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Dulce Venganza

La boda

Aquí estoy, el día de mi boda.

He sido plantado.

La mujer que debía casarse conmigo se fugó con su amor de infancia: mi hermano mayor.

No sé cómo terminé aquí. Lo último que recuerdo es que estaba huyendo de mis enemigos.

Era —o más bien, fui— un importante narcotraficante. Un hombre sin escrúpulos, poderoso y temido.

Ahora, por los recuerdos que tengo de este pobre infeliz, sé que ocupo el cuerpo de alguien muy distinto: Marcus Collins, el tercer príncipe de Malasy. Nadie de gran importancia, salvo para su padre, el rey, que le guarda cierto cariño.

Aún no llegaba la novia. Marcus se sentía mareado, el estómago le dolía. Tonto de él, creyó que eran los nervios. Pero no. Durante el desayuno, alguien vertió un veneno de efecto lento en su té.

Marcus murió, y en su lugar quedó yo: Lary.

Un hombre completamente diferente.

Despiadado, sarcástico, acostumbrado al poder y al peligro.

Marcus, en cambio, era amable… y peligrosamente ingenuo. Demasiado fácil de manipular por la emperatriz y por su querido hermano mayor.

—Vaya mierda —murmuré—, me han plantado.

—Alteza —dijo una dama del séquito—, creo que la señorita Mayra se ha arrepentido. Es evidente que no deseaba este matrimonio.

—¡Cállate, mujer! Nadie pidió tu opinión.

La reina abrió los ojos como platos. Marcus jamás le había hablado así.

—¡Basta, Marcus! Respeta a la reina —intervino el rey.

—Sí, sí, lo siento, vieja —contesté, sin mucho entusiasmo—. Pero ahora que me han dejado plantado… veamos qué demonios hago.

Miré alrededor. Ni una sola mujer me interesaba. Soy hombre, sí, pero en mi vida pasada era gay, y cambiar de cuerpo no cambia los gustos. Así que, fiel a mí mismo, busqué con la mirada a alguien que encajara con mis expectativas.

Y lo encontré.

Sentado entre la multitud, observando todo con indiferencia.

Bingo.

Caminé hacia él bajo las miradas curiosas del público, lo tomé por el brazo y lo arrastré conmigo hasta el altar.

—Muy bien, usted, el de la sotana, ya puede comenzar la boda. El novio está presente.

—Pero, alteza… él es un hombre —balbuceó el sacerdote.

—¿Y? Si no me importa a mí, ¿por qué te importa a ti? Haz lo que te digo, anciano.

—¡Alteza! No puede permitir que el tercer príncipe haga semejante cosa —gimió la reina.

—Mujer, ¿no te cansas de meter la cuchara? Mi prometida huyó con mi hermano. ¿Qué más puedo hacer? De que hoy me caso, hoy me caso.

—Mi hijo no haría tal cosa… —dijo ella, escandalizada.

—Yo nunca mencioné cuál hermano, madre —respondí con una sonrisa venenosa—. Usted solita se delató. Si no quiere que siga dejándola en evidencia, cierre la boca.

El rostro de la reina palideció. Había caído en mi trampa.

—Suficiente —dijo el rey, cansado—. Marcus, recapacita. Si te casas con él, negaré tu divorcio cuando te arrepientas.

—Sí, sí, como digas, padre. Ahora, comencemos la boda.

Volteé hacia mi futuro esposo. Le hacía una seña a alguien, quizá su mayordomo. Había algo en su porte… demasiado elegante para un simple sirviente.

Ya investigaré qué oculta.

—Muy bien —dijo el sacerdote, resignado—, demos inicio a la ceremonia.

La boda comenzó. Cuando el sacerdote pidió el nombre del otro contrayente, el hombre habló con voz firme:

—Mi nombre es Santiago Villarroel, rey de Decértica.

El silencio se volvió piedra.

Todos quedaron boquiabiertos. Aquel hombre no era cualquiera: era el conquistador del continente vecino, el monarca que había creado su propio imperio sobre los restos de naciones derrotadas.

Poseía el ejército más temido del mundo.

Y yo, Marcus Collins, acababa de arrastrarlo al altar por capricho.

El rey de Malasy quiso intervenir, pero se contuvo. Si Santiago aceptaba la boda, quizá era mejor no provocar su ira. Si, en cambio, deseaba la cabeza de su hijo… bueno, el rey padre estaba dispuesto a entregarla.

—Por el poder conferido por el templo y el rey de Malasy —declaró el sacerdote, confuso—, los declaro… marido y marido.

Las miradas se cruzaron como cuchillos. Nadie sabía si reír, huir o rezar.

