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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: En proceso
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio
Popularitas:718
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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Capitulo 19

Yo no nací para esto, pero fui esculpida por el dolor. Una esclava, una cristiana, una extranjera… eso era para ellos. Pero ahora mírenme: soy la madre de dos hijos del emir, y la única que le habla al oído cuando la guerra toca las puertas de Granada.

Y aun así, siguen conspirando.

Aixa. Zagal. Las víboras del harén. Los visires viejos que huelen a incienso rancio y temen a las mujeres que piensan. Todos.

El día que supe que Zagal había traicionado a Muley, sentí una calma que solo conocen las mujeres que llevan fuego dentro. Lo vi reunirse en secreto con hombres que antes servían a Castilla. Lo vi escribir cartas. Lo vi sonreír cuando hablaba de Boabdil. Sabía lo que tramaban: quitar a mis hijos del camino.

Esa noche no dormí.

Fui a mis aposentos. Me quité el velo. Me senté frente al espejo y me miré fijamente. Y decidí.

Llamé a tres concubinas nuevas. Jóvenes. Hermosas. Tenían motivos. Todas habían perdido algo por culpa de la guerra: una madre muerta, un hijo esclavizado, una hermana vendida. Les dije:

> —No es asesinato.

—Es justicia.

—Ese hombre busca destruirnos. Y vosotras podéis salvar esta tierra.

Las entrené en secreto. Una sabía bailar con dagas. Otra, envenenar sin dejar huella. La tercera tenía un rostro que paralizaba.

Pero fallaron.

Una noche antes del acto, una de ellas lloró. Temía que su familia sufriera si se descubrían. Las miré y, sin levantar la voz, dije:

> —Si alguna dice que esto vino de mí, su familia morirá pobre, olvidada.

—Pero si hacéis silencio, os prometo tierras, vestidos, oro, y protección hasta que muráis viejas y tranquilas.

Así sellamos el pacto. Pero Dios no lo quiso esa noche. O tal vez sí, para hacerme más fuerte. No lograron matarlo. Pero plantaron el miedo.

Y Aixa…

Siempre Aixa.

Una vez me mandó una serpiente en un cesto de frutas. Otra vez, una túnica perfumada con esencia que ardía en la piel. Sus concubinas han entrado a mis aposentos con cuchillos ocultos entre los pliegues del ropaje. Y a todas las vi antes de que pudieran hacerme daño.

A algunas… les di una segunda oportunidad.

A otras, simplemente les susurré:

> —Dile a Aixa…

—Que le manda saludos la sultana Zoraida.

Y luego, el silencio.

Los visires de Aixa han empezado a morir de formas lentas y extrañas. Uno cayó enfermo y deliraba el nombre de su señora. Otro se cayó por la torre más alta. Dicen que resbaló. Yo digo que resbalan mejor cuando les quitas el piso bajo los pies con información precisa.

Ahora el harén me teme. Me odian… o me siguen.

Pero yo no busco amor.

Busco respeto. Protección. Futuro.

Por mis hijos.

Por Granada.

Por mí.

Yo no pedí este lugar.

Pero ya que lo tengo, voy a defenderlo como una loba con los colmillos manchados de historia.

Antes de asedio

“Cuando el hijo levanta la espada”

La Alhambra ya no dormía. Sus muros temblaban como si anticiparan la caída de un imperio. Desde las torres más altas se veían las columnas de humo elevarse entre el cielo rojo del atardecer. No era incienso. Era guerra.

Yo estaba en mis aposentos, sentada entre las almohadas, bordando con manos firmes, aunque dentro de mí ardía una tormenta. A mis pies, mi hijo menor dormía entre sábanas suaves, con un pequeño rosario de madera entre los dedos, murmurando palabras aprendidas apenas en susurros. En el jardín, bajo la vigilancia de mis guardias personales, mi hijo mayor jugaba con su espada de madera, sin imaginar que, afuera, los verdaderos cuchillos ya buscaban su sangre.

Mi corazón no latía por miedo, sino por furia.

