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Encontrando Mi Propio Camino – La Nueva Generación (Romance Y Crisis Libro 6)

Capítulo I: El nacimiento de una estrella

Teatro de la Casa de la Cultura, Ciudad Capital.

Han pasado veinte años desde la caída de Carmelo Carmona, y el país, poco a poco, ha ido recuperando su belleza. Los espacios culturales, que durante ese oscuro período fueron abandonados o convertidos en ruinas, comenzaron a renacer. Entre ellos, la Casa de la Cultura, símbolo de una época más luminosa, tuvo quizás el camino más difícil hacia la reconstrucción.

Durante años, fue ignorada. Considerada obsoleta frente al nuevo teatro vanguardista que el gobierno promovía con entusiasmo, su estructura antigua y deteriorada no parecía merecer atención. En un país que luchaba por recuperar su esplendor en tiempo récord, rescatar un edificio como ese representaba una inversión que el Estado no podía —o no quería— asumir.

Fue entonces cuando la familia Alcalá propuso la creación de un fondo privado para su restauración. Gracias a su iniciativa y al apoyo de otros mecenas culturales, el proyecto finalmente se puso en marcha.

La restauración tomó dos años. El resultado fue una obra que emocionó a todos los patrocinantes: la nueva Casa de la Cultura conservaba la esencia arquitectónica de los años 90, cuando Laura de Martínez —la directora más querida de su historia— la convirtió en un faro artístico. Pero ahora, ese espíritu clásico convivía con tecnología de punta, creando un espacio donde el pasado y el presente dialogaban con armonía.

La reinauguración atrajo la atención de medios nacionales e internacionales. La primera presentación sería un evento de alto perfil, y por ello, el proceso de selección fue riguroso. Cientos de artistas audicionaron, pero solo unos pocos fueron elegidos tras meses de deliberación.

Entre ellos, Saúl Palacios Martínez, bisnieto de Laura de Martínez.

A pesar de su linaje, Saúl se sometió al mismo proceso que todos los demás. No pidió favores, ni usó su apellido como llave, pero cuando fue elegido para el papel principal, las críticas no tardaron en llegar.

—“Lo eligieron por su sangre, no por su talento”— murmuraban algunos con envidia.

Cada comentario dolía, porque desde niño, Saúl había luchado por no ser eclipsado por la fama de sus padres —los reconocidos artistas Leo y Cristina —. Y su sueño siempre fue trazar su propio camino, con su voz, su esfuerzo, su arte.

Esa noche, mientras esperaba entre bastidores, respiró hondo, el telón estaba a punto de abrirse.

Miró a su alrededor buscando fuerza porque esta no era la primera vez que pisaba un escenario, sin embargo, esta vez era distinto, porque no solo interpretaría un papel, sino que se presentaría ante el mundo como él mismo.

Vestía un traje de tres piezas, negro, hecho a la medida, caminó con elegancia hasta el centro del escenario, el  murmullo del público se desvaneció y la orquesta comenzó a tocar los primeros acordes.

Y entonces, Saúl tomó el micrófono y en ese instante, toda la tensión desapareció porque ya no era el hijo de Leo y Cristina, ni el bisnieto de Laura, era simplemente Saúl.

Y estaba listo para demostrar que su lugar en ese escenario no era un legado sino una conquista.

... “ Con te partirò

Paesi che non ho mai

Veduto e vissuto con te

Adesso si li vivrò”...

El público se puso de pie en una ovación unánime. No hubo dudas, ni susurros, ni miradas escépticas. Solo aplausos. Largos, sinceros, emocionados. En un solo acto, Saúl Palacios Martínez había silenciado todos los rumores que lo rodeaban. Aquellos que decían que había sido elegido por su apellido, por su linaje, por la sombra de su familia. Esa noche, quedó claro que su lugar en el escenario no era un privilegio heredado.

Era mérito puro.

A medida que cantaba, su cuerpo se fue relajando. La tensión inicial se desvanecía con cada nota. Estar sobre el escenario no era solo una vocación: era su elemento natural. Allí, bajo las luces, frente a cientos de ojos expectantes, Saúl era libre. Compartía la misma pasión que sus padres, sí, pero en un lenguaje distinto. Donde ellos vibraban con guitarras eléctricas y baterías estruendosas, él se elevaba con cuerdas, vientos y armonías clásicas.

