Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo XIX Un rayo de calidez en medio de la tormenta
Punto de vista de Anabella
Los rayos del sol colándose sin permiso por las grandes ventanas y el peso de unos brazos poderosos rodeando mi cintura hicieron que despertara de mi profundo y pesado sueño. Por un segundo, olvidé dónde estaba, hasta que el calor de otro cuerpo contra el mío me devolvió a la realidad de golpe.
—Al fin despiertas —la voz somnolienta y ronca de Máximo vibró contra mi espalda, haciéndome reaccionar de inmediato.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué es esto? —pregunté con el corazón acelerado, intentando zafarme de su agarre de acero.
—Quédate quieta... No querrás que mi amigo se despierte también —susurró cerca de mi oído, sin soltarme ni un centímetro.
No era una niña ingenua; sabía perfectamente a qué "amigo" se refería y el contacto de su anatomía contra la mía no dejaba lugar a dudas. Me quedé rígida, sintiendo cómo el pánico y una extraña electricidad recorrían mi columna.
—Por favor, Máximo, suéltame. Necesito ir al baño —dije, usando la verdad como escudo para escapar de esa intimidad asfixiante.
—Ve —cedió él, relajando un poco la presión—, pero vuelves de inmediato a la cama. Tienes que descansar por órdenes estrictas del doctor Salvatierra.
Esta vez, sus palabras no sonaron como una de sus habituales órdenes dictatoriales; había un aura diferente en su tono, algo que casi parecía una súplica disfrazada de mando.
—Está bien, pero en serio tengo que ir —insistí.
Máximo abrió los ojos finalmente y, en un movimiento ágil y posesivo, se colocó encima de mí. Fue en ese instante cuando el aire abandonó mis pulmones: él estaba completamente desnudo, y al bajar la mirada hacia mí misma, descubrí con horror que yo solo llevaba puesta mi ropa interior. La seda del vestido de anoche había desaparecido.
Intenté apartarlo con un empujón desesperado, pero fue como intentar mover una montaña de roca sólida. Su fuerza bruta no se comparaba en absoluto con la mía, y estar atrapada bajo su peso me hacía sentir más pequeña que nunca.
—¿Qué pasó anoche? —pregunté con la voz quebrada por el pánico—. ¿Qué me hiciste?
Una sonrisa ladeada y peligrosa apareció en su rostro. Sus ojos oscuros me recorrieron con una intensidad que me hizo arder la piel.
—¿No te acuerdas, Anabella? Deberías recordar cómo me suplicabas que te hiciera mía anoche... cómo me rogabas que te diera calor —afirmó con una seguridad que me heló la sangre.
Sentí mi rostro arder ante su afirmación. Un torrente de vergüenza me inundó mientras intentaba desesperadamente buscar en mi memoria algún fragmento de la noche anterior, pero solo encontraba neblina y frío. ¿Realmente había perdido la dignidad hasta ese punto? ¿O era esta otra de sus retorcidas mentiras para terminar de quebrantar mi espíritu?
—Mientes... —susurré, aunque la duda ya estaba sembrada—. Tú solo quieres humillarme.
—¿Eso crees? —Se inclinó más, rozando mi nariz con la suya—. Mírame a los ojos y dime que no sientes cómo tu cuerpo me reconoce.
Entré en un pánico absoluto. Las palabras de Máximo golpeaban mi mente como martillazos; aquello no podía ser cierto. ¿Por qué no recordaba nada? Intenté analizar mi propio cuerpo en busca de alguna señal, algún rastro de una intimidad compartida, pero me sentía igual que siempre, más allá del agotamiento residual que pesaba en mis párpados.
—Estás mintiendo... por favor, déjame ir —supliqué, con la voz apenas por encima de un susurro.
Finalmente, él cedió. Me liberó de su agarre y, sin perder un segundo, agarré una sábana de seda para envolver mi cuerpo. Salí corriendo en busca del baño, desorientada; era la primera vez que ponía un pie en el santuario privado de Máximo. Por lógica, abrí una de las puertas de madera oscura y, para mi suerte, era el lugar que buscaba.
