NovelToon NovelToon
“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: Terminada
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio / Completas
Popularitas:767
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

NovelToon tiene autorización de Luisa Manotasflorez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capitulo 7

“Crónica de una noche bajo las lunas de Granada” — por Zoraida

Esa noche no era como las demás.

Las lunas de Granada se alzaban dobles sobre el cielo andalusí, como dos lámparas gemelas derramando su luz plateada sobre las cúpulas, sobre las torres rojizas, sobre los mosaicos que recubrían las paredes del harén. Yo estaba allí, en mis aposentos, donde el aire olía a nardo, incienso y memoria.

El blusón que llevaba era blanco, amplio, delicado, con bordados de hilo dorado en las mangas y en el borde del cuello. La tela rozaba apenas mis piernas, que descansaban sobre cojines bordados. Estaba descalza, mis tobillos ceñidos por una pulsera de plata que el mismo Muley me regaló en la mañana de Eid al-Fitr, cuando aún reíamos como dos amantes jóvenes y sin preocupaciones.

Mi vientre se alzaba redondo y tibio bajo la tela. Tenía tres meses, quizás un poco más. Lo sabía por los cambios en mis emociones, por los antojos, por la forma en que mi cuerpo se transformaba día a día. Sentía que esta criatura no solo me cambiaba como madre, sino también como mujer. Me sentía más fuerte… más cierta de mí misma. Y sin embargo, más frágil también, como si pudiera quebrarme con una sola palabra.

Me acerqué a la pequeña mesa de nogal donde descansaba mi cena. Higos frescos, pan plano, arroz con azafrán, un guiso de cordero suave, y un cuenco con leche tibia infusionada con canela y flor de azahar. Tomé una cucharada, lentamente, mientras mis ojos se perdían en la ventana abierta, donde el jardín se extendía en sombras, y más allá se alzaba el cielo andalusí, tachonado de estrellas.

Estaba hablando con Yasira, mi doncella de confianza, que me peinaba lentamente. Ella me preguntaba si había sentido al bebé moverse, si el sultán venía esa noche. Le respondí con una sonrisa ligera y le pedí que encendiera más velas. Quería que la habitación estuviera llena de luz para cuando él llegara. A veces llegaba tarde, después del consejo, con los ojos llenos de guerra, pero el corazón lleno de mí.

Minutos después, lo sentí. Ese presentimiento que sólo las mujeres enamoradas conocen. Y no me equivoqué.

La puerta se abrió sin ruido. El sultán entró. Sus pasos eran lentos, seguros. No venía con séquito, ni con guardias, ni con ningún visir murmurando secretos. Solo él. Llevaba una túnica negra y una capa azul noche sobre los hombros. Su barba estaba ligeramente perfumada. Su rostro, aunque cansado, se suavizó al verme.

—“Zoraida,” —susurró, como si dijera una oración.

Yo me puse de pie lentamente. Sentí el peso de mi vientre y lo abracé con mis manos. Él vino hacia mí, me tomó de la cintura y me besó la frente.

—“No sabes cuánto deseaba estar aquí,” —me dijo, dejando caer la capa sobre un cojín.

—“Y yo, esperarte,” —le respondí—. “Te esperaba como espera la tierra su lluvia. Como espera la luna a su reflejo.”

Se sentó a mi lado. Compartimos los dulces. Me dio uno con sus propias manos. Reímos. Hablamos de cosas pequeñas: el nombre del futuro bebé, los rumores del pueblo, las envidias del palacio, los sueños que teníamos antes de conocernos.

—“¿Tú sabías que el amor podía doler tan bonito?” —le pregunté.

—“No lo sabía. Hasta que tú me enseñaste.”

Después, me acarició el vientre. Me besó los dedos. Me miró como solo se mira una vez en la vida.

