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Status: En proceso
Genre:Terror / Aventura / Viaje a un juego / Supersistema / Mitos y leyendas / Juegos y desafíos
Popularitas:518
Nilai: 5
nombre de autor: Ezequiel Gil

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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.

NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 19: Enigma.

Llegué a casa y cerré la puerta tras de mí con más fuerza de la necesaria. Por un instante me quedé de pie, apoyado contra la madera fría, sintiendo que el silencio me miraba desde todos los rincones. Me pasé la mano por los labios, sin pensar demasiado, y me mojé la cara para quitar el sudor, sintiendo un cosquilleo extraño, mezcla de alivio y culpa. Me senté en el sillón, tratando de ordenar la cabeza. La sensación era extraña: una satisfacción tenue, mezclada con un peso en el pecho que no lograba sacudirme. Había cruzado un límite que no debía y lo sentía en cada músculo, en cada pensamiento.

Saqué los cuadernos de la mochila y los dejé sobre la mesa. Azul, blanco, rojo… cada uno con su propia maraña de dibujos, símbolos y anotaciones, como un laberinto sin salida.

Abrí el azul al azar y encontré un dibujo que me hizo fruncir el ceño: un triángulo, un par de líneas curvas, un punto y, encima de todo eso, una S con un círculo. Lo miré un momento, intentando que la mente no me traicionara, y encendí la computadora. Crucé la información con los archivos del juego: escenarios, NPCs, objetos… algo coincidía, pero no todo.

Pasé horas alternando entre cuaderno y pantalla, anotando, tachando, corrigiendo, y aun así la sensación de caos persistía. Mis primeras hipótesis no funcionaban: símbolos repetidos que parecían indicar lo mismo de manera diferente, páginas que parecían contradictorias. Cada avance traía dos dudas nuevas y cada error me hacía cuestionarlo todo.

Abrí el cuaderno blanco y encontré una página con un nivel dibujado de manera incompleta. Comencé a cotejarlo con los datos del azul, con los archivos de sprites y mapas, tratando de establecer correspondencias. Llevé horas anotando todo en hojas separadas, haciendo líneas de tiempo parciales: nivel 1, nivel 2… hasta el nivel 7 parecía haber un orden relativo, aunque los símbolos se superponían y a veces parecían arbitrarios.

El nivel 8 me detuvo. Los garabatos eran densos, confusos, superpuestos hasta casi volverse ilegibles. Intenté desglosarlos, trazarlos a mano, separar lo que parecía un símbolo de otro, y aun así era frustrante. La sensación de que algo escapaba de mi comprensión me hizo apretar los dientes y tomar mate tras mate, olvidando comer y dormir. Mis ojos pedían tregua, la espalda me ardía, y aún así no podía dejar de mirar cada línea, cada curva, cada punto.

Al tercer día, entre desorden y desesperación, empecé a notar patrones débiles. Un triángulo no siempre representaba lo mismo; su posición relativa a la S o al círculo cambiaba el significado. Cada símbolo tenía variantes según su contexto. Formulé hipótesis: si el círculo aparecía en cierta posición, indicaba diálogo; si estaba sobre una línea, activaba un objeto; si se repetía, marcaba interacción obligatoria.

Anotaba todo en hojas nuevas, comparaba con los cuadernos, revisaba capturas del juego, y aun así cada vez que creía avanzar, surgían dudas. Las horas se diluían en semanas de obsesión; mi cuarto se llenaba de hojas pegadas, mapas dibujados, cuadernos abiertos y lápices marcando conexiones invisibles. A veces me sentía atrapado en un laberinto que Esteban había construido solo para mí, preguntándome si alguna vez lograría entenderlo.

Exhausto, me recosté entre hojas, cuadernos abiertos y lápices dispersos. El aire estaba cargado de polvo, tinta y mate seco. Tomé el teléfono y estaba a punto de escribir un mensaje a Alana, pero entonces vi uno suyo que había pasado desapercibido durante dos días.

—Muy mal lo tuyo —decía—. Se supone que después de eso tenés que decirme que la pasaste bien, de diez, genial, que te enamoraste perdidamente de esta diosa, o algo.

Y horas más tarde, otro mensaje: “…”.

Sin darme cuenta, los días habían pasado y los mensajes seguían sin respuesta. Le pedí disculpas, tratando de explicarle que estaba trabajando en un proyecto importante, y prometí invitarla a comer de nuevo. Sin darme cuenta, sus trucos habían dado efecto: parecía un perro entrenado que ofrecía comida cuando me equivocaba.

Pero, aunque la obsesión me absorbía, todavía había un mundo afuera, un hilo de normalidad que me recordaba que no todo estaba perdido.

El cuaderno negro, el que no había podido leer, seguía siendo un muro. Garabatos incomprensibles, líneas que no se conectaban con nada que conociera. Intenté traducir palabras, buscar referencias, subir fotos a internet, pero no había resultados. Pensé en desecharlo, pero algo me impulsó a guardarlo.

Quise llamar a Rocío, quizás sabía algo, pero la memoria de su actitud distante, sus silencios y secretos me detuvo. No podía confiar plenamente. Decidí seguir solo, entender todo por mi cuenta antes de involucrar a alguien más. Cada símbolo que descifraba, cada hipótesis que probaba, me acercaba un poco más a comprender lo que Esteban había hecho.

El proceso fue lento, doloroso y absorbente. A veces encontraba coincidencias parciales, errores que me obligaban a rehacer horas de trabajo. Otras, pequeños destellos de orden aparecían entre el caos: un triángulo con una S encima significaba escenario y NPC; un círculo agregado, un diálogo; símbolos repetidos más de dos veces indicaban interacción especial o acción del jugador. Lo que parecía desordenado era un sistema meticuloso, casi obsesivo, que Esteban había creado para registrar todo con precisión.

Pasaron noches enteras hasta que empecé a ver el patrón completo. El caos se transformaba lentamente en un código coherente. Cada cuaderno aportaba una capa nueva: azul para escenarios, blanco para acciones y objetos, rojo para interacciones y relaciones. El cuaderno negro seguía siendo un enigma, pero ahora tenía herramientas para abordarlo.

Sabía que el rompecabezas no estaba resuelto, pero algo había cambiado: lo que parecía un caos absoluto era, en realidad, un sistema pensado al detalle. Cada símbolo, cada línea y cada garabato eran piezas de un orden que Esteban había dejado para quien fuera lo suficientemente persistente… y yo estaba dispuesto a serlo, aunque eso significara perderme entre sombras de tinta, mapas y garabatos hasta que la madrugada desapareciera y la luz volviera a entrar por la ventana.

Cuando me encontraba con un muro, sabía darme una ducha, comer algo y trabajar como un desquiciado para entregar los encargos del trabajo y volver a los cuadernos. Así fue hasta que, revisando el cuaderno negro una vez más, encontré nombres familiares, claros y precisos: “Leo”, “Rocío”. Cada letra perfectamente escrita. Un escalofrío me recorrió el cuerpo; mi mente dio un giro. Esto no era solo un juego ni un código. Había algo más.

Y cuando no podía estar más convencido, la gota que rompió el vaso:

“Banstee”, escrito con lucidez entre algunas de las páginas.

Cerré el cuaderno, y solo pude soltar un suspiro, consciente de que el enigma se volvía mucho más profundo y perturbador de lo que había imaginado.

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