ENTRE EL AYER Y EL HOY

Comenzaron a preparar pócimas para calmar el dolor, gritaban a sus ayudantes.

— Traigan la leche de amapola y la corteza de sauce. —Gritaba el curandero.

—Debemos Aliviar su dolor.—Era lo único que podían hacer. Desconocían que había ocurrido, el cuerpo estaba quedando sin color, gris como las nubes antes de la tormenta.

El rey Benedict y la reina Mariel entraron corriendo. Al ver a su hijo desvalido, la reina rompió en llanto. Se abrazó a su esposo, quien, con los ojos inundados, intentaba ocultar su tristeza.

— ¿Quién lo hizo? —preguntó el rey, volviendo la vista a los soldados.

— Pa... padre... —murmuró Alexander. Su madre corrió a abrazarlo y le pidió que no se esforzara.

— Princesa... —dijo en su último aliento. Una lágrima rodó por su mejilla. Su cuerpo se desplomó inerte en los brazos de su madre, que ya no sentía su respiración.

Los ojos del rey Benedict se oscurecieron, heridos por la pérdida de su hijo. La reina, con un llanto desgarrador, se aferró al cuerpo ya frío de su pequeño.

Un joven que parece la viva imagen del que yace sin vida entra corriendo con desespero y es detenido por Theodor, solo se escucha un fuerte llanto desgarrador.

—NO… NO… NOO….

 — Prepárense, encontraremos al culpable. —Gritó el Rey Benedict intentando ocultar su dolor..

La muerte del príncipe Alexander fue el catalizador que la magia oscura necesitaba. El pacto se rompió por completo, y la guerra estalló entre los reinos de Sargón y Al-mad. Las fronteras, que antes eran lugares de intercambio, se convirtieron en campos de batalla. Los ejércitos, cegados por el odio y la desconfianza, luchaban sin piedad.

En Sargón, el Rey, consumido por la tristeza y la rabia, envió a sus tropas a la guerra. El reino se convirtió en una sombra de lo que fue. La agricultura se paralizó, las ciudades se vaciaron y la desesperación se apoderó de sus gentes. La bruma oscura, que antes era una simple amenaza, ahora era un enemigo activo. Se extendió por el campo, marchitando los cultivos y enfermando al ganado.

La gente tenía miedo, no solo de la guerra, sino de una oscuridad que no podían ver ni entender. En el castillo, el sabio principal, Kamil, junto a Theodor, luchaba contra la bruma con su magia de la luz, pero era una batalla perdida. Sus hechizos no eran lo suficientemente fuertes para disipar la oscuridad, solo para contenerla dentro de las paredes del castillo.

Theodor, con el corazón roto, se dio cuenta de que la profecía era su única esperanza. La bruma oscura, alimentada por el odio y la guerra, se hacía más fuerte cada día, y el tiempo se les agotaba. Pocos conocían de la profecía, solos los ancianos y sabios de los reinos habían escuchado rumores, rumores que se esparcian tras generaciones, algunos considerándola falsa. Para otros un simple mito o historias infantiles.

La Reina Virginia estaba desolada, muerta en vida. Su única hija había desaparecido o tal vez muerto. No habían encontrado su cuerpo, y el bosque parecía haberla consumido, al igual que las sombras consumían cada vez más ambos reinos. El Rey Joaquín no descansaba, planeando ataques cada vez más seguidos a su enemigo, pero ninguno daba tregua.

Quienes más se veían afectados eran el pueblo, los aldeanos. Incluso eran llamados a luchar en esa batalla, tan real, pero al mismo tiempo desconociendo al verdadero enemigo. Ese enemigo invisible que se regocijaba bajo las sombras, viendo el dolor, la muerte y el sufrimiento, lo hacía cada vez más grande. Las sombras aparecían cada atardecer, cuando apenas el sol era cubierto por las nubes.