NovelToon NovelToon

Ahora Que Vamos A Divorciarnos (Romance Y Crisis Libro 4) Cristina-Leo-Gustavo

Capítulo I: ¿Es en serio Gustavo?

Cristina se retiró temprano de su lugar de trabajo. Aún estaba recuperándose de sus problemas de salud, pero el restaurante donde ejercía como chef le ofrecía un ambiente que le hacía bien, y eso era justo lo que necesitaba. Su enfermedad estaba estrechamente ligada a su estado de ánimo.

El camino de regreso a casa era largo. Debía cruzar buena parte de la autopista, pero la ciudad capital aún conservaba algo de su antigua belleza. Su arquitectura vanguardista y sus áreas verdes seguían siendo impactantes, aunque ninguna vista se comparaba con la imponente montaña que rodeaba el valle donde la ciudad fue erigida. Aquel telón natural suavizaba el clima pese al carácter tropical del país. Alguna vez fue la ciudad más importante de la región, pero hoy estaba marcada por la inseguridad y el deterioro, consecuencia de años de mala gestión, en especial bajo el mandato del presidente Carmelo Carmona. Por fortuna, Cristina vivía en una urbanización de clase media alta, al este de la ciudad, principalmente habitada por personas mayores, aislada de los disturbios que afectaban a gran parte del país.

Pese a su apariencia excéntrica y su estilo peculiar, Cristina era muy querida por sus vecinos. Su generosidad y amabilidad conquistaban a quienes se tomaban el tiempo de conocerla. Incluso la presidenta de la junta de condominio —una mujer muy religiosa que, al conocerla, no dejó de persignarse— terminó preocupándose por ella como por una sobrina lejana. Cristina vivía con tres empleados de confianza, ya que no tenía familiares cercanos.

De cabello rojo encendido y mirada firme, a sus 26 años Cristina era una amante del heavy metal y la cultura gótica. Desde los 14 había adoptado ese estilo, lo que causaba prejuicios inmediatos en muchos. En ese momento atravesaba una etapa difícil: se había casado con Gustavo, un hombre que no la amaba —y al que, con honestidad, ella tampoco quería—, creyendo que la amistad de toda una vida bastaría para construir una relación. Desde el primer día el matrimonio fue un fracaso. Estaba agotada, emocionalmente drenada, y finalmente había reconocido que sufría de depresión. Necesitaba ayuda. Porque por dentro… se sentía vacía.

Conducía su Volkswagen Beetle negro, tan llamativo como ella, mientras escuchaba una de sus bandas favoritas. Pensativa, admiraba el paisaje sereno de su urbanización y sus generosas áreas verdes. En un país al borde del colapso económico, aquello era un pequeño mundo aparte. Uno donde, por ahora, aún podía respirar.

Cristina llegó a su residencia: una casa de dos pisos, de estilo moderno y amplios ventanales blancos. Presionó el control remoto para abrir el portón del estacionamiento. Pero no estaba preparada para lo que vio: el automóvil de su esposo, Gustavo, estaba aparcado frente a la entrada y se detuvo en seco.

Se suponía que él regresaría de Miami en un par de semanas. Verlo allí, sin previo aviso, le hizo estremecer el pecho. Aún no estaba lista. Apenas comenzaba sus terapias y no se sentía lo suficientemente fuerte para enfrentarlo sola. Con las manos temblorosas, buscó en su teléfono un número ya familiar. La voz respondió casi al instante.

—¿Cristina? ¿Ocurre algo?

—Dr. Sánchez… Gustavo está en mi casa —dijo ella, con la voz entrecortada.

—No te preocupes. No hables con él. Espérame, ya voy en camino.

Cristina colgó. Inspiró hondo, se miró en el retrovisor, y se retocó el maquillaje con manos inseguras. No quería que se notaran sus ojeras. Vestía de manera sencilla, aun con la ropa de trabajo: pantalón de mezclilla y camiseta negra de tirantes. A pesar de la ansiedad que la envolvía, se dijo a sí misma que podría con esto. Tenía que poder.

Abrió la puerta del auto, la cerró con firmeza, y caminó hacia la entrada. El eco de sus tacones resonó en el espacio amplio y silencioso de la casa, cada paso era un latido más cerca del pasado que aún no lograba soltar.

