La cárcel más peligrosa no se mide en rejas ni barrotes, sino en sombras que susurran secretos. En un mundo donde nada es lo que parece, Bella Jackson está atrapada en una telaraña tejida por un hombre que todos conocen solo como “El Cuervo”.
Una figura oscura, implacable y marcada por un tormento que ni ella imagina.
Entre la verdad y la mentira, la sumisión y la venganza. Bella tendrá que caminar junto a su verdugo, desentrañando un misterio tan profundo como las alas negras que lo persiguen.
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XIX. Maldición.
La noche había caído sobre la mansión como un manto pesado, y el silencio se extendía por los pasillos como si guardara secretos imposibles de pronunciar. Bella, agotada tras horas de nervios y lágrimas silenciosas, había logrado conciliar un sueño ligero, inquieto, del que cualquier ruido la podía arrancar.
El crujido lento de la puerta al abrirse fue suficiente. Sus ojos se abrieron de golpe, y un escalofrío recorrió su espalda. El aire parecía más frío de lo normal. Se incorporó en la cama, aferrando las sábanas contra su pecho como si fueran su única protección.
La silueta apareció en la penumbra, apoyada en un bastón, avanzando con una calma calculada. Cuando la luz de la luna se filtró por la ventana e iluminó su rostro, Bella contuvo el aliento. Aquellos ojos ancianos, afilados y crueles, la observaban con un desprecio absoluto.
—Así que tú eres la muchacha… —murmuró la anciana, con una voz grave que resonaba en el silencio del cuarto como una sentencia—. La intrusa. La hija del enemigo.
Bella se apretó más contra la cabecera de la cama, su respiración entrecortada. Nunca había visto a esa mujer en la mansión.
—¿Q-quién… es usted? —balbuceó, su voz quebrada, más un murmullo que una pregunta.
La anciana ladeó la cabeza y la miró de arriba abajo con un odio tan intenso que parecía querer atravesarla.
—Soy la única que decide quién merece estar en esta familia. Y tú… —hizo una pausa, dejando que la tensión creciera en el aire— no eres digna de mi nieto. Ni de su nombre. Ni de su sangre.
¿Su nieto? Nunca había escuchado siquiera que William tuviera una abuela. Bella tragó saliva, con las lágrimas quemándole los ojos. Intentó hablar, pero el miedo le cerraba la garganta. Aun así, reunió el poco valor que le quedaba, y susurró.
—Yo no quiero estar aquí… Él me obliga… Yo… no pedí nada de esto.
El rostro de la anciana se endureció aún más, y una sonrisa torcida, cargada de crueldad, se dibujó en sus labios.
—¿Y eso te excusa? ¿Crees que tus palabras limpian la mancha que eres? Eres impura, una vergüenza, un recordatorio viviente de la sangre que nos arrebató todo. —Su voz subió apenas un tono, helada, tajante—. No vales nada. Ni como mujer, ni como esposa, ni como persona.
Bella temblaba, sujetando las sábanas con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Quería gritar, llamar a alguien, pero la voz no le salía. Apenas un hilo de aire entre sus labios.
La anciana avanzó un paso más, inclinándose lo suficiente como para que Bella sintiera su respiración pesada y fría rozándole el rostro. Sus ojos ardiendo con odio, y cada palabra que salió de sus labios retumbó en la habitación como un martillo sobre piedra.
—Maldita seas, hija de tu padre; tu vientre será tierra árida donde nunca florezca vida, tus lágrimas caerán eternas sin hallar consuelo, y tu corazón solo conocerá traición. La soledad será tu única compañía; cada sonrisa que intentes esbozar se marchitará en tus labios, y hasta tus recuerdos felices se pudrirán como flores muertas. Todo lo que toques se volverá ceniza, cada camino que tomes terminará en ruina. Cuando mi nieto pose sus ojos en ti sentirás el peso insoportable de tu propia indignidad; cada caricia suya te recordará que jamás serás suficiente. Arderás en la angustia de desear lo que nunca tendrás, y la desesperación te arrancará el sueño hasta dejarte vacía. La misma vida que corre en tus venas será tu condena; cada latido de tu corazón te recordará que no eres más que un error, un estorbo, una intrusa que jamás debió cruzarse en nuestro camino.
El corazón de Bella golpeaba tan fuerte que creyó que se le iba a romper en el pecho. Quiso protestar, gritar que no quería estar allí, que no era su culpa, pero las palabras no salían. Su garganta era un nudo, su voz estaba muerta.
