Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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Mirada sin miedo
El amanecer llegó lento, filtrándose entre los árboles como un murmullo tibio. Desde que la traje aquí, no he dormido. La oscuridad me resulta cómoda, pero algo en la presencia de esta humana me mantiene alerta. No por peligro… sino por la extrañeza de la situación.
Mi vida en soledad se veía interrumpida.
Está acostada sobre mi cama, cubierta con pieles y mantas que alguna vez fueron mias. Mi camiseta cuelga sobre su cuerpo, limpia ya de barro y sangre. La observo desde la penumbra del rincón, en silencio absoluto, solamente me he acercado a ella para bajar su temperatura. Una de las heridas en su brazo izquierdo se infectó e hice todo lo que pude para ayudarla a curarse.
Pero mis sentidos están tan despiertos como el barghest que guarda la entrada.
Mi compañero no se fía de ella aún. Yo tampoco, si soy honesto. Pero algo me impidió dejarla tirada en el bosque como cualquier presa. No. Ella... había algo roto en su mirada. Algo que reconocí.
Cierra y abre los párpados con lentitud. Se mueve sobre la cama. Su respiración cambia. Despierta.
Retrocedo un paso por puro reflejo. No porque tema, sino porque no quiero asustarla. Y aún así, lo hago.
Abre los ojos. Son grandes, de un azul muy pálido, se ven confusos. Se sienta de golpe, jadeando. Se lleva la mano al pecho, como si necesitara comprobar que sigue viva. Me ve. Y entonces su mirada me atraviesa.
No grita. No intenta correr. Se queda congelada, midiendo la distancia entre su cuerpo y el mío. Percibo su miedo, su confusión, su... dolor. Huele a eso. A un alma rota.
Intento dar un paso hacia ella. Quiero que sepa que no le haré daño. Pero apenas me muevo, se encoge sobre sí misma como un cachorro asustado.
Levanto las manos despacio. Nada. Ni una palabra. Solo el gesto.
Y ahí está el problema. Si pudiera hablarle, tal vez podría calmarla. Decirle que está a salvo. Que no tiene por qué temer. Pero lo único que tengo es este cuerpo lleno de cicatrices y esta voz ausente, enterrada hace años.
Ella me mira con el ceño fruncido. Se da cuenta. Se da cuenta de que no puedo hablar. Y, por alguna razón, eso la desconcierta más que mi tamaño o mis ojos amarillos.
—¿Dónde… estoy? ¿Quién eres? —pregunta en voz baja.
La escucho. Y su voz es tan real, que me deja quieto.
No respondo. No puedo hacerlo.
Quisiera escribir algo. Tal vez tomar carbón y trazar palabras en la pared. Pero mi cuerpo no se mueve. Estoy... atascado en un recuerdo que se arrastra desde la sangre.
Mi garganta duele de forma imaginaria. No por una herida física, sino por lo que se rompió aquel día.
Y el recuerdo regresa, aunque esta vez con mayor fuerza.
Cuando Hasim, mi hermano menor, me retó a entrenar con él. Nada extraño. Lo hacíamos seguido. Nuestra madre insistía en que forjáramos un vínculo, aunque sabíamos que éramos distintos.
Él, hijo del Alfa. Yo... hijo del error.
El entrenamiento empezó como siempre: fintas, movimientos básicos, juego de piernas. Pero algo cambió. Hasim empezó a golpear con más fuerza. Se burlaba. Decía que yo no tenía sangre de guerrero. Que nunca sería digno por ser hijo de la deshonra.
No respondí a sus malas acciones. Nunca lo hacía. Sabía lo que pensaban los demás, él incluído. Que yo era una mancha. Un recuerdo de algo que nunca debió ocurrir.
Me defendí, lo hice sin intención de lastimarlo. Mi lobo estaba despierto hacía tiempo, cosa que no era normal. No se lo dije a nadie.
Y entonces, de pronto, su lobo se manifestó y de un zarpazo me desgarró la garganta.
Recuerdo la sangre. El sonido sordo de mi cuerpo cayendo. Y luego... el silencio.
Me desperté sin voz. Sin defensa. Y con todos creyendo que Hasim solo se había defendido. Que yo lo había provocado.
Nadie vio la verdad. Ni los ancianos. Ni los guerreros. Ni siquiera mi padrastro, el Alfa.
Solo mi madre me sostuvo la mirada. Solo ella. Ella que me había defendido desde el primer día, cuando los sabios quisieron obligarla a abortarme. Ella que había preferido criarme entre lobos hostiles antes que negarme la vida.
Pero aún así, su amor no bastó. A partir de ese día fui recluido aún más. Ya no se me permitía entrenar, así que por las noche corría al bosque lo más lejos que podía y entrenaba en soledad. Así conocí al barghest.
El destierro llegó tiempo después, cuando me acusaron de abandonar mi puesto en una patrulla. Otra mentira. Otra jugada de Hasim. Para él, yo era un obstáculo, por causa de ese ataque mi madre y el Alfa murieron. Y nadie defendió al lobo sin voz.
Regreso al presente cuando escucho su respiración agitarse. Me doy cuenta de que he bajado la mirada, atrapado en el recuerdo. No puedo dejar que vea eso. No ahora.
Ella intenta levantarse, pero sus piernas flaquean. La huida bajo la lluvia, las heridas en su cuerpo y la fiebre han hecho lo suyo.
Camino hasta un cuenco con agua y lo dejo cerca. Luego retrocedo. Siempre retrocedo. Sé que lo que mi presencia y apariencia imponen. No lo puedo evitar.
—¿Quién… eres? —susurra tímidamente.
No contesto. Solo la miro. Espero.
Sus ojos se clavan en los míos. No hay asco. No hay odio. Solo miedo, aunque no de mí, si no del alrededores... y logro vislumbrar una chispa de curiosidad.
Se lleva la mano al cuello. Tiene una marca. No es una herida reciente. Es una cicatriz vieja. La forma... parece una quemadura. ¿La marcaron?
¿Qué clase de humanos hacen eso?
O tal vez… no fue un humano.
El barghest gruñe bajo, desde la entrada. Está impaciente. No le gusta que yo baje la guardia. Le lanzo una mirada rápida indicándole que esté tranquilo. Ella no representa amenaza. No por el momento.
Me acerco un poco más. Lentamente. Me agacho quedando a su altura.
Tomo un trozo de carbón y empiezo a escribir sobre la piedra lisa del suelo:
“Estás a salvo.”
Ella lo lee. Sus labios se mueven, murmurando las palabras en silencio.
Me mira de nuevo.
—¿No puedes hablar?
Niego con la cabeza. Es lo más cerca que he tenido de una conversación en años.
Ella pasa la lengua por sus labios resecos. Luego asiente.
—Gracias… por ayudarme, por no dejarme morir.
Hay algo en su voz que me sacude.
La mayoría de los seres con los que me he cruzado en los últimos años no se molestaban en agradecer. Solo pedían. O huían.
Ella no. Ella mira directo, como si me estuviera leyendo sin necesidad de palabras.
Y eso, por algún motivo, me inquieta más que cualquier otra cosa.
Se recuesta de nuevo, agotada. El cansancio le gana. Pero no aparta la vista de mí hasta que sus ojos se cierran.
Me quedo sentado cerca, velando. No porque ella lo necesite… sino porque yo lo necesito. Porque por primera vez en mucho tiempo, siento que alguien me miró y no vio un monstruo. Solo un silencio que todavía respira.