---

Los novios salieron en un carruaje abierto, saludando al pueblo, que observaba entre asombro y terror. No era precisamente la boda que esperaban.

—Jamás imaginé —dijo Santiago, con una media sonrisa— que al asistir a una boda terminaría siendo la novia sustituta.

—¿Quién dijo que eras sustituto? —repliqué con descaro—. Admito que iba a casarme con ella, pero cuando te vi entre la multitud… algo me dijo que sería más interesante contigo.

Santiago arqueó una ceja. No sabía si era burla o curiosidad lo que brillaba en su mirada.

Yo tampoco podía explicarlo. Su presencia era abrumadora. Tenía esa mezcla peligrosa de elegancia y amenaza. Su cicatriz atravesaba el ojo derecho como un sello de guerra.

Y, por alguna razón, sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el miedo.

Me incliné hacia su oído.

—No te preocupes, esposo —susurré con una sonrisa cargada de ironía—, no planeo robar tu inocencia.

Él rió con un sonido bajo y peligroso.

—Nadie dijo que yo fuera inocente.

Entonces, sin previo aviso, sus labios rozaron mi oreja. Fue un gesto sutil, casi imperceptible, pero suficiente para desarmarme.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente.

Temblé.

Santiago se apartó apenas, con una sonrisa apenas dibujada.

—Pareces nervioso.

Volteé la cabeza para ocultar mi rostro.

El intento de provocarlo había salido… ligeramente al revés.

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Así comenzó mi matrimonio con el hombre más temido del continente.

Y por alguna razón, la idea me resultó deliciosamente peligrosa.

Poniendo un poco de orden

El banquete de bodas fue un espectáculo silencioso. Nadie se atrevió a mencionar el nombre del hombre que se había casado con Marcus Collins, el tercer príncipe de Malasy.

Por órdenes del rey —y por puro instinto de supervivencia— todos los invitados fingieron que aquello no había ocurrido.

Los padres de la novia fugitiva, la señorita Mayra, ni siquiera aparecieron. Lo cual fue, por cierto, un alivio para todos. Se habían mostrado encantados con la boda… hasta que la reina, entre copa y copa, empezó a insinuar que su hijo legítimo, el mayor, era el verdadero heredero.

Eso bastó para que el entusiasmo se transformara en distancia, y la obediencia en cobardía.

Al caer la noche, el banquete se volvió incómodo. Nadie entendía si debía brindar, reír, o huir.

Marcus, en cambio, lo tenía muy claro.

—Ah, esto apesta. Ya quiero irme —dijo con el fastidio de quien está en un funeral, no en su propia boda.

—¿Qué pasa, esposo mío? —preguntó Santiago, divertido—. ¿Está ansioso por pasar nuestra noche de bodas?

—No digas estupideces. Odio estar rodeado de hipócritas.

El público, pobre y crédulo, interpretó aquella seriedad como tristeza por el abandono de la novia.

Si supieran.

El hombre que antes era Marcus Collins había muerto.

Y en su lugar vivía Lary: un exnarcotraficante con mal carácter y un instinto para la venganza que haría temblar a cualquier corte.

Cuando por fin terminó la pesadilla del banquete, Marcus se despidió de los invitados con la sonrisa más falsa que pudo fabricar y se marchó a su residencia.

A su lado, por supuesto, iba su nuevo esposo: el rey Santiago Villarroel, conquistador de Decértica y dueño de la paciencia de un santo… o de un verdugo.

En un carruaje aparte los seguía Simón, el mayordomo de Santiago, un hombre de edad avanzada que parecía haber visto más guerras que amaneceres.

—Ese hombre que viene detrás… ¿es confiable? —preguntó Marcus, sin apartar la vista del camino.

—Por supuesto —respondió Santiago—. Me crió desde que tengo memoria. ¿Por qué la pregunta?

—Porque mi residencia está infestada de espías de la reina y su hijo, mi querido hermano mayor. Me desharé de ellos pronto, solo necesito tiempo.

—Si lo prefieres —replicó el rey con calma—, podemos compartir la mía.

Marcus sonrió.

—No es mala idea. Prefiero dormir con un desconocido que rodeado de traidores. Pero será solo temporal.

Claro que sí. Temporal. Como toda catástrofe que promete durar poco y termina haciendo historia.

---

Cuando llegaron a la residencia del príncipe, Marcus notó algo curioso: los sirvientes no se sorprendieron al ver que el acompañante era el mismísimo rey de Decértica. Ni un gesto, ni una exclamación.

Demasiado silencio para ser inocente.

