Serena estaba temblando en el altar, avergonzada y agobiada por las miradas y los susurros ¿que era aquella situación en la que la novia llegaba antes que él novio? Acaso se había arrepentido, no lo más probable era que estuviera borracho encamado con alguna de sus amantes, pensó Serena, porque sabía bien sobre la vida que llevaba su prometido. Pero entonces las puertas de la iglesia se abrieron con gran alboroto, los ojos de Serena dorados como rayos de luz cálida, se abrieron y temblaron al ver aquella escena. Quién entraba, no era su promedio, era su cuñado, alguien que no veía hacía muchos años, pero con tan solo verlo, Serena sabía que algo no estaba bien. Él, con una presencia arrolladora y dominante se paro frente a ella, empapado en sangre, extendió su mano y sonrió de manera casi retorcida. Que inicie la ceremonia. Anuncio, dejando a todos los presentes perplejos especialmente a Serena.
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Capitulo 23
—Sígueme —dijo Julia en voz baja, Roger arqueó una ceja, intrigado, pero no dudó en seguirla por el pasillo. El eco de sus pasos se perdió en la oscuridad de la mansión, y pronto ambos desaparecieron de la vista.
La doncella, obedeciendo las órdenes, condujo a Serena al segundo piso, hasta una habitación apartada. La puerta se abrió con un chirrido suave y la joven entró, con pasos vacilantes.
Serena se quedó quieta un momento, observando la habitación. No había ventanas, no al menos a simple vista. Solo paredes lisas que devolvían su respiración entrecortada. El corazón comenzó a latirle con violencia, como si quisiera abrirse paso por su pecho. Caminó apresurada, palpando cada rincón, buscando una salida, una rendija por dónde pudiera salir. Pero no había nada. Era una jaula perfectamente calculada.
Un nudo helado se formó en su estómago. Se llevó las manos a la cabeza y respiró entrecortadamente, repitiéndose en voz baja.
—No debo desesperarme… no debo desesperarme… encontraré una salida…
Pero su cuerpo la traicionaba. El temblor en sus manos era incontrolable, y cada latido era tan fuerte que sentía que iba a desmayarse de verdad.
Al no hallar ventanas, se convenció. — Daldré por la puerta… esperaré a que todos duerman...
Se sentó en la cama, abrazando sus rodillas contra el pecho y dejó que el tiempo pasara hasta que la mansión pareció sumirse en un silencio profundo. Entonces, con todo el cuidado que pudo tener, se levantó, caminó hacia la puerta y giró lentamente el picaporte.
La abrió apenas un resquicio… y ahí estaba.
Una doncella, erguida como si montara guardia. La mujer levantó la vista al instante, sus ojos oscuros clavándose en los de Serena.
—¿Sucede algo, señorita? —preguntó con una calma inquietante.
Serena se quedó helada. La garganta se le cerró y apenas pudo balbucear:
—N-no… nada.
La doncella asintió y volvió a su postura de vigía. Serena cerró la puerta de golpe, aunque sin hacer ruido, y se apoyó contra ella. Su frente tocó la madera mientras el temblor recorría todo su cuerpo. Bajó la cabeza, contemplando sus propias manos sacudidas por la ansiedad.
Fue entonces cuando lo comprendió. No era casualidad. No era un descuido. La habían llevado a propósito a una habitación sin ventanas. Y la doncella allí afuera no estaba para asistirla, sino para vigilarla. Julia había pensado en todo. Julia quería tenerla controlada.
Los labios de Serena comenzaron a temblar. Se los mordió con fuerza hasta sentir el dolor punzante, como si ese dolor físico pudiera contener el que nacía en su pecho. Pero no pudo más. El llanto brotó de golpe, silencioso al principio, luego incontenible. Se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer de rodillas, sintiéndose completamente derrotada.
Allí, lloró como si el mundo entero se hubiera cerrado sobre ella.
A la mañana siguiente, lejos del Condado, exactamente en el palacio real de Nurdian, los pasos ligeros de la princesa resonaban en los pasillos de mármol. Su vestido de seda celeste ondeaba tras ella mientras corría con una sonrisa brillante y una carta firmemente aferrada entre sus delicadas manos. Los guardias que la vieron pasar apenas pudieron ocultar una sonrisa; no había rincón del reino donde no se conociera y amara a la “princesa Aisha”, la joya más resplandeciente de la corona.
—¡Padre! —exclamó entrando sin ceremonia al estudio real.
El rey, que estaba revisando unos documentos junto a un consejero, levantó la mirada de inmediato. El severo brillo de sus ojos se suavizó apenas la vio, y su rostro se iluminó con ese afecto que solo reservaba para su hija menor. Abrió los brazos con un gesto paternal y ella corrió a refugiarse en ellos, risueña y agitada.
—¿Qué trae tanta prisa a mi princesa? —preguntó él, acariciándole la mejilla con ternura—. ¿Qué es lo que te tiene tan emocionada?
Aisha extendió la carta con ambas manos, su sonrisa radiante.
