Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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Amigos, pero con beneficios
...CAPÍTULO 7...
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...SERAPHINE DÍAZ ...
Había pasado exactamente una semana desde que empecé en esta oficina-caótica-pero-misteriosamente-funcional, y para ser viernes… no me sentía tan agotada como pensé que estaría.
De hecho, estaba casi orgullosa de mí misma.
El ambiente aquí era amable, relajado, creativo… y también chismoso hasta el tuétano.
Gente divina, sí.
Pero si uno estornuda muy fuerte, al minuto ya están diciendo que estás embarazada de trillizos.
Gracias a ellos me enteré de muchas cosas:
Por ejemplo, que el espécimen de Gabriel se pasa el día fastidiándome porque según él “no he encontrado a nadie en tres años”, pero resulta que él tampoco.
El descaro.
También supe que Michelle —la integrante número cinco, piernas interminables, y una gran “pechonalidad”— lleva dos años coqueteándole, y él la ha rechazado tantas veces que deberían darle puntos de fidelidad por insistencia.
Lo gracioso es que ella sigue intentando. Qué perseverancia o qué falta de dignidad. Aún no lo decido.
A las seis en punto guardo mis cosas, lista para escapar primero y tomar el metro de vuelta a casa. Sí, el metro. Porque mi pobre nave espacial morada sigue muerta en el parqueadero, y mi orgullo está muy vivo para aceptar los ofrecimientos de Gabriel de llevarme.
Toda la semana aguanté estoicamente ese viaje infernal solo para no deberle ni un suspiro.
Justo cuando me disponía a huir, todos se aglomeran en la entrada como una estampida.
—¡Vamos a celebrar! —anuncia Fernando, el más entusiasta del equipo—. La apertura oficial de la firma, los primeros proyectos agendados y… ¡la nueva integrante!
Todos me miraron.
Todos.
Como si fuera la mascota del grupo o algo así.
—Ay no, yo no puedo —intenté, levantando las manos—. Tengo cosas que hacer, obligaciones, responsabilidades…
—¿Las macetas cuentan como obligaciones? —preguntó Luciana, arqueando una ceja.
Ok, sí, les conté lo de mis plantas. Un error que jamás volveré a cometer.
Al final…
Perdí.
Porque siempre pierdo contra la presión grupal cuando me dan una sonrisa bonita.
Y ahí estábamos: todo el equipo, yo incluida, caminando hacia un gastrobar famosísimo en la ciudad, uno de esos sitios donde las paredes parecen sets de Instagram y las luces te hacen ver más bonita de lo que realmente estás.
Mi primer viernes con esta bola de locos.
Mi primer viernes siendo… parte de algo nuevo.
Y, aunque me duela admitirlo…
Se sentía un poquito bien.
Los tres hombres —Diego, Fernando y Sebastián— pidieron una cubeta de cervezas apenas nos sentamos, mientras que Luciana y yo nos inclinamos por unos cócteles. Estábamos terminando de acomodarnos cuando Gabriel apareció en la mesa acompañado de Adelina.
—Aprovechando que estaba con ella resolviendo unos asuntos legales, la invité —anunció él con total naturalidad—. No hay problema, ¿verdad, chicos?
Sebastián soltó una carcajada antes de responder:
—¿Problema? ¿Cómo va a ser un problema que traigas a la Miss Universo? Para que vengas tú, la prefiero a ella. A veces eres demasiado amargado.
Gabriel lo fulminó con la mirada, serio como siempre.
—¿Quieres quedarte sin trabajo tan rápido, Sebas?
Sebastián levantó las manos, rindiéndose con una sonrisa nerviosa.
—Tranquilo, calma… solo bromeaba, jefecito.
La mesa estalló en risas. Incluso Adelina sonrió—esa mujer tenía una presencia tan impecable que era imposible no mirarla—. No por nada todos le decían “la Miss”. “La Miss Universo” era apenas una exageración cariñosa… aunque la verdad, le quedaba perfecto. Era una belleza exótica, elegante, de esas que parecen no esforzarse para destacar.