Nos recostamos en los cojines, entre sedas, bajo la luz dorada de las velas. La brisa de Granada entraba suave. El agua de las fuentes lejanas cantaba su melodía eterna. Y entre susurros y silencios… nos fundimos como la noche y el perfume.

Hicimos el amor con ternura, como si temiéramos romper la delicada burbuja de paz que nos envolvía. Fue lento, cálido, eterno. En su abrazo olvidé todo. El pasado. El miedo. Aixa. Los rumores. Las amenazas. Las guerras. Solo éramos dos cuerpos y un alma, latiendo juntos.

Al amanecer, desperté en sus brazos. Su pecho era mi almohada. Sus dedos aún enredaban mi cabello. Afuera, los gallos ya cantaban. Dentro, el bebé dormía, y yo también.

No éramos perfectos. Éramos humanos. Pero esa noche, yo era una sultana de corazón, y él, el único hombre que me había amado sin exigir nada a cambio.

“Eres la luz de mi vida” — Relato de Zoraida

Yo estaba aquí.

Mi vida estaba aquí.

En lo alto de la Alhambra, donde el cielo se mezcla con las torres y la brisa de la Sierra Nevada canta entre fuentes y patios. Allí, en mis aposentos que ya no eran prisión sino refugio, donde la seda colgaba desde el techo y los aromas de azahar se entretejían con el incienso de jazmín, allí me encontraba yo… esperando vida.

Había despertado al amanecer, mientras la ciudad aún dormía bajo la niebla suave. Me envolví en mi blusón de lino fino, blanco con bordados en hilo de oro, y cubrí mi cuerpo con un chal largo color marfil. Mi cabello castaño-rubio estaba suelto, cayendo como río sobre mis hombros, y mis pies tocaban las alfombras tejidas por mujeres bereberes, suaves como nubes. Mi vientre estaba redondo, cálido, palpitante… como un pequeño sol en mi cuerpo.

Desde el lecho lo observé: a él, mi amado Muley.

Estaba de pie frente al espejo ovalado de cobre bruñido, arreglándose con parsimonia, con esa elegancia que solo los reyes heredan. Vestía una túnica azul profundo con detalles de hilos plateados en el cuello y mangas. Su barba negra estaba perfectamente recortada, su cabello aún húmedo por el baño matinal. Lo vi colocarse el anillo del sello real y ajustarse el cinturón bordado con el símbolo nazarí. El sol, entrando por la celosía, dibujaba sobre su espalda la forma de una estrella. En ese instante, parecía salido de una antigua historia de amor.

Él se dio cuenta que lo observaba y, en vez de ignorarlo, sonrió. Esa sonrisa que solo a mí me daba. Caminó despacio hacia la cama, y yo, sin dejar de acariciar mi vientre, le ofrecí mis ojos.

Se arrodilló junto a mí con una reverencia que no necesitaba hacer, pero que le nacía del alma.

—“Mi Zoraida...” —dijo con voz baja—. “No hay nada en este reino que me importe más que ustedes dos.”

Colocó su mano morena sobre mi vientre y cerró los ojos. Su frente se apoyó sobre la curva que guardaba a nuestra criatura.

—“Eres mi sangre, mi aliento, mi legado,” —susurró al niño o niña que se movía dentro de mí—. “No sé aún si serás príncipe o princesa, pero ya te amo más que al oro, más que al trono, más que a mi propia vida.”

Su otra mano buscó la mía y la sujetó con ternura. Yo sentía mi corazón tan lleno que apenas podía hablar. El calor de su palma en mi piel temblorosa era más valioso que todos los tesoros del palacio.

—“Será una princesa,” —le dije, sonriendo con los ojos brillantes—. “La siento, la escucho... como un latido que no es el mío, pero me guía.”

Él se rió, con esa risa grave que me estremecía el alma.

—“Entonces será la más amada de todas. Y tendrá tu piel blanca como la luna y tus ojos verdes como las aguas del Darro. La llamaré... Amara Zaynab. ‘La flor que florece de noche’. Será la luz que me guíe en la vejez y que herede este trono si Alá lo quiere.”

