Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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Noche silenciosa
(Naia)
El fuego apenas chisporroteaba, dejando la cueva iluminada por un parpadeo cálido que hacía que cada sombra pareciera moverse con vida propia. Yo estaba sentada en una roca plana, abrazando mis rodillas, observando cómo Kael movía los utensilios de cocina que había dejado sobre la superficie de la mesa.
Ya habían pasado dos días desde que él había ido a cazar. Lo sé porque podía notar cuando era de día y cuando oscurecía.
Era extraño: todo parecía normal, cotidiano, pero al mismo tiempo había algo en la forma en que él se movía que me mantenía alerta. Fuerte, seguro, cada gesto medido y preciso. La luz del fuego reflejaba su cabello cenizo y la piel blanca de sus brazos; los músculos se marcaban bajo la tensión de cada movimiento. Había cicatrices en su garganta, y esa sombra permanente sobre su semblante parecía contar historias que jamás compartiría con palabras.
Fenn dormía a mi lado, acurrucado como un enorme cachorro, ronroneando suavemente al compás del fuego. La escena era tan improbable como reconfortante: la bestia que me había asustado tanto ahora parecía domesticada, vulnerable, y sin embargo vigilante.
Suspiré, dejando que mis ojos recorrieran la silueta imponente de Kael. Me sorprendí de lo consciente que estaba de cada detalle: la forma en que inclinaba la cabeza para mirar lo que sostenía, cómo sus dedos se movían con seguridad, cómo sus hombros se tensaban y relajaban con cada movimiento. Observándolo, entendí que cada acción suya era medida, controlada, pero también llena de una naturalidad que solo alguien acostumbrado a la soledad podía desarrollar.
—Kael… —empecé, con la voz apenas un hilo— ¿Quién te enseñó todo lo que sabes?
No respondió. Su mano siguió moviéndose, cortando hierbas con precisión, sin levantar la mirada. Pero entonces hizo un gesto muy sutil: cruzó los brazos frente a su pecho y los acunó con un movimiento lento, como si abrigara algo invisible.
—¿Tu madre? —interrogué, él asintió.
Mi corazón se aceleró. Lo entendí. No necesitó palabras. El gesto decía todo lo que yo no podía preguntar. La soledad no era un castigo, sino la herencia de alguien que lo había amado y ya no estaba para él.
Me sentí más cerca de él que nunca, y también más consciente de mi propia fragilidad. Mi cuerpo se estremeció con el simple movimiento de sus hombros, con la manera en que su presencia llenaba la cueva.
Intenté acercarme un poco más, sin invadir su espacio, solo para sentirme parte de ese momento. Y entonces, lo hice: tomé un cuchillo para ayudarlo con las hierbas. Él me miró, breve y fugaz, y asintió.
Era un permiso silencioso, y lo acepté con gratitud.
Mientras trabajábamos juntos. No hacían falta las palabras. Cada gesto, cada mirada, cada movimiento era un lenguaje propio. Y yo comencé a notar cosas que antes pasaban desapercibidas: la forma en que sus dedos se arqueaban al sostener el cuchillo, la manera en que su espalda se inclinaba ligeramente para mirar el fuego, cómo su respiración era medida y profunda. Todo contaba algo, y yo intentaba descifrarlo, como si observarlo me permitiera conocer un poco más de su historia.
Fenn abrió los ojos, levantó la cabeza y nos miró un instante, luego volvió a acomodarse. Parecía aprobar nuestra cercanía, o al menos aceptarla. Yo no podía evitar sonreír ante la ternura que despertaba en mí la enorme criatura.
El silencio se volvió cómodo, casi un refugio. La noche afuera era fría, pero aquí dentro el calor del fuego y la tibieza de la cueva creaban un mundo aparte. Me sentí segura, protegida, aunque aún no entendiera del todo a Kael.
Me atreví a hablar de nuevo.
—¿Sabes? Cuando llegaste con lo que cazaste y las hierbas… me sentí… protegida. Como si nada pudiera tocarme aquí —mi voz era baja, temblorosa, pero sincera—. Gracias.
Él no respondió con palabras, por supuesto. Pero mientras dejaba el cuchillo a un lado, hizo algo que me sorprendió: colocó suavemente su mano sobre la mía, fue un toque breve pero firme, y luego se apartó, dejando que su gesto hablara por él.
"Aquí estoy" pareció decirme, sin decir nada.
Cerré los ojos, dejando que el contacto se impregnara en mi memoria. Ese simple gesto me transmitió más que cualquier palabra.
Después de eso cenamos, en una calma más que agradable.
Luego de asearse Kael se sentó frente al fuego, me senté a su lado, apenas unos pasos, y dejé que mi mirada recorriera su rostro. Quería grabar cada línea, cada sombra, cada cicatriz. Era extraño: temía acercarme y, al mismo tiempo, no podía apartar la vista.
—¿Por qué vives solo? —pregunté, casi como un susurro para mí misma.
Kael me miró de reojo, y luego hizo un gesto con la cabeza hacia Fenn. Como si la respuesta fuera suficiente: él no necesita compañía humana. Su único vínculo era la lealtad de la bestia que lo acompañaba.
Asentí, comprendiendo más de lo que esperaba. La soledad de Kael no era triste, ni voluntaria. Era una extensión de sí mismo, un refugio construido con sus manos y su cuerpo.
Fenn bostezó y se estiró, dejando salir un suspiro pesado. Yo sonreí, y Kael dejó escapar un leve movimiento de hombros, casi imperceptible, como si yo lo hubiera hecho sonreír.
El resto de la noche transcurrió entre gestos y silencios compartidos. Preparé un poco de agua y lo ofrecí, él bebió, luego me indicó con la cabeza que era mi turno. Aprendí a leer cada inclinación, cada movimiento. Cada gesto se convirtió en un hilo que nos unía, un puente que no necesitaba palabras para existir.
Al final, cuando el fuego se consumió casi por completo, nos sentamos frente a la pared de piedra, Fenn entre nosotros. Yo recosté la cabeza ligeramente hacia su hombro, sin tocarlo, solo sintiendo su presencia. Kael no hizo ningún movimiento para alejarme. Solo respiró, y yo comprendí que eso también era una forma de aceptación, un acto silencioso de confianza.
Y tuve que reconocer que, desde que llegué aquí, a este mundo extraño y peligroso, me sentí completamente consciente de todo: de mi cuerpo, de mi mente, de mi entorno. Pero también de Kael, de su historia no contada, de su fuerza y su vulnerabilidad.
Y mientras la cueva se llenaba de sombras suaves y de la respiración tranquila de Fenn, entendí algo que no había sentido en mucho tiempo: no estaba sola.
Aunque él no hablaba, aunque el mundo fuera peligroso afuera, y aunque la noche tuviera mil sombras acechando, estaba viva, estaba protegida… y algo en mí sabía que la presencia de Kael era ahora un ancla que no se rompería fácilmente.
Cerré los ojos, dejando que la penumbra me envolviera. Esta noche, la cueva no era solo un refugio. Era un hogar temporal, un lugar donde podía empezar a conocerlo, y quizá, empezar a confiarle mi propio miedo y mi propio pasado.
Fenn ronroneó suavemente, Kael respiró junto a mí, y yo me sentí en paz.