“Perfecto”, pensó. “Hasta los ratones de esta casa deben tener línea directa con la reina.”

Y Marcus no se equivocaba.

Casarse con un rey extranjero había sido un golpe político monumental. Ahora, la reina perdía control. Y eso, para alguien acostumbrada a mover los hilos del poder, dolía más que una corona rota.

—Rita —dijo Marcus, con esa voz nueva, firme y peligrosa—, llama a todos. Tengo un anuncio importante.

La mujer asintió con un gesto mecánico, aunque su expresión de desagrado hablaba por sí sola.

Poco después, toda la servidumbre estaba reunida en la sala principal.

—Atención —anunció Marcus—. Este hombre es mi esposo. Por lo tanto, puede disponer de todo lo que hay aquí igual que yo.

Un murmullo se deslizó entre los empleados, hasta que uno, más valiente o más tonto que los demás, se atrevió a hablar.

—Señor, ¿no sería la señorita Mayra quien debía ocupar ese lugar?

Marcus sonrió, con esa mezcla de cinismo y encanto que solo alguien que ha enterrado su pasado puede dominar.

—Sí. Pero la muy… traidora se fugó con mi hermano. Así que elegí a alguien mejor. Y para ser sincero, me gusta más este modelo.

Incluso Santiago levantó una ceja.

La frase había dejado sin aliento a los sirvientes, que intentaban comprender si el príncipe se había vuelto loco o si siempre lo había estado.

—Ah, y casi lo olvido —añadió Marcus—. Simón, el hombre que está allá atrás, se hará cargo de la casa. Tiene mi autorización para despedir y hacer lo que le plazca con el personal.

Simón abrió la boca para replicar, pero Santiago le lanzó una mirada que bastó para sellar su silencio.

Las caras de los empleados se tensaron: perder el control de la residencia era perder el oído de la reina.

Marcus se dio cuenta. Y no olvidó la expresión de Rita, la sirvienta, que apretaba los labios con tanta fuerza que se le pusieron blancos. Ella sería la primera en caer.

Después de dejar claras las nuevas reglas, Marcus se retiró a su habitación.

Necesitaba pensar, asimilar… y planear su próximo movimiento.

Sabía que el antiguo Marcus había muerto envenenado, y su instinto —el mismo que lo había mantenido con vida en las calles de su otra vida— le decía que la verdad estaba más cerca de lo que creía.

Estaba a punto de cerrar la puerta cuando una mano la detuvo.

Una mano fuerte, cubierta por el guante de un rey.

—¿Acaso piensa dejar a su esposo dormir en el pasillo? —preguntó Santiago, con voz grave.

—Por supuesto que no —replicó Marcus, acercándose—. Quiero disfrutar mi noche de bodas.

Y antes de que el rey pudiera responder, Marcus lo tomó por la corbata y lo arrastró dentro de la habitación.

Cerró la puerta con un chasquido.

El beso llegó sin aviso. No fue tierno ni violento, sino un campo de batalla en el que ninguno quería rendirse.

Santiago lo recibió con calma peligrosa, una que decía “sé exactamente lo que haces, y me gusta verte intentarlo”.

Marcus se sentó sobre sus piernas, sin dejar de besarlo, y por un instante pensó que el rey no respondería. Pero lo hizo.

Y cuando sus manos descendieron con la autoridad de quien nunca pide permiso, Marcus comprendió algo:

esa noche no dormiría arriba.

---

Así terminó la boda más escandalosa del reino y comenzó una alianza que haría temblar a Malasy.

Y aunque nadie lo supiera todavía, el caos apenas estaba empezando.

El origen de tanto odio

El beso era una batalla disfrazada de deseo.

Marcus exploraba la boca de Santiago con una audacia que desmentía su título de príncipe, y el rey —más fuerte, más experimentado, más peligroso— respondió con un hambre silenciosa. Lo tomó de la cintura y lo empujó hacia la cama, sin romper el contacto.

Marcus intentó resistir, pero fue inútil. Santiago lo sujetó de las muñecas y las alzó sobre su cabeza, una prisión hecha de fuerza y fuego. Con la otra mano, desabotonó lentamente su camisa. Cada clic del botón era una orden, cada roce, una rendición.

Los labios del rey bajaron hasta su cuello, dejando marcas rojas como firmas en un contrato que Marcus no recordaba haber firmado. En su vida pasada, jamás habría permitido algo así. Pero en esta nueva piel, en esta nueva vida… el control no era tan fácil de reclamar.

Hasta que un mordisco en el pecho lo trajo de vuelta.

Santiago se había vuelto travieso.