Ella se acomodó a nuestro lado y nosotras hicimos espacio de inmediato.
—Gracias —dijo con una sonrisa suave mientras se sentaba.
Me enteré, entre comentarios cruzados y chistes internos, que Adelina era abogada y que Gabriel confiaba mucho en ella para la parte legal de la empresa. Tenía ese aire profesional que intimidaba un poquito… pero al mismo tiempo era cálida, como si supiera exactamente cómo integrarse sin incomodar a nadie.
El alcohol empezó a surtir efecto como si alguien hubiera apretado un botón invisible de “modo desinhibido”. Diego ya tenía esa mirada traviesa que anunciaba problemas. Sebastián estaba cantando algo fuera de tono. Y Fernando… bueno, Fernando respiraba fuerte, lo cual en él ya era una señal.
Entre risas y vasos chocando, la conversación tomó un rumbo peligrosamente entretenido.
—Oigan —soltó Diego, con esa voz de quien claramente ya no debería hablar—, ¿y ustedes dos qué? —señaló con descaro a Gabriel y Adelina—¿Qué relación tienen?
Gabriel frunció el ceño, como si el tema le importara lo mismo que el clima del martes.
—Somos amigos —respondió, seco—. Y no creo que ese tema tenga relevancia ahora.
Diego, completamente ignorante del concepto vergüenza, sonrió con una lenta malicia.
—Amigos… pero con beneficios.
Yo casi escupo mi cóctel. Sebastián tosió dramatizando. Luciana le pegó un codazo y Fernando, por alguna razón, aplaudió.
Gabriel alzó una ceja, lentamente… pero antes de que pudiera decir algo, Adelina —que ya estaba bien pasada de tragos— le lanzó a Diego una sonrisa que parecía de comercial.
—No, corazón —dijo con voz dulce—. Solo somos amigos.
La mesa entera:
—¡Ajáaaaaaa!
Todos chismeando con la mirada como si esto fuera un reality show en vivo. Yo no era la excepción. Y aunque Adelina dijo que solo son amigos, cada tres segundos ella lo tocaba: el brazo, el hombro, el cabello, la espalda…y él también. Una confianza, una química… uff. Como si hubieran hecho un pacto para verse sexys sin esfuerzo.
Y yo ahí, mareada, viendo la escena como si la vida me estuviera diciendo: “mira como ya te supero sin problemas”.
Intenté enfocarme en las alitas BBQ que habían llegado —porque el pollo nunca traiciona— pero incluso así, mi cerebro seguía viendo manos donde no deberían haber manos si uno es “solo un amigo”.
De repente, Fernando —mi amado rey de las malas ideas— se levantó de golpe como si hubiera descubierto la cura para el cáncer.
—¡VAMOS A BAILARRR! —anunció con voz de predicador—. Acá cerca hay un sitio increíble…¡pero increíble!
—Fernando, tú dijiste eso la última vez y terminamos bailando en un bar que tenía un conejo gigante en el escenario —le recordó Luciana, arqueando una ceja.
—¡Ese conejo sabía moverse! —respondió él completamente serio.
Todos estallamos en risas y entre borrachera colectiva, energía ridícula y el espíritu aventurero que solo da el alcohol, todos terminamos poniéndonos de pie.
Gabriel me miró de reojo. Adelina lo jaló del brazo. Sebastián ya estaba bailando sin música. Y yo… bueno, yo intentaba no matarme con mis propios tacones.
Así, tambaleándonos pero felices, nos dirigimos al siguiente desastre de la noche.
Gabriel ya estaba un poquitico pasado de tragos. No borracho-mal, sino en ese nivel peligroso donde se pone más atractivo, más confiado y más insufrible.
El combo perfecto.
Llegamos al sitio para “bailar”, y cuando la mesera nos llevó a la mesa casi me desmayo. Aquello no era un bar… era un templo del pecado con luces caras y gente que tiene más dinero que sentido común.
—TRANQUILOS, QUE HOY INVITO YO —gritó Gabriel como si fuera el rey del petróleo.