Desde su asiento, Cristina lo observaba con los ojos brillantes, al borde de las lágrimas. El corazón le latía con fuerza, no solo por el orgullo, sino por la emoción de ver a su hijo convertirse en lo que siempre soñó ser. Pensó en lo irónico que era: que fuera precisamente él quien heredara el amor por la música clásica, como su abuela Laura de Martínez, la mujer que había convertido la Casa de la Cultura en un templo del arte.

—Es como si ella estuviera aquí —susurró Cristina, sin poder contener la emoción.

A sus 22 años, Saúl Palacios Martínez, hijo de Leo y Cristina, era mucho más que una promesa. Formado en el prestigioso conservatorio del país del Este, desde niño había demostrado un talento excepcional. Poseía un rango vocal de tenor lírico, y aunque sus padres eran íconos del rock y el heavy metal, él había encontrado su voz en la música clásica. Y como su madre, era también un virtuoso pianista.

Pero no era solo su talento lo que lo hacía destacar.

En el escenario, Saúl desbordaba presencia. Su físico imponente —1,91 metros de estatura, piel trigueña, cabello oscuro y ojos azules intensos como los de Cristina— capturaba la atención de todos. Tenía el aire rebelde de su padre, pero con una elegancia innata que lo hacía magnético. Y cuando su voz llenaba el teatro, no había quien pudiera apartar la mirada.

Esa noche, no solo brilló como artista, sino como símbolo de una nueva generación, una que no heredaba el arte como una carga, sino como una llama viva que se reinventa.

Las luces del escenario eran intensas, casi cegadoras. Saúl apenas podía distinguir los rostros entre la penumbra del público. Finalizó su presentación con una reverencia elegante, y los aplausos estallaron como una ola que lo envolvía por completo y el teatro entero se puso de pie.

Con el corazón aún acelerado, miró hacia la zona de asientos reservados para su familia, allí estaban su madre, Cristina, con los ojos brillantes de emoción, y su mejor amiga, Mercedes, que aplaudía con entusiasmo; sin embargo, el asiento de su padre, Leo, estaba vacío.

Una punzada de molestia le atravesó el pecho, aunque él mismo le había dicho que no quería que asistiera, una parte de él —la más vulnerable— había esperado verlo allí, pero no estaba, o al menos, eso creía.

Lo que Saúl no sabía era que Leo sí había ido.

No se sentó en la primera fila, ni ocupó el asiento reservado con su nombre, en cambio, eligió un lugar entre el público, lejos de las miradas, oculto entre sombras, porque su orgullo no le permitía mostrarse abiertamente, no después de un año lleno de discusiones, silencios tensos y palabras que ninguno de los dos supo retirar a tiempo.

Pero por más que fingiera indiferencia, no podía perderse ese momento y cuando escuchó la voz de su hijo llenar el teatro, cuando vio cómo se adueñaba del escenario con una presencia que no se podía enseñar, Leo sintió un nudo en la garganta, estaba conmovido, y orgulloso, y también, profundamente arrepentido de que no pudieran arreglar los malentendidos que existían entre ambos.

—Lo logró —pensó, con una mezcla de admiración y tristeza.

Cuando la ovación comenzó a apagarse, Leo se levantó discretamente y salió del teatro por una puerta lateral, porque no quería que Saúl lo viera y que pensara que había ido solo para satisfacer su ego, se dirigió al auto y se sentó al volante, esperando a Cristina en silencio.

Pero por más discreto que intentara ser, los paparazzi lo captaron y una fotografía lo mostraba saliendo del teatro, con el rostro serio, casi melancólico, y al día siguiente, esa imagen circularía por redes sociales y titulares de espectáculos: “Leo asistió en secreto al debut de su hijo Saúl”.

El camerino aún olía a maquillaje, flores frescas y nervios disipados. Cristina y Mercedes entraron con sonrisas radiantes. Saúl, aún con el traje de escena, las abrazó con fuerza. Primero a su madre, luego a su amiga. Pero su mirada, casi sin querer, se desvió hacia la puerta.

—¿Esperabas a alguien más? —preguntó Mercedes, cruzándose de brazos.

Saúl no respondió de inmediato.