Cristina no lo esperaba. Le habían asegurado que Gustavo regresaría dentro de quince días, así que aprovechó para darle el día libre a sus empleados. Después de todo lo ocurrido, no quería verlo, ni hablar con él, y mucho menos estar a solas bajo el mismo techo. Le tenía miedo. Auténtico miedo.

Al notar ruidos procedentes del comedor, comenzó a caminar en esa dirección. Sus pasos eran pesados, pero firmes. Hoy, se prometió, terminaría con lo que nunca debió haber empezado, al entrar, se detuvo en seco.

La mesa estaba servida con esmero, una variedad de platos cubría la superficie, la mayoría de ellos favoritos de Gustavo, no suyos. Pero lo que la enfureció de verdad fue el postre, y entendió que la decisión que había tomado era la correcta y eso le dio el valor que aún le faltaba para confrontarlo.

—¿Es en serio, Gustavo? —dijo, señalando el postre con una mezcla de frustración y desencanto.

Gustavo, que ya sabía que ella había llegado —el ruido particular del Beetle la delataba siempre—, no entendía por qué le había dado libre al personal. Esa casa era demasiado grande para que Cristina la mantuviera sola. Habían pasado cuatro meses sin verse, desde que fue nombrado gerente de la sede de Miami por Industrias Alcalá. Un decreto presidencial lo obligó a volver antes de lo planeado.

Siempre que la veía le pasaba lo mismo: deseaba que Cristina se vistiera de forma más convencional. Sabía que era hermosa, pero su estilo gótico lo inquietaba… lo avergonzaba, incluso. Esa imagen no encajaba con el ideal de esposa que quería mostrar. Notó que había adelgazado desde la última vez. La ropa que llevaba ese día —tan simple, negra y ajustada— acentuaba su figura, y, como hombre, no pudo evitar desearla. Sin embargo, cuando sus ojos tropezaron con el tatuaje en su hombro izquierdo, apartó la vista. No entendía por qué Cristina cubría su piel tan blanca con esas imágenes… y menos con ese significado.

Gustavo la observó con atención. Llevaba su estilo de siempre—oscuro, gótico, imponente—pero había algo distinto. Algo intangible. Tal vez en la manera de sostenerle la mirada… o en la calma fría de sus gestos. Por primera vez desde que se casaron, él venía dispuesto a resolver sus diferencias, pero una voz interna le susurraba que ya era tarde, que la había perdido. Y no podía aceptarlo. No, ahora que su relación con Grecia se había terminado para siempre.

—¿Tenemos cuatro meses sin vernos y así es como me recibes, Cristina? —soltó, más dolido que molesto.

Había dedicado horas a planificar esa cena. Especialmente difícil fue conseguir la maldita tarta de kiwi; en medio de la crisis nacional, esa fruta se había vuelto un lujo casi imposible. Pero ahí estaba. Porque, desde siempre, ese había sido su postre favorito.

Cristina no se conmovió.

-¿Qué esperabas Gustavo, cuándo al parecer quieres quedarte viudo? – preguntó Cristina señalando el postre.

-¡Pero de que hablas Cristina, si desde niña siempre ha sido esa estúpida tarta, tu postre favorito, solo quise complacerte!

Gustavo abrió la boca, atónito. Un silencio súbito lo envolvió. El gesto amable que pensó que lo redimiría… acababa de convertirse en el símbolo de todo lo que ignoraba sobre ella.

Capítulo II: Déjame ser libre Gustavo

Cristina lo miró, al borde del llanto, pero se obligó a mantenerse firme. No pensaba derrumbarse frente a él. Gustavo notó el dolor en su mirada, pero ni siquiera podía imaginar cuánto le dolía. Aunque no lo amaba, le tenía un cariño profundo… uno que él mismo se encargó de destruir con sus acciones.

—¿Tan poco te importo que olvidaste que ya no puedo comerla? —dijo con un hilo de voz, mientras las lágrimas finalmente escapaban.