La anciana, satisfecha con su silencio, retrocedió apenas un paso. La observó como quien contempla una presa vencida y añadió, con un tono de crueldad serena.
—Recuerda esto, niña. Aunque el mundo entero se vista de oro para ti, seguirás siendo barro bajo nuestros pies. Y yo misma me encargaré de recordártelo hasta que entiendas que nunca, serás suficiente para mi nieto.
Bella sintió cómo su cuerpo temblaba bajo las sábanas, como si aquellas palabras hubieran bajado la temperatura de la habitación.
–Mi nieto no te mira porque seas digna. No te engañes. Lo que ves en sus ojos no es amor, ni ternura… es hambre. Hambre de un hombre que puede quebrarte con un solo dedo. Y cuando lo sacie… cuando hayas sido suya por completo, te desechará sin contemplación, con un desprecio tan intenso que cada latido tuyo será un recordatorio de tu indignidad ante él.
La anciana alzó el bastón, lo dejó caer despacio contra el suelo, y el golpe resonó en el silencio como un trueno, haciendo que Bella cerrase los ojos, al sentir el eco de ese sonido en su cabeza. Luego, inclinó apenas el rostro, la mirada fija en ella, tan cruel y penetrante que parecía traspasarla.
—Eres una mancha. Una intrusa. Y tarde o temprano, Bella… —su nombre salió cargado de un desprecio infinito—, el fuego que lo consume a él también te reducirá a cenizas.
Con un último vistazo que destilaba repugnancia y odio ancestral, giró con la calma solemne de quien dicta una sentencia irrevocable. El eco de su bastón golpeando el suelo se alejó hacia el pasillo, dejando tras de sí la certeza de que su sola presencia era una maldición viviente.
El silencio que quedó fue aún más opresivo que sus palabras. Bella, con las manos crispadas en las sábanas, apenas podía respirar. La figura de la anciana seguía allí, implacable, como un espectro nacido del odio.
La puerta se cerró con un golpe seco que retumbó como un trueno dentro de ella. El silencio que quedó no fue paz, sino un vacío denso, casi sofocante, impregnado del veneno de aquellas palabras.
Bella permaneció inmóvil, con el corazón martillando en su pecho, hasta que las lágrimas empezaron a brotar por sí solas. Hundió el rostro en las sábanas, intentando ahogar los sollozos, pero el llanto la sacudió con fuerza, desgarrándole la garganta. El temblor no paraba, como si aún sintiera los ojos de aquella mujer clavados en ella.
Se incorporó torpemente, limpiándose las lágrimas con las manos temblorosas. Abrazó sus rodillas contra el pecho, intentando recomponerse, pero no podía dejar de oír aquella voz áspera, cargada de odio.
¿Por qué…?
¿Por qué la odiaba tanto?
Ni siquiera la conocía…
Las preguntas martillaban en su cabeza sin respuesta, aumentando el vacío y el miedo en su interior. Entonces, como un cuchillo que se hundía más profundo, le vino a la memoria la sentencia que la anciana había dejado caer:
"Y cuando lo sacie… cuando hayas sido suya por completo, te desechará sin contemplación..."
Bella se quedó rígida, con la respiración entrecortada. Esa idea la atravesó de una manera distinta, más cruel. Si la anciana lo había dicho con tal seguridad… ¿Sería verdad?
¿Y si eso es lo único que quería de ella?
¿Y si… si cedía, si dejaba que la tuviese… la soltaría después? ¿La dejaría ir?
La desesperación la estrujó con tanta fuerza que por un momento aquella salida le pareció real. Pensó en ello con terror y alivio a la vez, como si el sufrimiento pudiera terminar entregándose, como si su libertad pudiera comprarse con su propio cuerpo. Pero en cuanto la idea tomó forma, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza.
Se cubrió la cara con ambas manos, pero por más que intentara bloquear su mente, la semilla de esa posibilidad había quedado plantada.
Se quedó sentada, perdida, con la mirada fija en la nada, mientras la habitación se volvía cada vez más oscura y sofocante. Sabía que no pegaría ojo en toda la noche. Ni aunque lo intentara, esas palabras seguirían ardiendo dentro de ella como brasas encendidas, robándole hasta la esperanza de encontrar un respiro.