—Le dijiste que no viniera, Saúl —insistió ella, con un tono más suave, pero firme.

—El problema con papá es que es demasiado orgulloso, Mercedes. Siempre tiene que tener la última palabra.

Cristina lo miró con una mezcla de ternura y cansancio.

—Y tú también lo eres, hijo.

—¡Mamá, siempre lo defiendes! —exclamó Saúl, dando un paso atrás.

—No lo defiendo —respondió Cristina con calma—. Solo te recuerdo que es tu padre, no tu enemigo. Y esta vez, no tienes razón para estar molesto con él.

Saúl bajó la mirada, pero no dijo nada. Cristina se acercó y lo abrazó con fuerza, como si quisiera protegerlo de sí mismo.

—Estuviste increíble esta noche —le susurró al oído—. No dejes que el orgullo te robe lo que has logrado.

Luego se despidió y salió del camerino. Afuera, Leo la esperaba en el auto, estacionado discretamente en una calle lateral. Esa misma noche debían viajar a Ciudad de México: Cristina estaba en plena producción de un musical, y Leo componía para una joven artista cuyo primer disco estaban grabando.

Cuando Cristina subió al auto, Leo la miró con ansiedad contenida.

—¿Se dio cuenta de que vine? —preguntó, sin rodeos.

—No. Y honestamente, me parece una tontería de tu parte, Leo.

Leo suspiró, apoyando la cabeza contra el respaldo.

—Aunque sea mi hijo, Criss, no voy a aceptar que dude de mí. Saúl necesita madurar. Lo hemos sobreprotegido demasiado. Es tiempo de que descubra su propio camino… incluso si eso significa tropezar.

Cristina lo miró de reojo, con una mezcla de comprensión y frustración.

—¿Y tú? ¿Cuándo vas a dejar de tropezar con tu orgullo?

Leo no respondió. Solo encendió el motor y puso música suave en la radio. Mientras el auto se alejaba, ambos sabían que el silencio entre padre e hijo no duraría para siempre.

****Tomado de la canción “Con te partirò” de Andrea

Bocelli

Capítulo II: Saúl y Mercedes se encuentran en la Friendzone Parte 1

El camerino se había vaciado. Solo quedaban Saúl y Mercedes, sentados entre flores, vestuario y el eco aún tibio de los aplausos. Habían sido amigos desde niños, como sus padres antes que ellos. Entre ambos existía una confianza sólida, tejida con años de confidencias, risas y silencios compartidos.

—¿Te gustó la presentación, Mercedes? —preguntó Saúl, con una mezcla de orgullo y vulnerabilidad.

—Fue grandioso, Saúl —respondió ella, con los ojos brillantes de emoción—. Estuviste increíble. No solo cantaste… te adueñaste del escenario.

Saúl sonrió, pero su mirada volvió a desviarse hacia la puerta, como si aún esperara ver entrar a alguien.

Mercedes lo notó.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir enojado con tu papá? —preguntó con suavidad.

—Mercedes… él tampoco pone de su parte. Hoy no vino a la presentación.

—¿Estás cien por ciento seguro de que no vino? —replicó ella, arqueando una ceja—. Además, tú le dijiste que no querías verlo.

—¡Pero luego le envié una entrada! —exclamó Saúl, frustrado.

Mercedes lo miró con una mezcla de ternura y reprobación.

—¿Y esperabas que apareciera como si nada, después de que lo echaste?

Saúl bajó la mirada. Se sintió como un tonto. El orgullo, ese viejo enemigo, volvía a interponerse entre él y su padre.

El motivo de su distanciamiento era más profundo que una simple discusión. Todo había comenzado meses atrás, cuando en redes sociales comenzaron a circular rumores sobre una supuesta aventura entre Leo y la joven cantante a la que estaba promocionando. Leo lo negó con firmeza, pero Saúl no le creyó.

—No puedo confiar en alguien que siempre está en el centro de un escándalo —murmuró.

Mercedes lo observó en silencio por un momento. Luego, con voz serena, dijo:

—Las redes sociales mienten, Saúl. Según ellas, mi papá es el hombre más infiel del mundo… y, sin embargo, nunca he visto a alguien amar tanto a su esposa como él ama a mi mamá.

Saúl la miró, sorprendido.

—¿También dicen eso de tu papá?

