El Lobo Exiliado

Mientras ella iba a su habitación me acerqué a la entrada trasera de la casa, con el corazón latiendo más rápido de lo normal. No me gustaba estar tan cerca de la manada, pero no tenía opción. Naia necesitaba ropa que le quedara, ya que la camiseta que le había prestado era enorme y probablemente no se sintiera muy cómoda con ella.

Lia regresó, envuelta en un chal, con un bulto entre los brazos. Nuestros ojos se encontraron, y por un instante vi en su mirada a la niña que un día jugaba conmigo y Hassim en el río, antes de que todo cambiara.

—Aquí tienes —dijo en voz baja, extendiéndome el paquete—. Son prendas mías… algunas casi nuevas. Espero que te sirvan.

Lo recibí con ambas manos. Era ligero, pero para mí pesaba como si contuviera un enorme secreto. Y de alguna manera así era. Intenté mostrar mi agradecimiento con una sonrisa que fue más una mueca torcida, una que solo ella entendía.

Lia me sostuvo la mirada, como si quisiera arrancarme la verdad con los ojos.

—No te voy a pedir explicaciones… todavía —advirtió, aunque sus labios formaron una media sonrisa—. Pero más vale que pronto me cuentes para quién son estas ropas. Y me cuentes tu secreto.

Asentí despacio. No podía negarlo, y tampoco quería, pero no era tiempo de contarle sobre Naia, no sin saber antes quien la había traído a nuestro mundo y con que propósito.

Ella suspiró, bajando la voz.

—Lo sabía… —murmuró, y me acomodó el chal sobre los hombros, como si todavía fuera aquel muchacho torpe que siempre terminaba con los pies en el barro.

Cuando estaba por girar hacia la puerta trasera, con el paquete dentro de la bolsa que llevaba conmigo, la figura de mi hermano apareció en el umbral de la puerta de entrada. Su andar seguía siendo igual de arrogante, y su sonrisa tenía ese filo que nunca supe si era burla, desprecio o tal vez las dos.

—¡Mira quién decidió salir de su cueva! El guardián aislado de la manada —soltó con voz dura, cargada de suficiencia—. ¿Qué haces aquí, Kael?

Mi instinto me empujó a tensar los músculos, a responder, aunque no tuviera voz. Pero me contuve. El corazón me golpeaba fuerte, como si me recordara que no debía, que no podía mostrar nada.

Antes de que pudiera moverme, Lia intervino. Dio un paso al frente, cruzándose en mi camino como un escudo.

—Solo vino a visitarme —dijo con calma, aunque su mirada tenía un brillo de advertencia que incluso su esposo no ignoró.

Hassim me miró de arriba abajo con desdén, como si oliera en mí un rastro de debilidad. Hizo una mueca de disgusto, chasqueando la lengua.

—Visitar, ¿eh? Qué detalle, aunque creí haberte dicho que solamente podrías venir a la aldea cuando fuera requerido que lo hicieras. —Hassim siguió caminando de pronto se volvió un poco, pero antes de salir añadió, con voz baja y cortante—. Más te vale estar en la próxima reunión de la manada. No quiero excusas.

Me sostuvo la mirada un instante más, y en sus ojos vi todo lo que siempre quiso recordarme: que no pertenecía, que estaba marcado.

Cuando se marchó, me di cuenta de que había apretado tanto los puños que los nudillos me habían quedado blancos. Lia posó una mano breve sobre mi brazo y me regaló una sonrisa pequeña, de esas que contenían comprensión y promesas que nadie más escuchaba.

—No le hagas caso, ya sabes como es Hassim. —me dijo —Ahora ve y llévale eso a quien sea que lo esté esperando.

Intenté sonreírle, ella me devolvió una bella sonrisa, me besó en la mejilla, salí de la casa y tras transformarme en mi forma de lobo procedí a regresar.

Solo cuando estuve de nuevo en el bosque, lejos de la casa, pude respirar con libertad.

El bosque me recibió con su silencio húmedo. El peso del encuentro con Hassim todavía me ardía en el pecho, pero el paquete sobre mi lomo me recordaba por qué había ido allí. Caminé rápido, con la certeza de que cada minuto contaba.

Cuando al fin llegué a la cueva, el murmullo del agua cercana me devolvió la calma. Dentro, el aire estaba tibio gracias al fuego que había dejado encendido antes de salir y a las aguas termales.

Ella estaba allí, recostada en la cama, aún frágil, pero despierta sobre las pieles con la espalda apoyada contra la roca. Sus ojos claros me buscaron apenas crucé la entrada.

Y Fenn, tal como le había ordenado seguía a su lado como un guardián silencioso.

Me quedé quieto un instante, como si temiera que aquel momento se quebrara. Después avancé despacio y dejé el paquete a su lado, sobre la cama. Sus dedos temblorosos deshicieron el nudo que lo cerraba, y cuando vio las prendas limpias, suaves, la respiración se le entrecortó.

—¿Son para mí? —susurró, como si no pudiera creerlo.

Asentí.

—¿Y de dónde las sacaste? —preguntó con curiosidad mientras veía con más detalle el contenido del paquete.

Tomé un trozo de carbón y escribí que una amiga me las había dado.

Ella acarició una de las telas con cuidado, como si fuera algo demasiado valioso para sus manos. Y entonces me miró. En sus ojos había gratitud, sí, pero también una pregunta que no se atrevía a formular.

Yo solo sonreí, levemente, como pude. No tenía palabras, pero esperaba que mi gesto le dijera todo: que estaba a salvo, que no estaba sola, que yo seguiría cuidando de ella.

—Gracias… —murmuró, y su voz se quebró.

Quise extender la mano, rozar su mejilla, pero me contuve. En vez de eso, me agaché para alimentar el fuego, como si el resplandor de las llamas pudiera responder en mi lugar.

Mientras ella doblaba con cuidado cada prenda, me pregunté cuánto tiempo más podría ocultarle quién era, cuánto tiempo más antes de que comprendiera que yo no era solo un hombre, sino un lobo marcado por el exilio y la soledad.