Nunca Es Tarde Para El Amor

Después del sermón que había recibido de Andrés, Enrique había salido a recorrer todas las fincas. Se sentó un largo rato debajo de un inmenso mango, mientras el aroma a café se filtraba por su nariz. Eso era algo exquisito… incluso podía decir que se quedaría a vivir toda su vida allí y jamás se aburriría. El lugar era demasiado hermoso.

Miró que Andrés tenía razón: lo mejor era que volviera a Francia. Tenía muchos negocios que atender en París y los había aplazado solo para ir a ver la finca que había comprado. Al siguiente día tomaría el primer vuelo y se iría a ver qué era eso que tanto necesitaba su padre.

Después del sermón que le había dado Vivian, Victoria miró que la chica tenía razón. A pesar de su corta edad, era una mujer muy centrada y, sobre todo, miraba las cosas con claridad. Se sentía orgullosa de haberla ayudado a criar de esa manera. La mujer se subió a su caballo y cabalgó con rapidez hacia la finca El Paraíso. Al llegar, por la primera persona que preguntó fue por Enrique. La señora Mariana, que la recibió con la misma sonrisa dulce de siempre, le dijo que el hombre había salido a recorrer la finca. Victoria volvió a subirse al caballo y salió en su búsqueda.

Cabalgó por un largo rato y no lo vio por ningún lado; solo encontraba trabajadores. Al ver que no lo hallaba, le preguntó a uno de ellos:

—¿Ha visto al señor Quintero?

—Sí, el señor Quintero está al lado sur —respondió.

La mujer se dirigió hasta allá… y al fin lo encontró sentado debajo de aquel enorme palo de mango.

Al verlo ahí, sonrió… y al mismo tiempo se puso nerviosa. Se bajó rápidamente del caballo y llegó hasta donde estaba el hombre. Él se preguntaba qué hacía ella allí. Cuando ella se sentó a su lado, solo dijo:

—Enrique, quiero que me escuches y que me dejes hablar. Hace mucho tiempo no sentía por un hombre lo que he empezado a sentir por ti. Siempre he tenido miedo a la decisión y, sobre todo, al abandono. Sé que eres un hombre mucho menor que yo, pero en ti encuentro una madurez que no he encontrado en muchos hombres en todo este tiempo.

Respiró hondo, bajó la mirada con una sonrisa triste y continuó:

—Sé que no llevamos mucho tiempo conociéndonos… pero esta soy yo. Una mujer que ha vivido con miedo al amor y que ahora siente que todo es tarde para ella: tarde para formar un hogar, para tener hijos, incluso tarde para amar. Pero al conocerte a ti… todo eso cambió. Con cada frase tuya, con esa forma de mirar la vida sin miedo, con esa seguridad de hombre que sabe lo que quiere. No estoy segura de que no te irás de mi vida, pero sí estoy segura de que quiero vivir, así sea poco, esto que siento contigo.

Tragó saliva y soltó lo más difícil:

—En el pasado estuve a punto de casarme con un hombre al que amé muchísimo… y nunca pensé que me abandonaría cuando más lo necesitaba. Él eligió su felicidad, y eso tampoco está mal. En su mundo yo no encajaba… y en el mío él tampoco iba a encajar. —Suspiró con tristeza—. Ahora no te pido que encajes en mi mundo, pero si puedes acoplarte un poco, te lo agradecería. Soy esta mujer que ves aquí. Espero no decepcionarte en el camino… o en el poco tiempo que dure esto. Pero si estás seguro de que esto es lo que realmente quieres… aquí estoy. Dispuesta a vivirlo contigo.

Enrique solo la miraba fijamente, sin saber qué decir ni cómo actuar, sintiéndose culpable. Andrés se lo había dicho: la mujer que tenía al frente era totalmente diferente a las que él estaba acostumbrado. Ella había sido un libro abierto con él… mientras que él, ante ella, apenas había abierto una página. Pasó la mano por su cabello, como siempre hacía cuando la frustración lo dominaba y sentía que algo se le salía de control.

Pero ella tenía una mirada segura, tierna y cargada de esperanza. Enrique sabía que en ese momento no podía decirle la verdad, porque sería destruirla de nuevo… y fue él mismo quien encendió ese fuego en su corazón. Al ver que él no decía nada, ella se acercó. Por primera vez, tomando la iniciativa, le regaló un abrazo… y un beso cargado de amor, de esperanza y de pasión que lo dejó desconcertado. Era un beso imposible de rechazar. Él sintió algo distinto: su piel se erizó, su cuerpo reaccionó, y su corazón palpitó más de lo normal. Eso nunca le había sucedido con ninguna mujer.

Mientras la abrazaba, entendió que lo que él le dijo aquella noche era verdad: solo era una mujer mayor por los años, no por la experiencia. Con unas pocas palabras él la había enamorado. Y en ese instante se sintió fatal… jamás pensó que en ese juego terminaría sintiéndose culpable. Había imaginado encontrarse con una mujer completamente diferente, pero ella era dulce… y tenía un hambre inmensa de vivir cosas que no experimentó en su juventud.

Ella tomó su mano y lo hizo levantarse. Sonrió al ver lo pequeña que quedaba junto a él.

—¿Te han dicho que eres demasiado alto? Y eso que no has visto a mi padre… él es un poco más alto que tú. Llegué a pensar que eras italiano —dijo riendo.

Eso le causó gracia a Enrique; la mayoría de las personas le decía lo mismo por el tono de su piel.

—Creo que sería bueno que los dos pintemos tu habitación, ¿qué te parece? —dijo ella con una sonrisa.

—Eso sería excelente, pero tienes que enseñarme tú a mí.

—Soy una excelente profesora.

Pasaron todo el día juntos, recorriendo los campos, saludando a cada persona que se cruzaba en su camino. Eran personas totalmente diferentes a las que Enrique estaba acostumbrado… personas amables.