Posó un beso suave sobre mi vientre, y otro más, y otro, como si le hablara con los labios. Luego me miró a los ojos.

—“Prométeme que me la enseñarás a ser fuerte como tú. Que no permita nunca que la humillen por ser mujer ni cristiana ni distinta. Que recuerde que su madre conquistó Granada no con espadas, sino con ternura.”

Las lágrimas ya me resbalaban por las mejillas. No podía más. Solo asentí, y lo abracé con fuerza, con el alma. No dije palabras. No hacían falta.

Se incorporó, y con una caricia en mi cabello, me dijo:

—“Espérame, mi flor. Al atardecer cenaré contigo. Hoy no quiero banquetes, ni consejo, ni visires. Solo quiero comer de tu mano, y hablarle a nuestra hija.”

Salió en silencio, cerrando con delicadeza la puerta tras de sí.

Yo me quedé allí… en la penumbra perfumada de mi aposento, con el corazón ardiendo de amor y esperanza. Y mientras mis manos seguían acariciando mi vientre, le susurré a mi hija:

—“Escucha a tu padre. Eres amada. Ya eres parte de esta tierra. Y yo, que fui cautiva, hoy soy libre en este amor.”

Después de que Muley cerró la puerta suavemente, y su perfume aún flotaba en el aire, me quedé sentada unos momentos más en el lecho. Acaricié mi vientre y recé en silencio, dando gracias por esa paz tan frágil que solo se saborea cuando se ha conocido la tormenta.

Luego me vestí. Escogí un vestido amplio de lino blanco, con bordados de hilo rojo granate en los bordes y mangas. Me puse mi velo de muselina ligera, sujeto por mi diadema en forma de media luna. No cubría mi rostro, solo mis cabellos. Mi piel pálida brillaba al sol de la mañana, y mis ojos se llenaban de un propósito más profundo.

Fui al jardín.

Mi jardín. Mi refugio.

Lo había pedido expresamente a Muley cuando me instaló en mi nueva residencia: un espacio propio donde pudiera sembrar, cuidar y dar vida. Era un rincón apartado, dentro del palacio, con fuentes pequeñas, senderos de piedras limpias y parras que colgaban como cortinas verdes. El agua cantaba suavemente en los canales estrechos que corrían entre las flores.

Llevaba una cesta de semillas, tierra, y el corazón lleno de anhelos. Me arrodillé con esfuerzo —ya mi vientre estaba redondo, y cada movimiento me pedía calma— y comencé a sembrar flores rojas. Eran rosas del desierto y amapolas, mis favoritas. Cada vez que una flor se abría, yo sentía que algo en mí también florecía.

Luego fui al invernadero.

Era un espacio cubierto, con cristales que filtraban la luz, y el aire cálido dentro olía a tierra húmeda y hojas frescas. Allí sembré uvas moradas, manzanas pequeñas de la sierra, y una hilera de bananitos y platanitos dulces traídos de África por comerciantes bereberes. También maracuyá, esa fruta exótica cuyo aroma me recordaba a los días de mi infancia.

Mientras enterraba las raíces con cuidado, una de mis criadas me observaba en silencio.

—“¿Mi señora no está cansada?”, me preguntó en voz baja.

—“El alma no se cansa cuando crea,” le respondí.

Porque entendí entonces que una consorte no solo existe para ser bella o acompañar a un hombre poderoso. No. Una consorte —una verdadera— cuida la casa, honra al pueblo, consuela al débil, da ejemplo con sus actos, y planta raíces donde antes solo hubo piedra.

Yo no era una sultana oficial aún, pero en el corazón del pueblo y del palacio, mi rol ya era claro.

Cada día cumplía con lo que una consorte debía hacer:

Me levantaba al alba para orar y dar gracias a Alá, aunque mi corazón aún guardaba oraciones cristianas que recitaba en silencio.