Desde hacía semanas, las tensiones crecían. Boabdil, el primogénito de Muley, mi hijastro, se había aliado con su madre, Aixa, y con su tío Zagal, sedientos de poder y venganza. Habían reunido tropas y lanzado el asedio. Aixa se jactaba de tener la bendición de los clanes del norte. Zagal movía piezas como serpiente entre rocas. Y Boabdil… el hijo al que criaron para ser mártir, venía ahora como verdugo.

Una de mis criadas entró corriendo, pálida como el mármol:

—Mi señora… han derribado la puerta oriental.

Me puse de pie. Tomé a mi hijo menor en brazos, mientras el mayor era traído por una nodriza temblorosa. No lloré. No grité. No huí. Esperé.

Entonces, Muley apareció.

Llevaba una túnica de guerra, manchada de sangre ajena y propia. No hablaba como esposo. Hablaba como rey.

—Zoraida… hemos perdido la ciudad. Pero no te perderé a ti.

—¿Qué harás? —le pregunté, con voz firme.

—Te llevaré al castillo del este, por los pasadizos subterráneos. Nadie debe saber que estás viva. Boabdil no te perdonará jamás.

—Ni yo a él —susurré—. Porque un hijo que levanta espada contra su padre… ya ha matado su propia sangre.

Los pasos de los enemigos se oían cerca. Las puertas interiores se sacudían. Entonces tomé a mis hijos y, cubierta con un manto de lino oscuro, descendí con Muley y tres hombres fieles a través del corredor oculto que llevaba bajo los jardines del Generalife.

El asedio duró cuatro días. El pueblo no reaccionó. Estaban divididos, confundidos, pobres. Los enemigos usaban sus nombres más antiguos para justificar su traición: “Aixa es la madre del linaje puro”. “Zoraida es una cristiana escondida entre sedas”. “Boabdil es el nuevo amanecer”.

Pero el amanecer llegó lleno de sangre.

Muley resistió con lo poco que quedaba. En el último día, fue herido en el pecho. Sus hombres lo sacaron arrastrando mientras gritaba que no dejaría su palacio a cobardes. En el patio de los Leones, donde tantas veces yo caminé con mis hijos, ahora corría fuego, lanzas y cadáveres.

Zagal irrumpió con su capa negra. Aixa gritaba órdenes como si fuera sultana otra vez. Y Boabdil… mi hijastro… se sentó en el trono de su padre.

Fue entonces cuando Muley, herido y sostenido por dos soldados, alzó la voz ante todos:

—¡Boabdil! No eres sultán. Eres traidor. Un hijo que humilla a su padre, no es rey, es siervo del rencor. Aixa, tú… tú no eres madre. Eres una víbora que envenena hasta a tus propios hijos. Y tú, Zagal… has matado a tu hermano, y con eso, a tu alma.

Nadie respondió. Pero todos escucharon.

Desde el castillo donde me refugiaba, alzaba oraciones al Corán cada noche, mientras mis hijos dormían. Uno en brazos. Otro a mi lado. Sabía que Muley había caído. Que Boabdil se sentaba ahora en el trono. Pero también sabía algo más: los ladrones del poder nunca duermen tranquilos.

Muley murió meses después, lejos del palacio, en una habitación blanca que olía a sangre seca y a recuerdos perdidos. Yo no lloré frente a nadie. Pero esa noche, mientras mi hijo mayor dormía con la cabeza en mi regazo, dije:

—Te juré que protegería a tus hijos. Y que no dejaría que Aixa reinara con su veneno.

Y yo cumplo mis juramentos.

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“Los ojos que no se abren más”

El olor era extraño. No a muerte… no aún. Era a despedida.

Entré en la habitación y lo vi. Mi Muley. El hombre por el que dejé mi pasado, mi nombre, mi mundo. Estaba en la cama, envuelto en sábanas de lino blanco. Su piel ardía por la fiebre, y en sus labios resecos se quebraban oraciones sin terminar. Tenía yagas en los brazos, en el pecho. Una infección lo estaba consumiendo desde dentro.

Yo me acerqué. Dejé caer el velo. Me arrodillé a su lado y le tomé la mano. Aún era cálida.

—Mi sultana… —susurró, con voz ronca—. Qué hermosa eres, incluso cuando lloras.

—No llores tú, amor mío —le dije, acariciándole el rostro—. No te vayas. No todavía.