Gustavo cambió de expresión. Solo entonces comprendió la magnitud de su error. La tarta de kiwi... su postre favorito desde niña. Pero ahora era alérgica, y él lo sabía. O lo había sabido, alguna vez. Había pasado tanto tiempo ignorándola que olvidó incluso eso. Y en parte, también era su responsabilidad que ya no pudiera volver a probarlo.

—Discúlpame por olvidarlo, Criss… —murmuró, avergonzado.

Intentó acercarse para abrazarla. Se sentía un idiota. ¿Cómo pudo olvidar algo así? Si ella le diera una sola oportunidad, pensó, compensaría todos esos años de abandono. Porque, aunque nunca supo amarla, la quería. De algún modo, la quería, pero Cristina retrocedió.

—Gustavo… no más. Por favor. Quiero el divorcio.

Él palideció.

—Criss, sé que estás molesta. Pero escúchame: terminé con Grecia. Te lo juro. Esta vez es en serio. Voy a cambiar. Te voy a apoyar en tu carrera. Prometo que no voy a burlarme más de tu ropa, ni a decir que el metal es ruido. Voy a ser tu mayor fan. Pero no me dejes así… por favor, intentémoslo una vez más. De verdad.

—Tus promesas ya no me significan nada, Gustavo —dijo Cristina, con voz quebrada—. Nunca creíste en mí. Siempre fuiste un obstáculo. Te avergüenza mi aspecto, pero lo peor… es que tú la amas a ella. Y no te juzgo. Nadie elige a quién amar. Pero déjame ser libre.

—Criss… Grecia ya no existe. Se acabó. Tú y yo podemos empezar de nuevo.

—No, Gustavo —respondió con firmeza—. Por el cariño que nos tuvimos desde niños, necesito ser libre.

Cristina lloraba, y esa imagen suya —tan rota, tan expuesta— lo impactó. Ella no era de expresar lo que sentía. Verla así lo dejó paralizado. Por primera vez, Gustavo se preguntó si quizá tenía razón. Si había sido él quien le cortó las alas. Si su egoísmo los había arrastrado a un matrimonio donde ninguno de los dos fue feliz.

—¡Ah, claro! ¿Quieres divorciarte por ÉL? Pues no va a ser tan fácil, Cristina —espetó con rabia. Solo pensar en Leo le hacía hervir la sangre. No iba a perder contra ese tipo.

—No es por él, Gustavo —respondió ella, agotada—. Lo sabes. Tenemos que admitirlo: nos estamos haciendo daño los dos.

—Así que lo admites —dijo él con sarcasmo venenoso—. ¡Lo quieres! Dilo. ¡Dilo de una maldita vez, Cristina!

Ya no más. Ella no iba a callarlo, no esta vez.

—¡No lo quiero, Gustavo… lo AMO!

La palabra retumbó entre las paredes blancas como un disparo.

—No eres mejor que yo —gruñó él—. ¡Eres una cínica! ¡Tú tampoco creíste en este matrimonio!

—Tienes razón. Por eso no voy a seguir fingiendo —dijo ella con calma gélida—. Esto se terminó.

Gustavo apretó los dientes. Su mirada era una mezcla de furia y desesperación.

—Voy a ver cómo haces para divorciarte de mí, Cristina. Porque si yo no soy feliz… tú tampoco lo vas a ser. Y mucho menos al lado de él.

Gustavo habló con resentimiento. No esperaba encontrar a Cristina con esa actitud. Había discutido con Grecia en Miami y acababan de terminar definitivamente. Por primera vez en mucho tiempo, estaba decidido a arreglar su matrimonio, solo que nunca imaginó que Cristina… ya no estuviera dispuesta.

Cristina, por su parte, sentía miedo. Gustavo tenía fama de perder la paciencia con facilidad. Pero estaba decidida. No pensaba desperdiciar ni un minuto más de su vida. Ya había perdido demasiado.

En ese momento, tres personas entraron al comedor: el abogado de Cristina, el Dr. Sánchez, acompañado de dos hombres corpulentos que parecían guardaespaldas. Gustavo se sorprendió. A esa casa pocos tenían acceso. Pero al ver la expresión de Cristina —serena, expectante— entendió que los había llamado ella. Los esperaba.

—Mucho gusto, señor Fernández. Soy el Dr. Sánchez. Estoy aquí en representación de la señora Cristina.

