. Caminar, correr, moverte. Tu cuerpo necesita vitaminas. Si no cambias eso, lo que te ha pasado se repetirá. Y no me llames doctor. Llámame Keig.

El nombre la hizo reaccionar. ¡Era él! El sexto general, conocido como el Doble Filo: sanador y verdugo. Había salvado miles de vidas en la guerra, pero también había hecho experimentos que destruyeron otras tantas.

—¡Keig! ¡Por favor, conviérteme en tu aprendiz! ¡Tengo todos tus libros de medicina! ¡Soy tu mayor admiradora! —suplicó, con entusiasmo.

En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Su abuela entró corriendo, con el rostro lleno de angustia.

—Mi pequeña... ¿Qué te han hecho? —susurró, acariciándole la mejilla.

Era la única capaz de controlar a su abuelo, el antiguo demonio supremo. A pesar de sus joyas costosas, era una mujer sabia, adelantada a su tiempo. Enseñaba sobre geografía, matemáticas, estrategia... Roxana la admiraba profundamente.

—Abuela... me estás asfixiando. ¿No estabas en el Bosque Celeste? —preguntó, sorprendida.

—Cuando supe lo que pasó, vine sin pensarlo —respondió, dramática.

La ayudó a levantarse y salieron juntas, dejando a tres hombres en la habitación. Keig habló con firmeza:

—Esa niña no ha salido en semanas. Tiene deficiencias claras. Y no lo digo yo: lo dicen los análisis. La princesa y su madre afirmaron que se divertía en el jardín. Pero era mentira. Ellas no la quieren. Nunca la quisieron.

—Si dices algo, pondrás a Roxana en más peligro —replicó el antiguo demonio supremo, preocupado.

Entonces, gritos estallaron en el pasillo. La madrastra discutía con su hijo, furiosa.

—¿Cómo se te ocurre ponerle una anciana como dama de compañía?

—Da gracias que tiene una. Nunca debió venir aquí. No tiene valor. No posee nada. Es un objeto.

Y así, sin saberlo, Roxana comenzaba a despertar un fuego que un día consumiría todo lo que la había oprimido.

Capitulo 2: La vida es un trueque

Carraspeó el abuelo, haciendo un esfuerzo por no levantar la voz. Gritar no era lo más apropiado, y además… le aterraba la idea de que su esposa se enterara. Enfadarse no era su fuerte, pero provocar la ira de la mujer que dormía a su lado era jugar con fuego. Así era mi abuelo: un ser temido por reyes y bestias, que sin embargo palidecía ante su esposa.

—¿No creéis que sería más sensato llevar esta encantadora sinfonía de gritos innecesarios a un lugar más apartado? Lejos de los oídos chismosos de los sirvientes —dijo con un tono irónico, mientras su rostro se tornaba severo, lanzando una mirada que helaba la sangre a los criados curiosos.

Los sirvientes huyeron como sombras al viento, sabiendo que habían cruzado un límite invisible. Entonces, el abuelo se acercó lentamente a los dos que discutían. Ellos callaron al instante al reconocer su presencia. Con respeto casi reverencial, hicieron una profunda reverencia. No era para menos: estaban ante Ezarel Von Hon, el antiguo Rey de los Demonios, conocido como el Demonio Supremo.

A pesar de su edad, su apariencia era la misma que siglos atrás. Ni una arruga. Su longevidad y juventud eterna eran parte de su naturaleza única. Ezarel no era como nosotros; él no era un zorro, ni siquiera un demonio ordinario. Era un dragón. El último de su especie. Su sola presencia imponía respeto. Vestía siempre de negro, con detalles dorados que acentuaban su autoridad. Sus dedos, adornados por anillos antiguos, hablaban de conquistas y pactos olvidados. Su cabello era oscuro como una noche sin luna, y sus ojos, rojos como rubíes recién tallados. Recuerdo haber dicho algo parecido sobre alguien más… pero nadie iguala a Ezarel.

A lo lejos, dos figuras femeninas se acercaban rápidamente: Roxana y su abuela. A medida que avanzaban, sus rostros iban cambiando al comprender la tensión en el aire. Entonces, el primer príncipe heredero abrazó con fuerza a Roxana, dejando ver su preocupación. Ella, aún petrificada, esbozó una leve sonrisa. Una risa suave la acompañó, como queriendo tranquilizarlo: estaba bien.

Un rato más tarde, vi a mi padre llevarse a su esposa a una habitación apartada. No pasó mucho hasta que los gritos de la mujer comenzaron a escucharse. Roxana entendía su furia. Su madre le había arrebatado el corazón de Allendis, y de esa traición había nacido una hija. El corazón de Roxana se encogía, y una ola de tristeza parecía cubrir su cuerpo y alma como un velo gris.

El resto del día transcurrió entre tazas de té, juegos y charlas en compañía de mis abuelos, mi hermano, Taisho e Izayoe. Solo faltaba alguien… su padre. La persona que más amaba, su ejemplo a seguir.

Un sirviente entró e informó que la cena estaba lista. Todos nos dirigimos al gran salón, donde una mesa larguísima, adornada con candelabros y exquisitos platos, nos esperaba. Cada asiento estaba perfectamente asignado.

