A los cincuenta años, Simone Lins creía que el amor y los sueños habían quedado en el pasado. Pero un reencuentro inesperado con Roger Martins, el hombre que marcó su juventud, despierta sentimientos que el tiempo jamás logró borrar.
Entre secretos, perdón y descubrimientos, Simone renace —y el destino le demuestra que nunca es tarde para amar.
Años después, ya con cincuenta y cinco, vive el mayor milagro de su vida: la maternidad.
Un romance emocionante sobre nuevos comienzos, fe y un amor que trasciende el tiempo — Amor Sin Límites.
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Capítulo 21
El coche entró lentamente por el camino de tierra que llevaba al barrio antiguo de Santa Esperança. El viento traía el olor de la tierra húmeda mezclado con el perfume de las flores silvestres que crecían en las cercas.
Paulo, al volante, redujo la velocidad cuando el portón azul claro de la antigua casa apareció a la vista.
Simone llevó la mano al pecho. Por un instante, se quedó en silencio, sin conseguir respirar bien.
—Dios mío… — susurró. —Aún está de pie.
La vieja casa de su padre, Luiz, estaba allí, simple pero acogedora, como si el tiempo se hubiera detenido a la espera de su dueña. La pintura ya un poco descolorida, el muro cubierto por enredaderas, y el portón rechinando del mismo modo de antes.
Roger estacionó el coche enfrente y se giró hacia ella con una sonrisa discreta.
—Parece que nada ha cambiado, ¿verdad?
—Sí… nada — respondió Simone, con la voz embargada.
Ella bajó despacio, los pasos vacilantes. El corazón latía fuerte. Al atravesar el portón, se quedó inmóvil por un instante, observando el pequeño patio.
Las plantas estaban exuberantes, los vasos de barro alineados en el mismo rincón donde ella acostumbraba a regarlos al lado de su padre. El árbol de manacá aún florecía, coloreando el aire con sus pétalos lilas.
—No puede ser… — murmuró Simone, emocionada. —Estas plantas aún están vivas.
Roger se acercó, admirando el cuidado con que todo parecía mantenido.
—Alguien cuidó de esto con cariño, Simone.
Ella sonrió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Seguro que fue Renata… — dijo con ternura. —Mi amiga siempre prometió que cuidaría de aquí para mí, pero pensé que era solo una forma de hablar.
Simone se agachó y tocó levemente uno de los vasos, el mismo que, años atrás, ella y Renata pintaron juntas en una tarde de risas y confidencias. La pintura ya estaba desgastada, pero el trazo aún guardaba recuerdos.
—¿Ves este vaso, Roger? — dijo, con una sonrisa entre lágrimas. —Fui yo quien lo pintó, y Renata quien dibujó las flores.
Roger observaba en silencio, respetando el momento.
—Es increíble… el tiempo pasó, pero parece que esta casa te estaba esperando.
Simone respiró hondo y caminó hasta la puerta. Cogió la llave antigua, que aún guardaba desde la época en que su padre estaba vivo, y la giró en la cerradura.
El chirrido familiar resonó, y el olor que vino de dentro la hizo detenerse.
No era el olor de abandono.
Era el perfume de productos de limpieza.
Ella entró despacio, sorprendida.
El suelo brillaba, las ventanas estaban abiertas, y una brisa suave atravesaba el corredor.
—No lo creo… — dijo, con la voz baja. —La casa está limpia.
Roger entró detrás de ella, observando todo con admiración.
—Está impecable, Simone.
Ella caminó hasta la sala y paró delante del sofá antiguo, aún en el mismo lugar, cubierto con el mismo tejido florido que ella y su madre eligieron cuando ella aún era niña.
En la estantería, el reloj de pared marcaba la misma hora parado hacía años, pero el sonido del viento hacía parecer que el tiempo palpitaba allí dentro.
Simone pasó los dedos sobre el mueble de madera oscura, sintiendo la textura familiar.
—Pensé que iba a encontrar todo cubierto de polvo, destruido por el tiempo… pero es como si el pasado se hubiera quedado guardado aquí, esperando por mí.
Roger, conmovido con la escena, se mantuvo en silencio. Había algo de sagrado en aquel reencuentro entre una mujer y sus memorias.
Simone caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. Desde el patio vecino, podía ver el muro cubierto de flores y la casita amarilla de Renata.
Sonrió, emocionada.
—Fue ella, Roger. Solo pudo haber sido Renata. Ella cuidó de todo esto para mí.
Él sonrió también, admirando la pureza de aquel gesto.
—Entonces el amor y la amistad realmente resisten al tiempo.
Simone respiró hondo, sintiendo el corazón ligero, y dijo con ternura:
—Creo que sí, Roger. Creo que algunas cosas, cuando son verdaderas, simplemente no acaban. Ellas se quedan allí, esperando el momento cierto para florecer de nuevo.
Ella se sentó en el viejo sofá, mirando alrededor. Cada rincón contaba una historia, cada detalle guardaba un pedazo de quien ella fue.
Roger se acercó y se quedó de pie al lado de ella, observando en silencio.
—Es bonito ver cómo un lugar puede guardar tanto amor — dijo él.
—Es bonito… y doloroso — respondió ella. —Porque todo aquí me recuerda lo que yo fui y lo que dejé de ser.
Roger extendió la mano y tocó levemente el hombro de ella.
—Tal vez sea el momento de hacer las paces con el pasado, Simone.
Ella lo miró y sonrió, con lágrimas en los ojos.
—Tal vez sea, Roger… tal vez sea.
Y allí, entre el perfume de jabón y flores antiguas, Simone percibió que la vieja casa no era solo un lugar olvidado — era un espejo de su propio corazón: herido, pero aún lleno de vida esperando para recomenzar.