Él me miró, como si quisiera retener el color de mis ojos para siempre.

—No pensé… no pensé encontrar amor. Y lo encontré en ti. Tú… la extranjera, la mujer de ojos de luna. Me mostraste lo que era tener un alma. Tú me enseñaste a reír.

Con sus dedos temblorosos, apartó un mechón de mi cabello y lo colocó detrás de mi oreja. Yo solté un sollozo ahogado.

—Muley… vamos a tener otro hijo. Lo supe hace poco. Es temprano aún. Pero… otra vida crece dentro de mí. De ti.

Él sonrió. Fue una sonrisa rota, cansada, pero sincera.

—Ojalá… ojalá que sea una niña —susurró, cerrando por un momento los ojos—. Que tenga tus rizos, tu carácter, tus ojos… esos ojos que me enfrentaron el primer día como si no temieras nada.

Yo posé mi frente sobre su pecho, sintiendo su corazón cada vez más lento.

—Cuidaré a nuestros hijos, te lo juro —le dije, apretando su mano contra mi vientre—. Nadie les hará daño. Ni Aixa. Ni Boabdil. Ni el mundo entero.

—Si estás en peligro… si las cosas se tornan oscuras… —me interrumpió con dificultad— prométeme que regresarás a tu tierra. Que volverás a ser Isabel, si hace falta. Que protegerás tu vida. No quiero que mueras aquí por mí.

—No puedo volver a ser Isabel. Ya no soy ella. Soy tu Zoraida. Soy esta mujer. Pero sí te prometo que sobreviviré. Por ti. Por ellos.

Sus ojos empezaban a perder foco. Entonces me miró una última vez.

—Entiérrame en lo más alto de Sierra Nevada… donde el viento silba como los rezos y las estrellas tocan la tierra. Quiero dormir donde nadie más pueda llegar… salvo tú.

—Te lo prometo, mi vida.

Él trató de hablar una última palabra… pero solo exhaló. Yo supe. Supe que ya no me oía. Que su alma se había desprendido como el último pétalo de un jazmín seco.

Tomé sus manos. Besé sus párpados. Y lloré. Lloré como nunca lo había hecho. No por ser viuda. No por ser madre solitaria. Lloré por haber amado con todo… y perderlo todo.

—Adiós, amor mío… El mundo será más frío sin tu voz.

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“La nieve guarda secretos”

Nos vestimos de blanco. No por fiesta, sino por pureza… por respeto al alma que ascendía. Todos los presentes sabían lo que significaba ese día. El viento soplaba helado en la Sierra Nevada, y el cielo estaba cubierto de un gris limpio, como si también llorara en silencio.

Subimos en procesión. Yo llevaba el rostro cubierto por un velo transparente. Caminaba descalza. Detrás de mí, mis concubinas, mis criadas, mis hijos… el mayor sostenido por su tutor, y el menor dormido en brazos de su nodriza.

Cuando llegamos a la cima elegida por él, un anciano imam nos esperaba. El padre de oración, que lo conocía desde joven, alzó su voz:

—Hoy entregamos el cuerpo del emir Muley Hacén a la tierra… al polvo que lo vio nacer… Que Alá tenga misericordia de su alma.

El canto del adhan, el llamado a la oración, se alzó en el viento. Algunos lloraban en silencio. Otros rezaban. Yo… yo estaba de pie. Sostenida por mi fe y por los recuerdos que aún quemaban como brasas bajo la piel.

De pronto, noté una mirada. Una de mis concubinas volvió el rostro hacia mi izquierda. Seguí su gesto… y la vi.

Aixa.

Vestía de negro. Le cubría el rostro con un velo espeso, pero sus ojos eran dagas. Estaba al borde del círculo, como una sombra que no fue invitada pero no podía faltar.

Yo no me moví. No parpadeé. Solo la miré de vuelta.

Ella dio un paso hacia adelante. Las mujeres a su alrededor retrocedieron un poco, sintiendo la tensión. Aixa me lanzó una mirada cargada de odio, pero disfrazada de duelo.

—¿Pensabas enterrarlo sin mí? —susurró, apenas audible entre los rezos—. Fuiste su favorita… pero yo fui su esposa primero.

