Leoncio Almonte tenía apenas trece años cuando una fiebre alta lo condenó a vivir en la oscuridad. Desde entonces, el joven heredero aprendió a caminar entre las sombras, acompañado únicamente por la fortaleza de su abuelo, quien jamás dejó que la ceguera apagara su destino. Sin embargo, sería en esa oscuridad donde Leoncio descubriría la luz más pura: la ternura de Gara, la joven enfermera que visitaba la casa una vez a la semana.
El abuelo Almonte, sabio y protector, vio en ella más que una cuidadora; vio el corazón noble que podía entregarle a su nieto lo que la fortuna jamás lograría: amor sincero. Con su bendición, Leoncio y Gara se unieron en matrimonio, iniciando un romance tierno y esperanzador, donde cada gesto y palabra pintaban de colores el mundo apagado de Leoncio.
Pero la felicidad tuvo un precio. Tras la muerte del abuelo, la familia Almonte vio en Gara una amenaza para sus intereses. Acusada de un crimen que no cometió —la muerte del anciano y el robo de sus joyas—
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Entre recuerdos y advertencias.
Poco a poco se desvanece.
La noche en la habitación del abuelo transcurría lenta, como si el tiempo se hubiese detenido para ellos tres. Afuera, el silencio del hospital se imponía, roto de vez en cuando por el eco de las máquinas.
Gara no se había movido en toda la noche. Permanecía atenta, con el rostro iluminado por la tenue luz del monitor cardiaco, cambiando los sueros, verificando la temperatura de la piel del anciano, ajustando con delicadeza la medicación que el médico había dejado organizada en la mesita. Tenía la seguridad y la precisión de quien conoce, aunque en su pecho pesaba la ansiedad de ver la vida del abuelo aferrada a números y a una línea que subía y bajaba en la pantalla.
Leoncio, en cambio, se había desplomado en el sofá tras llorar como nunca antes. Se había quedado dormido con los ojos aún húmedos, los párpados hinchados, la respiración entrecortada. A Gara le parecía que era la primera vez que veía a alguien tan sensible, tan humano en su vulnerabilidad. Lo observó con ternura, preguntándose cómo un hombre capaz de cargar con tantas responsabilidades podía permitirse ese desahogo solo en la intimidad.
El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando el abuelo movió levemente los dedos. Gara lo notó de inmediato.
—Abuelo… ¿puede escucharme? —preguntó, inclinándose hacia él.
Los ojos del anciano se abrieron con lentitud. Miró alrededor, y al encontrarse con el rostro de Gara, una débil sonrisa se dibujó en sus labios.
—Tú… —susurró con esfuerzo—. Cuéntame, hija… ¿cómo fue la luna de miel?—
Gara se quedó helada. No esperaba esa pregunta.
—¿Quiere que le cuente eso ahora? —preguntó, entre conmovida y sorprendida.
—Sí… —asintió él, con la voz casi apagada—. Quiero llevarme los mejores recuerdos al otro mundo… saber que llenaste el corazón de mi nieto de amor—
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Gara. Se sentó a su lado, tomó su mano huesuda y frágil, y respiró hondo antes de comenzar.
—Fue mágico, abuelo. De verdad… jamás imaginé que la Torre Eiffel fuera tan hermosa. No solo por la vista o el turismo… es como si tuviera su propia magia. Una especie de encanto que lo envuelve todo.
El anciano cerró los ojos, imaginando la escena.
—Cuéntame más… —pidió, apenas audible.
Gara sonrió, recordando.
—Caminamos por las calles de París de la mano, como dos adolescentes. Probamos croissants en un café diminuto, y Leoncio, que siempre parece tan serio, se manchó de chocolate en la barba. Yo no paraba de reírme y él se hacía el ofendido. —rió suavemente—. Pero lo más hermoso fue pasear por el Sena de noche. Las luces reflejadas en el agua, las melodías de los músicos callejeros… parecía un sueño—
El abuelo abrió los ojos un instante, mirándola con ternura.