Supervisaba la limpieza de los aposentos, el orden en la cocina y los alimentos que iban al sultán.

Recibía a las esposas de nobles y embajadores con té, dulces y cortesía. Escuchaba, mediaba, sonreía.

Pagaba con mi propio sello a los trabajadores del jardín y del harén, revisando que ninguna mujer sufriera de injusticias.

Sembraba en la tierra, tejía ropitas para mi futuro hijo, escribía cartas de agradecimiento a las viudas que donaban comida, y bordaba pañuelos para regalar al pueblo durante las fiestas.

Porque, para mí, una consorte no es adorno. Es raíces. Es hogar. Es voz callada pero firme. Y cuando llegara el día en que yo me sentara oficialmente a la derecha de Muley, todos sabrían que no fue por belleza… sino por la forma en que yo cuidé cada rincón del palacio con amor.

En los últimos meses, el nombre de Zoraida resonaba en cada rincón del palacio de la Alhambra. Aunque su título aún no era oficialmente el de sultana, su presencia era firme, su palabra respetada y sus decisiones, aunque no dictadas por ley, eran seguidas con natural obediencia. No por miedo, sino por convicción. Era la consorte del sultán Muley, sí… pero también era mucho más que eso.

Por las mañanas, su día comenzaba con encuentros privados con los visires más cercanos al emir. En una pequeña sala lateral adornada con mosaicos turquesa y una fuente en el centro, Zoraida se sentaba con dignidad, vestida con una túnica de lino claro y un velo sujeto por una diadema de plata. Aunque no estaba sentada en el trono ni portaba un cetro, su sola postura imponía respeto.

—“¿Cómo están los impuestos este mes en las aldeas del norte?” —preguntaba con serenidad, pero sin titubeo.

—“El pueblo se queja del grano, mi señora. La sequía ha dejado poco,” respondía uno de los visires, bajando la cabeza.

Zoraida fruncía el ceño.

—“Entonces no se exija tributo. No se exprime a una tierra estéril. Den tregua a los campesinos y ajusten los tributos a los nobles. Ellos pueden dar más.”

Uno de los visires, de rostro agrio y mirada altiva, murmuró en voz baja, creyendo que ella no escucharía:

—“Habla como si gobernara...”

Ella se giró de inmediato. Su mirada se clavó en él como una daga.

—“No confunda su libertad con atrevimiento. No tengo corona, es cierto. Pero tengo el oído del sultán. La única diferencia entre esa mujer a la que usted teme y yo… es que yo pienso. Y ella ahora mismo no está pensando. La respeto porque es madre. Ese hijo lo protege. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. Pero no se equivoque, visir…”

Se acercó unos pasos, sin levantar la voz.

—“Si yo quisiera, podría ordenarle que le corten la cabeza aquí mismo. ¿Quiere comprobarlo?”

Un silencio pesado cayó sobre la sala. Nadie respondió. Ella sonrió suavemente, se giró con elegancia, y volvió a sentarse.

—“Ahora sí. Continuemos.”

En el harén, su dominio era distinto, pero no menos poderoso. Cada día, Zoraida se sentaba en el centro de una alfombra tejida a mano, rodeada por las demás mujeres: concubinas jóvenes, extranjeras, tímidas, a veces resentidas. Muchas aún se preguntaban por qué una cristiana como ella tenía tanto poder.

Ella les hablaba con voz suave pero clara. Enseñaba poesía andalusí, hablaba de los antiguos sabios del Islam, del valor del silencio, de la fuerza femenina.

—“No sois mercancía,” les decía. “Sois memoria viva. Mientras respiráis, tenéis poder. Aprended. Leed. Cantad. Si alguien os encierra el cuerpo, no permitáis que os encierren el alma.”