—Todo el tiempo —asintió ella—. Pero aprendí a no dejar que los rumores definan lo que sé de él. ¿Tú puedes decir lo mismo?

Saúl no respondió de inmediato porque, desde niño, había leído titulares y comentarios venenosos sobre su padre que siempre lo habían molestado, no solo por lo que decían, sino por lo que insinuaban: que su madre era una víctima silenciosa, y que su familia era una fachada.

Y ahora, con Mercedes frente a él, tan segura, tan clara, no podía evitar sentirse un poco avergonzado.

—Supongo que… nunca lo había pensado así —admitió.

Saúl no se sentía cómodo con la conversación y decidió cambiar el tema.

—¿Vamos a celebrar esta noche, Mercedes? —preguntó Saúl, aun con la adrenalina del escenario corriendo por sus venas.

—Lo siento, me están esperando —respondió ella, con una sonrisa evasiva.

—¿Todavía estás saliendo con ese perdedor?

—Saúl, siempre te caen mal mis novios.

—Porque tienes mal gusto, Mercedes.

Ella soltó una risa suave. Estaba acostumbrada a sus comentarios sarcásticos. Desde que eran adolescentes, Saúl había desaprobado a cada uno de sus novios, al igual que su tío Ricardo Alcalá, quien siempre encontraba defectos en todos los pretendientes de su sobrina.

Mercedes se acercó, lo abrazó con fuerza y le dio un beso en la mejilla.

—Estuviste increíble esta noche. Estoy orgullosa de ti —le susurró antes de marcharse.

Saúl la vio alejarse con una mezcla de afecto y algo más difícil de nombrar. Celos, quizás. Porque esta vez, su relación con Eduardo García parecía ir en serio. Llevaban un año juntos, y aunque vivían en países distintos, se las arreglaban para verse con frecuencia. Eduardo era un alto ejecutivo de Industrias Alcalá, y se habían conocido durante una visita de inspección que Mercedes hizo junto a su padre. La química fue inmediata.

Pero Saúl no podía evitar sentir que algo se le escapaba.

Se cambió de ropa, optando por un look más casual. Camisa negra entallada, jeans oscuros, chaqueta de cuero. El parecido con Leo era innegable: la misma estampa de chico malo, el mismo magnetismo natural. Salió del camerino justo cuando sus compañeros de grupo lo esperaban para celebrar el éxito de la noche.

Todos habían tenido un inicio difícil. Al principio, muchos lo miraban con recelo, pensando que estaba allí solo por su apellido. Pero con el tiempo, Saúl se ganó el respeto de todos por su profesionalismo, su talento y su disposición para trabajar en equipo.

La ciudad capital había recuperado su vida nocturna. Atrás quedaban los años de inseguridad y miedo. Ahora, los clubes vibraban con música, luces y energía. Saúl y su grupo llegaron a uno de los locales más exclusivos. Usó su influencia para entrar sin problemas. Le encantaba bailar, y lo hacía con una soltura que no pasaba desapercibida.

Entre las chicas que los acompañaban, una en particular —una bailarina profesional— captó su atención. El ritmo los unió de inmediato. Bailaban con una química evidente, los cuerpos sincronizados, el lenguaje del deseo flotando entre ellos. El baile era sensual, magnético. Todos los presentes lo notaron.

Y entre ellos, también Mercedes.

Había llegado al mismo club con Eduardo. Al verlo en la pista, su primera reacción fue de sorpresa. Siempre había pensado que Saúl era atractivo, sí, pero algo aburrido. Un artista sensible, reservado. Pero el hombre que tenía frente a ella era otra cosa. Seguro, seductor, encantador. El tipo de hombre que atraía miradas sin esfuerzo.

Y cuando lo vio acariciar la cintura de la bailarina con esa naturalidad, sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué me pasa? —pensó, desconcertada.

Eran amigos desde la infancia. Nunca se había sentido atraída por él. Nunca lo había considerado una posibilidad. Pero ahora, algo se removía dentro de ella. Algo incómodo. Algo que no quería admitir.

Miró a Eduardo, que venía a su lado, ajeno a todo. Se obligó a sonreír.

—Es una tontería —se dijo—. Es soltero. Puede hacer lo que quiera.

Y, sin embargo, no podía dejar de mirar.