—¡Es de Khazan! —anunció con entusiasmo—. Dice que regresará dentro de aproximadamente un mes… ¡y que ya puede considerarse usted un emperador! Su campaña ha sido un éxito absoluto, padre.
El rey soltó una carcajada profunda, aunque en realidad aquella noticia ya había llegado a sus oídos por vías oficiales hacía varios días. No obstante, no quiso arruinar la ilusión de su hija.
—Eso es magnífico —dijo, besándole la frente—. Prepararemos una gran celebración para recibirlo como corresponde.
Los ojos de Aisha brillaron con orgullo. Luego de intercambiar unas palabras más, ella salió del estudio casi saltando de alegría.
Ya sola en el pasillo, se detuvo un instante, bajando la mirada hacia la carta que aún sostenía contra su pecho. Una sonrisa distinta, más tímida y soñadora, se dibujó en sus labios. Había algo que no le había revelado a su padre, el nombre que aparecía una y otra vez en las cartas de su hermano.
Rhaziel.
Desde hacía meses Khazan le hablaba de aquel hombre, describiéndolo como el caballero más valiente y feroz de su ejército, alguien que había demostrado una lealtad inquebrantable y una fuerza admirable en el campo de batalla. Poco a poco, Aisha había ido imaginando cómo sería su aspecto, su porte, incluso el tono de su voz.
La joven princesa presionó la carta contra sus labios, su rostro encendiéndose de un rubor encantador.
—Rhaziel… —murmuró en voz baja, probando el nombre como si fuera un secreto demasiado dulce para compartir.
De inmediato, se cubrió los labios con ambas manos, avergonzada de sí misma por el atrevimiento de pronunciarlo de ese modo. Aun así, no pudo evitar reír suavemente, con el corazón palpitándole de expectación.
—Espero con ansias tu regreso, hermano… porque entonces yo también podré conocerlo. —susurró, abrazando la carta como si se tratara de un tesoro.
Y así continuó su andar por los pasillos, con la ilusión brillando en sus ojos dorados como si ya soñara con el momento de cruzarse con aquel nombre que tanto resonaba en sus pensamientos.
La mañana de Serena no podía ser más distinta a la de una princesa como Aisha, que creció rodeada de cariño y sin más preocupaciones que sus propios sueños. Serena, en cambio, despertó con los ojos hinchados y la garganta seca después de una noche interminable, marcada por el llanto y el temor. Apenas había logrado cerrar los ojos, y cuando lo hizo, las pesadillas la arrastraron una y otra vez hacia los recuerdos de Roger y la opresión de la Condesa.
Unos golpes suaves en la puerta la hicieron incorporarse sobresaltada. Una doncella entró sin esperar permiso, con los brazos cargados de prendas.
—Debe alistarse, señorita —dijo con voz seca, depositando sobre la cama un vestido—. La Condesa ha ordenado que desayune con ella y con el joven Roger.
El corazón de Serena dio un vuelco. — ¿Con Roger?— El simple pensamiento hizo que sus manos comenzaran a temblar. No se atrevió a replicar, sabía que no tenía elección. Bajó la mirada, murmuró un — entiendo— apenas audible y comenzó a vestirse con manos torpes.
Cuando finalmente descendió al comedor, la sala estaba iluminada por la luz temprana que entraba a través de los ventanales, pero para Serena todo parecía sombrío. Hizo una reverencia en cuanto vio a la Condesa sentada en su lugar.
—Siéntate —ordenó Julia, apenas sin mirarla.
Serena obedeció en silencio, acomodándose con rigidez en la silla, la espalda tan recta como si llevara un corsé invisible de miedo. Esperaron unos minutos en silencio hasta que Julia, con un gesto de impaciencia, llamó a un sirviente y le murmuró unas palabras. El hombre se retiró de inmediato, regresando poco después.
—El joven Roger aún duerme, mi señora —informó.
Julia cerró los ojos un instante y soltó un suspiro de exasperación.
—Ese muchacho… —murmuró para luego clavar sus ojos fríos en Serena.
Serena, en cambio, experimentó un alivio tan intenso que casi quiso suspirar también.
—Te ves fatal —comentó Julia, sin ningún rastro de compasión, mientras un sirviente comenzaba a servir el desayuno.
Serena bajó la cabeza.
—Lo siento, mi señora.
No se atrevió a decir más. La verdad era que no había pegado un ojo en toda la noche. Aún sentía el ardor en los párpados y la debilidad en el cuerpo tras tanto llanto reprimido.
Julia la observó en silencio por un instante, y cuando la doncella dejó frente a Serena una taza de té, habló.
—Más te vale reponerte pronto. La boda será en un par de semanas.
Serena llevó la taza a los labios, y al escuchar esas palabras, se atragantó de inmediato. Tosió con fuerza, el té derramándose por la comisura de sus labios mientras intentaba recobrar el aliento. Sus ojos se abrieron con espanto.
¿Un par de semanas?
El mundo pareció cerrarse a su alrededor.
Julia apenas arqueó una ceja, como si la reacción de la muchacha fuera una falta de modales más que un reflejo del pánico que acababa de provocarle.