Y así mismo fue. La noche había pasado entera sobre Bella como un castigo. No cerró los ojos ni un instante, prisionera de pensamientos que la devoraban con la misma furia con la que las sombras devoran la luz. Cada sombra, cada palabra de la anciana, cada amenaza resonaba en su mente como un eco interminable.
La idea de que mañana sería la boda, de que se entregaría a un hombre que no deseaba, le hacía sentir un nudo en la garganta que parecía imposible de deshacer. Se giraba en la cama, torpemente intentando hallar consuelo en las sábanas, pero el miedo y la desesperación la mantenían despierta, con el corazón latiendo a mil.
Un golpe seco en la puerta la sobresaltó. Antes de que pudiera reaccionar, un ejército de mujeres irrumpió en la habitación: estilistas, maquilladoras, peinadoras… un caos de voces y manos que no dejaban lugar para el aire. El intercambio de presentaciones fue rápido, casi protocolario. Y Bella apenas tenía tiempo de parpadear antes de que la rodearan, obligándola a incorporarse, empujándola suavemente pero con firmeza hacia el baño.
—Vamos, señorita, al baño, por favor —dijo una de ellas con suavidad, casi guiándola con cuidado.
El frío del azulejo bajo sus pies desnudos y el agua helada cayendo sobre su piel la hizo estremecerse. Se duchó con movimientos torpes, temblando por la mezcla de miedo y la anticipación de lo que vendría. Cada gota de agua que tocaba su piel parecía arrastrar un poco de la pesadilla, dejándola limpia, aunque no menos aterrada.
Cuando terminó, apenas se había secado con una toalla cuando una de ellas la tomó del brazo y la llevó frente al espejo. Su piel, ahora limpia y vulnerable, era el lienzo perfecto para las manos de las estilistas. La base de maquillaje, los polvos, los pinceles… todo se aplicaba con rapidez, con precisión, sin esperar a que Bella respirara o siquiera pudiera asentir. Cada toque era un recordatorio de que no había escapatoria, de que su voluntad no contaba, de que todo el mundo la preparaba para un futuro que no había elegido.
Bella se sentó en silencio, dejando que la arrastraran por la rutina de peinados y maquillaje, sintiendo cada pincelada como un recordatorio de la pérdida de control. Sus pensamientos se agolpaban; la maldición de la anciana, cómo sería obligada a cumplir con un destino que no quería.
Bella estaba frente al espejo, el vestido perfectamente ajustado y el velo cayendo con delicadeza sobre su cabello. Los últimos toques de maquillaje habían terminado, y por un instante se quedó sin aliento. Parecía otra persona. Su reflejo irradiaba una belleza y elegancia que jamás había imaginado poseer, y la sensación la dejó atónita, con el corazón desbocado y un nudo en la garganta. Nunca antes se había visto así, y por un momento, la imagen en el espejo le resultó casi irreconocible.
De repente, la puerta se abrió suavemente y apareció una mujer que Bella nunca había visto: alta, elegante, cabello castaño brillante cayendo en ondas sobre sus hombros, ojos castaños que reflejaban seguridad y un toque de cinismo. Su vestido, sensual y revelador, destacaba su figura con elegancia y control.
—Hola, soy Ximena —dijo, lanzando dos besos al aire, uno a cada mejilla de Bella, evitando tocar el maquillaje de ambas—. Soy la hermana de William.
Bella parpadeó, sin saber qué decir. Finalmente, balbuceó.
—B-Buenos días… Ximena.
Ximena la observó con una mirada intensa y evaluadora, y soltó un suspiro, ladeando la cabeza.
—Nunca hubiera imaginado que William se fijara en alguien como tú —dijo con un dejo de cinismo y seguridad—. Salió con modelos, actrices… mujeres que parecen salidas de un catálogo. Tú… no encajas en ese molde. Pero ahora lo entiendo. —Hizo una pausa, mirándola detenidamente—. Tu belleza es… única. Difícil de ignorar, casi imposible de pasar por alto.
Bella no supo qué responder, balbuceando torpemente, sin poder sostener la mirada de Ximena.
—Pero bueno —continuó Ximena, con su tono seguro y ligeramente juguetón—, aún tienes que seguir arreglándote. No quiero interrumpir más tu preparación.
Con un leve gesto de despedida, Ximena se dio la vuelta y salió, dejando a Bella aún sorprendida por la mezcla de cinismo, seguridad y sinceridad que acababa de presenciar.