A veces les enseñaba a bordar con hilos de oro, otras les ofrecía baños perfumados con rosas y jazmín. En las noches organizaba juegos, les contaba historias de su infancia entre los olivos de Castilla, o las hacía reír con canciones antiguas.

—“¿Por qué haces esto por nosotras?”, le preguntó una muchacha de ojos oscuros, temblorosa.

Zoraida sonrió, mientras trenzaba una hebra de seda.

—“Porque yo también fui traída aquí. Porque yo también lloré en silencio. Pero aprendí que si no nos tejemos entre nosotras, solo nos romperán.”

Así, Zoraida gobernaba sin corona, y el palacio se transformaba en cada rincón donde ella caminaba. No necesitaba levantar la voz. Bastaba con estar. Y aunque algunos la odiaban, muchos ya la seguían sin cuestionar.

Porque era la favorita del sultán.

Porque era, sin que nadie pudiera negarlo… la que realmente estaba pensando.

Las tardes en el harén eran una mezcla de perfume, seda y tensión. Aparentemente tranquilas, con mujeres bordando, contando historias o simplemente tomando dátiles con té de menta, pero bajo aquella armonía flotaban cuchillos invisibles. Y el más filoso de todos, como siempre, era el veneno que destilaba Aixa, la madre del heredero, la primera esposa, la mujer desplazada en el corazón de Muley.

Zoraida estaba sentada como cada tarde, en el centro de la sala, rodeada por jóvenes concubinas que la escuchaban con atención mientras enseñaba los versos de un poeta andalusí. Vestía una túnica azul oscuro bordada con hilos de plata, su velo caía sobre sus hombros dejando al descubierto su rostro sereno, y una media luna dorada sostenía el cabello recogido. Su voz era baja, suave, pero llena de claridad.

Fue entonces cuando Aixa entró sin anunciarse. Sus pisadas se oyeron firmes sobre la alfombra gruesa, y su mirada recorrió con desprecio a cada mujer antes de detenerse en Zoraida.

—“Veo que sigues jugando a ser maestra, cristiana... qué ironía. El sultán tiene extraños gustos últimamente. Cualquier extranjera que sepa leer ya se cree sultana.”

Las risas de dos concubinas jóvenes se escucharon en una esquina. El ambiente cambió. Las miradas se desviaron. Zoraida no se inmutó.

—“No es necesario que menciones mi origen cada vez que entras a una sala, Aixa. Ya lo saben todos. Y si no puedes decir algo nuevo, al menos que sea útil.”

Aixa se cruzó de brazos.

—“¿Útil? Yo soy la madre del heredero. No necesito ser útil. Tú solo eres una favorita pasajera. Lo sabes.”

Zoraida se levantó entonces, con elegancia. Dio unos pasos hacia Aixa y la miró fijamente. No había ira en sus ojos, solo una firme calma.

—“Tú puedes ser la madre del heredero. Puedes haber compartido el lecho del sultán. Puedes incluso haber caminado junto a él en el pasado… pero no te equivoques.”

Se giró, como si hablara con todas las mujeres presentes.

—“Tú entraste a sus aposentos, Aixa… pero yo entré en su corazón. Y eso, querida mía, no se puede arrebatar ni con odio, ni con títulos, ni con hijos.”

Volvió a sentarse con delicadeza, y añadió, sin mirarla:

—“Ahora, si lo que tienes que decir no edifica ni honra esta sala, te pido que ahorres tus palabras. Estoy ocupada enseñando algo más valioso que el veneno: sabiduría.”

Las concubinas no dijeron una palabra. Pero una de ellas, muy joven, tomó la mano de Zoraida con timidez. Aixa apretó los labios, y aunque intentó no mostrarlo, su orgullo había sido herido. Dio media vuelta y se marchó, dejando tras de sí un aire cargado de silencio.

Y Zoraida… retomó la lectura, como si nada hubiera pasado. Porque la victoria no siempre se da con gritos. A veces, se conquista con dignidad.

1
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play