Mercedes y Eduardo se reunieron con un grupo de amigos de él que los esperaban en una mesa reservada. La conversación fluía con naturalidad, el ambiente era distendido, y aunque había una diferencia de cinco años entre ellos, eso no parecía interferir en la dinámica de la pareja. Eduardo era atento, encantador, y sus amigos la trataban con respeto. Todo estaba bien… en teoría.

Después de un par de bebidas, Mercedes sintió la necesidad de ir al tocador. Se levantó con elegancia, cruzó el salón entre luces tenues y música envolvente, y se dirigió al baño.

Al salir, se detuvo en seco.

Saúl acababa de salir del baño de hombres. Iba distraído, con el cabello ligeramente despeinado, la camisa desabotonada en el cuello y una sonrisa relajada en los labios. Mercedes volvió a sorprenderse por cómo lucía esa noche. Había algo en su actitud, en su forma de moverse, que la descolocaba. Casual. Seguro. Auténtico. Y, aunque no quería admitirlo, irresistible.

—¿Saúl? —dijo, sin pensar.

Él giró la cabeza al escuchar su nombre. Al verla, la saludó con un gesto breve, sin detenerse, sin mostrar mayor interés. Sabía que ella estaba allí con su novio. Y él no estaba de humor para fingir cortesías. Esa noche solo quería divertirse, bailar, y olvidarse de todo lo que lo incomodaba. Incluida la relación de Mercedes con Eduardo.

Mercedes frunció el ceño, sorprendida por su frialdad. Caminó decidida hacia él y lo tomó suavemente del brazo.

—¿Por qué me ignoras?

Saúl se detuvo, la miró con una mezcla de desconcierto y cautela.

—Mercedes, estoy con mis amigos. Hablamos luego, ¿sí?

Se soltó de su agarre con suavidad, pero con firmeza. No entendía qué le pasaba a Mercedes. ¿Por qué ese tono? ¿Por qué esa mirada?

Ella, herida por su indiferencia, reaccionó con sarcasmo.

—Ah, claro… te espera tu conquista, ¿no?

Saúl la miró con los ojos entrecerrados. No estaba acostumbrado a verla así. Celosa. O molesta. O ambas.

—No es tu asunto, Mercedes. Es mi vida privada.

El silencio entre ellos fue breve, pero denso. Como si algo invisible se hubiera roto o revelado y Mercedes bajó la mirada por un segundo, y luego se recompuso.

Capítulo III: Saúl y Mercedes se encuentran en la Friendzone Parte 2

Mercedes observó cómo Saúl se alejaba sin mirar atrás. Por un momento pensó que tal vez su actitud se debía al conflicto con su padre. Suspiró, se recompuso y regresó a la mesa donde Eduardo la esperaba.

Él le sonrió al verla, pero su atención estaba dividida. Aunque tenía un interés genuino por Mercedes, la relación a distancia comenzaba a resultarle tediosa. Ella le había propuesto mudarse al país del Este, donde estudiaba y trabajaba junto a su padre, Luis Arturo Alcalá, pero Eduardo no estaba dispuesto a enfrentarse al temido empresario… y mucho menos al infame Ricardo Alcalá, conocido por espantar a los novios de su sobrina con una eficacia legendaria.

Esa noche, mientras Mercedes se ausentaba para ir al tocador, Eduardo aprovechó para hacer una llamada. Había estado intercambiando mensajes subidos de tono con una colega, y aunque era discreto, sabía que estaba jugando con fuego.

—No puedo ir contigo esta noche, cariño —susurró al teléfono, en tono seductor—. Ya te dije que mi novia vino a visitarme.

No se dio cuenta de que Mercedes se acercaba por detrás.

Hasta que sintió su mirada.

Se giró lentamente y la vio. Su expresión era clara: lo había escuchado todo.

—Mercedes, no es lo que parece… —balbuceó, intentando justificarse.

Pero no tuvo tiempo y la bofetada resonó con fuerza.

Varias personas se giraron. Entre ellas, Saúl, que observó la escena desde la pista de baile. Dudó por un segundo, pero al ver cómo Eduardo sujetaba a Mercedes por la muñeca, no pudo quedarse quieto.

—Mercedes, solo es un malentendido —insistía Eduardo, apretando su brazo.