A todos se les iluminó la cara. A mí también, no voy a mentir.
Sebastián, con esa lengua suelta que Dios le dio, soltó:
—Adelina, no olvides hacerlo feliz, ¿eh? Tienes que sacrificarte por nosotros y pagar en especias esto que el gran jefecito nos dio.
Luciana lo golpeó en la cabeza como si fuera un televisor viejo.
—¡¿Qué te pasa, animal?!
Gabriel lo fulminó con la mirada con un: “otra así y te despido”. Sebastián se enderezó solito, murmurando algo parecido a un “lo siento, jefecito”.
Yo solo respiré hondo. Drama, alcohol, gente bella… ¿qué podía salir mal? Todo, evidentemente.
Me fui acomodando y de pronto Gabriel miró mis pies como si estuviera viendo un crimen
—¿Estás bien? —preguntó con esa voz ahogada por el alcohol—. Estás caminando como si te estuvieran cobrando impuestos por paso dado.
—Son los tacones… —murmuré avergonzada.
—¿Te duele? —me preguntó con genuina preocupación.
—Un poquito —admití, tragándome el orgullo.
—Claro —resopló, indignado—. ¿Por qué diablos te pones esos tacones que parecen armas blancas?
—Moda —respondí, como si fuera obvio.
Él chasqueó la lengua, molesto, como si yo fuera su problema favorito.
—Siempre lo mismo, Sera… —negó con la cabeza—.¿Me imagino que tampoco te has dado cuenta que últimamente está haciendo frío, cierto? ¿Y tú, torturandote con esos zapatos y sin un abrigo decente?
—Gabriel…
—No, no. Ya te conozco —sonrió apenas, con esa ternura que parecía ilegal—. Eres la misma terca de siempre.
Antes de que pudiera responder y mandarlo a callar, él se quitó su saco y me lo puso encima, con un gesto suave, con esos ojos que parecían recordar cosas que me negaba a pensar..
Luciana nos observó entrecerrando los ojos.
—¿Ustedes ya se conocían? ¿O sea… antes de que entraras a la empresa, Sera?
Mierda
Se me congeló el alma. Gabriel inhaló y abrió la boca para responder
—Es que nosotros…—
Pero Adelina, sincronizada con el maldito destino, lo tomó de la mano.
—¡Ven a bailar! —dijo ella sin preguntar—. ¡¡Esa es mi canción! —y sin esperar aprobación, lo jaló hacia la pista antes de que él pudiera terminar la frase.
Todos los demás se levantaron a bailar, incluso Diego que ya bailaba como si estuviera bajo un exorcismo, y yo me quedé sola en la mesa, bebiendo más cerveza como si eso ayudara.
Mala idea.
La realidad empezó a moverse un poco, pero aún así giré mi cabeza hacia la pista.
Al principio bailaban pegaditos.
Después, Gabriel la sujetó por la cintura… fuerte…Ella le enroscó los brazos alrededor del cuello, acercándolo aún más…Él bajó la cabeza hacia su oído…y ella arqueó la espalda hacia él…Él bajó su rostro, ella levantó el suyo… y finalmente se besaron.
Los dos se devoraron con una urgencia animal.
Gabriel la apretó aún más contra sí, una mano subiéndole por la espalda, la otra asegurando su cintura como si nadie pudiera quitársela.
Ella le tomó el rostro, le jaló el cabello, lo pegó más.
Parecían estar a segundos de olvidarse de la pista y tirarse contra la pared más cercana.
Era tan intenso, tan explícito, que varias parejas dejaron de bailar y se quedaron mirando como si hubieran pagado por el espectáculo.
Yo tragué saliva.
Me terminé mi cerveza de golpe. Luego la de Gabriel que había quedado abandonada. Me quedé mirando, inmóvil, mientras el alcohol me mareaba más de la cuenta, mientras ellos seguían ahí, fundiéndose como si no existiera el mundo.
—No me jodas…—murmuré sirviéndome otro trago.
¿Por qué carajos acepté venir hoy…?