Los hijos se sentaban por orden de edad. El mayor a la derecha del padre, seguido por los demás. En la izquierda, la primera hija cerca del padre, y luego Roxana, la menor. Frente a ellos, se sentaban el general Taisho, su esposa y sus dos hijos. Al otro lado, el médico Keig y su hijo, futuro médico del castillo. Y presidiendo la mesa: mis abuelos.

Nunca entendí por qué los demonios organizaban las comidas como si fueran ceremonias diplomáticas. ¿No sería mejor sentarse junto a quienes realmente quieres, compartir, reír? El ambiente era denso, silencioso… casi lúgubre.

La cena transcurrió en absoluto silencio. Solo el suave tintinear de los cubiertos rompía la quietud. Ya en el postre, frutas exóticas que ayudaban a la digestión, el silencio se hizo añicos.

—¿Se puede saber qué hace esta aquí? ¡Has perdido el derecho a cenar con nosotros, mestiza pulgosa! —gritó Valkyro, mi tercer hermano, con rabia mientras clavaba el tenedor en la mesa con furia.

Así era Valkyro —o "Valky", como algunos lo llamaban—. El típico musculoso arrogante que cree que todo se resuelve entrenando o ligando con cuanta mujer le cruce. Pelo negro, ojos oscuros, siempre buscando un blanco débil a quien molestar.

—¿Debía pedir permiso para cenar? ¡Muchas gracias, hermanito! Lo tendré en cuenta para la próxima —respondió Roxana con fingida inocencia, juntando las manos como si agradeciera de corazón.

Valky se levantó de golpe y golpeó la mesa con fuerza. El sonido retumbó. Mi padre soltó un leve chirrido, su rostro desencajado. Un silencio tenso lo envolvió todo.

—¿Quién te crees que eres para golpear la mesa así? —dijo mi padre, con voz amenazante y mirada afilada. Era una advertencia. Habría consecuencias.

Valky salió entre gruñidos, cerrando la puerta con un portazo apenas contenido. No quería provocar más la ira de su padre. Roxana, en lugar de sentirse afectada, continuó comiendo su postre, tranquila. Sus hermanos la miraban, incrédulos.

—¿Tengo algo en la cara? —preguntó con timidez, soltando una risa nerviosa. La pregunta fue interrumpida por el segundo hijo del general Taisho.

—¿Cuánto apostáis a que ni se enteró de lo que pasó y respondió por instinto? —comentó, divertido, mientras acababa su postre.

Roxana dejó el tenedor y lo miró inocente.

—Escuché algo de fondo… y que mi hermano quería coger el tenedor. ¿Quería mi parte del postre? —dijo con duda, como si realmente creyera eso.

Tai, su mejor amigo, se llevó una mano a la cabeza.

—¡Ay, niña, quita!, ¡No me toques ahí!, ¡Idiota! —gritaba medio en broma mientras intentaba zafarse. Roxana, como siempre, había empezado a acariciarle las orejas.

Así es Tai: mitad perro, más animal que humano a veces. Tiene orejas suaves, adorables, que me encantan. Aunque él lo odie, no puedo evitar tocarlas. Su cabello plateado cae como seda, sus ojos amarillos brillan como el sol, y aunque su cuerpo es fuerte, no llega a ser musculoso.

Roxana soltó una carcajada y dejó de acariciarlo. Luego formó un corazón con los dedos, se acercó a su padre y lo abrazó con fuerza.

—Papi, no seas tan duro con mi hermano. Es normal que esté enfadado. Tu hija es muy fuerte. Yo me voy a dormir, el sueño me está matando —dijo entre bostezos.

Se despidió con la mano. No le gustaban las reverencias. "Son muy formales para los amigos", decía. Justo al salir, notó a una sirvienta hermosa entrando a la habitación de Valky. Una sonrisa pícara cruzó su rostro.

Los días pasaron sin sobresaltos, hasta que, en una noche lluviosa, los gritos desgarradores rompieron la calma. Provenían de la habitación del tercer hermano.

La escena era aterradora. Sangre por doquier. Una mujer semidesnuda, cubierta de rojo, sostenía una daga en una mano… y los testículos de Valkyro en la otra.

—Ahora sí, seré la única. Para siempre —dijo con una sonrisa perturbadora, arrojando los testículos a la cara de Valkyro.

—¡¿Qué mierda dices, maldita perra?! —gritó él, retorciéndose de dolor.

—Vas a casarte conmigo. Y por si tus pocas neuronas no lo entienden: estoy embarazada. De dos meses, tonto —dijo mientras se vestía, sin inmutarse.

Un día antes, esa misma doncella había estado frente a una figura desconocida. Nerviosa, temblando, confesó:

—Estoy embarazada del tercer hijo de mi señor. Si mis padres lo descubren… no tengo a dónde ir.

La figura misteriosa le entregó una nota y una daga:

“Antes de que el sol amanezca, deberás cortar sus testículos. Así tu hijo será el único heredero de su línea.”

La joven no dudó más.

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