Gustavo intentó discutir, pero se contuvo. El abogado venía preparado. Los dos hombres que lo acompañaban parecían más que decorativos.

Su celular vibró. Pensó en ignorarlo. Grecia lo había llamado varias veces ese día. Pero al ver el nombre en pantalla, frunció el ceño: era su padre. Y a su padre… no podía ignorarlo.

—Ven a casa de inmediato —ordenó la voz al otro lado, seca, sin margen de réplica.

—Papá, estoy manejando una situación con Cristina, necesito algo de tiempo.

—Precisamente por eso. O vienes ahora, o atente a las consecuencias.

Gustavo entendió. Su padre sabía todo. Y le estaba ordenando… retirarse.

—Ya voy en camino —dijo, con la mandíbula apretada.

Miró a Cristina.

—Esta conversación no ha terminado —espetó. Luego giró hacia el abogado—. Y usted, doctor Sánchez, está perdiendo el tiempo. No estoy dispuesto a divorciarme.

—Eso lo discutiremos en tribunales, señor Fernández. Por ahora, llévese sus pertenencias —respondió con firmeza, entregándole la orden de alejamiento.

Gustavo se quedó sin palabras. El documento era claro. Y Cristina, por primera vez, no se quebró.

Salió de la casa furioso. Al acercarse al auto notó varias cajas apiladas junto a él. No estaban allí cuando llegó. Se detuvo. Eran sus pertenencias. Cristina lo había preparado todo. No lo esperaba, y eso lo descolocó más que cualquier palabra. Las subió al vehículo sin decir nada, la rabia creciendo en su interior.

Por ahora lo dejaría pasar. Pero no, no pensaba rendirse. Cristina había tomado una decisión, lo sabía. Estaba convencida. Pero tal vez, en un par de días, ella se calmaría. Podrían hablar. Volver a “ordenar” las cosas, como siempre lo había hecho con ella. Después de todo, desde niños, él sabía cómo manipularla.

Lo que Gustavo aún no entendía… era que esta vez era distinto.

Ahora que se iban a divorciar —aunque no lo supiera aún— iba a descubrir lo que en el fondo más temía: que había perdido a una gran mujer. Que su ego, sus prejuicios, su incapacidad de aceptarla como era… se habían llevado todo lo que pudo haber sido un amor verdadero, y no hay postre, promesa, ni recuerdo de infancia que repare lo que nunca quiso ver.

Capítulo III: Cristina una niña no querida por sus padres Parte 1

Cristina Martínez era el resultado de una infidelidad: su padre, Cristian Martínez, había tenido una aventura con su secretaria, Fernanda Duarte. Durante sus primeros cuatro años de vida, Cristina convivió con su madre, una mujer resentida que nunca la golpeó, pero que sí la marcó con palabras cargadas de reproche. Fernanda la culpaba de todo cuanto había salido mal en su vida.

Cristian, por su parte, se negaba a asumir cualquier responsabilidad. Enviaba una cantidad miserable de dinero cada mes, lo justo para aparentar, lo mínimo para comprar el silencio de Fernanda. Nunca la reconoció legalmente. Jamás la llevó a pasear ni permitió que sus padres supieran de su existencia. Cristina creció sin saber quién era su padre, porque él se encargó de negarla, a pesar de saber, sin duda alguna, que esa niña era suya.

Fernanda, además, tenía el hábito de fumar, y poco después del nacimiento de Cristina fue diagnosticada con enfisema pulmonar. Durante dos años luchó contra la enfermedad, mientras intentaba —sin éxito— que Cristian se hiciera cargo de su hija. Cuando supo que su tiempo se agotaba, hizo un último gesto de verdadero amor: contactó a Saúl, el padre de Cristian, con la esperanza de que alguien asumiera la responsabilidad que su hijo había evadido.

—Señor Saúl, una ex empleada, Fernanda Duarte, dejó este sobre para usted. Dijo que era urgente.

—Seguramente está pidiendo dinero. No tengo tiempo para eso ahora —respondió el empresario, sin levantar la vista.

Pero el empleado, que recordaba los rumores de hacía años y había visto esa mañana a Fernanda acompañada por una niña, no pudo callar.