—Y… ¿él fue feliz?—
—Mucho. Aunque intentaba hacerse el fuerte, yo lo descubrí varias veces emocionado. —miró hacia el sofá, donde Leoncio dormía—. Incluso una vez fingí que no me daba cuenta de que regresábamos al hotel, y él me siguió el juego… solo para luego restregarme en cara que sabía que lo había engañado —
El anciano soltó una risa leve, entrecortada.
—Ese nieto mío… siempre tan orgulloso—
Gara apretó su mano.
—Me sentí la mujer más afortunada del mundo, abuelo. París fue solo el lugar, pero lo que realmente lo hizo especial fue él—
El anciano sonrió, pero pronto su gesto se tornó más serio.
—Acércate, Gara… ven—
Ella dudó, pero obedeció, inclinándose sobre él. Miró de reojo a Leoncio, que seguía dormido en el sofá, y susurró:
—¿Qué sucede?—
El abuelo giró la mirada hacia la mesa de noche, luego a la gaveta. Su voz salió ronca, como un secreto que temía que otros escucharan.
—En esa gaveta… ábrela—
Gara frunció el ceño, pero obedeció. Despacio, deslizó el cajón y encontró un sobre cerrado.
—¿Qué hago con esto? —susurró.
—Escóndelo en tu bolso—
Ella lo miró, incrédula.
—¿Qué es esto, abuelo? ¿Me traerá problemas?—
El anciano respiró hondo, con dificultad.
—Es el título de propiedad de un ático. Ahí tienes las llaves… y dinero en efectivo. —tosió levemente, sus ojos brillaban de preocupación—. Hija… abre los ojos. Mis hijos son unos buitres. Querrán arrebatarte todo… y hacerte daño—
Gara se quedó helada, apretando el sobre contra su pecho.
—¿Daño? ¿A mí?—
—Sí… si llega el momento en que tengas que huir, no lo dudes. No mires atrás—
Gara tragó saliva.
—¿Y Leoncio?—
El abuelo cerró los ojos un instante, y luego, con la voz aún más débil, respondió:
—A él jamás le harían daño. Lo único que le pueden quitar es el dinero, y él no lo necesita. Pero tú… tú llevas algo más. Algo que pronto traerás dentro de ti. —la miró con intensidad—. Salva tu vida, hija—
Las palabras la atravesaron como un rayo. Su respiración se agitó, pero antes de poder responder, el anciano suspiró, agotado, y volvió a cerrar los ojos.
Gara se giró hacia el monitor: su pulso estaba estable. Apretó los labios, negando con la cabeza.
—No, abuelo… —susurró—. Nunca dejaré a Leoncio solo con esa manada de malvados. Soy su esposa, y lo salvaré de lo que sea—
Guardó el sobre en su bolso y regresó a sentarse junto al sofá donde Leoncio dormía profundamente. Se quedó allí, mirándolo, hasta que el cansancio finalmente la venció y se durmió sentada, con la cabeza recostada en el respaldo.
La mañana siguiente, Gara abrió los ojos con el sonido de los pasos de personas de limpieza en el pasillo. Se levantó de golpe y fue directo a revisar al abuelo. Él estaba despierto, mirándola, aunque con dificultad para hablar.
—Buenos días, abuelo… —le dijo con ternura—. ¿Cómo se siente?—
El anciano apenas levantó un dedo, como pidiendo agua. Ella lo ayudó a beber un sorbo, acomodó las almohadas y lo cubrió mejor.
Detrás de ella, Leoncio se estiró en el sofá, con la voz ronca de haber dormido mal.
—¿Cómo ves a mi abuelo? —preguntó, frotándose los ojos.
Gara lo miró un momento antes de responder.
—Está estable. —sonrió suavemente—. Anda, date una ducha. Te la mereces—
Leoncio la escucho atentamente, notando la calma en su tono. Finalmente asintió.
—Está bien. Pero no te vayas de su lado.
—Nunca lo haría —respondió Gara.
Leoncio se inclinó, le dio un beso rápido en la frente y se fue al baño. Gara lo siguió con la mirada, y luego regresó junto al abuelo, que la observaba en silencio.
El anciano trató de mover los labios, murmurando algo que apenas se entendía:
—Fuerte… sé fuerte…
Gara apretó su mano y asintió, conteniendo las lágrimas.
—Lo seré, abuelo. Se lo prometo—