Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo VII El juego ha comenzado
Punto de vista de Anabella
Estaba en el auto de un extraño, huyendo hacia lo desconocido mientras mi mente era un campo de batalla. Las lágrimas no dejaban de brotar, nacidas de un dolor absoluto que me oprimía el pecho.
—Te llevaré a mi mansión en las afueras de la ciudad. Allí podrás descansar y poner en orden tus ideas —dijo el misterioso hombre, sacándome de mis pensamientos con una voz que sonaba como suave, pero al mismo tiempo acero.
—No es necesario. Déjame en un hotel, por favor —respondí, aunque mis palabras carecían de fuerza.
—No es ninguna molestia. Además, no puedo dejarte sola en tu estado; cualquiera podría aprovecharse.
Una oleada de inquietud me recorrió la columna vertebral. Aunque Santana se comportaba como un caballero, había algo en su aura que disparaba mis alarmas. Sin embargo, después de lo de Agustín, sentía que ningún hombre en el mundo era digno de mi confianza. Aparté esos temores: al fin y al cabo, varias personas me habían visto subir a su auto. No creía que se atreviera a tramar algo en mi contra con tantos testigos.
—¿Por qué me ayuda? —pregunté, rompiendo el espeso silencio del habitáculo.
Una sonrisa enigmática, casi imperceptible, se dibujó en su rostro.
—No te ayudo a ti. Me ayudo a mí mismo.
Su respuesta fue una ambigüedad que solo logró alimentar mis dudas.
—Es usted un hombre muy extraño —murmuré, sintiendo un repentino deseo de escapar—. Creo que es mejor que me deje por aquí. Pediré un taxi para volver a mi casa.
Vi cómo su mandíbula se tensaba por unos segundos, un gesto lo suficientemente brusco como para asustarme.
—Estamos cerca de mi propiedad y por aquí no pasa nadie a esta hora. Tranquila, Anabella —dijo, pronunciando mi nombre con una lentitud deliberada—. No voy a quitarte la vida. No soy un asesino en serie.
Tras decir aquello, sonrió de una manera que no llegó a sus ojos.
—No es eso... es solo que ya he causado demasiados problemas por hoy. Lo mejor sería regresar con mi padre.
—¿Y por qué estás tan segura de que no soy un asesino? —me retó, ladeando la cabeza—. Podría estar engañándote perfectamente.
—Alguien con su dinero y poder no puede andar por ahí quitándole la vida a la gente —respondí con una urgencia ingenua.
Él soltó una carcajada seca, como si mi comentario fuera la broma más triste que hubiera escuchado en su vida. Me miró como se mira a una niña que aún cree en cuentos de hadas.
—Aunque no lo creas, existen muchas personas en este mundo capaces de hacer sufrir y lastimar a otros hasta llevarlos a la muerte. No siempre necesitan usar la fuerza física; a veces, solo necesitan paciencia.
Decidí hacer silencio. No quería desatar al monstruo que, intuía, este hombre llevaba dentro.
Entrar en esa mansión fue como cruzar un umbral hacia otro mundo. La construcción era imponente, hermosa en su oscuridad, pero emanaba una soledad que me hizo estremecer. Estaba entrando en la guarida del lobo, y lo peor era que yo misma le había pedido que me sacara del bosque.
—Una vez dentro, puedes llamar a tu familia y decirles que estás conmigo —dijo él. Su voz sonaba sutil, pero cargada de una intención oculta, como si necesitara que mis padres supieran exactamente mi ubicación.
—Es una buena idea... solo que ni siquiera sé tu nombre completo. Solo te conozco como Santana. —Al escuchar mis propias palabras, me di cuenta de la magnitud de mi imprudencia. Estaba en la casa de un desconocido total.
Él sonrió de lado, observándome como si fuera una presa que finalmente ha caído en la red.
—Diles que estás con Máximo Santana. Créeme, ellos saben perfectamente quién soy.
Tras decir aquello, caminó con paso firme hacia un minibar en la estancia principal. Se sirvió un vaso de whisky y se sentó en un sillón de cuero, limitándose a observarme mientras saboreaba el licor.
Saqué mi teléfono y marqué el número de mi madre; no me sentía lista para enfrentar a mi padre, aunque una parte de mí admitía que él tenía razón sobre Agustín. La llamada se conectó al primer timbre.
—¡Ana! Hija, ¿dónde estás? —La voz de mi madre estaba rota por la angustia.
—Estoy bien, mamá. Solo necesitaba pensar y aclarar mi mente —respondí, forzando una calma que no sentía.
—Puedes hacer eso en casa, con nosotros. Tu padre está desesperado, quiere ir por ti ahora mismo.
—Dile que estoy con un conocido suyo. Aunque creo que él ya está escuchando esta conversación —dije, segura de que el teléfono estaba en altavoz.
—Tienes razón, hija. Aquí estoy —la voz suplicante de mi padre me partió el corazón—. Dime dónde estás. Voy por ti ahora mismo.
—Es muy tarde y el lugar es muy remoto para conducir a estas horas, papá.
—¿Con quién estás, Anabella? Dinos el nombre para poder estar tranquilos —intervino mi madre.
Respiré hondo y miré a Máximo, quien no apartaba sus ojos de mí.
—Estoy con Máximo Santana. Él me dijo que al escuchar su nombre sabrían de quién se trataba.
Un silencio sepulcral se apoderó de la línea. El único sonido que escuchaba era la respiración agitada de mi madre, un jadeo que me puso en alerta máxima. Volteé a ver a Máximo; él seguía imperturbable, bebiendo con esa elegancia sombría que contagiaba a toda la casa.
—Voy por ti ahora mismo, Anabella —la voz de mi padre regresó, pero ahora sonaba temblorosa, cargada de un miedo que nunca le había conocido—. No... no queremos molestar al señor Santana.
—Me gustaría saludar a tus padres —dijo Máximo, poniéndose de pie con una lentitud felina—. ¿Me prestas el teléfono, por favor?
Le entregué el móvil con manos temblorosas. Máximo se alejó unos pasos y comenzó a hablar con mi padre. No lograba captar el sentido de sus palabras; hablaban en un código de negocios y amenazas veladas que yo no comprendía. El tono de Máximo era bajo, casi un susurro letal.
Justo antes de colgar, su voz subió lo suficiente para que yo escuchara la sentencia final:
—No se moleste en venir, Estrada. Su hija está a salvo... por ahora. El juego ha comenzado.