En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
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Seis
Ágil y oscuro como la noche, su moto se deslizaba entre los reflejos amarillos de los faroles y los espejitos laterales de los coches aparcados. Al llegar al parque México, aminoró lo justo para asegurarse de que no venía nadie por la derecha y, sin perder un segundo, embocó la calle Michoacán a toda velocidad, dejando atrás el zumbido de los microbuses tuneados con luces de neón y bocinas que retumbaban Héroes del Silencio y Caifanes.
—Tengo ganas de verlo… ya van dos días sin hablar —susurró Magdalena, ajustándose el casco negro, mientras el viento le despeinaba los mechones rubios.
A su lado, una morena de ojos verdes y jeans Kimberly que parecían esculpidos a mano, sonrió con picardía.
—Ay, Magda, ya sabes cómo es. Que haya estado contigo no quiere decir que ahora sean novios ni nada.
Sentadas sobre sus motos, fumaban Marlboro demasiado fuertes para su edad, intentando parecer mayores de lo que eran y, al mismo tiempo, mantenerse en control de la escena.
—Y eso qué tiene que ver, sus amigos me dijeron que él nunca llama.
—¿Y a ti sí te llamó?
—¡Sí!
—Bueno, igual se confundió de número…
—¿Dos veces?
Magdalena se contuvo para no reír. Sus amigas siempre tenían una respuesta lista, aunque ninguna se daba por vencida.
A unos metros, un grupo de chicos de la misma edad se acomodaba sobre sus Italikas, con escapes ruidosos que parecían competir con los microbuses tuneados que pasaban a toda velocidad por Insurgentes. Pollo, Kevin, Brayan, el Chuy, Diego y Marcelo se conocían desde la primaria; no tenían trabajos fijos, y algunos ni dinero suficiente para un taco, pero el riesgo y la amistad los mantenían unidos. Las peleas callejeras y los retos de velocidad eran su pan de cada día.
Las chicas, sentadas en sus motos, miraban el espectáculo con sonrisas que mezclaban picardía y nerviosismo. Muchas habían escapado de casa esa noche, inventando visitas tranquilas en casa de amigas que, como ellas, también mentían a sus padres para vivir un rato de libertad.
Esperanza, con mallas azules y camiseta a juego decorada con pequeños corazones celestes, presumía su sonrisa brillante:
—Ayer celebré seis meses con Daniel. Fuimos a comer pizza a Baffetto.
—Vaya, yo también fui —intervino Magdalena, intentando mantener la calma.
—¿A qué hora?
—Mm… a eso de las once.
Magdalena rodó los ojos. Siempre había alguien que arruinaba un buen relato.
—Ah, no… a esa hora ya nos habíamos ido.
—Pero bueno, ¿quieren escucharme?
Un único “sí” salió de los labios pintados con brillo de fruta o el Lip Smacker robado a las dependientas distraídas en el tianguis de Tepito.
—En un momento, el mesero me trajo un ramo enorme de rosas rojas. Daniel sonreía, mientras…
El sonido de un microbús tuneado se colaba entre las risas, con luces verdes y rojas parpadeando, bocinas retumbando La Célula Que Explota. El graffiti de Insurgentes brillaba con los colores fluorescentes de la ciudad nocturna, mientras la plaza se convertía en un escenario improvisado de juventud, risas y motos rugiendo.
