Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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Entre el ayer y el hoy
Nunca me gustaron los humanos. Son frágiles, ruidosos e impredecibles. Pero esta mujer...
Esta mujer había llegado al corazón de mi bosque como un susurro perdido, como un lamento arrancado del mundo al que pertenecía. Ahora dormía profundamente sobre mi cama, enfundada en una de mis playeras, ya no se quejaba, su respiración apenas perturbaba el aire, pero cada vez que exhalaba, algo en mí se tensaba.
No sabía quién era. Ni por qué mi instinto no me había dejado marcharme cuando la encontré. Había pensado dejarla allí, a merced de la lluvia. Pero sus ojos, antes de desmayarse, me habían visto. No con miedo. Con algo más cercano a la esperanza. Y eso me desarmó.
La observaba en silencio desde el rincón más oscuro de la cabaña. Mis dedos rozaban la cicatriz en mi garganta, esa que ya era parte de mí tanto como lo eran mis garras o mi silencio. Nunca nadie supo lo que había sentido ese día en el claro del bosque, entrenando con Hasim.
La cicatriz en mi garganta ardió por semanas. Pero dolía más el vacío que podía ver en los ojos de los miembros de la manada. Me miraban con desconfianza, con desprecio. Como si mi origen hubiera marcado también mi destino.
Sabían lo que yo era. Un hijo nacido de la violencia. Mi madre nunca reveló quién había sido el hombre que la tomó por la fuerza, en realidad no lo. recordaba, pero los ancianos lo sabían, aunque nunca quisieron revelarselo. Y la presionaron para que me borrara del mundo antes de que naciera.
Ella se negó. Dijo que yo no tenía la culpa de lo ocurrido. Que si el mundo quería castigarla, lo haría. Pero que yo viviría a costa de lo que fuera.
Y así sucedió, me amó a pesar de todo. Fue la única que lo hizo. Me enseñó a leer las miradas cuando las palabras me faltaron. Me enseñó a usar el bosque como escudo y como consuelo. Me protegió del silencio con caricias y miradas sinceras.
Mi padrastro... él no fue cruel. Pero tampoco justo. Me toleraba. Era todo. A Hasim lo abrazaba en público, lo entrenaba, le daba lugar junto a su trono de líder. A mí me daba instrucciones. Distancia. Indiferencia disfrazada de rectitud.
Los años que siguieron a aquel momento, fueron duros, yo no tenía los mismos derechos que Hasim. Ni siquiera los de los lobos más frágiles, no asistí al colegio, lo poco que pude aprender fue gracias a mi madre quien mientras yo iba creciendo se esforzó en hacerme sentir útil. Por eso cuando tuve que dejar la manada logré subsistir, ella me enseñó todo lo que sé, desde como encender el fuego hasta la manera en la que se puede reconocer a alguien que está diciendo una mentira.
Mamá fue la mejor mujer que pude haber conocido, y la extraño profundamente. Su ausencia se hizo irremplazable para mí, y si aún no me he vengado de Hasim es simplemente porque le prometí a ella que nunca le haría daño a mi hermano.
Y al final, cuando todo se rompió, fui yo quien cargó con el peso de una mentira aún mayor.
Y terminé aquí desterrado. Sin manada. Sin madre. Sin voz.
Volví al presente al escuchar movimientos sobre la cama. Miré hacia allí y pude notar como la mujer sobre ella se removía entre las sábanas, parecía estar soñando o mejor dicho teniendo una pesadilla.
Balbuceaba palabras que no podía entender del todo.
Me acerqué en silencio, como una sombra, quité un mechón de cabello de su rostro y pasé mí dedo índice por el contorno de su mandíbula. Sus labios estaban partidos, pero ya no sangraban. Los acaricié con el pulgar. Su respiración se había estabilizado. La ropa que llevaba puesta le quedaba enorme, pero al menos la cubría. La envolvía con mi olor.
Mi lobo se removió en mi interior.
Era la primera vez que lo sentía inquieto desde que había dejado la manada. Él también había enmudecido conmigo. Como si compartiera mi condena, mí sufrimiento. Pero ahora... ahora algo en ella lo despertaba.
No sabía si eso era bueno o peligroso.
Giré el rostro y observé la noche. Afuera, la lluvia había cesado. Pero había otras tormentas acechando. Mi instinto me decía que la muchacha no había llegado por su cuenta a nuestro mundo. Alguien la había traído aquí, y no con buenas intenciones. Podía olerlo en su piel: oscuridad, ceniza, miedo...
Y algo más que no logro comprender aún.
No es una humana común. Algo en ella vibra diferente. Y ese algo podría traer muchos problemas.
Suspiré, o lo más cercano a eso que podía hacer sin voz. Me senté junto a la chimenea y arrojé otra rama seca al fuego. Su luz iluminó la cicatriz en mi cuello por un instante. La odiaba. Pero era mia. Y pensé que quizás ella también tuviera además de las cicatrices visibles, sus propias cicatrices ocultas.
Luego de improvisar una cama para mí, cerré los ojos. Mañana decidiría qué hacer con la muchacha.
Pero esta noche, por primera vez en muchos años, no me sentía del todo solo.
Era de madrugada cuando volví a despertar, lo hice porque escuché ruidos, sollozos, susurros. Me incorporé de mi cama improvisada y de inmediato supe de dónde provenía todo aquello. Ella estaba llorando, tenía los ojos cerrados, pero lloraba y balbuceaba palabras que no tenían sentido para mí.
Me acerqué a la cama.
Algo no estaba bien, su cabello estaba húmedo cosa que era imposible, me había asegurado de que lo tuviera completamente seco antes de meterla a la cama.
A menos que...
Corrí los mechones de cabello que cubrían su rostro y pude ver que su piel se veía diferente, estaba sonrojada. Puse mi mano sobre su frente y entendí todo, tenía fiebre.
Me detuve a pensar cuál podría ser el motivo, y después de observarla durante un largo rato noté que tenía una herida en su brazo que estaba demasiado roja. Recordé lo que mi madre me había enseñado sobre las heridas de ese color y cómo tratar la fiebre, de inmediato salí al bosque en busca de una planta capaz de hacer que la temperatura alta cediera. Cuando la encontré, regresé a la cueva, la machaqué hasta hacer un polvillo que luego metí en una cacerola con agua, y una vez que la infusión estuvo tibia se la di de beber. A duras penas logre hacerlo, la senté en la cama, su respiración era densa, pesada, sus ojos estaban cerrados, así que primero tomé un paño lo humedecí y mojé sus labios, después le di de beber la infusión que preparé. Tomó lentamente, hasta caer nuevamente en un sueño profundo, pero más tranquilo.
Pase el resto de la noche en un duermevela constante, no conciliaba la idea de dormir mientras que ella tenía fiebre.