—¡Suéltame, Eduardo! —exclamó ella, furiosa.

—No hasta que me escuches.

Entonces, Saúl llegó. Le sujetó la mano con firmeza, apartándolo con una fuerza que no dejaba lugar a dudas.

—Ella dijo que la soltaras. ¿O acaso eres sordo? —le dijo, con la voz baja pero cargada de furia.

Eduardo lo miró con desprecio. Nunca le había agradado el amigo de su novia. Pero al ver que Saúl no estaba solo, y que varios de sus compañeros lo rodeaban, entendió que no era el momento para provocar una pelea.

—Cuando se te quite la malcriadez, hablamos —espetó, antes de marcharse.

El ambiente se había arruinado. Saúl tomó la mano de Mercedes con delicadeza y la condujo fuera del club. Ella no dijo nada. Caminaba con la mirada baja, dolida, traicionada. No solo por lo que Eduardo había hecho, sino porque se lo habían advertido… y aun así, eligió creerle.

En el auto, Saúl abrió la puerta del copiloto para ayudarla a subir, pero ella se detuvo.

—No quiero ir a mi apartamento —dijo, con voz quebrada—. Quiero ir a tu casa.

Saúl la miró, sorprendido.

—Mercedes… yo vivo solo. Si alguien se entera, podrían empezar a hablar. Ya sabes cómo es la gente.

Ella lo miró a los ojos, firme.

—No me importa, esta noche… solo quiero estar contigo.

Saúl siempre cedía ante las absurdas peticiones de Mercedes. Desde niños había sido así. Ella pedía, él accedía. No por debilidad, sino porque, en el fondo, siempre quiso verla bien.

Entraron al apartamento mientras él encendía las luces. El lugar era sencillo, con una decoración sobria y varonil. Paredes en tonos neutros, muebles funcionales, una guitarra apoyada en una esquina. Había una sola habitación.

—Usa la cama —le dijo Saúl, mientras dejaba las llaves sobre la mesa—. Yo dormiré en el sofá.

Mercedes asintió, aunque no se movió de la sala. No entendía qué le ocurría esa noche. A pesar de la rabia que aún sentía por lo de Eduardo, su atención estaba completamente enfocada en Saúl. Lo miraba distinto. Como si, de pronto, algo se hubiera corrido dentro de ella y ahora viera lo que siempre estuvo ahí.

Él se duchó y salió con ropa cómoda, el cabello aún húmedo. Se acomodó en el sofá, resignado. Por dentro, se sentía como un tonto. Había dejado pasar la oportunidad de estar con la chica que conoció en el club, todo por intervenir en la pelea de Mercedes. Pero no se arrepentía. Aunque solo fueran amigos, nunca permitiría que alguien la lastimara.

—¿Saúl, estás dormido? —preguntó ella desde la habitación.

—Aún no, Mercedes —respondió, sin abrir los ojos.

Ella salió en silencio y se sentó en el borde del sofá, tan cerca que sus piernas rozaban las de él. Comenzó a acariciarle el cabello con suavidad.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó él, abriendo los ojos—. Ve a dormir, ya es tarde.

—¿Me puedes dar un abrazo?

Saúl se incorporó y la abrazó. Fue un gesto cálido, protector. Pero cuando Mercedes apoyó la cabeza en su pecho, notó el tatuaje que le cubría el torso y subía hasta el hombro. Nunca lo había visto así. Tan hombre. Tan real. Tan cerca.

Se quedó en silencio, observándolo. Él estaba en excelente forma, y por primera vez, no lo veía como el niño que la acompañaba al colegio, sino como alguien que podía hacerla temblar.

—Entiendo que te sientes mal por lo ocurrido esta noche —dijo Saúl, con voz baja—. Pero ya es tiempo de descansar. Mañana será otro día.

Mientras la abrazaba, le dio un beso en la cabeza. Mercedes se estremeció. No quería soltarlo. Y aunque él intentó separarse con delicadeza, ella se aferró un poco más.

—Mercedes… me estoy sintiendo incómodo. ¿Podrías ir a dormir, por favor?

—¿Por qué te sientes incómodo?

—Porque estás vulnerable. Y no sé cuánto bebiste esta noche.

Ella lo miró a los ojos, con expresión seria.

—Estoy sobria, Saúl.

