❄️En lo profundo de los bosques nevados de Noruega, oculto entre pinos milenarios y auroras heladas, existe un castillo blanco como la luna: silencioso, olvidado por el mundo, custodiado por un único dragón que ha vivido demasiado tiempo en soledad.
Sylarok Vemithor Frankford, un príncipe de sangre de dragón antiguo, parece un joven de veinticinco años... pero ha vivido más de dos siglos sin envejecer, sin amar, sin pertenecer. Su alma es fría como su aliento de hielo, su vida, una rutina congelada entre libros, armas y secretos.
Hasta que una muchacha cae inconsciente en su bosque, desmayada sobre la nieve como un copo a punto de morir.
Celeste, una nómada de mirada estrellada y corazón herido, huye de su pasado, de los bárbaros que arrasaron su familia, y del invierno que amenaza con consumirla.
Y Sylarok aprenderá que no hay armadura más frágil que el hielo cuando el calor del amor comienza a derretirlo.
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Autocomplacencia.
Sylarok atravesó el invernadero casi corriendo, con la cara encendida como si le hubieran lanzado una llamarada directa al rostro. Murmuraba cosas en voz baja, con el ceño fruncido y el paso apurado, como quien escapa de su propia conciencia.
—¡Estúpido! ¡Estúpido! ¿Cómo se te ocurre abrir la puerta?! ¡Y encima… cantando… desnuda…! —apretó los dientes, sacudiendo la cabeza mientras el frasco temblaba en su mano—. ¡Y yo ahí parado como un idiota! ¿Por qué no me convertí en cenizas en ese instante?
En ese preciso momento, el mayordomo — con su rostro inexpresivo y porte impecable— apareció desde el pasillo contiguo, secándose las manos con un paño.
Levantó una ceja al ver al joven cruzar frente a él con una rigidez corporal extraña, murmurando sin sentido, el rostro hecho un tomate... y un notable bulto en los pantalones que, por decencia o instinto de supervivencia, decidió no mencionar.
—Señor Sylarok... ¿se encuentra usted bien? —pregunta con voz pausada.
—¡No estoy bien! ¡Estoy muy mal! ¡Malísimo! —respondió sin pensar, y luego se aclaró la garganta con torpeza—. Digo… estoy bien. Bien. Mejor. Quizá. No lo sé.
El mayordomo se le quedó viendo con su calma de monumento de mármol. Luego bajó la vista al frasco que sostenía.
—¿Eso es para la señorita que vive ahora con nosotros, la joven Celeste?
—¡Sí! ¡Sí, como sea que se llame! ¡Déselo usted! —le puso el frasco en la mano casi empujándolo—. Dígale que... es para las quemaduras. Que lo use si vuelve a... a... quemarse.
El mayordomo asintió con solemnidad.
—¿Puedo decirle que contiene…?
—¡No! ¡No diga nada! Solo... solo dígale que es efectivo. Y que no es magia. Ni baba mágica. Ni nada raro.
—Muy bien, señor—se ríe internamente porque nunca lo había visto tan descolocado.
Y sin esperar respuesta, Sylarok giró en seco y subió por las escaleras como si huyera del juicio final. Casi resbaló con su propia capa y desapareció en el pasillo que conducía a su habitación.
El Ryujin lo observó perderse en la distancia, luego bajó la mirada al frasco.
—Pomada para quemaduras... con aroma a menta... y saliva de dragón. —Suspira, resignado—. Será otra noche larga.
Giró sobre sus talones y fue a cumplir el encargo, mientras en la torre más alta del castillo, Sylarok se arrojaba sobre su cama con un gemido lastimero.
—¡Maldita sea, Celeste! Es un lindo nombre pero peligrosa—susurra con el rostro enterrado en la almohada—. ¿Qué me estás haciendo?
Sylarok rueda en la cama, con la respiración entrecortada, el pecho agitado como si hubiera corrido millas bajo un sol ardiente. Cerró los ojos. La imagen de Celeste seguía allí, viva, tan vívida que casi podía sentir el eco de su canto flotando entre las paredes de su mente… y su cuerpo.
Su mano descendió instintivamente dentro de sus pantalones. No lo pensó. Solo obedeció ese pulso creciente que parecía gobernarlo últimamente desde que ella apareció. Con cada roce, un fuego antiguo se encendía en su interior, uno que no conocía, que nunca antes se había atrevido a despertar.
Los dragones no necesitaban eso. Al menos, no en su forma original.
Pero esa forma humana… esa forma humana era una jaula de sensaciones. Y Celeste, con su risa, con su piel, con su voz… ella era la llave.