Me acerqué lentamente, hasta quedar a un metro de ella. No había guardias. No había escudos. Solo dos mujeres, de luto y de fuego.

—Y fuiste también su mayor decepción —le respondí suavemente, sin romper mi calma—. Él murió amándome. Tú lo enterraste en vida mucho antes de hoy.

—Tu hijo nunca gobernará Granada —escupió entre dientes—. Boabdil es el verdadero heredero.

—Y aún así, tú estás allí… afuera… mientras yo estoy aquí. Dentro. Junto a él.

Aixa se estremeció. Quiso decir algo más, pero el imam retomó la oración. Yo me giré, ignorándola, y me acerqué al cuerpo envuelto en telas blancas.

Me arrodillé. Coloqué un rizo de mi cabello bajo su cabeza, tal como él me pidió una vez. Y susurré, solo para él:

—Aquí estás, amor mío. Aquí dormirás. Y desde esta altura, protegerás a tus hijos… a nuestra hija, si Alá lo permite.

El entierro continuó. Las manos cavaron. La tierra se cerró sobre el cuerpo que me había amado como ningún otro. Y cuando el último puñado fue lanzado, la nieve empezó a caer… como si el cielo bendijera su descanso.

Aixa se había marchado.

Yo me quedé.

Y supe que la guerra apenas comenzaba.

Cuando el funeral terminó

“Amores cruzados entre nieve”

La tierra ya había sellado su destino. Las plegarias se desvanecían con el viento helado, y los presentes comenzaban a descender en silencio. Pero yo no me moví.

Algo me decía que no había terminado.

La vi allí, Aixa, de espaldas a todos, mirando hacia el horizonte, sola. Su silueta temblaba entre las brumas blancas de la Sierra. Me acerqué. Sin escoltas. Sin miedo. Sin el peso de los títulos ni de la historia que nos separaba. Solo dos mujeres con un mismo luto, con una misma herida abierta.

Ella no volteó al principio. Pero habló:

—Ojalá me hubiera amado como te amó a ti, Zoraida.

Mi corazón se detuvo un instante. Su voz ya no era venenosa ni altiva. Era una mujer rota. Una sombra de lo que fue.

—Si él me hubiera mirado como te miraba a ti… —continuó—. Tal vez todo habría sido diferente. Pero no fue así. Yo era su deber. Tú fuiste su deseo… su amor verdadero.

Me quedé en silencio, observando cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas y se confundían con la nieve. No supe qué decirle al principio. No quise herirla. No era el momento.

—Aixa —le dije finalmente, con voz firme pero serena—, no estoy aquí para competir contigo. Estoy aquí porque enterramos al hombre que, en distinta forma, amamos ambas. No vengo a alardear. No vengo a humillar. Vengo a despedir al padre de mis hijos… al compañero de mis días.

Ella se giró lentamente. Me miró a los ojos. Por primera vez no vi odio, ni celos, ni rabia. Vi vacío. Dolor antiguo.

—¿Sabes qué duele más, Zoraida? —susurró— Que te odié sin conocer cuánto te amó. Que luché contra ti en lugar de aceptarte… Tal vez, si hubiera aprendido a amarlo de nuevo, lo habría retenido. Pero tú llegaste… y él ya no volvió a mirarme igual.

—El amor no se reparte como herencias —le respondí—. Simplemente… ocurre. Y él, por alguna razón, me eligió. Pero tú fuiste su historia antes de mí. Nunca negues eso.

Aixa suspiró. Se limpió las lágrimas con la manga de su manto. Sus ojos, aún enrojecidos, buscaron el horizonte nevado.

—Cuídalos —me dijo, y no tuve que preguntar a quiénes se refería—. Cuida a sus hijos. Que no crezcan con el odio con el que yo viví.

Yo asentí. Por primera vez, nos entendimos sin palabras.

Ese día, en la cima de la Sierra Nevada, las dos mujeres que dividieron el corazón de un sultán compartieron un mismo duelo. No fuimos enemigas. No fuimos rivales. Solo dos mujeres que lo amaron a su modo.

Y al bajar de la montaña, la guerra ya no era entre nosotras… sino contra el mundo que nos esperaba abajo.

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