Una vez dentro, cerré con seguro y apoyé la espalda contra la puerta, cerrando los ojos con fuerza. Traté de reconstruir la noche anterior, de forzar a mi memoria a rebelarse contra la neblina, pero lo único que lograba rescatar era una sensación de flotar en una nube cálida después de un frío insoportable.
Después de lavar mi rostro enrojecido y tratar de calmar los latidos de mi corazón, decidí salir. Máximo ya estaba de pie junto a la ventana. Usaba solo la parte inferior de su pijama, dejando al descubierto un torso imponente y perfectamente trabajado que, a pesar de mi odio, me obligó a desviar la mirada.
—Nana Emilia te traerá el desayuno. Espero que lo comas completamente —dijo, recuperando ese tono autoritario que era su zona de confort.
—Volveré a mi habitación —respondí con firmeza—. No quiero seguir causando molestias aquí.
Máximo se giró y me clavó una mirada penetrante, cargada de una intensidad que no supe descifrar.
—El doctor fue muy claro: debo monitorear tu temperatura constantemente. Si un episodio como el de anoche vuelve a ocurrir, tendré que llevarte a la clínica de urgencias de inmediato.
Seguía sin entender a qué se refería, pero su mención de la clínica me recordó la fragilidad de mi situación.
—Nana Emilia puede estar al pendiente de mí —sugerí, buscando cualquier excusa para alejarme de él—. Así tú podrás volver a tu trabajo y a tus negocios.
—¿Tanto me desprecias? —preguntó de pronto, su voz descendiendo a una nota peligrosa—. ¿Tanto te desagrada la idea de que estemos compartiendo el mismo aire?
—La verdad es que no te desprecio, Máximo —confesé, mirándolo por fin a los ojos—. Pero tampoco puedes pedir que sienta algo por ti después de todo el daño que me has hecho. No soy una máquina.
La mirada gélida que tanto conocía volvió a aparecer en su rostro. Se acercó a mí con pasos sigilosos, recordándome a un depredador acechando a su presa.
—Mucho más daño me hizo tu padre a mí —escupió con un rencor que parecía quemarle por dentro.
—¿Qué fue eso tan grave que te hizo mi padre? —pregunté sin pensar, impulsada por una curiosidad que me quemaba.
Máximo respiró profundo y cerró los ojos, como si estuviera conteniendo una tormenta de recuerdos. No respondió.
—Puedes salir de esta habitación —dijo finalmente, dándome la espalda—, aunque no de la casa. Afuera está haciendo mucho frío y no permitiré que te hagas más daño.
Sin decir más, entró al baño, dejándome sola con la duda punzante sobre el origen de su odio. Salí de su habitación y me refugié en la mía. En el closet encontré ropa que no estaba antes; alguien se había tomado la molestia de surtirme con prendas abrigadas y elegantes. Opté por unos jeans y un suéter de cuello alto que se ajustaba con delicadeza a mi cuerpo. Quienquiera que hubiese escogido la ropa tenía un gusto impecable.
Una vez lista, bajé a la cocina buscando a Emilia. En su lugar, encontré a Marta, la cocinera, quien estaba con una pequeña niña de rizos oscuros. Al verme, la pequeña se asustó y se escondió rápidamente detrás de las faldas de la mujer.
—Lo siento, señora... ya me llevo a Elena a su habitación —dijo Marta, visiblemente nerviosa, como si temiera una reprimenda.
—No, no es necesario —respondí con una sonrisa suave, la primera que sentía genuina en mucho tiempo—. Déjala que coma tranquila. Y si quiere más, por favor, dale lo que ella pida.
Emilia llegó minutos después y procedió a servirme el desayuno. Decidí no ir al comedor formal; me senté allí mismo, en la mesa de la cocina, compartiendo el espacio con ellas. Por primera vez en esa mansión de sombras y secretos, me estaba sintiendo a gusto en mi prisión. La calidez de la cocina era el único refugio que Máximo Santana no podía controlar.