—Disculpe que lo diga, señor Saúl… pero esa niña se parece mucho a la señora Laura. Y… hubo rumores sobre Fernanda y su hijo en su momento.

Saúl levantó la mirada. Lo pensó un instante.

—Escuché algo de eso, sí. No pensé que Cristian pudiera ser tan irresponsable… Está bien, dame ese sobre. Ahora sí, tengo curiosidad.

Aunque su primera reacción fue de enojo y sospecha —creyendo que Fernanda buscaba dinero fingiendo una enfermedad— cambió de actitud al revisar el contenido. Los informes médicos no dejaban dudas: el enfisema era real. Y Fernanda no pedía nada para ella. Solo rogaba que alguien cuidara a Cristina… porque ella ya no podría hacerlo.

Saúl llegó a casa molesto, con el sobre en la mano y la conciencia revuelta. Le contó a su esposa, Laura, todo lo ocurrido. La reacción de ella fue inmediata:

—Tenemos que ir a conocer a esa niña.

Aunque dudaba, presionado por el sentido común de su esposa, Saúl accedió. Y en cuanto vio a la pequeña, supo, sin margen de error, que era su nieta. Era como mirar a Laura en miniatura: los mismos ojos, el mismo cabello. Aunque pidió una prueba de ADN, en su interior ya lo sabía. Además, bastó una mirada para sentir afecto por la niña, que lucía escuálida y mal cuidada, con ropa gastada y ojos tristes. Cuando supo que Fernanda llevaba dos años enferma, sintió una furia silenciosa contra su hijo. Cristian lo sabía… y no hizo nada.

—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó Saúl, arrodillándose a su altura.

—Cristina, señor —dijo ella con una voz dulce, casi frágil.

—No me digas señor —le sonrió—. Soy tu abuelo. ¿Me das un abrazo?

La abrazó con cuidado y supo que no dejaría a esa niña sola jamás. A Laura le ocurrió lo mismo, apenas la vio, no necesitó una prueba: era sangre de su sangre. Se sintió responsable. Se sintió abuela.

Poco después, Saúl y Laura se reunieron con Cristian. El rostro del padre era pétreo.

—¿Cristian, en qué momento te convertiste en un cobarde? —le espetó Saúl.

—Mamá, esa mujer dice que esa niña es mía, pero no lo sé con certeza…

Laura, que siempre lo había protegido, le cruzó la cara con una bofetada que hizo temblar la sala. Nadie dijo nada. Nadie lo esperaba. Pero nadie la culpó.

—No me avergüences más. Tengo en mis manos una prueba de ADN. Es tu hija —dijo Saúl, furioso.

—¿Cómo puedes negar a esa niña sabiendo que su madre está muriendo? —añadió Laura, rota de decepción.

Cristian bajó la mirada.

—¿Qué quieren que haga? Si la reconozco… Roxana va a enloquecer.

—No me importa lo que diga Roxana —respondió Saúl—. Pero te lo advierto: si no reconoces a esa niña y me obligas a hacerlo yo en tribunales, con todo el escándalo que eso traerá, entonces no volverás a tocar ni un centavo de mi fortuna. Jamás.

—¡Papá, si hago eso… mi matrimonio se acaba!

—Entonces debiste pensarlo antes de acostarte con tu secretaria… siendo un hombre casado.

Saúl no le dejó opción a su hijo: o reconocía legalmente a Cristina como su hija… o quedaría fuera de la herencia familiar. Fue una amenaza directa, pero necesaria. El tiempo apremiaba. La madre de la niña se estaba muriendo, y si no quedaba constancia legal de su vínculo con Cristian, Cristina sería enviada a un orfanato. Los abuelos maternos ya lo habían dejado claro: no querían nada que ver con ella.

Mientras tanto, Saúl y Laura iniciaron el proceso para solicitar la custodia. Pero sabían que el sistema de protección del menor en el país era lento, complicado y burocrático. En lo que ese trámite se resolvía, la niña tendría que ingresar oficialmente al sistema de adopciones como si no tuviera familia. Como si no tuviera a nadie y  eso, Saúl no estaba dispuesto a permitirlo.

Download MangaToon APP on App Store and Google Play

novel PDF download
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play