Él tragó saliva. La tensión entre ellos era palpable.

Mercedes le dio un beso en su cuello y Saúl ya no se pudo controlar más, Mercedes era la primera chica que le había gustado, la besó y Mercedes estaba sorprendida por lo apasionado que era, le pareció que el sofá no era el lugar más adecuado y la llevó hasta la cama donde hicieron el amor en dos oportunidades, Saúl estaba cansado y se durmió, mientras Mercedes seguía sorprendida por lo bueno que era su amigo en la cama y no podía conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, Saúl se despertó con una inusual sensación de calma. El sol entraba suavemente por las cortinas, y por un instante, todo parecía en paz. No tenía expectativas sobre lo ocurrido la noche anterior. Mercedes probablemente solo había buscado consuelo tras la traición de Eduardo. Nada más.

La observó dormir unos segundos. Su respiración era tranquila, su expresión serena. Le dio un beso suave en la frente y se levantó en silencio. Fue a la cocina y comenzó a preparar el desayuno para ambos. No sabía qué significaba lo que había pasado, pero sí sabía que, pasara lo que pasara, no quería perderla.

Mientras tanto, Mercedes despertó con una sensación completamente distinta. Se sentía ligera, viva. Había sido la mejor experiencia de su vida… y lo más sorprendente era que había sido con su mejor amigo. Entró al baño, se aseó y, sin ropa de cambio, volvió a ponerse el vestido de la noche anterior.

Su teléfono sonó. Era Eduardo.

Aunque seguía molesta, decidió contestar. Quería cerrar ese capítulo.

—¡Finalmente, atendiste tu teléfono! —dijo él, con tono acusador.

—¿Qué quieres, Eduardo?

—Necesitamos hablar, Mercedes. Yo no tengo nada con esa chica. Solo fue un coqueteo.

Mercedes escuchó sus excusas sin interrumpirlo. No pensaba perdonarlo. La noche anterior le había dejado claro que no estaba enamorada. Si lo hubiera estado, no habría buscado refugio en Saúl. Y mucho menos habría sentido lo que sintió.

En la cocina, Saúl preparaba café cuando notó que Mercedes ya estaba despierta. Fue hacia la habitación para avisarle que el desayuno estaba listo, pero al acercarse, escuchó parte de la conversación. No le gustó lo que oyó. Tocó la puerta con firmeza.

—Mercedes, el desayuno está listo —dijo, sin ocultar su tono seco.

—Ya voy, Saúl —respondió ella, algo desconcertada.

Cuando salió, lo encontró sentado a la mesa, comiendo en silencio. Su expresión era seria, distante.

—¿Todo bien? —preguntó ella, intentando romper el hielo.

—Sí —respondió él, sin mirarla.

—Saúl… quería conversar contigo —comenzó Mercedes, con cautela.

Pero él la interrumpió antes de que pudiera continuar.

—Mercedes, lo de anoche fue producto del momento. Estabas vulnerable. Somos amigos, lo hemos sido siempre, y eso no va a cambiar. Nunca.

Las palabras cayeron como un balde de agua fría. Mercedes sintió un nudo en el pecho. No le dijo que había decidido terminar con Eduardo. No le dijo que había sentido algo real. Porque en ese instante, ya no estaba segura de lo que sentía.

—No te preocupes —dijo, con una sonrisa forzada—. Ya me quedó muy claro.

Saúl no respondió. Tomó su teléfono y comenzó a revisar sus redes sociales. Fue entonces cuando vio una fotografía que lo hizo detenerse, era su padre, Leo, saliendo discretamente del teatro la noche anterior.

—Después de todo… sí fue a la presentación —dijo, sonriendo con una mezcla de alivio y nostalgia.

Mercedes lo miró, pero no dijo nada. Algo entre ellos se había roto. O tal vez, simplemente, había cambiado.

Desde ese momento, la amistad entre Saúl y Mercedes ya no fue la misma. Seguían siendo cercanos, sí. Seguían confiando el uno en el otro. Pero una barrera invisible se había instalado entre ellos. Una mezcla de orgullo, miedo y palabras no dichas.

Y aunque nadie lo decía en voz alta, ambos sabían que la posibilidad de algo más había quedado atrapada en la zona gris de la amistad.

En la friendzone.

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