Marcus abrió los ojos, jadeante, justo cuando la mano del rey descendía con lentitud calculada.

Los movimientos fueron suaves, casi crueles en su delicadeza. Bastaron unos minutos para que Marcus perdiera el hilo de su propio cuerpo.

—Ya… basta… yo… —balbuceó, antes de rendirse con un gemido que no necesitaba traducción.

Santiago sonrió con la calma de quien sabe que ha ganado una pequeña guerra.

—Un trabajo bien hecho merece recompensa, ¿no crees, esposo?

Marcus quiso responder, pero algo en su mente gritó que ese cuerpo aún era virgen. No el alma, claro; Lary había vivido demasiado para eso. Pero Marcus, el príncipe, jamás había conocido el fuego carnal. Así que se recompuso con una dignidad fingida y negó con la cabeza.

—Tal vez después. No estoy listo. Es… mi primera vez.

El rey lo observó en silencio. Podría haberse burlado, pero no lo hizo.

—Está bien —dijo al fin—. Pero que quede claro: duermo en la misma cama que tú.

—Perfecto —replicó Marcus, suspirando—. Mientras no intentes nada, no habrá problema.

Llamó a una sirvienta para preparar los baños. Rita entró con su expresión habitual: la misma con la que una serpiente observa a su presa. Marcus entrecerró los ojos. Sabía quién era.

La favorita de la emperatriz.

El oído, la lengua y la sombra de esa mujer.

Pero Marcus Collins —o Lary, el hombre que vivía dentro de su cuerpo— no pensaba deshacerse de ella todavía.

El veneno se saborea más cuando se sabe que el enemigo está mirando.

—Mejor no —dijo con voz tranquila—. Tomaremos un baño juntos. Apúrate.

Rita apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Pero obedeció.

Cuando la puerta se cerró, Santiago soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? ¿Cambiando de idea?

—No seas tonto —contestó Marcus—. Esa mujer es una espía. Si nota que nos llevamos mal, se lo dirá a la emperatriz, y esa vieja no soporta verme feliz.

Ah, la emperatriz.

Pocas personas odiaban con tanto estilo. Su rencor no era simple ni reciente: venía de una tragedia disfrazada de romance.

---

Hace años, cuando el actual emperador Harri era joven y todavía creía en el amor, conoció a Sol, una mujer de linaje modesto y sonrisa peligrosa.

Se amaban. Y como todos los amores que valen la pena, el suyo fue condenado.

Los antiguos emperadores se opusieron: un príncipe no se casa con una mujer sin nombre.

Harri intentó huir con ella, pero fue capturado. A él lo encerraron; a ella, la metieron en una celda, acusada de manipular a la familia real.

Desesperado, Harri negoció su libertad: se casaría con quien sus padres eligieran si liberaban a Sol.

Y así nació el compromiso con Irma, una joven noble que soñaba con coronas, no con corazones.

El día de la boda fue fastuoso. El día de la confesión, brutal.

Harri le dijo a su nueva esposa, sin rodeos, que amaba a otra.

Con el tiempo, se convirtió en emperador y, en su primer acto de poder, trajo de vuelta a Sol, su amor prohibido, haciéndola concubina real.

En aquel entonces, Irma ya tenía un hijo, Camilo.

También había otra concubina embarazada.

El palacio estaba lleno de perfumes distintos y silencios llenos de veneno.

Sol dio a luz a Marcus, pero murió en el parto. Y Harri, roto, volcó toda su devoción en ese niño.

Desde entonces, la emperatriz Irma odió no solo a Sol, sino al fruto que le había robado la atención del emperador.

No porque Harri la amara —nunca lo hizo—, sino porque amaba demasiado al hijo que ella había perdido.

Así, día tras día, fue sembrando en Camilo el veneno del desprecio hacia sus hermanos bastardos.

Marcus y Saul crecieron sin madre, y con un hermano que los miraba como errores que debían corregirse.

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El odio, en palacio, no necesita gritar.

Solo sonreír en silencio mientras se sirve el vino.

Y en esa corte donde los lazos de sangre valen menos que los rumores, Marcus —el hijo de la concubina—, se atrevía ahora a ser feliz.

Eso, para la emperatriz, era imperdonable.

Mientras tanto, Santiago salía del baño envuelto en una toalla, con la misma tranquilidad con que otros llevan armadura.

Marcus lo observó de reojo y sonrió.

Entre el deseo, el peligro y la venganza… no sabía cuál lo mantenía más vivo.

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El pasado había escrito su tragedia.

El presente, en cambio, prometía una guerra.

Y el narrador —sí, yo— no podía esperar a ver quién caería primero.

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