Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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La Flor Más Obediente del Jardín
Eirian
El eco de la celebración aún flotaba en las paredes como un perfume espeso. Las copas ya estaban vacías, las risas apagadas, pero el humo de las velas, el calor del vino y los aplausos aún vibraban dentro de mí. Aún podía oír cómo pronunciaban su nombre: el príncipe heredero, el sol de la dinastía, el niño nacido de un milagro.
Yo no era parte de esa historia. No oficialmente.
Nadie lo dijo en voz alta, pero todos sabían.
El emperador caminaba delante de mí, sin tocarme, sin siquiera mirarme. Pero su presencia era un ancla clavada en mi pecho. Sus pasos eran lentos y deliberados, como un verdugo guiando al condenado al patíbulo.
Las puertas de su habitación se cerraron con un ruido seco.
La habitación olía a vino especiado y a incienso de mirra. Una cama amplia, de dosel oscuro, lo esperaba al centro, extendida como un altar. La seda negra cubría el lecho, la alfombra era gruesa, los braseros humeaban con suavidad.
—Desvístete —dijo sin mirarme.
Sus palabras no eran una orden. Eran una sentencia.
Solté la túnica con dedos firmes. Me desnudé lentamente, como me había enseñado: sin temblar, sin dudar, sin resistir. La tela resbaló por mi piel con una obediencia que ya me era natural.
Me quedé de pie, desnudo, expuesto, esperando su aprobación o su juicio.
—Ven —dijo.
Me acerqué.
Sus manos, fuertes y frías, se cerraron sobre mis muñecas. Me atrajo hacia él como si yo fuera una cuerda atada a su voluntad.
—¿Sabes por qué te traigo aquí cada noche, Eirian?
—Porque soy suyo.
Él sonrió.
—Sí. Porque eres mío. Porque aunque me odies, aunque llores en silencio, aunque sueñes con huir otra vez… tu cuerpo ya no sabe respirar sin mí.
Acarició mi rostro con el dorso de los dedos, luego bajó por mi cuello, mi pecho, mi vientre.
Se detuvo.
—Ya ha comenzado a notarse… —murmuró, con una mezcla de burla y deseo—. Otra flor en camino.
No supe qué decir.
—¿No estás feliz, Eirian? Tendrás otro hijo. Esta vez me aseguraré de que lo críes junto a mí. Serás una buena madre. Más dócil. Más agradecida.
—Sí, majestad.
—¿Lo deseas?
—Si usted lo desea, yo también.
Rió con fuerza, esa risa profunda que helaba.
—Eso no fue lo que pregunté.
Me abofeteó con la palma abierta. No con furia, sino con método. Como quien pule una estatua.
—Dilo de verdad. Quiero oírlo.
—Deseo este hijo —susurré.
Me empujó hacia la cama. El peso de su cuerpo sobre el mío fue inmediato, sin preludio, sin ternura. Cada movimiento era una reclamación, una advertencia, un recordatorio.
—Sonríe —ordenó entre jadeos.
Lo hice.
Mis mejillas se alzaron como si aún quedara algo dentro que pudiera curvarse hacia la luz. Aunque todo en mí estuviera roto.
—Más.
Mostré los dientes.
—Eso es. Así debe verse una flor cuando florece.
Me mordió el cuello, dejando marcas que tardarían días en desaparecer. Me susurró palabras que ya no entendía, promesas huecas, amenazas vestidas de caricias.
Cuando terminó, me soltó como si ya no importara.
Se giró sobre el costado y encendió su pipa con una cerilla. El humo tenía un aroma dulzón que me revolvía el estómago.
—¿Sabes lo que pensé al verte danzar esta noche? —dijo.
—No, majestad.
—Que eres la flor más obediente de mi jardín. La única que no necesita ataduras para quedarse en su sitio.
—Gracias —susurré.
—Y ¿sabes qué hacen las flores obedientes?
—Florecen —respondí, mecánicamente.
—Exacto. Aunque les corten las raíces. Aunque les rieguen con lágrimas.
Se levantó, se puso su bata de terciopelo rojo y me señaló con la barbilla.
—Puedes dormir ahí.
En el suelo, frente al fuego. Sin manta.
Me acurruqué sobre la alfombra, el cuerpo aún temblando. La luz de las brasas danzaba en las paredes como sombras de cosas que ya no quería recordar.
Soñé.
Soñé con un niño de cabello oscuro corriendo por un campo abierto, sin nombre, sin cadenas.
Soñé que me abrazaba y me decía "padre".
Soñé que sonreía sin miedo.
Pero al despertar, lo único que vi fue la silueta de Corven asomado en el balcón, contemplando el amanecer como si el mundo le perteneciera.
Y yo…
yo no era más que una flor.
Una flor domesticada.
Una flor fecundada.
Una flor más obediente que nunca.
Más tarde, ese mismo día, escuché a los consejeros reír en los corredores.
—Habrá otro heredero —decían—. Su majestad está bendecido.
—La flor del jardín es más fértil de lo que imaginábamos.
Y reían.
Y brindaban.
Yo los observaba desde la sombra de una columna, con las manos sobre el vientre apenas redondeado. El niño aún no latía con fuerza. Aún no había movimiento.
Pero pronto lo habría.
Y cuando eso ocurriera, sabía que Corven estaría ahí. No para protegerlo, no para amarlo… sino para recordarme que incluso las flores nuevas… también pertenecen al jardín.
También serán regadas con sangre.
También tendrán que aprender a sonreír.