Comienza a bajar y a subir. No era suficiente, se desabrocha el cinturón y el pantalón, saca su miembro, duro como una roca. Puede ver como las venas se abultan por toda la sangre y la presión.
—¡Mierda!
Entonces sigue masajeando, de arriba abajo
Un jadeo escapó de su garganta. El cuerpo entero tembló al borde de algo desconocido y salvaje. Acelera y cada vez se descontrola más.
—¡Ummm!
Y entonces, de pronto, lo sintió: el estremecimiento profundo, esa descarga poderosa que recorrió su espina y terminó en su palma. Abrió los ojos con asombro al ver el líquido viscoso en su mano.
Se quedó inmóvil, atónito, como si acabara de presenciar un hechizo prohibido.
—No puede ser… —susurra, viendo su propia mano, incrédulo—. ¿Esto es…?
Recordó un pasaje de uno de los antiguos tomos escondidos en la biblioteca. Sobre la transformación del deseo, sobre cómo los humanos descargaban su tensión. Lo había leído con curiosidad... pero ahora lo comprendía. No en la mente. En el cuerpo.
—Mi… mi primera vez… —balbuceó, pasándose la mano por el rostro, avergonzado y fascinado a la vez—. Y todo por una humana.
Se sentó en la cama, confundido, vulnerable. No entendía cómo ni cuándo había cruzado esa línea. Solo sabía que su corazón latía demasiado rápido, que su piel ardía y que había perdido el control. Peor aún: lo había disfrutado.
Se levantó y fue directo a lavarse, con el alma hecha un nudo.
Pero mientras el agua caía sobre su rostro y su mano, una única palabra lo perseguía.
La mujer de ojos celestes.
Luego de que Ryujin le llevará la pomada y se disculpara a su nombre, los siguientes días Sylarok no tenía cara para verla o encontrarse por ahí con ella. Así que ordenó a su mayordomo que le llevara la comida hasta su habitación hasta saber que iba a hacer con todas esas sensaciones raras que su cuerpo está experimentando.
Al principio Celeste, también avergonzada agradeció no tener que verlo. Pero cuando empezaron a pasar los días ella se sentía enojada, se supone que la expuesta era ella y la que tenía que sentirse ofendida. Él actúa como si hubiera sido a él que lo vieron desnudo cantando debajo de la ducha.
Un día con las hormonas alocadas y dos botellas de vino en la cabeza Celeste decidió que ya era hora de enfrentarlo y dejarse de niñerías.
Celeste golpeó la puerta con fuerza.
—¡Joven Sylarok! ¡Abre la puerta ahora mismo!
Nada.
—¡Sé que estás ahí! ¡No puedes esconderte para siempre por algo que fue tu culpa!
Silencio. Él estaba del otro lado, escuchando cada palabra, con la mandíbula apretada. Tragó saliva.
Ella… Celeste no tenía pinta de moverse de allí hasta que abriera.
Celeste. Como el cielo antes de la tormenta le hablaba a la puerta.
Y ahora ese cielo estaba furioso y queriendo tumbar la puerta.
Ryujin que pasa por allí le da la llave en su mano para que habra.
—Solo déjelo con vida—le susurra y se va.
La puerta se abrió de golpe. Ella entró como una corriente de aire caliente, con fuego en la mirada y el cabello suelto, despeinada por la molestia.
—¡Sal de tu cueva, cobarde! —le espetó sin rodeos—. ¡No puedes esconderte porque viste a una mujer desnuda! ¡Eso pasa cuando irrumpes en su baño sin permiso! Además ya me has visto, ¿cual fue el problema ahora?
—¡Yo no quería…! ¡No fue a propósito! ¿Cómo diablos entraste?—pregunta Sylarok, más por reflejo que por convicción mientras da algunos pasos hacia atras.
—¿Y me dejas ahí abajo fingiendo que nada pasó, mientras tú te atrincheras como una princesa asustada?
—¡No soy una princesa! —exclamó él con el ceño fruncido, ofendido.
Ella levantó una ceja.
—Entonces compórtate como un hombre.
Sylarok bajó la mirada, derrotado. Y murmuró:
—Tú… tú me desconciertas, señorita.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Y eso te da el derecho de salir corriendo y no dar una disculpa?
—Lo sé. No volveré a entrar sin tocar.
Celeste bajó un poco la guardia. Solo un poco.
—Bueno… ahora que ya sabes cómo disculparte, úsalas para pedirme perdón como corresponde.
Él parpadea.
—¿Ya no estás molesta? ¿De adónde aprendiste a ser tan peligrosa y valiente?
—Eso lo aprendí de mi abuela.
Y le guiñó un ojo antes de girarse, dejándolo solo con el corazón latiéndole fuerte en el pecho.