Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
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Compra masiva y culpa colectiva
La tarde transcurrió en un silencio incómodo. Lina se mantenía a distancia prudente, Kimberly pulía una tetera como si fuera diamante y John... bueno, John actualizaba su currículum por si acaso.
Pero todo se rompió de golpe cuando el timbre del apartamento sonó con una insistencia desquiciada.
Ding-dong-ding-ding-dong. Kimberly fue a abrir, aunque con algo de miedo.
Lo último que necesitaban era otro ataque de drama emocional.
Y entonces ocurrió.
—¡OH POR EL AMOR DE CHER! —gritó Kimberly, retrocediendo como si hubiera visto un ejército invasor.
—¿Qué pasa? —preguntó Rubí desde el sofá, aún abrazado a su cojín tres horas después.
Pero la respuesta llegó sola.
Veinte hombres. Uniformados. Musculosos. Sudados. Cada uno cargando al menos cuatro bolsas gigantes con logos de tiendas de diseñador, perfumerías exclusivas, tiendas de souveniles, joyeria coreana, sex shops y... ¿una tienda de artículos medievales?
El primero entró, saludó con una reverencia elegante y dejó tres bolsas con zapatos.
El segundo entró con cajas que parecían contener un piano de cola, pero eran perfumes.
El tercero traía una lámpara de diseño con forma de cisne con plumas reales.
Y así... uno tras otro.
Rubí se incorporó como un resorte al ver desfilar aquel espectáculo.
—¡¿QUÉ DEMONIOS ESTÁ PASANDO?!
Y entonces, como en una comedia orquestada por el karma, entró Leo. Llevaba gafas de sol dentro del departamento, un ramo de flores que parecía una piñata floral y la sonrisa más descarada del universo.
—¡Sorpresa, bombón! ¡Hoy el shopping vino a ti!
Primero salió Lina, arrastrando los pies como en una ejecución pública.
—Lo siento, jefe. Fue mi descuido. No debí contestar esa llamada.
—Lina… —empezó Rubí con tono severo, pero fue interrumpido por Kimberly, que también se acercó, quitándose el delantal.
—Usted se lo buscó. Buena suerte —le dijo a Leo, dándole una palmadita en el hombro como si lo bendijera antes de lanzarlo a una jaula de leones—. Yo me voy a hacer la manicura. Me lo gané.
Y finalmente apareció John, el siempre correcto asistente, sujetando su carpeta como si fuera su alma.
—Quisiera ayudarlo —le dijo a Leo con una sonrisa apretada—, pero quiero mi empleo. Tengo dos hermanitas que dependen de mí. Lo siento.
Y desapareció.
Rubí, de pie en medio del salón que parecía una sucursal de Harrods explotada, giró lentamente hacia Leo.
—¿Estás enfermo?
—Estoy enamorado —dijo Leo, dramáticamente—. Y muy arrepentido. Y con tarjeta de crédito ilimitada.
—¿¡Compraste una armadura medieval!?
—¿Y si un día hacemos cosplay? ¡Piensa en las fotos! ¡El drama! ¡La estética! Te traje de todo.
—¡Leo, no puedes comprar mi perdón con veinte hombres y cien bolsas!
—¡Pero también hay sushi de salmón con forma de corazón! —dijo él, sacando una bandeja de entre las flores como si fuera el premio final de un programa de concursos.
Rubí lo miró. Miró las bolsas. Miró las cajas. Luego lo miró de nuevo.
—¿Hay helado de brownie con arrepentimiento?
—Tres litros. Y una bañera nueva llena de pétalos. Si me dejas prepararte el baño. Te incluyo masajito y todo.
Silencio.
—Estás completamente loco —murmuró Rubí, masajeándose las sienes.
Leo se acercó y le tomó las manos, con su sonrisa ladina.
—Locamente por ti—Se arrodilla por si las moscas duda de su sinceridad.
—¡Agh! ¡Cállate, idiota sexy! —gritó Rubí, y se fue directo a la cocina con intenciones violentas contra el sushi.
Leo, como un gato que sabe que hizo travesuras pero igual será perdonado, se dejó caer en el sofá. Algunas bolsas cayeron sobre él, otras cayeron del lado de Rubí. Todo era un desastre colorido y caro.
Kimberly, desde el pasillo, gritó:
—¡Si van a reconciliarse a gritos, usen el dormitorio! ¡O al menos no manchen el sofá con soya!
Lina se asomó desde la puerta.(Los tres se quedaron espiando)
—¿Puedo quedarme con una malteada? Es que vi una en una bolsa que no creo que necesiten...
John, al fondo, simplemente suspiró y anotó en su libreta: "Comprar tapones para los oídos. También terapia."
Rodeado por bolsas de diseñador, cajas de perfumes, velas aromáticas y hasta una bolsa con el logo de una tienda erótica que Rubí reconoció de inmediato, Leo se quedó de pie en medio del apartamento como si acabara de ganar el premio al novio más exageradamente atento del año.
Rubí, aún comiendo su brownie con champán, lo observaba desde el sofá con una ceja alzada.
—¿Esto es tu forma de disculparte o de sobornarme para no matarte por espiarme?
Leo sonrió con esa mezcla entre ternura y arrogancia que lo caracterizaba.
—Digamos que es mi forma de demostrarte que puedo hacerte feliz… con o sin vigilancia secreta.
Rubí rodó los ojos, pero la comisura de sus labios lo traicionó.
—Está bien, Casanova. Muéstrame qué compraste en la sex shop.
Leo rebuscó entre las bolsas y sacó dos trajes: uno de conejita con corset rosa, orejitas y todo, y otro de cuero oscuro con cinturones cruzados al estilo "dominante arrepentido".
—¿Un traje de coneja rosa? ¿En serio? —dijo Rubí entre carcajadas.
—Pensaba que sería para ti, pero... ahora que lo veo, creo que a mí también me quedaría bien —replicó Leo, poniéndose las orejitas sobre la cabeza con una sonrisa provocadora.
Rubí lo miró, tragó el último bocado de su brownie y levantó la copa.
—Desvístete. Aquí. Ahora.
Leo parpadeó, pero la sonrisa no se le borró.
—¿Aquí?
—¿O quieres que saque yo las esposas?
Leo obedeció sin perder el humor. Se quitó la camisa lentamente, exagerando como si estuviera en una pasarela privada, mientras Rubí le lanzaba palomitas imaginarias.
—Ahora ponte el traje. El rosa. Quiero ver cómo le queda al gran león del mundo financiero.
Leo lo hizo sin chistar. El corset rosa le quedaba sorprendentemente bien. Demasiado bien. Las orejitas se tambaleaban sobre su cabello y las medias blancas con encaje completaban el cuadro más absurdo y encantador del universo.
—Te ves... divino. Como una diosa coneja enviada por los dioses del placer para hacerme reír y suspirar —dijo Rubí, poniéndose de pie con la otra bolsa misteriosa en mano.
Se acercó, tomándolo suavemente de la correa del collar que venía incluido.
—Ahora, mi pequeño conejito, a gatear hasta la habitación.
Leo lo miró, incrédulo por un segundo, pero luego soltó una risita y obedeció, avanzando en cuatro patas por el pasillo mientras Rubí lo guiaba con la misma elegancia con la que dirigiría un desfile de alta costura.
Ya en la habitación, Rubí lo hizo sentarse en la cama.
—Ahora desabróchame —ordenó con voz suave.
Leo, cuidadoso, comenzó a quitarle la camisa, sin tocar más de lo debido, como se le había advertido. Luego el pantalón. Rubí lo observaba con intensidad, pero también con ternura.
—Ahora, vísteme. Quiero saber cómo se siente ser tu conejita.
Leo sacó el corset, esta vez negro con detalles plateados, y lo ayudó a ponerse el conjunto con una delicadeza casi reverencial.
—No me toques de más —susurró Rubí, divertido pero firme.
—Nunca sin permiso, mi amor.
Cuando Rubí estuvo completamente listo, se miró al espejo y sonrió. Imponente, como siempre. Sensual, como nunca.
—Ahora... ponte las esposas. Y átate al espaldar.
Leo lo hizo sin protestar. Mientras lo ajustaba, sus ojos no se apartaban de los de Rubí.
—¿Y ahora qué harás conmigo? —preguntó, entre jadeo y broma.
Rubí se sentó a su lado, tomó su barbilla y lo besó con ternura, no con fuego. Con amor, no con urgencia.
—Ahora... solo quiero verte ahí. Tranquilo. Sin secretos, sin espías. Solo tú y yo.
Leo tragó saliva, conmovido por la calma en sus palabras.
—¿Me perdonas?
Rubí asintió.
—Te perdono... porque luces ridículamente sexy en ese traje rosa. Pero que no se repita.
Leo sonrió, aún esposado, y le guiñó un ojo.
—Trato hecho. Aunque por ti, puedo ser un conejito vigilado de por vida.
—Bien dicho.
—Aún no me dices si hoy mismo te mudaras conmigo.
—Eso mi querido conejito está en veremos.